Me metí en la cama muerta del cansancio, confiando en sepultarme bajo las mantas, enterrar la cabeza en la almohada y dormir durante horas. Y así fue, me sepulté bajo las mantas, enterré la cabeza en la almohada y… empecé a dar vueltas, decenas de vueltas, una con otra, sin pegar ojo.
Establecí la cadencia de la respiración de las niñas y me familiaricé con cada una de las sombras de la habitación: los osos de peluche, la pizarra, la casita de muñecas, las batas sobre la silla, las marionetas deslavazadas en la estantería, el despertador de Minnie Mouse… Me tapé y me destapé; me volví a tapar. Metí la cabeza debajo de la almohada; la volví a sacar. Me puse boca abajo y luego boca arriba; me volví a poner boca abajo. También escuché los pasos de Alain subiendo las escaleras y entrando en su habitación, justo enfrente de la de las niñas. Fue entonces cuando decidí tomarme uno de los tranquilizantes que me habían recetado en el hospital. Creo que finalmente me dormí…
O tal vez no llegué a hacerlo del todo. Estaba aún lúcida cuando noté una mano sobre mi hombro. Me volví y con ojos miopes me pareció distinguir la figura borrosa y en blanco y negro de Alain.
—Me había parecido que estabas despierta… —susurró.
—La verdad es que no estoy muy segura…
Fruncí el ceño; fue la única manifestación de alerta que la modorra me permitió mostrar. ¿Estaba pensando en meterse en mi cama con el cuerpo apaleado y dos menores durmiendo en la de al lado? ¡Con la cantidad de ocasiones mucho más propicias que había tenido! Los hombres son definitivamente primarios…
—Perdona… Pero es que no puedo esperar a mañana: tengo que enseñarte algo.
Me imaginé la punta que le hubiera sacado Teo a aquel comentario y sonreí para mis adentros.
—¿Ahora?
Alain asintió.
—Está bien… —accedí, cogiendo las gafas de la mesilla de noche.
Por fortuna, la camiseta de Teo era varias tallas más grande que la mía y cubría por completo las bragas rojas de la gasolinera. Además, en la penumbra, no se apreciaba con detalle que la camiseta tenía un enorme estampado en el pecho con las cachas de Bruce Lee. En cualquier caso, mi aspecto resultaba vergonzoso, pero traté de olvidarme de ello y seguí a Alain hasta el descansillo.
—Vamos a mi habitación.
—¿A tu habitación? —pregunté horrorizada—. Por favor, no me hagas ponerme a la luz con esta… pinta.
Alain me miró… Pero no a la pinta, a los ojos solamente.
—Ana…
Entonces me di cuenta de su gesto extraño y de su mala cara, como de tener el estómago revuelto.
—¿Estás bien?
—No… No lo sé…
Se me puso la piel de gallina y el pecho se me contrajo con un mal presentimiento. Alain suspiró.
—Es la carta de mi abuelo…
—Joder, qué susto me has dado —afirmé aliviada después de haberme imaginado los derrames cerebrales, las perforaciones de hígado, las lesiones de columna y todas las demás complicaciones poco probables de las que nos habían hablado en el hospital.
—Tienes que leerla.
—Pero… No sé… Eso es algo muy personal. —No quería entrar en aquel territorio en el que me encontraba incómoda ni siquiera aunque él me lo pidiera. Sentía un extraño pudor.
—Por favor —me rogó como si estuviera demasiado cansado para convencerme.
Nerviosamente, tiré del borde de la camiseta de Bruce Lee hacia abajo intentando en vano llegar a las rodillas, y accedí a entrar en su habitación.
La ventana estaba aún abierta, la cama hecha y la lamparita de la mesilla de noche, encendida. Alain se dejó caer sobre el colchón; no parecía capaz de seguir sosteniéndose en pie. Me acercó varias hojas de papel con los pliegues del doblado aún marcados. Las cogí, no sin cierta aprensión, me senté junto a él en la cama y le dirigí una última mirada.
—Prefiero que lo leas tú —me contestó, adivinándome el pensamiento—. Yo no sabría como contártelo.
Resignada, empujé el puente de las gafas para ajustármelas bien y comencé a leer en silencio.
