DUELO CON UN COCODRILO
A MEDIANOCHE, mientras dormitaba en su habitación al fondo del chalet, el doctor Sanders oyó los ruidos de una lejana conmoción en el complejo del hospital. Casi demasiado cansado para dormirse, pero suficientemente exhausto como para no escuchar con más atención, no hizo caso de las voces excitadas ni del movedizo rayo de luz del reflector del Land Rover que apuntaba al techo y se reflejaba allá fuera en los árboles altos.
Más tarde el ruido empezó otra vez. Intentaban poner en marcha un anticuado camión. Mientras el motor tosía y se atascaba, en medio de un incesante parloteo, oyó más pasos de gente que corría entre los chalets saliendo y entrando. Parecía que todos los sirvientes se habían levantado y recorrían las habitaciones del otro lado del patio cerrando con violencia las puertas de las alacenas.
Cuando vio que alguien andaba con una antorcha inspeccionando la vegetación delante de la ventana, Sanders saltó de la cama y se vistió.
En el comedor del chalet encontró a uno de los criados mirando por la ventana abierta hacia el bosque.
—¿Qué pasa? —preguntó el doctor Sanders—. ¿Qué demonios haces aquí? ¿Dónde está el doctor Clair?
El criado señaló hacia el complejo.
—Doctor Clair con camión, señor. Problema en el bosque, va a mirar.
—¿Qué clase de problema? —Sanders caminó hasta la ventana—. ¿Se está acercando el bosque?
—No, señor, acercando no. Doctor Clair dice que usted duerma, señor.
—¿Dónde está la señora Clair? ¿Anda por aquí?
—No, señor. Señora Clair ocupada.
—¿Qué quieres decir? —insistió Sanders—. Pensé que estaba cumpliendo la guardia nocturna. Vamos, hombre, ¿qué pasa?
El criado titubeó, ensayando con los labios, en silencio, las fórmulas adecuadas que Max le había enseñado para tratar con Sanders. Iba a contar algo cuando el ruido de unos pasos atravesó el patio. Sanders fue a la puerta y se encontró con Max Clair, secundado por dos porteros.
—¡Max! ¿Qué sucede? ¿Ha empezado la evacuación?
Clair se detuvo delante de él. Apretaba los labios y bajaba el mentón, y la frente abultada le brillaba a la luz de la antorcha.
—Edward… ¡Suzanne está ahí contigo!
—¿Qué? —Sanders dio un paso atrás, e invitó a Clair a entrar—. Mi querido amigo… Suzanne se ha marchado ¿Adónde?
—Ojalá lo supiéramos. —Clair se acercó a la puerta y miró dentro del chalet; no sabía si tenía que aprovechar el gesto de Sanders—. Se fue hace un par de horas, sólo Dios sabe adonde… ¿No la has visto?
—No desde anoche temprano. —Sanders empezó a abotonarse las mangas de la camisa—. ¡Vamos a buscarla Max!
Clair levantó la mano.
—Tú no, Edward. Ya sabes que tengo demasiados problemas. Hay uno o dos poblados en las colinas— dijo, sin convicción. —Puede haber ido a visitar los dispensarios. Quédate aquí y ocúpate de que todo funcione. Yo me llevaré el Land Rover y un par de hombres. Los otros pueden utilizar el camión y vigilar el hotel Bourbon.
Sanders empezó a protestar, pero Max dio media vuelta y se alejó. Sanders lo siguió hasta la calzada y vio cómo subía al coche.
Sanders se volvió hacia el criado.
—Así que ha vuelto al bosque… ¡Pobre mujer!
El criado lo miró.
—¿Ya sabe, señor?
—No, pero estoy casi seguro. Todos tenemos cosas que no toleramos que nos recuerden. Dile al conductor del camión que me espere; me puede llevar hasta el hotel.
El criado levantó el brazo.
—¿Va, señor… al bosque?
—Desde luego. Ella estará allí dentro, en algún sitio… Tengo que comprobarlo.
El anticuado motor del camión había arrancado, y el traqueteo resonaba en todo el hospital. Sanders trepó a la caja, y el vehículo echó a andar y bordeó despacio la fuente. Detrás del conductor iban sentados media docena de enfermos nativos.
