El despacho de Konrad en París estaba en plena rue de la Paix, en la última planta de un edificio neoclásico desde cuyos balcones se veía la entrada del Hotel Ritz y el obelisco de la place Vendôme. Era amplio y su decoración en tonos crema y muebles de palisandro giraba en torno a impresionantes obras de arte del expresionismo encabezadas por un desnudo de Modigliani y un caballo de bronce de Giacometti.
Allí citamos a Alain a las cuatro de la tarde. Como era sábado, no estaba la secretaria, de modo que yo misma preparé los cafés mientras Konrad y Alain hablaban sobre el Modigliani en un vano intento por romper el hielo. Creí que a mi regreso la tensión entre ellos se habría suavizado con ayuda del arte, sin embargo, muy al contrario, los encontré midiendo sus fuerzas en la mesa de reuniones.
Alain se levantó para ayudarme a colocar las tazas mientras Konrad hilvanaba un discurso agresivo.
—Esto es una intromisión injustificable, doctor Arnoux. Necesito una muy buena razón para renunciar a mi derecho de denunciarle… Por favor, déjeme terminar. Yo estoy acostumbrado a ser objeto de todo tipo de espionajes y prácticas mafiosas; cuento con múltiples medios a mi alcance para hacerles frente. Pero lo que me parece vergonzoso e indigno es que Ana haya sido víctima de sus artimañas.
Aprovechando que había dejado la última taza sobre la mesa, Konrad me cogió de la mano y después de dejar un beso sobre su dorso, me sentó junto a él y volvió a besarme en la mejilla. Aquel exhibicionismo me pareció innecesario.
—Creí habérselo explicado ya. —A Alain no parecía amilanarle el tono de su interlocutor—. Para empezar no he hecho nada ilegal. La información recogida en el dossier sobre usted y la doctora García-Brest es pública; el dossier es sólo una recopilación. Por otro lado, la Fundación es una entidad sin ánimo de lucro que subsiste a base de subvenciones y patrocinios. Su buen nombre es la clave de su permanencia. Es necesario que nos aseguremos de que las intenciones de cualquier persona con la que nos relacionamos son honorables. Es necesario saber con quién trabajamos.
—Ya. Pero es que una de las condiciones para que usted colaborase con nosotros fue dejar a la Fundación al margen. La Fundación no trabaja conmigo ni yo con ella. De modo que esa investigación no sólo es intrusiva sino también improcedente.
—No desde el momento en que yo mismo soy un miembro destacado del cuadro directivo de la Fundación, y todo lo que haga, aun a título personal, afecta a su imagen, sobre todo en lo que al mundo del arte se refiere. Tiene usted que comprender que si meto los pies en el barro, la Fundación también se mancha.
—Mire, doctor Arnoux, no sé qué hay detrás de sus bonitas palabras y sus oscuras intenciones. Ya le dije en su día que la Fundación no me merecía ningún respeto pero que, aun así, confiaría en usted. En cambio, ha traicionado esa confianza, me ha traicionado a mí y ha traicionado a la doctora García-Brest. Se ha aprovechado de mi buena fe, mis recursos y mi financiación. Ha obtenido mucho, sin arriesgar nada a cambio…
—Tomar las decisiones desde la comodidad de un despacho es sencillo, señor Köller. En cuanto al riesgo financiero… Para ser franco, me atrevería a asegurar que cualquiera de las operaciones en las que a diario participa resulta financieramente mucho más arriesgada que ésta. Si se trata de hablar de riesgo, Ana es la única que verdaderamente se ha arriesgado en esta investigación. Ha puesto en peligro su propia vida…
—¡Exacto! ¿Y dónde estaba usted entonces? ¿Dónde estaba cuando ella le necesitaba?
—¡Al otro lado de su puerta! ¿Y usted?
—¡No se atreva a cuestionarme, doctor Arnoux! ¡Mi relación con ella no es asunto suyo! ¡Y ella tampoco lo es…!
Sin atreverme a interferir, era testigo de la escalada de tensión entre Konrad y Alain. Los había visto incorporarse sobre la mesa, elevar el tono de voz, agriar sus gestos; comportarse como pandilleros a los que sólo les hubiera faltado remangarse, cerrar los puños y retarse a pelear en la calle. Pero lo que me había dejado atónita había sido comprobar cómo, sin pretenderlo y sin venir a cuento, me había convertido en el objeto de su disputa, y aquella discusión había tomado una deriva absurda, había entrado en una espiral de enfrentamiento sin sentido.
