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ZARABANDA PARA LEPROSOS

DURANTE LOS TRES DÍAS siguientes, mientras se le disolvían las espuelas de cristal de los tejidos del brazo, Sanders se quedó con Balthus. Se pasaba el día entero arrodillado junto al órgano, haciendo funcionar los fuelles de pedal con el brazo enjoyado. Al disolvérsele los cristales, la herida que se había hecho con el brazo volvió a sangrarle, lavándole los prismas pálidos de los tejidos descubiertos.

Al oscurecer, cuando el sol se hundía como un millar de fragmentos en la noche occidental, el padre Balthus dejaba el órgano, salía al porche, y miraba los árboles espectrales. Ese rostro delgado de erudito y esos ojos tranquilos, de una compostura desmentida por los nerviosos movimientos de las manos, tan parecidos a la falsa calma de alguien que se recupera de un ataque de fiebre, observaban a Sanders mientras ambos comían unos pocos bocados, sentados en un escabel al lado del altar, protegidos del aire embalsamador por las gemas de la cruz.

Este emblema había sido un regalo de las compañías mineras, y el inmenso madero transversal, de casi dos metros de largo, sostenía la carga de piedras preciosas como las ramas de los árboles cristalizados del bosque. Las hileras de esmeraldas y rubíes, entre las que los más pequeños diamantes de Mont Royal dibujaban figuras parecidas a estrellas, se extendían de un extremo del madero al otro. Las piedras preciosas emitían una luz potente y continua, tan intensa que parecían fundirse en un espectro cruciforme.

Al principio Sanders pensó que Balthus veía su supervivencia como un ejemplo de intervención divina, y se lo agradeció con un gesto. Balthus le contestó con una sonrisa ambigua. Sanders no entendía muy bien por qué el sacerdote había regresado a la iglesia, ahora totalmente envuelta en redes de cristal, como si estuviese en la boca de un glaciar inmenso.

Desde la puerta del presbiterio, Sanders veía los edificios anexos de la escuela para nativos, y el dormitorio que Max Clair había descrito, tal vez el hogar de la tribu de leprosos abandonada por su sacerdote. Sanders le mencionó su encuentro con los leprosos, pero Balthus no mostró ningún interés por sus antiguos feligreses, ni por el destino que les había tocado. Aislado de todo, apenas parecía que registrase la presencia de Sanders. Preocupado consigo mismo, se pasaba las horas sentado al órgano o paseando entre los bancos vacíos.

Pero una mañana Balthus encontró un pitón ciego a la puerta de la iglesia. Los ojos se le habían transformado en enormes gemas que le sobresalían de la cabeza como coronas. Balthus se arrodilló, levantó la serpiente y se enroscó el largo cuerpo en los brazos. La llevó por el pasillo hasta el altar y la levantó hacia la cruz. Con una sonrisa irónica, miró cómo la serpiente recuperaba la vista y se alejaba deslizándose entre los bancos.

Al tercer día Sanders se despertó con las primeras luces y encontró a Balthus solo, celebrando la Eucaristía. Tendido en el banco que había apoyado en la baranda del altar, Sanders lo miró sin moverse, pero el sacerdote se interrumpió y se alejó, quitándose la vestimenta.

Mientras desayunaban le confió a Sanders:

—Quizá se pregunte usted qué hacía yo, pero me pareció una buena ocasión para probar la validez del sacramento.

Señaló los colores prismáticos que se derramaban por las ventanas de vidrios coloreados. Las escenas bíblicas originales se habían transformado en pinturas abstractas de desconcertante belleza, en las que los fragmentos desmembrados de los rostros de Jesús, María y los apóstoles flotaban en el líquido azul ultramarino del cielo refractado.

—Quizá parezca una herejía decirlo, pero aquí el cuerpo de Cristo nos acompaña por todas partes —tocó la delgada capa de cristales en el brazo de Sanders—, en cada prisma y en cada arco iris, en las mil caras del sol. —Alzó las manos delgadas, recamadas de luces—. Así que me temo que tanto la Iglesia como su símbolo —señaló la cruz— hayan sobrevivido a su función.

Sanders buscó una respuesta.

—Lo lamento. Quizá si usted se alejara…

—¡No! —insistió Balthus, fastidiado por la estupidez de Sanders—. ¿No lo entiende usted? Alguna vez yo fui un verdadero apóstata: sabía que Dios existía pero no podía creer en él. —Sonrió con amargura—. Ahora me han sorprendido los hechos. Para un sacerdote no hay crisis mayor que negar a Dios cuando ve que existe en cada hoja y en cada flor.

Con un ademán condujo a Sanders nave abajo, hasta el porche abierto. Allí señaló la abovedada reja de vigas cristalinas que subía desde la orilla del bosque como los estribos de una inmensa cúpula de diamante y cristal. Incrustadas en varios puntos estaban las formas casi inmóviles de unas aves con las alas abiertas, oropéndolas doradas y guacamayos escarlata que derramaban brillantes charcos de luz. Las bandas de color iban y venían por el bosque, y los reflejos del plumaje que se derretía los envolvían en infinitas figuras concéntricas. Los arcos superpuestos flotaban en el aire como ventanas votivas de una ciudad de catedrales. Sanders vio por todas partes incontables pájaros más pequeños, mariposas e insectos que unían sus aureolas cruciformes para la coronación del bosque.

