Me desperté en medio de un sueño agitado, unos tipos con uniforme nazi me perseguían por París. Con una sensación parecida a la de la resaca me revolví en la cama… en la cama de Alain. El dormitorio de Alain. La camiseta de Bruce Lee enrollada bajo el pecho y las braguitas rojas al descubierto. Me incorporé como si hubieran saltado los muelles de mi cintura. ¿Qué demonios hacía yo medio desnuda en la cama de Alain?
—Ay, sí… La carta… —Empecé a recomponer la noche anterior.
Madre mía, la carta. Y el abuelo, y los Bauer, y Alain… Era posible que hubiera soñado con todo aquello antes de que unos tipos vestidos de nazis se colaran en mis sueños. Tenía que ser un sueño que Sarah Bauer fuera la abuela de Alain. Maldito tranquilizante… ¿qué clase de droga era ésa?
Por las contraventanas se colaban trocitos de sol y se oían voces subir desde el porche. Me puse las gafas y miré el reloj: era más de mediodía.
—Joder, qué vergüenza…
Crucé a la otra habitación en busca de mi ropa, me vestí precipitadamente y pasé por el baño para un aseo exprés.
Cuando alcancé el porche, el sol todavía me escoció en los ojos como si fuera un sol de verano. Necesitaba con urgencia un café.
—Buenos días, bella durmiente.
Judith y Alain estaban sentados a la mesa, bajo un enorme castaño cuyas últimas hojas todo lo manchaban de sombra como pinceladas grises en una fotografía a todo color.
—Buenos días… Siento haberme levantado tan tarde —confesé con el hilo de voz de la vergüenza.
—Oh, no te preocupes. A todos se nos han pegado las sábanas hoy —me disculpó Judith—. Nosotros acabamos de terminar de desayunar. ¿Te apetece tomar algo? Hay café, zumo, cruasanes (Fran acaba de subirlos del pueblo, están recién hechos). También tienes pan, mermelada y creo que queda mantequilla… —Levantó un poco la tapa del mantequillero—. No mucha, pero hay más en la nevera, te traeré un poco…
—¡No, no! No hace falta, no te molestes. Es más que suficiente con todo lo que hay aquí… Muchas gracias. —Le mostré la mejor de mis sonrisas; de cartón. De algún modo me sentía incómoda, una extraña invadiendo la intimidad familiar.
—De acuerdo, pero si quieres algo más, no dudes en pedírmelo. Estaré dentro, voy a ver si consigo que las niñas se vistan. Están como locas jugando a las Barbies con Teo.
—Me lo puedo imaginar…
Judith se metió en la casa seguida de los dos pastores alemanes, que habían abandonado su escondite de debajo de la mesa en cuanto habían visto a su dueña ponerse en pie.
—¿Cómo estás? —me dirigí a Alain.
—Bueno, quitando que apenas he pegado ojo, que me duele todo el cuerpo, que la maldita férula de la nariz casi no me deja respirar, que me tiran los puntos de la boca y que tengo la cara como Shrek, bien.
—A pesar de que te quejas más que ayer, yo te veo mejor. Te ha bajado la inflamación y los hematomas ya no son tan rojos… Ahora, son violetas.
—Es un consuelo… Siéntate. —Me invitó—. ¿Te sirvo café?
—Por lo que más quieras.
Buscó una taza limpia, le quitó una ramita que había caído dentro y vertió una generosa cantidad de café aún caliente del termo. Él mismo añadió la leche y el azúcar en su justa medida.
—Gracias. —Tomé la taza. Pero no bebí. En cambio, miré alrededor para asegurarme de que estábamos solos—. Antes de que recupere la lucidez y no me atreva a preguntártelo, dime: ¿por qué me he despertado en tu habitación?
La sonrisa de Alain fue burlona. Me lo merecía por hacer esa clase de preguntas.
—¿Quieres que te diga la verdad?
—¡Oh, vamos!
—Está bien. Te quedaste dormida mientras leíamos la carta, eso es todo. Y estabas tan profundamente dormida que me dio pena despertarte, así que te eché la manta por encima, apagué la luz y me fui a la habitación de las niñas. Pero, por favor, no vayas contando por ahí que me llevé a una mujer preciosa a la cama y se quedó dormida; uno tiene su modesta reputación…
—En tu calamitoso estado nadie te lo echaría en cara, créeme. Te aseguro que no me acuerdo de nada. Debió de ser esa pastilla que tomé…
Alain abrió un cruasán, lo llenó de mermelada roja y brillante y me lo pasó.
—Entonces, ¿no he soñado lo de la carta?
—Me temo que no.
Le di un trago largo al café y me quedé con la mirada perdida en la mesa del desayuno.
—Joder… —murmuré.
—Ya. Yo tampoco he logrado ir mucho más allá de esa reflexión. Y no será porque no le he dado vueltas al asunto aprovechando que no podía conciliar el sueño.
—¿Te has dado cuenta de que eres el heredero legítimo de la colección Bauer y de El Astrólogo?
