Le insinué a Konrad que a la vista del cariz que estaba tomando la investigación yo no estaba capacitada para llevarla a cabo. Puede que fuera una experta en Giorgione y en pintura del Renacimiento, pero aquello no me servía de nada. Lo que él necesitaba era a algún estudioso sobre expolio nazi, alguien que manejara con soltura los archivos de la época, que conociera los entresijos del mercado del arte en aquel momento, que supiera las fuentes a las que acudir. Konrad necesitaba a alguien como el doctor Arnoux. Sin embargo, no quería ni oír hablar de eso.
—Ni lo menciones. Ya sé quiénes son ésos de la European Foundation for Looted Art: unos oportunistas. Se están dedicando a desmontar la mayoría de las colecciones privadas y los museos de media Europa porque un tipo de Wisconsin, descendiente colateral en cuarto grado de un judío polaco, llega un día con una foto del tío abuelo y dice que los nazis le robaron su cuadro. ¡No me fastidies! ¡Son hechos que ocurrieron hace setenta años! ¡Y la gente ha pagado por esos cuadros! Todo lo que quieren es un titular en la prensa. Pero a mi costa no lo van a conseguir, te lo aseguro. Este descubrimiento es mío… Además —anunció después de una pausa dramática—, no me gusta nada la forma en la que ese doctor Arnoux está metiendo las narices en nuestra investigación. No me creo que te ayude por simple amor al arte…
—Sí, a mí también me ha llamado la atención su interés… —reconocí—. De todos modos —cambié rápidamente de tercio, pues no era eso lo que más me preocupaba— no me veo capacitada para esto, Konrad.
—Claro que sí, meine Süße. Tú estás capacitada para lo que te propongas, pero te empeñas en subestimarte. Tienes que tener un poco más de confianza en ti misma.
Tal vez tuviera razón. Quizá, si no fuera por él, no sería más que una conservadora de un pequeño museo local, que llevaría una existencia anodina. Sin embargo, gracias a Konrad había progresado, había mejorado y mi existencia estaba plena de lujos y emociones. Aunque a veces me sintiera como una marioneta, sujeta por unos hilos invisibles a un bastidor que manejaba a su antojo un hombre seguro de sí mismo.
«Muy bien, bonita, y si te sientes manejada por tu alemán, ¿por qué te dejas?», me preguntó un día Teo. «Porque le quiero y me gusta que me maneje», reconocí. Es patético, lo sé, pero vivir a la sombra de Konrad me evitaba tener que tomar las riendas de mi propia vida y darme cuenta de que no tenía ni idea de hacia dónde dirigir los caballos.
Tras su insistencia, me quedé en París, intentando reforzar mi autoconfianza y comprender que si no me sentía capaz de avanzar con la investigación, era porque no me lo había propuesto… Al menos, eso opinaba Konrad.
Entretanto, Teo amenazó con volver a España, alegando que ya había terminado su trabajo y que a mí me veía perder el tiempo de forma lamentable. Aterrorizada ante la idea de quedarme sola, lo convencí para que se quedara un par de días más, sobornándole con unos pases a los desfiles de la colección primavera-verano de Christian Lacroix que me había conseguido mi alemán.
Una tarde, nos fuimos a dar un paseo por el Museo Rodin. Para mí, el Museo Rodin es el sitio perfecto para pasear entre arte con naturalidad y no con la actitud alerta y el ademán escolar que exige por definición la visita a un museo: esa tensión permanente por memorizar artistas, estilos, obras, técnicas e interpretaciones como si nos fuera la vida en ello. Yo, desde luego, soy mucho más feliz desde que paseo por los museos disfrutando del arte como expresión de belleza y no torturándome con el afán académico de sabérmelo todo. Además, el Museo Rodin está rodeado por unos jardines que hacen el paseo más largo y placentero.
Me detuve ante El beso porque es de las pocas obras de arte popularizadas —y, por tanto, en muchas ocasiones, sobreexplotadas, ultrajadas y mancilladas— que todavía consiguen producirme escalofríos.
—Este tema está empezando a superarme —le solté de pronto a Teo, sin dejar de contemplar la escultura.