El padre Balthus tomó a Sanders del brazo.

—En este bosque vemos la celebración final de la Eucaristía del cuerpo de Cristo. Aquí todo es transfigurado e iluminado y unido en el matrimonio final del espacio y el tiempo.

El último día, mientras estaban codo a codo de espaldas al altar, Balthus pareció menos seguro. La gruesa escarcha penetró en la iglesia y el pasillo se transformó en un túnel de columnas vítreas cada vez más estrecho. Con una expresión casi de pánico, Balthus miró cómo se unían las teclas del órgano, fundiéndose entre sí, y Sanders supo que el sacerdote buscaba alguna forma de escapar. Al fin Balthus se repuso. Tomó la cruz del altar y la arrancó del soporte. Con ira repentina, nacida de una convicción absoluta, se la metió a Sanders entre los brazos. Luego lo arrastró hasta el porche y lo empujó hacia una de las bóvedas cada vez más estrechas, por la que se veía la superficie del río.

—¡Fuera! ¡Váyase de aquí! ¡Busque el río!

Sanders titubeó, intentando dominar el pesado cetro con el brazo vendado, y Balthus gritó furioso:

—¡Diga que yo le ordené que se la llevara!

Sanders lo vio por última vez en la postura de los pájaros iluminados, los ojos llenos de alivio al descubrir los primeros círculos de luz que él mismo había conjurado con las palmas en alto.

Ahora la cristalización del bosque era casi completa. Sólo las piedras de la cruz le permitían a Sanders avanzar por las bóvedas entre los árboles. Empuñando la cruz desde abajo, la pasaba por delante de las rejas que colgaban en todas partes como telarañas de hielo, buscando las zonas más débiles, que se disolvían ante la presencia de la luz. Cuando caían al suelo, a sus pies, se metía por las aberturas, llevando la cruz consigo.

Cuando llegó al río buscó el puente que había encontrado al entrar en el bosque por segunda vez, pero la superficie prismática se extendía describiendo una amplia curva, borrando con su luz las pocas señales que en otras circunstancias podría haber reconocido. Por encima de las orillas, el follaje resplandecía como nieve pintada; no había otro movimiento que el lento pasaje del sol. De vez en cuando veía una mancha borrosa debajo de la orilla: el espectro iluminado de una barcaza o de un bote, pero ninguna cosa parecía conservar rastros de su identidad anterior.

Sanders avanzó por la orilla, esquivando las fallas de la superficie y las agujas que llegaban a la cintura y se apiñaban en las laderas altas. Llegó a la desembocadura de un riachuelo, demasiado cansado para trepar por las cataratas que se le interponían, y empezó a remontarlo. Aunque en los tres días con el padre Balthus había descansado lo suficiente como para poder entender que todavía quedaban maneras de salir del bosque, el silencio absoluto de la vegetación de las orillas y el potente resplandor prismático casi lo convencieron de que toda la tierra se había transformado, y que era inútil moverse por ese mundo de cristal.

Pero en ese momento descubrió que ya no estaba solo en el bosque. Cada vez que en la cúpula de árboles se abría un retazo de cielo, en el lecho del río o en los pequeños claros del bosque se encontraba con cuerpos semicristalizados de hombres y mujeres, fusionados contra los troncos de los árboles, mirando el sol refractado. La mayoría eran parejas de viejos; los cuerpos sentados se fundían entre sí lo mismo que con los árboles y la maleza enjoyada. El único joven que encontró era un soldado con uniforme de combate sentado en un tronco caído en la orilla del río. El casco había florecido en un inmenso caparazón de cristales, una sombrilla solar que le cercaba la cara y los hombros.

Por debajo del soldado una profunda falla atravesaba la superficie del río. En el fondo corría aún un estrecho canal de agua que lamía las piernas sumergidas de tres soldados que habían intentado vadear el río en ese punto y estaban ahora embalsamados en paredes de cristal. De vez en cuando se les movían las piernas de manera lenta y líquida, como si esos hombres, atados entre sí por la cintura, estuviesen avanzando para siempre por ese glaciar de cristales, los rostros perdidos en el resplandor.

A lo lejos, en el bosque, algo se movió, y resonaron unas voces. Sanders se apresuró, apretando contra el pecho la pesada cruz. A cincuenta metros de distancia, en un claro entre dos arboledas, avanzaba por el bosque un grupo de gente vestida como arlequines, bailando y gritando. Sanders las alcanzó y se detuvo en el borde del claro tratando de contar las decenas de hombres y mujeres de piel oscura de todas las edades, algunos de ellos con niños, que participaban de esa animada zarabanda. Avanzaban en desorganizada procesión, y de vez en cuando un pequeño grupo se apartaba y bailaba alrededor de un árbol o de un arbusto. Eran más de un centenar, y se movían por el bosque sin meta aparente. Tenían los brazos y los rostros transformados por el crecimiento cristalino, y sus ordinarias vestimentas y taparrabos ya empezaban a escarcharse y a enjoyarse.

