EL HOTEL BLANCO
A LA MAÑANA SIGUIENTE, vestido con las ropas del muerto, Sanders se encontró con Louise Peret. Había pasado la noche en uno de los cuatro chalets vacíos que limitaban un pequeño patio detrás del bungalow de los Clair. El resto del cuerpo médico europeo había salido del hospital, y antes del desayuno Sanders anduvo paseando por los chalets desiertos, tratando de prepararse para el siguiente encuentro con Suzanne. Los pocos libros y revistas que quedaban en los estantes y las latas sin usar que había en la cocina parecían residuos de un mundo distante.
El nuevo traje de Sanders había sido propiedad de un ingeniero belga de una de las minas. El hombre, de aproximadamente su edad a juzgar por el corte de los pantalones y la chaqueta, había muerto de neumonía hacía algunas semanas. En los bolsillos de la chaqueta Sanders encontró pequeños trozos de corteza de árbol y unas pocas hojas resquebrajadas. Se preguntó si el hombre no habría tenido su último escalofrío mientras recogía en el bosque esos objetos cristalizados.
Suzanne Clair no apareció a la hora del desayuno. Cuando Sanders llegó al bungalow de los Clair y el joven criado lo hizo pasar al comedor, Max lo saludó levantando el dedo índice.
—Suzanne está durmiendo —dijo—. La pobre pasó una noche tremenda. Montones de nativos andan ahí entre la maleza, supongo que intentando recolectar diamantes. Han traído a sus enfermos, incurables la mayoría. ¿Y tú cómo estás, Edward? ¿Cómo te sientes esta mañana?
—Muy bien —dijo Sanders—. Por cierto, gracias por el traje.
—El tuyo ya se secó —dijo Max—. Te lo planchó uno de los muchachos esta mañana. Si quieres cambiarte…
—Está bien. Este abriga más. —Sanders palpó el paño de sarga azul. De algún modo la tela oscura parecía más apropiada para este encuentro con Suzanne que el traje tropical de algodón, un disfraz justo para ese mundo abismal en el que ella dormía de día y aparecía sólo de noche.
Max desayunó con fruición, utilizando las dos manos para comer el pomelo. Desde el encuentro de la noche anterior se había distendido del todo, casi como si la ausencia de Suzanne le diese por primera vez la oportunidad de bajar la guardia con Sanders. Al mismo tiempo, Sanders suponía que lo había dejado deliberadamente sólo unos minutos con Suzanne para que hiciese su propio juicio sobre por qué ella y Max habían ido a vivir a Mont Royal.
—Edward, todavía no me has contado de tu visita de ayer a la zona de inspección. ¿Qué es exactamente lo que ha pasado?
Sanders miró por encima de la mesa, perplejo por el aire de indiferencia de Max.
—Quizás hayas visto tanto como yo. Todo el bosque se está vitrificando. A propósito, ¿conoces a Thorensen?
—Nuestra línea telefónica pasa por las oficinas de su mina. He estado con él unas pocas veces… Ese traje perteneció a uno de sus ingenieros. Siempre anda metido en algo.
—¿Qué sabes de esa mujer que vive con él, Serena Ventress? Tengo entendido que su relación es tema de chismorreo por estos lugares.
—No, de ninguna manera. ¿Ventress, dices que se llama? Quizá sea una ramera elegante de algún salón de baile de Libreville.
—No exactamente. —Sanders decidió no contar más. Mientras terminaban el desayuno describió su llegada a Port Matarre y el viaje a Mont Royal, y concluyó con el relato de su visita a la zona de inspección. Al final, mientras iban por el patio, entre las salas vacías, mencionó la explicación que el profesor Tatlin daba del Efecto Hubble, y la explicación que él mismo, Sanders, había encontrado.
Max, no obstante, no parecía muy interesado en todo eso. Era evidente que veía al bosque cristalizado como una anormalidad de la naturaleza que pronto se agotaría y le dejaría seguir cuidando a Suzanne. Eludía con destreza hablar de ella cada vez que Sanders la mencionaba. Lo llevó a recorrer el hospital y le mostró con cierto orgullo los nuevos pabellones y las salas de rayos X que él y Suzanne habían instalado.
—Créeme, Edward, nos ha costado mucho trabajo, aunque no diría que todo el mérito fue nuestro. Las compañías mineras proporcionan la mayoría de los pacientes y por lo tanto la mayor parte del dinero.
