—Me ha llamado Irina. Si quieres, paso a buscarte dentro de una hora con la moto y te cuento lo que me ha dicho mientras damos un paseo —fue lo que arguyó Alain para llamarme por teléfono un domingo a las once de la mañana.
Mientras me daba una ducha y me arreglaba, pensaba en qué clase de noticias tendría Alain como para no poder esperar al lunes. Konrad había regresado temprano a Madrid y yo me había vuelto a quedar sola, con el regusto amargo de la palabra PosenGeist en el paladar y las dudas acerca de Alain como una espada pendiente sobre mi cabeza. No me apetecía tener que verle y menos dar un paseo con él, pero lo cierto era que estaba deseando saber qué le había dicho Irina.
Irina Egorova era técnico del Rossiiskii Gosudarstvennyi Voennyi Arkhiv, el RGVA, según sus siglas, o el archivo militar ruso para mayor claridad. Hacía un par de años había ayudado a Alain a localizar varios volúmenes de gran valor robados por los nazis de la biblioteca de los Rothschild. Según él, Irina se conocía todos los archivos de la antigua Unión Soviética desde Moscú a Tiflis como el pasillo de su casa y tenía amigos en todas partes. Si el dossier Delmédigo estaba en el TsDAVO de Kiev, ella acabaría dando con él.
En pocos minutos sorteamos con la moto el tráfico de la ciudad hasta llegar a Belleville en el distrito XX. El parque de Belleville se encuentra en lo alto de una colina desde la que se aprecian unas de las vistas más espectaculares de París. Es un parque moderno y diferente a otros parques de la ciudad, que desciende de forma lineal y ordenada por la ladera, entre setos y parterres bien recortados y fuentes y caídas de agua de formas poligonales. Claro que, como en París nada puede ser corriente, conserva unos viñedos de pinot y de chardonnay en recuerdo al pasado viticultor de la zona, allá por los siglos XIV y XV, cuando Belleville era un suburbio insalubre plagado de tabernas y guinguettes[7]. Por lo demás, tiene la ventaja de estar fuera de las habituales rutas de turismo, lo cual, cuando una se pasa el día entre el Louvre, el Quai d’Orsay y el Barrio Latino, rodeada de grupos de turistas ávidos y desaforados, es muy de agradecer. Belleville es un parque cualquiera, para pasar un domingo entre tantos, como si París fuera una ciudad como cualquier otra.
Aparcamos la moto en la calle del mismo nombre. No es la más bonita de París, pero tiene la particularidad de que acoge la comunidad china más numerosa de la ciudad; es como un pequeño Chinatown a la francesa. De pronto, los letreros en francés se alternan con los letreros en caracteres hanzi, empiezan a sucederse los restaurantes de comida asiática y los bazares orientales en los que venden porcelanas pintadas a mano, gatos de la fortuna, farolillos de papel, budas de jade, té y galletas de la fortuna. En un restaurante chino compramos arroz frito, fideos con gambas y pato pekinés para llevar e improvisamos un picnic sobre el césped del parque, bajo un sol esquivo que se asomaba de cuando en cuando entre unas nubes que, de cuando en cuando, nos daban una ducha y pulverizaban en el aire aromas de tierra mojada, el olor del otoño.
—¿Y qué es lo que te ha dicho Irina? —me decidí a preguntarle cuando íbamos por la mitad del menú y no se le veía intención de sacar el tema.
Como si aquello no fuese el motivo por el que en realidad estábamos allí, Alain continuó comiendo, peleándose con los palillos y unos fideos escurridizos.
—Ah, sí —me concedió cuando hubo atrapado una gamba—. Pues hay una noticia buena y otra mala…
Fruncí el ceño: aquello por principio no me gustó; normalmente las malas noticias eclipsan a las buenas.
—La buena noticia es que ha encontrado el dossier Delmédigo.
Abrí los ojos de par en par, también la boca.
—¿Lo ha encontrado? —Y le arremetí con un empujón que hizo que se tambaleara sobre el césped—. Pero ¡cómo puedes ser tan…! ¡Cómo has podido callarte hasta ahora! ¡Deja de comer, por el amor de Dios, y cuéntame todo! —le exigí, quitándole el cubo de fideos de las manos.
Alain franqueó mis defensas y volvió a hundir los palillos en el envase de cartón.