Mientras Sanders miraba, la cruz apoyada en el suelo, un pequeño grupo se le acercó dando saltos y brincos, y luego bailó a su alrededor como postulantes que acaban de ser admitidos al paraíso y dan una serenata a un ordenanza-arcángel. Por delante de Sanders pasó un viejo rostro deforme colmado de luz, mirándose las manos y los dedos, de cuyas articulaciones atrofiadas brotaba una luz engastada de gemas. Sanders recordó a los leprosos sentados debajo de los árboles cerca del hospital de la misión. Durante los días anteriores toda la tribu había entrado en el bosque. Se alejaron de Sanders bailando con piernas tullidas, llevando a niños de la mano, con arcos iris grotescos en las caras.

Sanders siguió a los leprosos, arrastrando la cruz con ambas manos. Vio entre los árboles la cola de la procesión, pero pareció que los leprosos se esfumaban tan rápidamente como habían llegado, como si los dominara la necesidad de familiarizarse con cada planta y cada arboleda de ese nuevo paraíso. Pero sin ningún motivo todo el grupo dio media vuelta y regresó a donde él estaba como si les encantase echar una última mirada a Sanders y a su cruz. Mientras pasaban por delante, Sanders alcanzó a ver al frente del grupo a una mujer alta, vestida de negro, que llamaba a los demás con voz nítida. Los brazos y el rostro pálidos de esa mujer ya brillaban con la luz cristalina del bosque. Se volvió para mirar, y Sanders le gritó por encima del movimiento de cabezas.

—¡Suzanne! ¡Aquí, Suzanne…!

Pero la mujer y el resto del grupo habían vuelto a dispersarse entre los árboles. Cojeando, Sanders encontró tirados en el suelo unos pocos restos: calzado de trapo y cestas rotas, cuencos de pordiosero y unos pocos granos de arroz ya casi fundidos con el suelo vitrificado.

En una ocasión Sanders tropezó con el cuerpo semicristalizado de un niño pequeño que se había retrasado y no había podido alcanzar a los otros. Se había tendido a descansar y se había fundido con el suelo. Sanders escuchó las voces que se apagaban detrás de los árboles, entre ellas las de los padres del niño en algún sitio. Luego bajó la cruz sobre el niño y esperó a que se derritiesen los cristales de los brazos y las piernas. Libres de nuevo, las manos deformes aferraron el aire. Sobresaltado, el niño gateó y se puso de pie, y echó a correr entre los árboles, derramando por la cabeza y por los hombros una luz que se disolvía alrededor.

Sanders estaba todavía siguiendo la procesión, que se perdía en la distancia, cuando llegó a la casa de verano donde se habían refugiado Thorensen y Serena Ventress. Anochecía, y las piedras de la cruz brillaban débilmente a la luz menguante. La cruz ya había perdido mucho de su poder, y casi todos los diamantes y rubíes más pequeños se habían apagado y eran ahora granos de carbón y corindón. Sólo las esmeraldas grandes ardieron con fuerza contra el casco blanco del yate de Thorensen, atrapado en la falla delante de la casa de verano.

Sanders caminó a lo largo de la orilla, y pasó por delante de los restos cristalinos del mulato metido en la piel de cocodrilo. Los dos se habían fusionado: el hombre, mitad blanco y mitad negro, se había fundido con el oscuro animal enjoyado. Todavía se veía el perfil de cada uno floreciendo a través de las mandíbulas y los ojos superpuestos del enorme cocodrilo.

La puerta de la casa de verano estaba abierta. Sanders subió las escaleras y entró en el dormitorio. Miró la cama, en cuyas profundidades escarchadas, como nadadores en el fondo de una piscina encantada, yacían juntos Serena y el minero. Los ojos de Thorensen estaban cerrados, y del agujero en el pecho, como una exquisita planta marina, le brotaban unos pétalos delicados, de un color rojo sangre. Serena dormía tranquila; junto a él el invisible movimiento del corazón le envolvía el cuerpo en un tenue resplandor ambarino, el más pálido residuo de vida. Aunque Thorensen había muerto tratando de salvarla, ella continuaba viviendo en su propia semi-muerte.

Algo centelleó en la oscuridad, detrás de Sanders, que se volvió y vio una brillante quimera, un hombre de brazos y pecho incandescentes que pasó corriendo entre los árboles, dejando en el aire una cascada de partículas. Sanders dio un paso atrás, escudándose en la cruz, pero el hombre había desaparecido como un remolino entre las bóvedas de cristal. Cuando se apagó la estela luminosa, Sanders oyó la voz que resonaba en la escarcha del aire, las palabras quejumbrosas tan enjoyadas y ornamentadas como todo lo demás en ese mundo transfigurado.

— ¡SERENA…¡SERENA…!