Cinco minutos más tarde llegaron a la carretera y continuaron retumbando por la oscuridad hacia el blanco armatoste del hotel Bourbon. El camión se detuvo en la calzada cubierta de matorrales, apuntando con el reflector hacia el bosque. La luz barrió los árboles cristalinos, y los prismas blancos, como una inmensa cúpula de vidrios fracturados, centellearon hasta el río, casi un kilómetro hacia el sur.
El doctor Sanders saltó del camión y se acercó al conductor. Ninguno de los hombres había visto salir a Suzanne, pero todos clavaban los ojos en el bosque, como si pensaran que había entrado allí. Sin embargo, viendo la confusión que rodeaba al vehículo, también era evidente que no tenían intención de ir a buscarla. Sanders apremió al conductor, que murmuró algo acerca de los «fantasmas blancos» que patrullaban el interior del bosque…, tal vez imágenes fugaces de Ventress y Thorensen persiguiéndose mutuamente, o de Radek tambaleándose en busca de su tumba perdida.
Cinco minutos más tarde, cuando vio que la patrulla de búsqueda no acababa de formarse —el conductor insistía en quedarse junto al reflector, y los demás se habían ido al hotel Bourbon y fumaban sus puros sentados entre las columnas caídas—, el doctor Sanders se adelantó por la carretera. Desde la izquierda, el brillo del bosque arrojaba una fría luz lunar sobre el macadán, a sus pies, y alumbraba la entrada de un pequeño camino lateral que iba hacia el río. Sanders miró ese estrecho desfiladero que llevaba al mundo iluminado. Vaciló un instante, escuchando las débiles voces de los hombres. Luego se metió las manos en los bolsillos y echó a andar por los bordes del camino, entre espuelas de cristal cada vez más abundantes.
En quince minutos llegó al río, y atravesó un puente en ruinas que se inclinaba sobre la congelada superficie como una telaraña enjoyada. Unos hilos de plata adornaban las vigas del puente. La superficie blanca del río serpenteaba entre árboles escarchados. Las escasas embarcaciones detenidas en las orillas estaban ahora tan pesadamente incrustadas de gemas que apenas se las podía reconocer. La luz que emitían parecía más oscura y más intensa, como si retuvieran dentro de ellas su propio brillo.
A esa altura el traje de Sanders había comenzado a resplandecer de nuevo en la oscuridad, y la escarcha era como espuelas de cristal sobre la tela. El proceso de cristalización estaba más avanzado en todas partes, y llevaba los zapatos encerrados en cuencos de prismas.
Mont Royal estaba vacía. Cojeando por las calles desiertas, entre edificios blancos que parecían sepulcros, llegó al puerto. Desde el muelle, por encima de la superficie helada, vio a lo lejos la catarata. Aún más alta que antes, era ahora una barrera impenetrable entre él y el ejército perdido en algún sitio hacia el sur.
Poco antes del amanecer regresó atravesando el pueblo, con la esperanza de encontrar la casa de verano donde se refugiaban Thorensen y su novia moribunda. Pasó por delante de una pequeña sección de pavimento donde no había crecido la maleza, debajo de la ventana rota de uno de los depósitos de las minas. Sobre el pavimento había puñados de piedras preciosas desparramadas, anillos de rubíes y esmeraldas, broches y pendientes de topacio, mezclados con incontables piedras menores y diamantes industriales. A la luz de la luna, esa cosecha abandonada emitía un resplandor frío.
Mientras andaba entre las gemas, Sanders notó que se disolvían los cristales de los zapatos, derritiéndose como carámbanos expuestos a un calor repentino. Las costras se caían en pedazos y se evaporaban, desapareciendo en el aire.
