EL SOL PRISMÁTICO
DOS MESES MÁS TARDE, mientras terminaba la carta al doctor Paul Derain, director de la leprosería de Fort Isabelle, en la tranquilidad de la habitación del hotel en Port Matarre, Sanders escribió:
… cuesta creer, Paul, aquí en este hotel vacío, que los extraños sucesos de ese bosque fantasmagórico hayan ocurrido alguna vez. Pero en realidad estoy a poco más de sesenta kilómetros a vuelo de cuervo (¿o tendría que decir de grifo?) de la zona focal, quince kilómetros al sur de Mont Royal, y si necesitase un recordatorio ahí está la herida de mi brazo, apenas cicatrizada. Según el cantinero de abajo —me alegro de poder decir que él, al menos, sigue todavía en su puesto (casi todos los demás se han ido)— el bosque avanza ahora a razón de unos cuatrocientos metros por día. Uno de los periodistas que han venido, conversando con Louise ha dicho que, a este ritmo, para finales de las década próxima estará afectado por lo menos un tercio de la superficie terrestre, y una veintena de las capitales del mundo habrán quedado petrificadas bajo capas de cristal prismático, como ya le ha ocurrido a Miami: sin duda habrás visto artículos periodísticos sobre el balneario abandonado como la ciudad de las mil catedrales, la materialización de una visión de san Juan Evangelista.
Pero a decir verdad esa perspectiva no me preocupa demasiado. Como he dicho, Paul, ahora me parece evidente que los orígenes del fenómeno no son solamente físicos. Cuando dejé el bosque, a ocho kilómetros de Mont Royal, aferrando la cruz de oro, y tropecé con un cordón del ejército, dos días después de ver al desvalido fantasma que había sido Ventress, estaba resuelto a no volver nunca más. Por una de esas absurdas inversiones de la lógica, lejos de ser recibido como un héroe, me vi sometido a un juicio sumario ante un tribunal militar, acusado de saqueo. Aparentemente la cruz de oro había sido despojada de las piedras preciosas —el generoso acto de beneficencia de las empresas mineras— y en vano protesté diciendo que esas piedras preciosas habían sido el precio de mi supervivencia. Me salvó la intervención de Max Clair y Louise Peret. Les sugerimos que una patrulla de soldados equipados con cruces enjoyadas entrara en el bosque en busca de Suzanne y Ventress, pero pronto se volvieron obligados a retroceder.
A pesar de lo que sentí en aquel momento, sé que algún día volveré al bosque de Mont Royal. Todas las noches pasa por encima el disco fracturado del satélite Eco, iluminando el cielo de medianoche como un candelabro de plata. Y estoy convencido, Paul, de que el sol ha comenzado a florecer. A la hora del crepúsculo, cuando el polvo carmesí vela el disco del sol, parece que lo atraviesa un enrejado característico, una red inmensa que un día se extenderá hasta los planetas y las estrellas y los detendrá en su trayectoria.
Como lo demuestra el ejemplo de ese valiente sacerdote apóstata que me dio la cruz, en esa floresta congelada puedes encontrar una inmensa recompensa. Allí la transfiguración de todas las formas vivas e inanimadas ocurre ante nuestros ojos, y el don de la inmortalidad es una consecuencia directa de la renuncia, por parte de cada uno, a nuestras propias identidades físicas y temporales. Por muy apóstatas que seamos en este mundo, nos convertimos forzosamente en apóstoles del sol prismático.
Así que cuando me recupere del todo, regresaré a Mont Royal con alguna de las expediciones científicas que pasan por aquí. No será difícil fugarse y entonces regresaré a la iglesia solitaria en ese mundo encantado, donde de día unas aves fantásticas vuelan en el bosque petrificado y unos cocodrilos enjoyados centellean como salamandras heráldicas a orillas de los ríos cristalinos, y donde de noche el hombre iluminado corre entre los árboles, los brazos como ruedas de un carro de oro y la cabeza como una corona espectral…
Louise Peret entró en la habitación y el doctor Sanders dejó la lapicera, dobló la hoja y la metió en el viejo sobre de una carta de Derain en la que pedía noticias sobre los planes de Sanders.
Louise fue hasta el escritorio de al lado de la ventana y puso una mano sobre el hombro de Sanders. Llevaba un limpio vestido blanco que acentuaba la monotonía del resto de Port Matarre: allí, en la boca del río, a pesar de la transformación del bosque a sólo unos pocos kilómetros de distancia, la vegetación conservaba todavía su apariencia, aunque las motas de luz que parpadeaban dentro del follaje anunciaban la cristalización próxima.
—¿Todavía le estás escribiendo a Derain? —preguntó Louise—. Es una carta larga.
—Hay mucho que decir. —Sanders se recostó en la silla y le apretó la mano a Louise mientras miraba hacia la galería desierta. Había unas pocas lanchas de desembarco amarradas en el muelle de la policía; más allá se extendía el río oscuro, internándose en los bosques. La principal base militar estaba ahora instalada en una de las grandes plantaciones estatales, quince kilómetros río arriba. Habían construido un campo de aterrizaje, y hasta allí llevaban directamente en avión, saltándose Port Matarre, a los muchos centenares de científicos, para no hablar de los periodistas, que todavía pretendían entender el comportamiento del bosque.