Caminaban junto a la cerca del lado este del hospital. A lo lejos, detrás de los edificios de una planta, se veía la totalidad del bosque: a la luz del sol matutino emitía un resplandor suave, como una cúpula de vidrios coloreados. Aunque contenida todavía por la carretera perimetral cerca del hotel Bourbon, la zona afectada parecía haberse extendido varios kilómetros río abajo, llegando a los terrenos arbolados de las orillas. Cerca de cien metros por encima de la selva parecía que el aire centelleaba sin cesar, como si los átomos que se cristalizaban se estuviesen licuando en el viento, y ocupasen su lugar los que subían del bosque.
Unos gritos y unos golpes con varas de bambú distrajeron a Sanders. A cincuenta metros de distancia, al otro lado de la cerca, un grupo de guardias del hospital avanzaba entre los árboles. Hacían retroceder a una multitud de sombras, bajo las ramas. En lo que parecía ser una muestra de fuerza, los guardias hacían sonar los silbatos y golpeaban el suelo delante de los pies de los nativos.
Sanders miró debajo de los árboles y notó que había por lo menos doscientos nativos, acurrucados en pequeños grupos alrededor de sus bultos y bastones y mirando hacia el bosque distante con ojos inexpresivos. Todos parecía inválidos o enfermos, con caras deformes y hombros y brazos cadavéricos. Los más próximos retrocedían unos pocos metros entre los árboles, arrastrando a sus enfermos, pero los demás no se movían, como si no sintieran el golpe de las varas ni oyeran los silbatos. Sanders supuso que no iban al hospital en busca de ayuda y atención, sino que lo veían como un escudo provisional entre el bosque y ellos.
—Max, ¿quién demonios…? —Sanders saltó por encima de la cerca de alambre. El grupo más cercano estaba a veinte metros; era casi imposible ver los cuerpos oscuros entre los desperdicios y la maleza debajo de los árboles.
—Es una tribu mendicante —explicó Max, saltando la cerca detrás de Sanders. Devolvió el saludo de uno de los guardias—. No te preocupes; están siempre rondando. Te puedo asegurar que no buscan ayuda.
—Pero Max… —Sanders avanzó unos pasos por el claro. Los nativos lo habían mirado sin ningún tipo de expresión, pero ahora, al acercarse a ellos, pareció que reaccionaban. Un viejo de cabeza abultada se agachó como si quisiera huir de la mirada de Sanders. Otro con manos mutiladas las escondió entre las rodillas. Parecía que no había niños, pero de vez en cuando Sanders veía un pequeño bulto sujeto a la espalda de una inválida. En todas partes la misma conmoción, apenas un movimiento de hombros, como si supieran que no había posibilidad de ocultarse.
—Max, son…
Clair lo tomó del brazo. Empezó a empujar a Sanders hacia la cerca.
—Sí, Edward, lo son. Son leprosos. Te siguen alrededor del mundo, ¿verdad? Lamento que no podamos hacer nada por ellos.
—¡Pero Max…! —Sanders se volvió. Señaló las salas desiertas—. ¡El hospital está vacío! ¿Por qué los han echado?
—No los hemos echado. —Clair dejó de mirar hacia los árboles—. Vienen de un pequeño campamento que no es exactamente una leprosería y que atendía uno de los curas católicos. Cuando él se fue dejaron el campamento y fueron de un lado a otro por la maleza. En verdad no estaban muy bien atendidos: todo lo que hacía ese hombre era rezar algunas oraciones, y no demasiadas si es cierto lo que me han contado. Ahora han vuelto… supongo que atraídos por la luz del bosque.
—Pero ¿por qué no internas algunos? Tienes espacio suficiente para docenas.
—Edward, no tenemos equipo para tratarlos. Aunque quisiéramos, de nada serviría. Tengo que pensar en Suzanne. Como sabes, todos tenemos nuestras dificultades.
—Desde luego. —Sanders trató de calmarse—. Entiendo, Max. Habéis trabajado demasiado, los dos.
Max saltó por encima de la cerca. Los guardias alejaban a los últimos leprosos, golpeando en las piernas a los más viejos y a los inválidos que se movían con lentitud.