—En parte… Mi hermana también lo es. Pero es imposible demostrarlo. Ante la ley, Eve Marie Bauer está muerta y nosotros somos hijos de Irène Lefranc.
—Pero ambas son la misma persona. No me dormí hasta después de que leyeras esa parte de la carta… Tu investigación ha terminado, Alain. Justo donde empezó.
—Qué ironía, ¿verdad? ¿Se supone que debo sentirme orgulloso?
Irónico, displicente, desdeñoso… Aquél no era el estilo habitual de Alain.
—¿Estás bien? Y ahora no te pregunto por tu estado físico…
Se encogió de hombros.
—Creo que mi corazón inmaduro y acolchado no puede soportar ni un sólo drama familiar más. Si es verdad que mi abuelo dejó a su propia hija sin madre, entonces mi hermana se quedó corta anoche: el viejo era un auténtico hijo de puta. ¡Vaya! Haberlo escupido me hace sentir mejor.
Podía comprender su resentimiento. Por algún lado tenía que discurrir la riada de emociones tras las intensas lluvias de la noche anterior. Pero las riadas siempre son fenómenos descontrolados que no fluyen por los cauces adecuados. Hay que esperar un tiempo hasta que las aguas vuelven a su curso.
—Es difícil juzgar algo así. Tiempos extremos y situaciones extremas es normal que den lugar a reacciones extremas. ¿Has hablado con Judith?
—Sí. Se lo ha tomado con más filosofía. Creo que a ella se le han caído menos mitos, conocía al abuelo mejor que yo. Además, para ella, Sarah Bauer es sólo un nombre, no lleva meses siguiendo su rastro como nosotros, casi conviviendo con ella. —Alain me retiró un mechón de pelo que había caído sobre mi cara cuando me inclinaba para beber—. De hecho, tú te mostraste mucho más conmocionada que ella al leer la carta.
Era cierto, la historia de Sarah Bauer me conmocionaba porque de algún modo la había vivido al rastrearla. Pero lo que más me afectaba era que Alain estuviera al final de esa historia.
—Hemos pasado mucho juntos: Georg, Sarah, tú y yo —admití.
—Y no ha terminado. Tu investigación no ha terminado, Ana. Sigues sin saber dónde está El Astrólogo.
Aquel planteamiento me entristeció.
—Es cierto… Tú ya sabes quién es tu familia… Ya no es tu investigación, ¿verdad?
—No lo sé… No sé qué responder a eso. Ahora que he llegado hasta aquí, ya no estoy seguro de querer seguir avanzando… Ya te lo he dicho, no puedo soportar más dramas familiares. Empiezo a pensar que quizá Judith tiene razón: es mejor dejar de mirar al pasado y encarar el futuro… Para ser honesto, no sé si quiero que Sarah Bauer entre en mi vida.
—Tal vez haya muerto… En realidad, la carta no resuelve nada acerca de eso… ¿O me perdí esa parte?
—No, no te perdiste nada. El abuelo nunca volvió a saber de ella. Y si lo supo, se lo ha llevado a la tumba.
—Así pues, estamos como al principio: tenemos que ir a Barcelona y seguir tirando del fino hilo que nos une a Sarah Bauer…
Traté de negar lo obvio con un arranque de entusiasmo un tanto artificial. Por supuesto, no dio resultado.
—No, Ana. No creo que vaya a Barcelona…
—Y… ¿qué vas a hacer?
—Tal vez me quede por aquí unos días, tal vez regrese a París… Tal vez te siga mañana cuando empiece a echarte de menos…
Bajé la vista. Sus limosnas no me contentaban: las palabras no son más que palabras; pronunciadas a la ligera, no cuentan con peso suficiente y se las lleva el viento. Pero no era propio de mí mostrar tan abiertamente lo triste y decepcionada que me sentía. Yo, normalmente, ponía una sonrisa de mostrador y aseguraba que todo iba bien, que nada podía herirme.
—Hey… —Alain pellizcó suavemente mi barbilla y después me cogió las manos—. Escucha, necesito asimilar todo esto… Ve tú delante.
—Pero ¿y si lo encuentro? ¿Y si doy con ella o con el cuadro? ¡Son parte de ti! ¡No puedes darles la espalda! ¿Qué se supone que debo hacer yo? ¿Seguir adelante y hacer como si no supiera nada?
—Dame tiempo. Sólo un poco de tiempo… Que mejoren mis heridas y mi ánimo. Tal vez vea las cosas de otro color.
Me sostuvo las manos y me doblegó con un gesto y una mirada, con un silencio de ésos que abruman más que mil gritos. Un silencio sólo nuestro, que ni siquiera la escandalosa irrupción de Teo logró alterar.
—¡Estáis aquí, par de divinos! ¡Estas Barbies modernas son la leche! Las jodías están más planas que el encefalograma de Tutankamón. Qué lástima, por Dios… Eh… ¿Interrumpo algo importante?