Entonces entendió por qué Thorensen le había llevado las piedras a la joven, y por qué ella las había recibido con tanta avidez. Por algún capricho óptico o electromagnético, el intenso foco de luz del interior de las piedras producía simultáneamente una compresión del tiempo, de manera que la descarga de luz que salía por la superficie invertía el proceso de cristalización. Quizás ese regalo de tiempo explicase el eterno encanto de las gemas lo mismo que de toda la pintura y la arquitectura barrocas. Parecía entonces que las intrincadas cumbreras y cartelas, que ocupaban más espacio que su propio volumen, contenían un mayor tiempo ambiente, proporcionando esa inconfundible premonición de inmortalidad que se siente dentro de la catedral de San Pedro o en el palacio de Ninfenburg. Por contraste, la arquitectura del siglo veinte, caracterizada por fachadas rectangulares sin adornos, por un sencillo espacio-tiempo euclidiano, era la arquitectura del Nuevo Mundo, tan segura de estar fuertemente apoyada en el futuro e indiferente a los dolores de mortalidad que atormentaban la mente de la vieja Europa.
El doctor Sanders se arrodilló y se llenó los bolsillos de piedras, metiéndolas en la camisa y en los puños. Se apoyó contra el muro del depósito; delante de él quedó el semicírculo de pavimento, liso como un patio en miniatura, en cuyos bordes la maleza cristalina resplandecía con la intensidad de un jardín espectral. Al apretarse las superficies duras de las gemas contra la piel fría tuvo una sensación de calor, y en pocos segundos se hundió en un sueño exhausto.
Despertó a la brillante luz del sol en una calle de templos, donde unos arcos iris adornaban el aire con una llamarada de colores. Desde el suelo se protegió los ojos con la mano y miró los tejados, en cuyas tejas de oro había hileras e hileras de piedras preciosas, como si fueran pabellones del barrio de los templos de Bangkok.
Una mano le aferró el hombro. Sanders intentó incorporarse, y descubrió que el semicírculo de pavimento despejado había desaparecido, y que su cuerpo estaba tendido en un lecho de agujas. En la entrada del depósito el crecimiento había sido más rápido, y Sanders tenía el brazo derecho encerrado en una masa de espuelas cristalinas de ocho o diez centímetros de espesor que casi le llegaba al hombro. Dentro de ese guante helado, tan pesado que casi no podía levantarlo, se veían los contornos de los dedos, envueltos en un laberinto de arcos iris.
Arrastrándose, Sanders se arrodilló, y se arrancó algunos de los cristales. Descubrió al hombre barbudo del traje blanco acurrucado junto a él, blandiendo la escopeta.
—¡Ventress! —Con un grito, Sanders levantó el brazo enjoyado. A la luz del sol, los débiles nodos de las gemas que se había metido en los puños de la camisa le brillaban en los tejidos del brazo como estrellas incrustadas—. ¡Por Dios, Ventress!
El grito distrajo a Ventress, que miraba la calle colmada de luz. Extraños colores le transfiguraban el rostro pequeño, de ojos brillantes, y le moteaban la piel extrayéndole los pálidos azules y violetas de la barba. Su traje irradiaba mil bandas de color.
Se arrodilló al lado de Sanders, e intentó colocarle de nuevo la cinta de cristales que se había arrancado del brazo. Antes de que pudiesen hablar se oyó el estampido de un arma de fuego y el vidrio de la puerta cayó en una lluvia de fragmentos. Ventress se escondió detrás de Sanders, y ayudó al médico a entrar por la ventana. Mientras se oía otro disparo en la calle, pasaron por delante de los mostradores saqueados y se metieron en una bóveda de seguridad donde había una caja fuerte abierta, delante de un revoltijo de cajas de metal. Ventress destapó las bandejas vacías y luego se puso a juntar las pocas gemas pequeñas esparcidas en el suelo.
Se las metió a Sanders en los bolsillos vacíos y lo hizo salir por una ventana al corredor trasero y de allí a la calle contigua, transformada por el enrejado que la cubría en un túnel de luz bermeja. Se detuvieron en la primera esquina, y Ventress le indicó por señas que entrara en el bosque a cincuenta metros de distancia.
—¡Corra, corra! ¡Por el bosque, a donde sea! ¡Es todo lo que puede hacer!
Empujó a Sanders con la culata de la escopeta; una masa de cristales plateados se había incrustado en la recámara transformándola en una escopeta medieval. Sanders levantó el brazo. Las espuelas enjoyadas danzaron a la luz del sol como un enjambre de moscas.