—Iré al quirófano, Edward. Quizá podamos tomar un trago a las once. Si sales, avisa a uno de los guardias.
Sanders lo saludó con la mano y luego caminó por el claro. Los guardias habían terminado su tarea y volvían a la caseta con las varas sobre los hombros. Los leprosos se habían retirado a la profundidad de las sombras y casi no se los veía, pero Sanders sentía que esos ojos miraban a través de él hacia el bosque, al otro lado: él era ahora el único punto de contacto entre ese casi irreconocible residuo de humanidad y el mundo que lo rodeaba.
—¡Doctor! ¡Doctor Sanders!
Sanders se volvió y vio a Louise Peret que bajaba de un coche del ejército detenido junto a la entrada. Louise saludó con la mano al teniente francés que miraba desde la ventanilla del conductor. El teniente devolvió el saludo con un gesto ceremonioso y arrancó
—Louise… Aragón dijo que vendrías esta mañana.
Louise llegó junto a él. Con una ancha sonrisa lo tomó del brazo.
—Edward, casi no te reconocí. Ese traje parece un disfraz.
—Siento que ahora lo necesito. —Casi riendo, Sanders señaló los árboles que estaban a veinte metros de distancia, pero Louise no vio a los leprosos sentados en las sombras.
—Aragón me dijo que te habías quedado atrapado en el bosque. —La muchacha siguió observando a Sanders con una mirada crítica—. Pero parece que todavía estás de una pieza. He hablado con el doctor Tatlin, el físico, y me ha explicado todas sus teorías acerca del bosque. Es muy complicado, y tiene que ver con las estrellas y el tiempo; te sorprenderá cuando te lo cuente.
—Sin duda. —Encantado de escuchar esa alegre cháchara, Sanders la tomó por el brazo y la llevó hacia el grupo de chalets detrás del hospital. Después de los olores antisépticos y la atmósfera de enfermedad y de compromiso con la vida, el paso ágil y el cuerpo fresco de Louise parecían venir de un mundo olvidado. La falda y la blusa blancas brillaban contra el polvo y los árboles sombríos con una audiencia oculta. Sintiendo el roce de la cadera de ella, Sanders casi pensó por un momento que estaban yéndose juntos, de Mont Royal, del hospital y del bosque.
—¡Louise! —Riendo le interrumpió el rápido resumen de la noche que había pasado en la base del ejército—. Calla, por Dios. ¡No te das cuenta, pero me estás dando un catálogo completo de todos los oficiales!
—¡No! ¿Qué quieres decir? Eh, ¿adónde me llevas?
—Café para ti. Y un trago para mí. Iremos al chalet donde pasé la noche, y el criado de Max nos atenderá.
Louise vaciló.
—Bueno pero…
—¿Suzanne? —Sanders se encogió de hombros—. Está durmiendo.
—¿Qué? ¿Ahora?
—Siempre duerme de día…, de noche tiene que ocuparse del dispensario. La verdad es que apenas la he visto. —Aunque no era tal vez la respuesta que Louise quería oír, se apresuró a agregar—: Fue inútil venir aquí; me he llevado un gran desengaño.
Louise asintió.
—Muy bien— dijo, como si sólo estuviese a medias convencida. —Quizá sea lo mejor. ¿Y tu amigo, el marido?
Sanders iba a hablar, pero Louise se detuvo y le aferró el brazo. Asustada, señaló hacia debajo de los árboles. Allí, lejos de la carretera y de la caseta de los guardianes, sólo habían hecho retroceder unos pocos metros a los leprosos, cuyos rostros vigilantes se veían con claridad.
—¡Edward! ¡Allá, esa gente! ¿Qué es?
—Son humanos —le dijo Sanders con voz tranquila. Algo sarcástico, agregó—: No te asustes.
—No estoy asustada. ¿Qué hacen? ¡Dios mío, hay cientos! Estuvieron ahí todo el tiempo mientras conversábamos.
—No me parece que se hayan molestado en escuchar. —Sanders llevó a Louise por una abertura en la cerca—. Pobres diablos, ahí están, hechizados.
—¿Qué quieres decir? ¿Hechizados por mí?
Sanders soltó una carcajada. Volvió a tomar a Louise del brazo y se lo apretó con fuerza.
—Querida, ¿qué te han hecho esos franceses? Yo estoy hechizado por ti, pero me temo que a esa gente sólo le interesa el bosque.