El pueblo ribereño estaba otra vez semidesierto. El mercado nativo había cerrado. La sobreabundante economía del bosque había acabado con los puestos y los adornos cristalizados. Pero de vez en cuando, durante sus paseos por Port Matarre, Sanders veía algún mendigo solitario merodeando cerca de los cuarteles o de la prefectura de la policía, ocultando en una vieja manta, dentro de la cesta, grotescas ofrendas del bosque: un loro o un pez cristalizado, y en una ocasión la cabeza y el tórax de un bebé.
—¿Entonces renuncias? —preguntó Louise—. Pienso que tendrías que reconsiderar… Hemos hablado…
—Querida, uno no puede considerar todo hasta cien veces. En algún momento hay que tomar una decisión. —Sanders sacó la carta del bolsillo y la tiró sobre el escritorio. Para no herir a Louise que se había quedado con él en el hotel desde el rescate, dijo—: En realidad todavía no me he decidido: uso la carta para ayudarme a entender todo esto.
Louise asintió, mirándolo. Sanders notó que la muchacha volvía a usar las gafas de sol, mostrando sin darse cuenta lo que pensaba de Sanders, el futuro de él, y la inevitable separación. Pero mentiras pequeñas como esa no eran más que el precio que pagaban para poder tolerarse mutuamente.
—La policía ¿tiene noticias de Anderson? —preguntó Sanders. Durante el primer mes en Port Matarre Louise había ido todas las mañanas a la prefectura de policía con la esperanza de averiguar algo sobre su colega perdido, en parte, pensaba Sanders, para justificar su prolongada estancia en el hotel. Que ella pudiese ahora prescindir de esa pequeña exculpación, significaba que tenía otros planes—. Pueden haberse enterado de algo… nunca se sabe. ¿No has ido a preguntar?
—No. Ahora casi nadie entra en la zona. —Louise se encogió de hombros—. Supongo que valdría la pena insistir.
—Claro que sí. —Sanders se levantó, apoyándose en el brazo herido y se puso la chaqueta.
—¿Cómo está? —preguntó Louise—. Tu brazo tiene buen aspecto ahora.
Sanders se palmeó el codo.
—Pienso que está curado. Tus cuidados han sido muy importantes. Lo sabes.
Louise lo miró a través de las gafas de sol. Una breve sonrisa, no sin afecto, le rozó los labios.
—¿Qué más podía hacer? —rió, y luego fue hasta la puerta—. Tengo que subir a mi habitación a cambiarme. Que disfrutes del paseo.
Sanders acompañó a Louise hasta la puerta y le apretó el brazo un momento. Después que ella se fue, se quedó junto a la puerta escuchando los escasos sonidos que se oían en el hotel casi vacío.
Volvió a sentarse al escritorio y leyó la carta a Paul Derain. Pensando al mismo tiempo en Louise, se dio cuenta de que no podía echarle la culpa por su decisión de abandonarlo. En realidad la había forzado a actuar de esa manera no tanto por su comportamiento en Port Matarre sino porque él no estaba allí realmente: su verdadera identidad andaba aún por los bosques de Mont Royal. Durante el viaje en la lancha ambulancia con Louise y Max Clair, y la subsiguiente convalecencia en Port Matarre, se había sentido como la proyección vacua de una identidad que todavía erraba por el bosque con la cruz enjoyada en los brazos, reanimando a los niños perdidos que descubría en el camino, como una divinidad en el día de la creación. Louise no sabía nada de eso, y suponía que él buscaba a Suzanne.
Golpearon a la puerta y Max Clair entró en la habitación. Saludó a Sanders con la mano y apoyó el maletín en una silla. Desde su llegada a Port Matarre había estado ayudando en la clínica que administraban los padres jesuitas. En varias ocasiones, estos habían intentado ver a Sanders con el propósito, suponía, de interrogarlo acerca de la autoinmolación del padre Balthus dentro del bosque. Los jesuitas sospechaban, desde luego, que el verdadero interés del sacerdote no había sido precisamente la parroquia.
—Buenos días, Edward… espero no interrumpir tu meditación del día.
—Ya he terminado. —Max miró hacia la puerta entornada del baño y Sanders dijo—: Louise está arriba. ¿Cuáles son las noticias de hoy?
—No tengo idea… No he tenido tiempo de ir al cuartel de la policía. En la clínica estamos muy ocupados. Nos llegan pacientes de cuanta esquina y recoveco hay.
—¿Qué otra cosa puedes esperar? Ahora tienen aquí un médico. —Sanders meneó la cabeza—. Trae un médico a un sitio como Port Matarre y en seguida creas un grave problema de salud.
—Bueno… —Max miró a Sanders por encima de las gafas, sin saber hasta qué punto hablaba en serio—. Eso no lo sé. La verdad, Edward, es que andamos ocupados. En realidad, ahora que tu brazo está mejor, hemos pensado, sobre todo los padres, que podrías echarnos una mano. Sólo un par de mañanas por semana, para empezar. Los pacientes te lo agradecerían.