—¡Mi brazo, Ventress! ¡Me ha llegado al hombro!
—¡Corra! ¡Sólo eso le puede ayudar! —El rostro iluminado de Ventress temblaba de rabia, casi como si lo impacientara el rechazo de Sanders a aceptar el bosque—. ¡No gaste las piedras, no le durarán siempre!
Sanders se obligó a correr, y fue hacia el bosque, y se metió en la primera cueva de luz. Hizo girar el brazo como una hélice torpe, y sintió que los cristales retrocedían un poco. Por suerte llegó pronto a un pequeño afluente del río que doblaba delante del puerto, y se lanzó como un salvaje por la superficie petrificada.
Perdió el sentido del tiempo y corrió por el bosque durante horas. Si se detenía más de un minuto las bandas de cristal le agarrotaban el cuello y el hombro, y se obligaba a seguir, deteniéndose sólo para desplomarse exhausto en las playas de cristal. Luego apretó las gemas contra la cara, y detuvo el crecimiento de la capa de hielo. Pero las piedras fueron debilitándose, y a medida que se les desafilaban las facetas se iban transformando en romos granos de sílice. Al mismo tiempo, las que llevaba incrustadas dentro de los tejidos del brazo resplandecían con un brillo constante.
Al fin, mientras corría entre los árboles por la orilla del río haciendo girar el brazo delante de él, vio el capitel dorado de la casa de verano. Hacia allí avanzó, tambaleándose sobre la arena fundida. Para entonces la vitrificación del bosque ya había unido al pequeño pabellón con los árboles de alrededor, y sólo se veían con claridad las escaleras y la puerta, pero Sanders tenía todavía la leve esperanza de que ese lugar funcionase como santuario. Las ventanas y las juntas de la mampostería del balcón estaban adornadas con figuras heráldicas de una extraña arquitectura barroca.
Sanders se detuvo a pocos metros de las escaleras y miró la puerta cerrada. Se volvió y contempló el ancho canal del río. La superficie enjoyada resplandecía a la luz del sol, veteada como la costra rosácea de un lago salado. A doscientos metros de distancia, el yate de crucero de Thorensen seguía posado en un charco de agua transparente, en la confluencia de las corrientes subterráneas.
Mientras miraba, aparecieron dos hombres en la cubierta de proa. Los ocultaba en parte el cañón que había delante del mástil, pero Sanders reconoció a uno de ellos —el que llevaba el cuerpo desnudo dividido en blanco y negro por unas vendas— como Kagwa, el ayudante de Thorensen.
Sanders caminó unos pasos hacia el yate, sin decidirse a llegar a la orilla de la superficie petrificada y atravesar a nado el charco. Aunque se le empezasen a disolver los cristales en el agua, temía que el peso del brazo lo hundiese hasta el fondo.
De la boca del cañón brotó un fogonazo. Un momento más tarde, mientras el suelo se movía levemente, Sanders alcanzó a vislumbrar una bala de casi diez centímetros de diámetro que atravesaba el aire hacia él. Con un silbido agudo, la bala pasó por encima de su cabeza y se estrelló contra los árboles petrificados a veinte metros de la casa. En seguida, desde el crucero llegó el potente estampido de la explosión. Reflejados por la dura superficie del río, los ecos retumbaron en las murallas del bosque, tamborileando en la cabeza de Sanders.
Sin saber bien adonde ir, corrió hacia unas matas junto a las escaleras de la casa de verano. Arrodillándose trató de ocultar el brazo entre las frondas cristalinas. Los dos nativos a bordo del crucero estaban cargando de nuevo el arma; con una rodilla apoyada en el suelo, el enorme mulato metía y sacaba la baqueta en el ánima del cañón.
—¡Sanders…! —La voz débil, poco más que un áspero susurro, salió de algún sitio unos pocos metros a la izquierda de Sanders, que miró hacia la puerta cerrada. Luego, detrás de la escalera, asomó una mano y lo llamó por señas.
—¡Aquí! ¡Debajo de la casa!
Sanders corrió hasta la escalera. Ventress estaba acurrucado en el hueco estrecho debajo de la plataforma de la casa, detrás de uno de los pilotes, la escopeta en la mano.