Atravesaron un patio pequeño y entraron en el chalet. Sanders llamó con la campanilla al criado de los Clair y pidió café para Louise y whisky con soda para él. Cuando se los trajeron, se instalaron en la sala. Sanders puso en marcha el ventilador de techo y se quitó la chaqueta.
—¿Ahora te sacas el disfraz? —preguntó Louise.
—Tienes razón. —Sanders arrastró el taburete y se sentó delante del sofá—. Me alegro de que estés aquí, Louise. Contigo este sitio se parece menos a una tumba desordenada.
Estiró el brazo y quitó de las manos de la muchacha la taza y el platito. Se levantó para sentarse al lado de ella y luego fue hasta la ventana que daba sobre el bungalow de los Clair. Bajó la persiana de plástico.
—Edward, para un hombre que tiene tantas dudas sobre su verdadera naturaleza, puedes ser muy calculador. —Sanders se sentó al lado de ella, en el sofá, y Louise lo miró divertida. Hizo como que no quería que la tocase y preguntó—: ¿Todavía te estás probando, querido? A una mujer siempre le gusta saber qué papel le ha tocado sobre todo en momentos como este. —Sanders no replicó y Louise señaló la persiana—. Creí que habías dicho que estaba durmiendo. ¿O aquí los vampiros vuelan de día?
Mientras ella reía, Sanders le tomó la barbilla con firmeza.
—El día y la noche…, ¿siguen significando algo?
Desayunaron juntos en el chalet. Luego Sanders le contó sus experiencias en el bosque.
—Recuerdo, Louise, que cuando llegué a Port Matarre me dijiste que era el día del equinoccio de primavera. Antes no se me había ocurrido, desde luego, pero ahora me doy cuenta de que en el mundo fuera del bosque todo se estaba dividiendo en claro y oscuro: eso se veía perfectamente en Port Matarre, la luz extraña en las galerías y en la vegetación que rodeaba al pueblo, y hasta en la gente que vive allí, donde cada uno tiene un gemelo claro u oscuro. Pensándolo bien, parece que todos funcionan en parejas: Ventress con su traje blanco y el minero Thorensen con su pandilla de negros. Ahora andan disputándose esa mujer que agoniza en algún sitio del bosque. Luego estáis tú y Suzanne: todavía no la conoces, pero ella es tu opuesto exacto, escurridiza y sombría. Cuando llegaste esta mañana, Louise, fue como si hubieras bajado del sol. Está también Balthus, ese sacerdote de rostro de mascarilla, aunque sólo Dios sabe quién será su gemelo.
—Tal vez tú mismo, Edward.
—Quizá tengas razón. Supongo que está tratando de librarse de la poca fe que le queda, así como yo trato de escaparme de Fort Isabelle y de la leprosería. Eso me lo señaló Radek, pobre hombre.
—Pero esa división en blanco y negro, Edward…, ¿por qué? Blanco y negro son lo que tú decides que sean.
—¿Estás segura? Sospecho que se trata de algo más profundo. Entre luz y oscuridad quizás exista una distinción fundamental que heredamos de las primeras criaturas vivientes. Después de todo, la reacción ante la luz es la reacción ante todas las posibilidades de la vida. Por lo que sabemos, esa división es la más poderosa, tal vez la única, y cientos de millones de años la fortalecen diariamente. Lo que hace funcionar todo eso, en el sentido más simple, es el tiempo, y ahora que el tiempo se nos va empezamos a ver los contrastes de todo con más nitidez. No es cuestión de identificar conceptos morales con luz y oscuridad: no me pongo de parte de Ventress ni de Thorensen. Ahora, aislados, ambos son grotescos, pero quizás el bosque los una. Allá, en ese sitio de arcos iris, nada se diferencia de nada.
—Y Suzanne, tu oscura dama, ¿qué significa para ti, Edward?
—No lo sé muy bien… es evidente que de algún modo representa a la leprosería y todo lo que eso significa: el lado oscuro del equinoccio. Reconozco que mis motivos para trabajar en la leprosería no eran del todo humanitarios, pero el mero hecho de aceptarlo de nada sirve. La psique tiene un lado oscuro, desde luego, y supongo que todo lo que uno puede hacer es buscar el otro lado y reconciliarlos; es lo que ocurre ahí en el bosque.
