Mejor nos vamos a un hotel

Nos turnamos para conducir los seiscientos y pico kilómetros que separaban París de Fontvieille y la casa de la hermana de Alain, pero lo hicimos solamente Teo y yo; Alain tuvo que admitir su incapacidad para conducir en el estado en el que se encontraba. En realidad, por mucho que nos turnáramos, emprender ese viaje sin haber dormido nada en toda la noche atentaba contra todas las recomendaciones de la Dirección General de Tráfico, pero estábamos lo suficientemente alterados como para que no nos importase y, además, ninguno quería volver a casa ni quedarse en París con los mafiosos rondando por ahí. Incluso Teo, al que le ofrecimos llevarle al aeropuerto para que cogiese un avión de vuelta a Madrid, alegó:

—¡Uy, no, cari, qué va! Si al doctor Jones no le importa, me acoplo. Ya que se me ha jodido el glamour parisino, lo cambio por el provenzal, como la Carolina de Mónaco… Lástima que tenga que hacer mi gran entrada en el coche de Scooby Doo.

No estoy muy segura de si al doctor Jones le importaba o no que Teo nos acompañase. Pero muy educadamente aseguró que no sería ningún problema ni para él ni para su hermana. «Total, si el doctor Jones no te ha llevado al catre en dos meses, no creo que pretenda conseguirlo justo en estos dos días», fue la peculiar forma de Teo de justificar la oportunidad de su presencia.

Su hermana vivía en una casa grande y me aseguró que tendría sitio para todos. En realidad, la casa, una antigua granja del siglo XVIII, había pertenecido a su abuelo y era el lugar en el que tanto Alain como su hermana habían vivido desde que sus padres murieron. Cuando la hermana de Alain se iba a casar, decidieron que lo mejor era que se quedara a vivir allí con su marido, puesto que Alain ya se había mudado a París y el abuelo era demasiado mayor para vivir solo. Una vez que el anciano hubo fallecido, la herencia se repartió de tal modo que su hermana no tuviera que abandonar la casa, en la que ya estaba totalmente instalada con su marido y sus dos hijas.

De todo aquello me puso al corriente mientras yo conducía el primer turno. Había prometido descansar, pero incumplió su promesa. Lo cierto era que se le notaba demasiado excitado como para dormir. En cambio, el que dormía a pierna suelta era Teo en el asiento de atrás. Mientras tanto, en algo más de dos horas, a Alain también le dio tiempo a contarme que su abuelo había hecho una modesta fortuna con el negocio de las antigüedades. André Lefranc era un hombre de origen humilde, que al terminar la guerra, sin hogar y sin familia, deambuló de trabajo en trabajo, haciendo prácticamente de todo. Con sus primeros ahorros, se hizo con un carro y un mulo con el que iba por las casas comprando los trastos viejos que la gente ya no quería, los arreglaba, los limpiaba, los restauraba y los vendía después a los turistas en los mercadillos de los pueblos de Provenza. El negocio prosperó: cambió el carro por una camioneta y el puesto callejero por una tienda en Saint-Rémy-de-Provence. Con los años llegó a tener cuatro almonedas en distintas localidades de la Provenza y se convirtió en uno de los anticuarios más reputados de la zona.

Cuando hicimos la primera parada en una estación de servicio para cambiar de turno, poner gasolina y comer algo, le recordé a Alain:

—Deberías llamar a tu hermana para avisarla de lo que se le viene encima, ¿no crees?

—Sí, pensaba hacerlo. En cuanto vea un teléfono público… Y tú podrías aprovechar para llamar a Konrad y contarle nuestros planes. Si está intentando localizarte en el móvil, se preocupará.

—Sí…, claro… Voy… a ver si encuentro un cepillo de dientes…

—¿Ana?

—¿Qué?

Me volví y sólo me miró. Al rato, meneó la cabeza, pensativo.

—Nada… Compraré algo para mis sobrinas.

Ya había anochecido cuando llegamos a Fontvieille, un pequeño pueblecito que parecía fantasma, de calles desiertas y mal iluminadas y de tiendas y bares cerrados. A la salida del pueblo, giramos a la derecha y enfilamos una carretera estrecha y mal pavimentada, flanqueada por una sucesión de entradas a casas invisibles, parapetadas tras una frondosa vegetación de cipreses y arizónicas.

Frente a una de ellas, Teo detuvo el coche, cuyos faros iluminaron una gran verja negra de labrados barrotes de hierro forjado, junto a la que había un timbre y una placa que rezaba: L’OLIVETTE. Alain se bajó del coche, llamó al timbre y la puerta no tardó en abrirse automáticamente; volvió a subirse y entramos dentro de la finca por un camino de gravilla al final del cual se adivinaba la silueta de una gran propiedad rectangular de tres alturas. Aparcamos en un lateral de la casa y enseguida aparecieron dos pastores alemanes que correteaban y ladraban alrededor del coche.