—¡Al suelo! ¡Antes que le disparen otra vez!
Mientras Sanders se deslizaba hacia atrás metiéndose en el pequeño espacio, Ventress lo agarró de un zapato y tiró torciéndole el pie con un irritado floreo.
—¡Al suelo! ¡Dios, Sanders, qué manera de arriesgarse!
La cara moteada se acercó a Sanders, apoyado ahora contra la pared del hueco. Luego Ventress miró hacia el río y el yate distante. Apuntaba con el arma, y el cañón ornamentado seguía todos los movimientos mientras las figuras de la luz cambiaban fuera.
Sanders miró alrededor, preguntándose si Thorensen se habría llevado a Serena abandonando la casa de verano y con la esperanza de atrapar allí a Ventress, o si este habría llegado antes al pabellón, luego del ataque de esa mañana en las calles de Mont Royal.
Los tablones que tenían sobre la cabeza se habían vitrificado en una masa rocosa, pero en el centro se veían aún los contornos de una puerta trampa. Debajo, en el suelo, había una bayoneta de acero entre unas cuantas astillas trabajosamente recortadas de los bordes de la puerta.
Ventress señaló la puerta con un breve ademán.
—En un momento podrá irse. Cuesta mucho trabajo.
Sanders se inclinó hacia delante. Levantó el brazo y se volvió para ver el río.
—Serena, su mujer, ¿todavía está aquí?
Ventress miró los maderos que tenían encima.
—Pronto me reuniré con ella. Ha sido una búsqueda larga. —Se contuvo, y antes de hablar estudió, sobre la mira de la escopeta, las hierbas congeladas a orillas del río—. ¿Así que usted la vio, Sanders?
—Sólo durante un minuto. Le dije a Thorensen que la sacase de aquí.
Ventress dejó el arma y gateó hacia Sanders. Arrodillado en el hueco como un topo luminoso, lo miró a la cara.
—Cuénteme, Sanders… ¡yo aún no la he visto! ¡Dios mío!— Tamborileó sobre los talones y una vibración apagada recorrió la plataforma.
—Ella está… bien —dijo Sanders—. Duerme casi todo el tiempo. ¿Cómo llegó usted hasta aquí?
Ventress lo miró distraídamente. Luego volvió arrastrándose junto a la escopeta. Le hizo señas a Sanders para que se adelantase. Con la mano señaló la orilla, a veinte metros de distancia. Tendido boca arriba, entre la hierba, estaba uno de los hombres de Thorensen; las agujas de escarcha que le brotaban del cuerpo cristalizado lo fundían con la maleza.
—Pobre Thorensen —murmuró Ventress—. Todos lo abandonan. Pronto se quedará solo.
Del cañón del yate brotó otro fogonazo. La embarcación retrocedió sobre el agua, y la bola de acero describió un arco y chocó contra los árboles a cien metros de la casa de verano. Mientras el estruendo de la explosión reverberaba en el río, haciendo temblar las barandas del balcón, Sanders notó que la luz salía del brazo en breves latidos. La superficie del río se agitó y se reacomodó, arrojando al aire unas hojas de luz carmesí.
Kagwa y el mulato volvieron a arrodillarse al lado del cañón y empezaron a cargarlo.
—Mal disparo— dijo Sanders. —Pero si Serena está aquí, ¿por qué intentan disparar contra la casa?
—No lo intentan, mi amigo. —Ventress observaba la maleza de las orillas, no parecía dispuesto a correr el riesgo de que Thorensen se escurriese hasta la casa durante alguna distracción causada por el fuego de artillería. Luego de un instante, aparentemente satisfecho, se relajó—. Thorensen tiene otros planes para el uso del cañón. Su intención es aflojar el río con el estruendo, para llegar luego con el yate hasta cerca de la casa y echarme a tiros.
En efecto, durante la hora siguiente una serie de explosiones sordas alteraron el aire inmóvil. Los dos negros trabajaban cargando el cañón, y a intervalos de unos cinco minutos estallaba un breve fogonazo y una bola de acero atravesaba el río. Al rebotar en la orilla y en los árboles, los ecos de los disparos abrían unas sendas de color en la superficie petrificada.