—Un momento, un momento —les interrumpí. Invadida por la vergüenza propia y la ajena, decidí que había que poner fin a aquel sinsentido.
Ambos me miraron como si acabaran de darse cuenta de mi presencia. Tratando de dominar el temblor de la voz y de las manos, empecé a arbitrar el combate:
—Vamos a tratar todos de calmarnos, ¿de acuerdo? Para empezar, me gustaría que dejaseis de hablar de mí como si no estuviera presente. Y para continuar, me gustaría que simplemente dejaseis de hablar de mí.
Alain bajó la vista. Konrad la clavó al frente mientras parecía sofocar los vapores de su ira más que escuchar lo que yo tuviera que decir.
—Estamos aquí para hablar única y exclusivamente sobre la investigación, para decidir cómo vamos a continuar. Todo lo demás es una pérdida de tiempo y un desgaste absurdo. Lo pasado, pasado está, la cuestión es qué vamos a hacer a partir de ahora.
Me callé, agitada y sudorosa. A mi lado, los antagonistas se recomponían en silencio tras el toque de atención. Yo también me recomponía.
Alain carraspeó.
—Tienes razón —concedió—. Será mejor que nos centremos.
Konrad se terminó el café, dejó la taza a un lado, apoyó los codos en la mesa y juntó las yemas de los dedos frente al rostro. Con un ademán resolutivo muy propio de él concluyó:
—Entiendo, doctor Arnoux, que su intención es seguir colaborando con nosotros. Siendo así, ¿por qué tengo que volver a confiar en usted?
—No tiene por qué. En cualquier caso, es decisión suya hacerlo o no. A estas alturas, nada de lo que yo diga va a convencerle, ni tampoco lo pretendo. La realidad es que yo voy a seguir investigando, con o sin usted, eso no puede impedírmelo. Y de hacerlo por separado entraríamos en una competencia absurda que no nos beneficiaría a ninguno. Dicho esto, usted verá qué es lo que más le conviene.
La reunión concluyó con un precario acuerdo de colaboración. Konrad había aceptado a Alain como un mal menor, un aliado circunstancial.
Cuando se cerró la puerta y nos quedamos solos, me encaré con él.
—¿Se puede saber a qué ha venido esto? ¿Qué demonios pretendías? Más vale que no se dé cuenta de que nosotros le necesitamos más a él de lo que él nos necesita a nosotros…
Sin mediar palabra, de un rápido movimiento, Konrad me agarró por debajo de la mandíbula y me inmovilizó contra la pared. Me golpeó la cabeza contra ella. Sus ojos echaban chispas y las palabras se arrastraron entre sus dientes apretados:
—Nunca. ¿Me oyes? Nunca vuelvas a ponerme en evidencia delante de nadie. Nunca vuelvas a decirme lo que tengo que hacer.
Tras escupir aquello, me selló la boca con un beso violento, presionando con tanta fuerza mis labios que me reventó la costra que empezaba a formarse sobre la herida reciente.
—Nunca, meine Süße.
Por fin me soltó, abrió la puerta y se marchó, dejándome pegada a la pared, con el sabor herrumbroso de la sangre en la lengua. Me senté en el suelo sin aliento, tan conmocionada que ni siquiera pude llorar.
No volví a saber de Konrad hasta el lunes, cuando llegó al apartamento un inmenso ramo de flores y un estuche de Cartier.
Mientras contemplaba el brazalete de brillantes con una extraña opresión en el estómago, sonó el móvil. Era Alain.
—La casualidad está de nuestro lado —anunció misteriosamente.
—¿Y eso?
—Acabo de asistir a la presentación de un libro patrocinado por la Fundación: Nadine de Vandermonde, la condesa nazi, se titula. Nadine de Vandermonde pertenecía a la más rancia aristocracia francesa, su vida fue muy interesante en muchos aspectos, entre otros, por su antisemitismo y por apoyar fervientemente el régimen nazi durante la Ocupación. Pero lo más interesante para nosotros es que Nadine de Vandermonde estuvo casada con Rolf Bauer.
—¿Rolf Bauer? Lo de Bauer me gusta, pero el tal Rolf es nuevo.
—Rolf y Nadine Bauer fueron los padres de Alfred Bauer. Por tanto, la condesa nazi fue abuela de Sarah Bauer. Y vivió en París durante la Ocupación.