¿Qué vamos a hacer ahora, Konrad?

—¡Eres una insensata! ¡Una maldita inconsciente! ¿Cómo se te ocurrió seguirle el juego a un jodido chalado? ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¡Has corrido un riesgo absurdo! Si te llega a pasar algo, ¿en qué posición hubiera quedado yo? ¡Yo soy responsable de esto! ¡Responsable de ti!

La explosiva reacción de Konrad me dejó clavada en el sitio. Y eso que había podido anticiparla, pues mientras le relataba todo lo sucedido había visto cómo su expresión cambiaba: sus párpados se entornaban, sus labios se apretaban, las venas se le marcaban en las sienes y todo su rostro se congestionaba y se oscurecía. Hasta que finalmente estalló en reproches. Lo había visto contrariado en otras ocasiones, incluso enfadado, de esa manera sorda y contenida que le caracterizaba. Sin embargo, nunca le había visto explotar así.

Konrad apuró de un trago todo un vaso de whisky. Había llegado a casa pasada la medianoche, cansado después de un largo vuelo desde Japón. No había sido el mejor momento para enfrentarse a aquel panorama.

Arrinconada contra la barra que separaba la cocina del salón, le observaba en silencio. Él dejó con un golpe el vaso sobre el aparador y me lanzó una mirada hostil desde el otro extremo de la habitación.

—¿Es que no piensas decir nada?

Me ceñí la chaqueta de punto que llevaba sobre el camisón y me encogí de hombros. Konrad aprovechó mi silencio para servirse otra copa. Entonces intenté crecerme ante él.

—No soy una niña —me atreví a decir—. No soy tu responsabilidad. Cada vez que haga algo, no quiero tener que pensar si te preocupa o no, si te enfadarás o no. Tengo derecho a tomar mis propias decisiones.

Konrad se volvió dispuesto a atacar.

—¿Cómo puedes ser tan desagradecida?

Su mirada me revolvió el estómago. Me había olvidado de lo cruel que podía ser en ciertas ocasiones. Y su crueldad solía achantarme.

—Tú… Tú dijiste que soy una mujer valiente. Y dijiste que por eso me querías. Tenía que demostrarte que lo soy…

—Una cosa es ser valiente y otra una insensata.

—Alain piensa que he tenido mucho valor.

Konrad apartó el vaso de los labios antes de llegar a beber.

—¿Alain? ¿El doctor Arnoux? ¿Qué coño tiene que ver él en todo esto? ¿No habíamos quedado que estaba fuera, que era un traidor? ¡A ese cabrón voy a echarle encima al más hijo de puta de mis abogados!

—¡No, Konrad…! Todo ha sido un malentendido. Él sólo tenía miedo de que tú no le dejases colaborar.

Konrad me miró sin comprender. Se dejó caer en el sofá; parecía harto de todo. Aun así, yo seguí con mis explicaciones.

—A él no le interesa el cuadro… Quiere investigar sobre su familia, sus orígenes…

—Basta, Ana. No quiero hablar de ese tipo ahora: a la mierda con él. Por esta noche ya he tenido suficiente… Sólo de pensar en lo que ha ocurrido…

—Pero ¡si no me ha ocurrido nada! Y ahora sabemos cosas que antes no sabíamos. Sabemos a quién nos enfrentamos… ¿No puedes alegrarte por eso? ¿Decirme que he hecho algo bien?

La mirada de Konrad se tornó astuta.

—¿Y a quién nos enfrentamos, Ana? ¿A PosenGeist? ¿A Georg von Bergheim?

—Georg von Bergheim está muerto… Fuera quien fuera aquel hombre sólo trataba de advertirme.

—¿Eso crees? Yo diría que ese fantasma de carne y hueso lo que hizo fue meterte en la guarida del lobo, ponerte en peligro sin ningún escrúpulo y arriesgar tu vida como si para él no valiera nada. Dime, Ana, ¿de verdad sabes a quién nos enfrentamos? ¿De verdad piensas que un samaritano, en nombre de Georg von Bergheim, un nazi convencido, un miembro de las SS, querría advertirte del peligro…? ¿De qué tengo que alegrarme?, ¿de que te hayas puesto en evidencia?

Konrad bebió de la copa y se frotó los ojos con los dedos de una mano. Cuando levantó la cabeza, con la mirada perdida y los párpados enrojecidos, parecía ausente. La ira había dado paso al agotamiento en su semblante y aquello me ablandó.

—Lo siento —murmuré—. No pensé que te enfadarías tanto…

—Sólo me preocupo por ti —afirmó aún ausente, sin la más mínima inflexión de la voz o alteración del gesto.

Me acerqué a él y me senté a su lado. Apoyé la cabeza en su hombro. Le cogí la mano. Todavía transcurrieron varios segundos antes de que él me apretara los dedos. Y sólo al cabo de un rato, me rodeó con el brazo y me atrajo hacia sí.

Se terminó su segunda copa, apartó el vaso y sujetó mi mano vendada entre la suya, observándola atentamente.

—Debes recordar que esto es sólo una mínima parte de lo que te podía haber sucedido. No vuelvas a jugar con fuego.

—Cuidado, aún me duele…

Konrad parecía no darse cuenta de que cada vez me apretaba más la mano con la suya grande y fuerte.

—Perdona. —La soltó.

Se abrió un silencio que me puso nerviosa. Y Konrad también lo estaba. Abrazada a él, notaba sus músculos en tensión.

—Voy a ponerme otra copa —anunció mientras se incorporaba.

Antes de hacerlo, me besó. Su beso me supo a alcohol y empezó gustándome, era suave y untuoso; sin embargo al poco tiempo comenzó a irritarme el labio herido y me aparté.

—Tómate algo conmigo. No quiero emborracharme solo —dijo con voz ronca.

—No… No puedo beber alcohol con los calmantes.

Aceptó la negativa y se fue en busca de las bebidas. Sin hielo. Sin agua. Se sirvió medio vaso de whisky puro.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Konrad? —No es que tuviera muchas ganas de hablar sobre ello, pero no podía esperar a salir de dudas.

—Seguir adelante —respondió sin la más mínima vacilación, como si fuera obvio, como si no hubiera lugar a debate alguno.

No rechisté. No podía echarle en cara que yo había demostrado tener valor y luego exponerle mis temores. Además, no hubiera servido de nada.

—Esa gente cree que la Tabla Esmeralda tiene algún tipo de poder sobrenatural. Hitler también lo creía —me limité a constatar.

Entre los sorbos de whisky que daba, vislumbré algo enigmático en su rostro.

—¿De veras…? Entonces, eso aumenta el valor de El Astrólogo. Razón de más para que lo encuentres.

Intenté hacer de abogado del diablo.

—Sin embargo, Alain dice que no son más que cuentos y leyendas.

La simple mención de Alain volvió a exasperarle. Se sentó junto a mí, me agarró la cara con una mano y me clavó los ojos. Me miró de una forma extraña que me hizo sentir incómoda.

—Creo que ese hombre te dice demasiadas cosas, meine Süße. —Su aliento de whisky me golpeó la cara—. Quiero verle mañana en mi despacho —ordenó mientras deslizaba las manos por debajo de mi camisón.