Y en cada disparo, el brazo enjoyado de Sanders y el traje de Ventress arrojaban alrededor arcos iris de luz.
—¿Qué hace aquí, Sanders? —preguntó Ventress durante uno de los intervalos. No había señales de Thorensen, y Kagwa y el mulato trabajaban sin que nadie los vigilase. Ventress había vuelto a arrastrarse hasta la puerta trampa, y picaba los bordes con la bayoneta, deteniéndose de vez en cuando para apoyar la cabeza en la plataforma y escuchar posibles ruidos del lado de arriba—. Pensé que se había ido.
—La mujer de un colega de Fort Isabelle, Suzanne Clair, se metió en el bosque anoche. En cierto modo tuve yo la culpa.
Sanders se miró la funda de cristal del brazo. Al no tener que arrastrar ese peso enorme, descubrió que la aparente monstruosidad ya no lo asustaba tanto. Aunque los tejidos cristalinos estaban tan fríos como el hielo, y no podía mover los dedos ni la mano, parecía que los nervios y los tendones tenían una nueva vida y resplandecían con una intensa luz compacta. Sólo en el antebrazo, donde se había arrancado la faja de cristales, tenía alguna sensación; sin embargo se parecía menos al dolor que a una especie de calor mientras encima se le endurecían los cristales.
Retumbó otra explosión sobre el río. Ventress tiró la bayoneta y se escabulló volviendo a su sitio cerca de las escaleras.
Sanders miró el yate. Todavía seguía anclado en la boca del arroyo, pero Kagwa y el mulato habían dejado el cañón y se habían metido dentro. Era evidente que acababan de hacer la última descarga. Ventress señaló con un dedo huesudo el pequeño rastro de humo que salía de popa. El yate comenzó a girar. Al moverse, y cambiar el ángulo de las ventanas, vieron a un hombre alto y rubio al timón.
—¡Thorensen! —Ventress se arrastró hacia delante, y acurrucó el cuerpo pequeño apretando las rodillas contra el pecho.
Sanders recogió la bayoneta con la mano izquierda. El yate se movía hacia atrás, y el humo del escape flotaba contra el casco. La embarcación se detuvo.
De pronto arrancó a toda máquina, alzando la proa sobre las aguas tranquilas. Un trecho de cincuenta metros la separaba del borde más cercano de costa petrificada. Al cambiar de dirección, escogiendo una de las fallas abiertas por el bombardeo, Sanders recordó a Thorensen cuando probaba los canales en la superficie quebrada después de que Ventress escapara del mulato.
Avanzando a veinte nudos, el yate apuntó al borde del charco y atravesó los delgados cristales como un rompehielos, esparciendo a los lados el hielo de la superficie. A los treinta metros aminoró la velocidad. Unos trozos de hielo se habían apilado entre la proa y el yate giró de lado y se detuvo. Hubo una ráfaga de actividad en el puente mientras los hombres de dentro luchaban con los mandos, y Ventress alzó la escopeta hacia las ventanas de la cabina. A cien metros de distancia, el yate estaba fuera de alcance. Alrededor, en la superficie del río, habían aparecido unas fallas inmensas, de las que brotaba una vivida luz carmesí que se derramaba sobre el hielo. Los árboles de la orilla seguían temblando a causa del impacto, despidiendo por las ramas una luz que parecía una florescencia líquida.
Tras una pausa, el yate retrocedió unos pocos metros, y se alejó de vuelta por el canal. Cincuenta metros más atrás, en la entrada del charco, se detuvo y apuntó otra vez la proa hacia la orilla.
Mientras la embarcación embestía de nuevo, elevándose sobre el agua descubierta, Ventress se metió la mano en la chaqueta y sacó la pistola automática que Sanders había pasado por la aduana.
—¡Tómela! —Ventress apuntó con la escopeta al yate cada vez más próximo, y le gritó a Sanders por encima de la culata—. ¡Vigile esa orilla! ¡Yo me ocuparé de Thorensen!