Fontvieille, 13 de septiembre de 2010
Mi querido Alain:
Tal vez te extrañe recibir esta carta una vez que yo haya muerto. Tal vez te preguntes por qué no tuve el valor de decirte en persona lo que ahora pongo por escrito… Sencillamente, porque no te has dignado a responder a mis llamadas. Además, yo nunca fui una persona con facilidad de palabra.
Nunca pensé que sería consciente de que mi hora estaba cerca. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, han confluido una serie de acontecimientos que como una conjunción planetaria preconizan el funesto suceso. Tengo noventa años, así ha de ser. Mentiría si dijera que no tengo miedo: muchas veces antes he mirado el rostro terrorífico de la muerte, ¿cómo será ahora cuando definitivamente me tienda su mano helada?
Es posible que si antes de partir sacudo el polvo de mis suelas y el barro de mi túnica, todo sea más sencillo. Sé que allí donde voy tendré que dar cuenta de mis pecados, pero no obstante, hay cosas que no debo llevarme conmigo; el viaje es largo y la carga demasiado pesada: años de rencor y amargura… Soy demasiado viejo para eso.
Sin embargo, el pasado, siempre negro y doloroso, vuelve ahora vestido de ángel blanco para despertar mi conciencia con una caricia. El buen Dios me ha dado una oportunidad antes de llamarme a su seno. Ya sé, querido nieto, por qué te encontraste con los Bauer. Era tu destino… y el mío.
Me costaba concentrarme en la lectura. El tranquilizante estaba empezando a hacer efecto y a duras penas podía sostener los párpados. Las líneas ondeaban como el mar agitado y las palabras brincaban en el papel como si fueran tridimensionales. Sin embargo una, sólo una de ellas, sacudió mi cerebro e hizo saltar todas las alarmas. Miré a Alain, justo a mi lado en tensa espera.
—¿Ha escrito Bauer?
—Sigue leyendo…
Mereces una explicación, y no te la negaré. Sin saberlo, metiste el dedo en la llaga y aventaste mis fantasmas; sin saberlo, al acercarte a los Bauer, te acercaste a lo que llevo sesenta y cinco años tratando de mantener alejado de ti y de tu hermana, tan fuerte ha sido mi deseo de venganza. Y tuve miedo, miedo de enfrentarme al pasado.
La historia es larga, pero antes de contártela, te adelantaré algo. Algo que quizá nunca debí ocultar, y es que las marcas de nacimiento no pueden borrarse. Mi querido Alain, tú eres un Bauer y tu hermana también lo es. Ambos sois biznietos de Alfred Bauer; nietos de su hija Sarah, Sarah Bauer.
—Dios mío… —Volví a leer aquella última línea como si esperase encontrar otras palabras en ella. El papel temblaba entre mis manos—. Dios mío…
Puse mi mano sobre la de Alain; estaba helada.
—¿Cómo es posible? —Era una pregunta que le hacía a él, pero también a mí, al mundo, al destino e incluso a la Divina Providencia.
—No lo sé. No he seguido leyendo… Ya te lo dije: nunca hablaba de la abuela, no hay ninguna huella de ella en toda la casa. Ni una foto, ni un objeto, ni un recuerdo, ni una ocasión en que alguien dijese: esto perteneció a tu abuela. Siempre ha sido una figura más que ausente, inexistente. Esta misma noche, cuando discutía con Judith, por ejemplo, me he enterado de que ella se marchó al nacer mi madre… Lo cierto es que nunca pensé que la misma Sarah Bauer… Hay que joderse…
Le tendí a Alain la carta.
—Toma…
Alain la recibió sin mucho entusiasmo.
—¿No quieres entrar en el mundo de Sarah Bauer?
Me encogí de hombros.
—Claro que sí… Pero debes ir tú primero. Ahora, las cosas han cambiado, se trata de tu familia.
—Iremos los dos. Estamos juntos en esto, ¿recuerdas? —acudió a su frase favorita—. Además, no quiero hacerlo solo.
Se pegó a mí, costado con costado, dejó la carta entre ambos y comenzó a leer en voz alta.
Todos estos años he intentado borrar la huella de Sarah porque nadie me ha causado más dolor que ella. Yo la quería. Sarah Bauer fue mi gran amor y nunca he vuelto a amar a nadie como a ella. Pero me traicionó, me abandonó, dejándome solo y enfermo, vacío y miserable. Dicen que del amor al odio sólo hay un paso, un paso al frente que yo di una noche de abril de 1944.