—Streng Geheim —respondió lacónicamente antes de llevarse una gamba a la boca. Después de haberla masticado y tragado, añadió—: Lo ha encontrado porque los alemanes lo consideraban alto secreto. Gracias a eso los soviéticos lo clasificaron posteriormente de entre los miles de documentos incautados. El problema de los archivos del ERR de Kiev es que aún no han sido adecuadamente organizados, muchos de ellos siguen en el mismo estado en el que fueron depositados hace setenta años. Es un fondo bastante desordenado en el que hacer una consulta se transforma en una pesadilla. Ahora bien, si había algo que se clasificaba de forma preferente era cualquier carpeta o documento que llevara estampado el sello de Streng Geheim…
—Alto secreto… —repetí entusiasmada mientras sacaba las primeras conclusiones—. Qué curioso… Es extraño que un simple cuadro cause tanto revuelo; tanto como para ser clasificado alto secreto. La expresión se usa muy a la ligera, pero, piénsalo bien, ¿qué significa exactamente?
—En rigor, se aplica a cualquier documento cuya revelación puede dañar gravemente la seguridad nacional.
—Pues bien, ¿cómo puede un cuadro dañar la seguridad nacional de ningún país…? ¿Qué es en realidad El Astrólogo de Giorgione?
—No estoy seguro, pero si unimos piezas: Ahnenerbe más alto secreto más cuadro desconocido de Giorgione, me huele a objeto mágico, las reliquias con las que Hitler contaba para dominar el mundo. Por algún motivo, el Führer creía que El Astrólogo tenía algo sobrenatural. No creo que sea una casualidad que se considere a Giorgione uno de los pintores enigmáticos por excelencia: la interpretación de alguno de sus cuadros es controvertida y se dice que tuvo sus escarceos con la hermética y la alquimia… Tú lo sabes mejor que yo.
No pude evitar cerrar los ojos con gesto de hastío.
—Te puedo asegurar que no hay nada misterioso en Giorgione, más allá de que se conoce poco acerca de su vida y de que tenía la mala costumbre de no firmar sus obras, lo cual ocasiona no pocos errores de identificación y muchos quebraderos de cabeza a los historiadores del arte. Por lo demás, todas esas historias sobre la faceta supuestamente oscura de Giorgione no son más que «bloguerías».
Alain sonrió.
—¿Bloguerías? ¿Qué es eso?
—La cantidad de chorradas que la gente escribe en los blogs para mantenerlos al día —definí mi palabra inventada.
—No te lo discuto. Pero la cuestión es que Hitler creía ciegamente en esas supercherías, era un fanático de lo arcano. Y, en este caso, todo apunta a una de esas obsesiones del Führer. Es más, cuando te diga la mala noticia, me darás la razón.
—Oh, vaya… Me había olvidado de que había una mala noticia… Déjame adivinar: el documento no ha sido desclasificado y no podemos consultarlo.
Alain negó con la cabeza.
—Es algo un poco más… misterioso.
—¿Qué? —insistí, dispuesta a que aquel asunto enrevesado volviera a sorprenderme.
—El dossier Delmédigo ha desaparecido.
Aquello me sorprendió. Me quedé muda de la sorpresa, sacando unas conclusiones que me dejaron mal cuerpo.
—Dios mío…
—Los responsables del archivo de Kiev aseguran que cuando hicieron el último inventario hace dos meses, el documento estaba allí… —añadió Alain.
Todos los días desaparecen documentos de los archivos. Es una vergüenza, pero es así. Algunos investigadores sin escrúpulos o, incluso, el propio personal, se hace con ellos. Pero también es cierto que los documentos no se roban al azar.
—Es evidente que alguien no quiere que lleguemos al fondo de esto… —concluí con la mirada perdida. Me salió del alma, pero también es cierto que aproveché aquella frase para poner a Alain a prueba y observar cómo reaccionaba.
—¿Tu amigo el fantasma de Georg von Bergheim?
—No bromees con eso, Alain. Sólo de pensarlo se me pone la piel de gallina.
—De acuerdo, los fantasmas no van por ahí robando documentos de los archivos. Pero tienes razón en que hay alguien que no quiere que lleguemos al fondo de esto. Excitante, ¿no?
—Según se mire… —suspiré antes de revelarle, a modo de confesión—: Ayer recibí una llamada…
Aunque le observé atentamente después de arrojar aquel anzuelo, no distinguí ninguna reacción anómala en él. Se limitó a arquear las cejas sin alterar el ritmo de deglución de la comida china.
—¿Una llamada?
Le di todo tipo de detalles sobre el incidente: la hora, el emisor desconocido, su voz inquietante y la única palabra que pronunció.