Esta vez el sereno avance del yate fue frenado abruptamente; golpeó los trozos de hielo más pesados y esparció sobre la superficie media docena de gigantescos bloque de cristal; luego se detuvo con una escora de quince grados, el motor a toda marcha. Los dos hombres fueron arrojados al suelo de la cabina, y el yate tardó varios minutos en enderezarse antes de regresar despacio por el canal.
Poco después volvió a acercarse más lentamente, aflojando primero la superficie con la proa, y luego apartando los bloques de cristal.
Sanders se agazapó detrás de uno de los pilotes, esperando a que el mulato abriese fuego con el cañón antes de que Ventress tuviese el yate a su alcance. La embarcación estaba ahora a sólo sesenta y cinco metros de la casa, y el puente se erguía en el aire sobre ellos. Sin embargo, Ventress parecía tranquilo, y vigilaba las orillas atento a cualquier posible ataque por sorpresa.
El yate volvió a embestir el hielo flotante, y el suelo debajo de la casa se estremeció. El humo de los motores ensuciaba el aire brillante. La embarcación se acercaba cada vez unos metros más, y la proa se adelantaba entre astillas luminosas. Entraba envuelta ya en una capa de escarcha y el mulato rompió con la culata de un rifle las ventanas de la cabina que se estaban cristalizando. De las barandillas de cubierta colgaban unas espuelas delicadas. Ventress maniobró tratando de disparar a los hombres de la cabina, pero ocultaban la cabeza detrás de las ventanas rotas. El yate desparramaba los bloques de cristales húmedos que arrancaba y volcaba sobre la superficie, y los primeros pedazos se deslizaron hasta el pie de las escaleras de la casa.
—¡Sanders! —Ventress se incorporó a medias, mostrando la cara y el pecho—. ¡Se han atascado!
A treinta metros de distancia se bamboleaba el yate. Había metido la proa en una falla entre dos bloques de hielo. El motor rugía y se calmaba; finalmente soltó un quejido y enmudeció. El yate inmóvil delante de ellos ya estaba transformándose en una extravagante tarta de bodas. En una o dos ocasiones se balanceó apenas, como si estuviesen trabajando con un remo o un arpeo a través de una compuerta de estribor.
Ventress siguió apuntando a la cabina. Tres metros a su derecha, Sanders sostenía la pistola automática con una mano, y el otro brazo, apoyado en el suelo, brillaba con cristalina vida propia. Esperaron juntos a que Thorensen diera el primer paso. Durante media hora el yate estuvo en silencio, mientras la escarcha crecía en la cubierta. Unas crestas en espiral envolvieron las ventanas de la cabina y adornaron las barandas de cubierta y los ojos de buey. La proa se erizó como las barbas de una ballena congelada. Debajo del puente, el cañón se transformó en un arma de fuego medieval, con la recámara embellecida por exquisitos cuernos y crestas.
La luz de la tarde estaba apagándose. Sanders miró la orilla que tenía a la derecha. El sol se hundía en occidente, detrás de los árboles, y los vividos colores se habían vuelto más sombríos.
Entonces, entre la hierba blanca, vio una criatura de cuerpo largo y plateado que se arrastraba por la orilla. Ventress se acurrucó y miró también en la penumbra. Juntos observaron el hocico enjoyado y las ganchudas patas delanteras metidas en una armadura de cristal.
El cocodrilo se deslizaba lentamente sobre el estómago, con el antiguo movimiento de los reptiles. Medía casi cinco metros de largo y parecía que se impulsaba más con la cola que con las patas. La pata delantera izquierda le colgaba en el aire, congelada dentro de la armadura de cristal. Mientras avanzaba derramaba luz por los ojos vítreos y por la boca entreabierta colmada de gemas.
Se detuvo, como sintiendo la presencia de los dos hombres debajo de la casa de verano, y luego volvió a reptar. A dos metros de distancia se detuvo por segunda vez, moviendo débilmente las fauces, aplastando la hierba con el cuerpo. Sanders miró los ojos inexpresivos encima de la boca abierta, sintiendo una remota simpatía por ese monstruo metido en una armadura de luz y que no podía entender su propia transfiguración.
Entonces, mientras observaba los dientes engalanados que resplandecían allí delante, Sanders se dio cuenta de que estaba mirando el cañón de un arma de fuego.