Pero la historia se remonta mucho más atrás, a aquellos días en los que yo sólo era un chaval de quince años que empezaba su primer día de trabajo en la mansión Bauer…
El abuelo de Alain habló a través de su nieto. Y el relato cobró vida en su voz profunda. Una voz que envolvía auditorios e inoculaba historias, que era capaz de mantenerme despierta a pesar del cansancio y el tranquilizante.
Aquel relato me producía una sensación extraña. Llevábamos meses intentando recomponer la vida de Sarah Bauer a partir de fragmentos inconexos y, de repente, allí estaba, meticulosamente hilvanada en un puñado de hojas de papel, con aquellos fragmentos integrados a la perfección, cobrando el sentido del que hasta entonces habían carecido, de una manera aparentemente simple, como por arte de magia. Pero lo más extraño era compartir las emociones que subyacían a esos fragmentos a través de un relato en primera persona. Y es que en cada palabra, en cada frase y en cada escena, el abuelo de Alain dejaba traslucir sus emociones: la primera vez que vio a Sarah jugando en el jardín con sus hermanos y sintió que no podía dejar de mirarla, cómo le temblaban las manos cuando la ayudaba a subir a la montura o le acercaba las riendas, cómo la contemplaba a hurtadillas mientras ella cepillaba a los caballos, cómo creía tocar el cielo cada vez que ella le dedicaba una mirada, una sonrisa o una palabra… cómo se había ido enamorando de Sarah. Desde entonces su vida había girado en torno a la vida de la muchacha, su vida había tenido sentido porque la amaba: había huido con ella, había luchado junto a ella, había soportado la tortura, el dolor y el miedo por ella, porque sin ella, nada hubiera tenido sentido para él. Aquella carta estaba llena de emociones desbordantes que estallaron con violencia al hablar de un nazi bastardo, el maldito nazi del que Sarah se enamoró: «Tenía que haberlo matado porque ni todo el Tercer Reich en su dimensión devastadora más cruel me había causado tanto dolor como aquel nazi bastardo que se llevó lo único que yo quería, lo que yo más amaba; mejor hubiera sido que el maldito me hubiera quitado la vida…».
Alain cesó la lectura cuando me tumbé en la cama porque ya no podía mantenerme ni siquiera sentada.
—Qué historia tan triste… —murmuré soñolienta.
Me colocó una almohada bajo la cabeza y me quitó las gafas.
—Lo siento. Me he tomado un tranquilizante porque no podía dormir… —me disculpé. Él me perdonó con una sonrisa complaciente.
—¿Quieres que siga leyendo?
—Tienes que hacerlo. No me dormiré hasta que no sepa qué fue de Sarah Bauer.
Una tarde vino a buscarme a casa del doctor Vartan el siniestro criado de la condesa: la vieja quería verme. En aquel momento, no se me ocurría qué podía querer de mí la condenada bruja, pero sabía que sólo habría una manera de averiguarlo: acompañar al albino hasta su casa. Me llevé una gran sorpresa cuando entré en el salón y vi que junto a ella estaba Marie en su cochecito. La vieja no tardó en sacarme de dudas: Sarah estaba dispuesta a huir de Francia con el nazi bastardo y a llevarse a nuestra hija con ella. La condesa aseguró que su conciencia no le permitía consentir semejante tropelía; asumía que no podía hacer nada por evitar la deshonra de su nieta, pero que al menos debía salvar a la niña, que también era sangre de su sangre. «Usted es su padre —me dijo—, llévesela y no permita que un nazi se haga cargo de la criatura». Nunca creí en las buenas intenciones de aquella vieja zorra… Pero sus intenciones no eran lo que más me importaba en aquel momento. Sólo podía pensar en la traición de Sarah; todo mi odio se concentró en ella y en la vil jugada que estaba dispuesta a hacerme, toda mi energía se concentró en vengarme de ella. Y empecé por coger a la niña en brazos y marcharme de allí. No estaba seguro de poder impedir que Sarah me abandonase, pero no se iría con la niña, no le daría ese placer.