Bonnie y Clyde… —aclaró Alain, refiriéndose a los perros—. Cosas de mi cuñado; es inspector de policía… Esperad aquí un momento…

Alain volvió a bajar del coche, acarició a los perros mientras éstos serpenteaban y cabriolaban a su lado sin apenas dejarle dar un paso, y subió al porche de la casa. En ese momento, se encendieron unos faroles y la fachada entera se iluminó: era sencilla, de piedras color crema encajadas unas con otras como por arte de magia, y en ella destacaban, enmarcados por la hiedra verde, tres balcones a ras de suelo, tres ventanas en el segundo piso y tres ventanucos redondos en el tercero, con sus contraventanas de madera pintadas de blanco. El porche daba a una gran pradera de césped rodeada de un campo de olivos. El balcón del centro, que hacía las veces de puerta principal, se abrió y apareció una chica vestida con vaqueros, camiseta y una chaqueta amplia de punto gris. Era alta y esbelta y recogía su melena rubia en una coleta desarreglada. Los perros se le pusieron delante y ella los echó. Al ver a Alain, se detuvo en seco y se llevó las manos a la boca. Fue Alain el que se acercó a saludarla con un abrazo.

—¿Es su hermana? —me preguntó Teo.

Me encogí de hombros.

—Supongo…

—¿Y sabe que esta noche tiene que dar de cenar a tres más y meterlos en su casa a dormir?

—Creo que sí…

—Pues tiene cara de «tú qué coño haces aquí»…

—Yo diría que más bien tiene cara de «a ti qué coño te ha pasado». Pero sí, puede que sea un poco de ambas cosas.

Mientras me empezaban a dar los siete males por presentarme sin avisar en casa de una desconocida en busca de cama y alimento, salieron un par de niñas tan rubias como su madre que con sus camisones blancos al vuelo corrieron al encuentro de Alain. Después, empezaron a acariciarle con curiosidad los apósitos de la cara; me produjo cierto alivio comprobar que no sólo los perros se alegraban de verle…

Una vez que Alain hubo besado, abrazado y cosquilleado las barrigas de sus sobrinas vino hacia el coche. Nada más abrir la puerta le abordé:

—Dime que sí llamaste a tu hermana.

—Se me olvidó —se excusó con cara de bueno—. ¿A que a ti también se te olvidó llamar a Konrad?

—No cambies de tema, Alain —me enfadé—. Esto es muy violento. ¡No podemos presentarnos así como así a dormir en su casa! Tú sí, eres su hermano, pero a nosotros no nos conoce de nada…

—Tranquila. Ya he hablado con ella y no hay ningún problema. Llegamos justo para la cena.

Miré a su hermana, esperando en el porche, y me puse en su lugar.

—¡Menudo gol! Yo me muero de la vergüenza. Mejor nos vamos a un hotel…

Pero Alain ignoró mis protestas. Sacó las bolsas con lo que había comprado en la gasolinera y me abrió la puerta.

—Sinceramente, Alain, no parece muy contenta de verte… y no me extraña.

Su expresión volvió a ser fugazmente la de un hombre maduro.

—Ya, pero eso es por otro motivo… Créeme, Ana, mi hermana está acostumbrada a que la gente se presente sin avisar. La casa es grande. Además, está Josette, la señora que le ayuda.

No terminó de convencerme, pero bajé del coche. Una vez que Teo desplegó con esfuerzo sus largas piernas desde el asiento del conductor del dos caballos, nos encaminamos al porche de la casa.

Alain nos presentó a su hermana. Judith nos estrechó la mano y nos dio la bienvenida con una sonrisa. Era una mujer muy guapa, con unos enormes ojos verdes y unas facciones muy dulces y casi perfectas. Parecía una actriz de cine de los cuarenta.

—Estas dos niñas tan preciosas son Claire y Cécile —nos indicó Alain, mirando orgulloso a sus sobrinas.

—Yo soy una princesa —intervino Cécile, la más pequeña, que tendría apenas cinco años, escondiendo tímidamente el rostro detrás de los bucles dorados de su melena.

—Claro que sí… Una princesa muy linda. Dice que es una princesa —le traduje a Teo.

—¡Por Dios, qué monada!

—Teo no habla francés —le expliqué a Judith—, pero le iré traduciendo… Judith, le estaba diciendo a Alain que nosotros nos iremos a un hotel. No es cuestión de invadirte la casa sin avisar. —A la vez que me explicaba con Judith, lanzaba de soslayo a Alain una mirada reprobatoria. Pero el muy fresco se reía y no parecía nada intimidado.

—No, no, nada de hoteles. En casa hay sitio para todos. Además, llegáis a punto para la cena y Josette siempre prepara comida para un batallón. Será genial no tener que llenar la nevera con sobras.

—¿Seguro? No quisiéramos molestar…

—Te dije que es demasiado educada y no querría quedarse —apostilló Alain, mientras jugaba a pillar a las niñas.

Judith me tomó del brazo y sonrió.

—Seguro, Ana. No es ninguna molestia. Vamos dentro, que aquí hace fresco. Mi marido está encendiendo la chimenea. Es la primera noche que hace falta desde que ha empezado el otoño.