—Tal vez. —Sanders miró hacia el bosque distante—. Claro que me gustaría ayudarte, Max. Pero por el momento yo también estoy muy ocupado.
—Pero te pasas el día sentado aquí. Mira, no hay más que trabajo rutinario, que no te apartará la mente de cosas superiores: unos pocos casos de maternidad, pelagra… —Con voz tranquila, agregó—: Ayer ingresó un par de pacientes con lepra. Pensé que podría interesarte.
Sanders se volvió y estudió el rostro de Max, de ojos claros y miopes bajo la frente abovedada. Costaba saber si en esa última observación había algún elemento de burla. Sanders había sabido desde el principio que Suzanne huiría al bosque después de ver a Sanders, y que su búsqueda inútil en los poblados de las colinas había sido una manera de asegurarse de que nadie impediría esa fuga. Desde que estaban en Port Matarre, Max casi nunca nombraba a Suzanne, aunque a esa altura ya estaría congelada como un icono dentro del bosque de cristal. Pero la última alusión de Max a los leprosos, a menos que fuese una manera de provocarlo para que regresase al bosque, indicaba que en realidad Max no tenía idea de lo que el bosque significaba para Suzanne y para Sanders, que la única resolución final del desequilibrio mental de ambos, la inclinación hacia el lado oscuro del equinoccio, estaba dentro del mundo de cristal.
—¿Dos casos de lepra? No me interesan nada. —Antes que Max pudiese replicar Sanders continuó—: Francamente, Max, no sé si todavía estoy en condiciones de ayudarte.
—¿Qué? Claro que estás…
—En términos absolutos. Me parece, Max, que la profesión médica ha sido superada; no creo que ahora tenga mucho sentido la simple distinción entre vida y muerte. Antes que intentar curar a esos enfermos tendrías que meterlos en una lancha y enviarlos río arriba a Mont Royal.
Max se levantó. Hizo un gesto de impotencia y luego, jovial, dijo:
—Volveré mañana. Cuídate.
Después que se fue Max, Sanders terminó la carta, agregándole un párrafo final y una despedida. La metió en un sobre, le puso las señas de Derain y la apoyó contra el tintero. Luego sacó el talonario de cheques y firmó uno. Lo metió en un segundo sobre, en el que escribió el nombre de Louise.
Mientras se levantaba y se frotaba la chaqueta, observó a Louise y a Max conversando en la calle delante del hotel. Últimamente los había visto juntos a menudo, en el vestíbulo del hotel o en la puerta del restaurante.
Esperó a que terminasen de conversar y entonces bajó al vestíbulo.
En la recepción canceló las cuentas de la semana anterior de él y de Louise, y dejó pagada otra quincena. Después de intercambiar algunas frases agradables con el dueño portugués, Sanders salió a dar el acostumbrado paseo de antes del almuerzo.
Por lo general el paseo lo llevaba al río. Caminó por las galerías desiertas, advirtiendo, como todas las mañanas, los extraños contrastes de luz y sombra, a pesar de la aparente ausencia de luz solar directa en Port Matarre. En la esquina, frente a la prefectura de la policía, flexionó por última vez el brazo herido contra una de las columnas. Los fragmentos que le faltaban continuaban viviendo en su propio medio prismático, en las calles cristalinas de Mont Royal.
Sanders caminó por los muelles desiertos pensando en el capitán Radek y en Suzanne Clair. Casi no quedaba ningún bote de los nativos, que también habían abandonado los caseríos de la orilla de enfrente.
Pero, como siempre, una lancha continuaba patrullando el muelle vacío. A trescientos metros de distancia Sanders veía la embarcación roja y amarilla en la que él y Louise habían viajado a Mont Royal. Al timón iba la alta figura de Aragón, dejando que el bote flotara en la marea. Aragón veía pasar a Sanders todas las mañanas, pero nunca se hablaban.
Sanders caminó hacia él palpándose la billetera. Al llegar cerca de Aragón, este saludó con la mano, encendió el motor y se alejó. Perplejo, Sanders siguió caminando, y entonces vio que Aragón llevaba la embarcación río abajo, hasta el sitio donde las aguas habían depositado el cuerpo cristalizado de Matthieu, dos meses antes.
Sanders alcanzó la embarcación y bajó hasta la orilla. Por un momento los dos hombres se miraron.
—Bonita lancha, capitán —dijo al fin Sanders, repitiendo las primeras palabras que le había dicho a Aragón.
Media hora más tarde, mientras pasaban por los muelles principales, Sanders se recostó en el asiento. Atrás, en la oscura estela de aguas agitadas, quedaba un reguero de arcos iris. En una calle polvorienta, entre las galerías, un negro viejo con un escudo blanco en la mano esperó el paso de la lancha. En el muelle policial estaban juntos Louise Peret y Max Clair. Los ojos ocultos detrás de las gafas de sol, Louise observó a Sanders sin saludarlo mientras la lancha aceleraba agua arriba por el río desierto.