—¿PosenGeist? —repitió Alain. Realmente parecía que era la primera vez que lo escuchaba, de hecho, vaciló al pronunciarlo—. ¿Y eso qué es?
—No lo sé. Geist es espíritu en alemán. Pero, según Konrad, PosenGeist no tiene ningún sentido. Posen no es nada…
Entonces, por primera vez, pareció olvidarse de los cubos de fideos y arroz y se quedó pensativo. Al cabo de un rato, concluyó:
—Posen podría ser el nombre alemán de la ciudad polaca de Poznan. Durante la guerra, fue anexionada al Tercer Reich y es tristemente famosa por los llamados Discursos de Posen.
Por el tono de voz de Alain intuí que aquello presagiaba algo interesante.
—¿Los Discursos de Posen? —le animé a continuar.
—Sí. Fueron una serie de conferencias que Heinrich Himmler pronunció en el ayuntamiento de esa ciudad frente a una audiencia de altos cargos del gobierno alemán en octubre de 1943. La particularidad de esos discursos es que exponen públicamente y sin tapujos el exterminio de los judíos por parte del gobierno de Hitler como algo premeditado, planeado y que ya se comenzaba a ejecutar en los campos de concentración.
Rumiando aquella información, murmuré:
—PosenGeist: el Espíritu de Posen… Podría ser una organización: los seguidores del espíritu de esos discursos…
—Podría… También podría ser un cuadro; es un bonito nombre para un cuadro: El espíritu de Posen. E incluso el nombre de un caballo: Espíritu de Posen, 10/1 a ganador, parte como favorito.
Hice caso omiso de los sarcasmos de Alain y saqué el iPod. Aprovechando el wifi del parque, me conecté a internet, algo que tendría que haber hecho mucho antes.
—¿Qué buscas? —Alain miraba por encima de mi hombro.
—He metido en Google PosenGeist…
El buscador tardó 0,06 segundos en encontrar sólo 25 resultados, todos en alemán y ninguno que me interesase.
—No hay nada…
—Eso quiere decir que no es ni un cuadro ni un caballo… Lo cierto es que si se trata de una organización de admiradores de Himmler, no creo que vaya a aparecer en Google —apostilló Alain.
La hipótesis tomaba forma, sin embargo era solamente una suposición.
—¿Y si de algún modo PosenGeist tiene que ver con la desaparición del dossier Delmédigo? Tal vez la llamada era algún tipo de advertencia…
—Pues si querían advertirte de algo, podían haber sido un poco más explícitos.
La ligereza de Alain comenzaba a colmar mi paciencia, fácilmente colmable en lo referente a aquel tema. No pude evitar saltar.
—¡Es divertido tomarse las cosas a broma cuando no es a ti a quien están acosando! ¡Te aseguro que yo no le veo la gracia por ningún lado!
Pero a él no pareció impresionarle mi arranque.
—No me lo tomo a broma, simplemente creo que dramatizar no sirve de nada. Que me mese los cabellos, ponga el grito en el cielo y crispe el gesto para asegurarte que estás en peligro no creo que sea lo más acertado.
—Sólo te pido un poco de comprensión. ¿Tan difícil es entender que esto me tenga preocupada y nerviosa? El simple sonido del teléfono me revuelve el estómago… —confesé con un rictus de repugnancia en los labios.
Por fin, Alain aparcó el tono de guasa.
—Lo siento… Creí que te ayudaba más quitándole hierro al asunto… Por supuesto que entiendo que estés asustada, pero… la verdad, no sé qué puedo hacer o decir. Créeme, preferiría ser yo el que recibiera esas llamadas. Yo sabría cómo defenderme, pero a ti no sé cómo protegerte… Y eso me saca de quicio.
Su discurso fue torpe y cohibido, radicalmente distinto a la pose irónica y desenfadada de hacía sólo unos segundos. Y lo mejor: parecía sincero… Además, había usado las palabras con esa extraordinaria sensibilidad con la que ya me había sorprendido otras veces.
Suspiré. Me tumbé sobre la hierba. Y me rendí.
—Gracias —le dije con una sonrisa que él me devolvió.
Tras haber firmado la paz, quise reconducir el tema:
—¿Y qué opina tu amiga Irina de que haya desaparecido un documento así, sin más?
Alain me miró solemnemente antes de responder, como si hubiera estado todo el tiempo esperando a que le hiciera esa pregunta.
—Opina que quizá tenga algo interesante para nosotros, pero cree que debemos ir a verla a Moscú. Bueno, a San Petersburgo en realidad.