Por otro lado, las intenciones de la condesa quedaron al descubierto en cuanto abandoné la casa. Nada más cruzar el patio y antes de salir a la calle, los vi: dos policías en la acera de enfrente. Llevaba demasiado tiempo huyendo de ellos como para no identificarlos, pues a pesar de que vestían de paisano todo en sus ademanes de perro de presa los delataba. Además, aquéllos tenían la pinta facinerosa de los gestapistas, policías franceses, caínes mal nacidos que colaboraban con la Gestapo nazi. No tuve la menor duda de quién les había dado el chivatazo. Aproveché la oscuridad del paso de carruajes para volver al patio interior y escabullirme por la puerta de servicio, con tan mala suerte que uno de ellos me vio salir. Me dieron el alto pero yo eché a correr, tratando de escapar por las estrechas callejuelas que rodean la plaza de los Vosgos. Me di cuenta de que llevar a Marie en brazos mermaba mis oportunidades de conseguirlo: los policías estaban cada vez más cerca y no tardarían mucho en tenerme al alcance de sus balas. Me metí en un callejón y dejé a la pequeña en el suelo, oculta entre unos cartones… Aún no me puedo creer que no llorase, estoy convencido de que fue el mismo Yahvé, Nuestro Señor, quien puso Su mano dulce sobre ella para mantenerla tranquila y a salvo. Sea como fuere, con las manos por fin libres, saqué el cuchillo que siempre tenía la precaución de llevar conmigo y me pegué a la pared, esperando a que esas hienas asomasen sus dientes afilados.
Te mentiría si dijera que me acuerdo de cómo sucedió todo. Lo cierto es que no lo sé. Tengo la sensación de haberme abalanzado sobre ellos con el cuchillo en la mano, buscando sus cuellos o lo que fuera que pudiera rebanar. Lo único que recuerdo con claridad es que me limpié como pude las manos de sangre para no manchar la manta de la niña al volver a cogerla en brazos, que pasé por encima de los cadáveres de los gestapistas y que corrí lejos de allí como alma que lleva el diablo.
—Es mi madre… Esa niña era mi madre… —Alain interrumpió de golpe la lectura.
No creo que me hablase a mí, porque miraba al frente con los ojos vacíos. No obstante, le respondí:
—Pero Marie Bauer murió siendo un bebé. Vimos el certificado de defunción…
En verdad que no hablaba para mí. Alain mantuvo la mirada perdida y simplemente repitió:
—Ella era mi madre…
Después, siguió leyendo.
Enseguida fui consciente de lo que significaba tener a la niña conmigo, de la cantidad de demonios que me perseguían por ello, no sólo la policía. ¿Y si Sarah quería recuperarla? ¿Y si el nazi bastardo me la arrebataba? Mataría a la pequeña antes de entregársela. Por entonces, me encontraba tan trastornado que no se me ocurría otra forma de extraer el veneno que llevaba dentro y que me estaba destrozando entre terribles dolores. Pensar en el sufrimiento de Sarah cuando supiera que su hija había muerto me causaba un placer insano. Ella tenía que sufrir tal y como yo estaba sufriendo, no podía consentir que saliera indemne de aquello, no podía permitir que algún día regresase y me reclamase a la niña. Tenía que matarla y de verdad lo hubiera hecho de no haber sido porque al mirarla comprendí que si lo hacía me convertiría en uno de aquellos guardias malnacidos de Drancy que golpeaban con saña a niños indefensos, o en los cerdos que consintieron que cientos de criaturas murieran hacinadas y en condiciones infrahumanas en el Vélodrome d’Hiver. ¿Qué culpa tenía la niña de lo que su madre me hubiera hecho a mí? Después de todo, Marie también era mi hija. Sin embargo, la maté. La maté para Sarah.
Yo había aprendido a falsificar documentos trabajando con el doctor Wozniak. Fue fácil hacerlo con un par de certificados médicos que acreditasen la muerte de Marie y la mía también. Después, registré ambas defunciones legalmente: en aquellos días los funcionarios no hacían demasiadas preguntas sobre la muerte: la muerte estaba a la orden del día. Una vez fallecidos, Sarah dejaría de buscarnos.
—Era mi madre… Lo sabía —creí escuchar a Alain. El sueño empezaba a ser más fuerte que mi voluntad de permanecer despierta y atenta a cada detalle de la historia.
Con nuevas identidades nos ocultamos en refugios subterráneos, en las alcantarillas o en las catacumbas, comimos de la basura o de la caridad, sobrevivimos como pudimos hasta que los Aliados entraron en París. Entonces, literalmente, resucitamos de entre los muertos. Volvimos a la vida, una vida sin Sarah…