—A mí no me supera, reina, me pone, y mucho. Da igual que sea un beso hetero, el chavalote tiene un cuerpazo…
No pude evitar sonreír aunque le contesté con un codazo.
—No me refiero a la escultura, melón.
—Tía, es que me sueltas las cosas sin venir a cuento…
—Te hablo de la investigación —le aclaré, reanudando el paseo por las salas pero con la intención de buscar la salida al jardín.
—¡Menuda novedad! Cari, la investigación te ha superado desde el principio. Lo tuyo desafía las leyes de la física: eres capaz de avanzar contracorriente simplemente dejándote llevar.
—Lo digo en serio, Teo. No hago más que darle vueltas, pero he llegado a un punto en el que, vaya hacia donde vaya, acabo en un terreno que desconozco por completo. No sé nada de las SS, ni de Himmler, ni de Hitler, ni de nazis, ni de sus miles y complejísimas organizaciones. ¡Y no sé dónde buscar!
—Pídele ayuda a tu amigo el doctor surfer. ¿Sabes?, el otro día me preguntaba cómo es posible que esté bronceado el jodío en octubre. ¿Serán UVAS? Desde luego, son unos UVAS muy buenos…
—Vale, Teo —le corté sus divagaciones antes de que nos perdiésemos en ellas—. No es mi amigo y, además, no sé… no me fío de él, y Konrad tampoco. Tantas ganas de ayudar son extrañas…
—Creo que los dos estáis paranoicos, cari. Konrad lleva el signo del dólar en las pupilas y no concibe que nadie mueva un dedo sin esperar nada a cambio. Y a ti, querida, te está empezando a pasar lo mismo. Ya se sabe: dos que duermen en el mismo colchón… —Teo dejó el refrán en el aire y una mancha en mi conciencia.
Nos sentamos en la escalinata que daba acceso al jardín. Era una preciosa tarde de principios de otoño, todavía cálida y luminosa, y como era martes, no había demasiados turistas y el jardín estaba tranquilo.
—Además, y a ti qué sus intenciones. Tú sigue sacándole información con malas artes, como has estado haciendo hasta ahora.
—Eso no está bien, Teo. No puedo seguir mintiéndole. Tarde o temprano, me pillará.
—Bueno, hasta que te pille, eso que te has llevado puesto. No seas tonta, cari. ¿Qué tienes que perder?
—La dignidad —respondí medio en broma medio en serio.
—No, perdona, bonita, la dignidad ya la perdiste el día que te vio en chándal, gafas y pelos de punta.
Aquel comentario le valió otro codazo.
—Además, Konrad no quiere, ya te lo he dicho.
—Pues mira, querida. O eso, o le dices a tu alemán que se busque el cuadro él solito, no te queda otra. Además, te digo una cosa, que se la puedes largar de mi parte a tu novio el sabelotodo: el que triunfa no es necesariamente el mejor, sino el que sabe rodearse de los mejores. Así que si quiere triunfar, más le vale dejarte pedir ayuda.
Miré a mi amigo con los ojos y la boca abiertos de par en par.
—¡Teo! Esa frase es demasiado profunda para ti, no es digna de tu frivolidad.
—Calla, que me preocupo. Forever frivolous! —exclamó, poniéndose las gafas de sol con muchísimo estilo y alzando la cara al cielo en busca de un bronceado instantáneo.
En un arrebato de amor hacia mi frívolo amigo, pasé los brazos alrededor de su bíceps, tan marcado como el de la escultura que acabábamos de contemplar. Me acurruqué junto a él y apoyé la cabeza en su hombro.
—Le diré tu frase a Konrad, aunque no sé si querrá escucharme… —Suspiré escandalosamente, como si con el suspiro quisiera aliviar todo el peso que llevaba encima—. ¡Cómo odio esto, Teo! No me gusta nada esta investigación, no quiero seguir con ella.
—Entonces, déjala. No entiendo por qué no lo haces, la verdad.
—Porque no quiero defraudar a Konrad. Él hace tanto por mí… Me lo da todo… Para una vez que me pide algo no quiero negárselo, no me parece bien.