Ahogando un giro involuntario, Sanders agachó la cabeza y se apartó unos pasos del pilote. Al levantar de nuevo la cabeza vio que la boca del cocodrilo estaba abriéndose. El cañón del arma asomó por debajo de la hilera superior de dientes y disparó contra la sombra del pilote de madera.
Aún se oía el estruendo de la escopeta cuando Sanders apoyó la pistola automática en la superficie mellada de su brazo de cristal y disparó a la cabeza del cocodrilo. El animal se retorció volcándose de lado, mientras el cañón del arma lo buscaba. Dentro de la piel enjoyada, Sanders vio los codos y las rodillas de un hombre apoyado en el suelo. Volvió a disparar al tórax y al abdomen de la coraza. Con un movimiento galvánico, el enorme animal se irguió sobre las patas traseras y se quedó allí tambaleándose como un saurio recubierto de joyas. Luego cayó otra vez de lado, mostrando la hendidura abierta que lo recorría desde la quijada hasta el abdomen. Sujeto dentro, boca arriba en la penumbra, estaba el cuerpo del mulato, la piel negra iluminada por el barco de cristal anclado detrás de él como un fantasma.
Se oyeron unos pasos que corrían por la orilla de enfrente. Arrodillado, Ventress soltó un grito y disparó la escopeta. Hubo un chillido, y la figura semivendada de Kagwa cayó en la hierba a diez metros de la casa de verano. Se levantó y pasó tambaleándose por delante de la casa, ya sin saber lo que hacía. Por un momento, la última luz del día le encendió su piel negra haciéndolo parecer casi tan blanco como la pequeña figura de Ventress. El segundo disparo le dio en el pecho y lo derribó sobre la orilla. Quedó tendido boca arriba en el borde de las sombras.
Sanders esperó en el hueco mientras Ventress cargaba de nuevo la escopeta. Luego Ventress corrió a mirar los dos cuerpos. Al cabo de unos minutos de silencio le tocó el hombro a Sanders con la escopeta.
—Bien, doctor.
Sanders miró el rostro inexpresivo.
—¿Qué quiere usted decir…?
—Es hora de que se vaya, doctor. Ahora Thorensen y yo estamos solos.
Mientras Sanders se levantaba, preguntándose si podría exponerse a salir, Ventress dijo:
—Thorensen entenderá. Abandone el bosque, Sanders; aún no está preparado para venir aquí—. Mientras hablaba, a Ventress se le cubrió el traje con las escamas enjoyadas de los cristales que se le habían formado en la tela.
Sanders se apartó de Ventress. Fuera, el yate blanco había empezado a fundirse con la superficie fracturada del río. Mientras se alejaba de la casa de verano caminando por la orilla, dejando atrás los tres muertos, uno todavía dentro de la piel de cocodrilo, Sanders no vio ninguna señal de Thorensen. A cien metros de la casa, en la curva del río, se volvió para mirar, pero Ventress estaba oculto debajo de la plataforma. Por encima de él, en las ventanas vidriadas, se veía la débil luz de un farol.
Por fin, en las últimas horas de la tarde, cuando la creciente luz rubí del crepúsculo invadió la floresta, Sanders entró en un pequeño claro donde las notas graves de un órgano reverberaban entre los árboles. En el centro había una pequeña iglesia; la que la tracería de cristal le había fundido el delgado capitel con las ramas de los árboles de alrededor.
Sanders levantó el brazo enjoyado para alumbrar las puertas de roble, las empujó y entró en la nave. Sobre él, refractado por las ventanas de vidrios de colores, un brillante resplandor se derramaba sobre el altar. Escuchando el órgano, Sanders se apoyó en la baranda del altar y extendió el brazo hacia la cruz de oro incrustada con rubíes y esmeraldas. En seguida se le despegó la funda vítrea, que comenzó a disolverse como si fuese un guante de hielo. Mientras se le licuaban los cristales, la luz del brazo se derramó como el agua de una fuente rebosante.
El padre Balthus se volvió para mirar a Sanders: sentado al órgano, con dedos flacos, arrancaba de los tubos la música continua que atravesando los vidrios coloreados subía hacia el distante y desmembrado sol.