—¿Hasta cuándo te quedas? —preguntó Louise—. En Mont Royal.
—Algunos días más. No puedo irme ahora mismo. Desde mi propio punto de vista, venir aquí ha sido un fracaso total, pero apenas los he visto y quizá necesiten mi ayuda.
—Edward… —Louise fue hasta la ventana. Tiró de la cuerda y alzó las hojas de la persiana para que entrase la luz de la tarde. Recostadas contra el sol, las ropas blancas y la piel pálida se le volvieron repentinamente oscuras. Mientras jugaba con la cuerda, abriendo y cerrando la persiana, su figura delgada se iluminaba y se eclipsaba como una imagen en un obturador solar—. Edward, mañana regresa una lancha del ejército a Port Matarre. Por la tarde. Yo he decidido ir.
—Pero, Louise…
—Tengo que ir. —Se volvió hacia él alzando el mentón—. No quedan esperanzas de encontrar a Anderson, ya tiene que estar muerto, y le debo un artículo para la agencia de noticias.
—¿Artículo? Querida, piensas en trivialidades. —Sanders buscó el botellón de whisky en el aparador vacío—. Louise, tenía la esperanza de que te quedases… —Se interrumpió; sabía que Louise lo estaba poniendo a prueba y no quería enfadarla. A pesar de lo que había dicho de Suzanne, tendría que quedarse con ella y Max por el momento. En todo caso, la lepra de Suzanne había aumentado su necesidad de acompañarla. A pesar de la indiferencia que había mostrado la noche anterior, Sanders sabía que él era la única persona que entendía la verdadera naturaleza del mal de Suzanne, y el significado que tenía para ambos.
Le dijo a Louise, mientras recogía la cartera:
—Le pediré a Max que llame a la base y manden un coche a recogerte.
Sanders se quedó el resto de la tarde en el chalet, mirando la corona de luz que flotaba sobre la floresta lejana. A sus espaldas, al otro lado de la cerca, los leprosos habían vuelto a adelantarse entre los árboles. Cuando se apagó la luz, el bosque de cristal retuvo el brillo del sol, y los viejos y las viejas caminaron hasta donde terminaban los árboles y se quedaron allí esperando como fantasmas nerviosos.
Después del anochecer, reapareció Suzanne. Sanders no tenía manera de saber si de verdad había estado durmiendo o, al igual que él, había pasado el día sentada en su cuarto con las persianas bajas, pero a la hora de la cena la notó aún más introvertida que durante el encuentro anterior. Comía con una especie de nerviosismo compulsivo, como si se obligase a ingerir alimentos insípidos. Terminó los dos platos mientras Sanders y Max seguían todavía bebiendo vino y conversando. La cortina de terciopelo negro que tenía detrás —sin duda colocada contra esa sola ventana para beneficio de Sanders— hacía que su vestido oscuro fuese casi invisible en la penumbra, y desde el otro extremo de la mesa, donde había hecho sentar a Sanders, hasta la blanca y empolvada máscara de su rostro parecía una mancha velada.
—¿Te llevó Max a recorrer el hospital? —preguntó—. Espero que te haya impresionado.
—Mucho —dijo Sanders—. No tiene ningún paciente. —Agregó—: Me sorprende que tengas que pasar un tiempo en el dispensario.
—Durante la noche viene una cantidad considerable de nativos —explicó Max—. De día deambulan cerca del bosque. Uno de los conductores me dijo que están comenzando a llevar a los enfermos y moribundos a la zona afectada. Supongo que buscando una especie de momificación instantánea.
—Algo muchísimo más espléndido —dijo Suzanne—. Como una mosca en el ámbar de sus propias lágrimas, o un fósil de millones de años que se transforma para nosotros en un diamante. Espero que el ejército los deje entrar.
—No pueden detenerlos —replicó Max—. Si esa gente quiere suicidarse, el asunto no nos concierne. De todos modos el ejército está demasiado ocupado evacuándose a sí mismo. —Se volvió hacia Sanders—. Resulta casi cómico, Edward. En cuanto establecen el campamento en algún sitio, tienen que levantar todo de nuevo y retroceder otro medio kilómetro.
—¿Con qué rapidez se extiende la zona?
—Treinta metros por día o más. Según la radio del ejército, en la zona focal de Florida están al borde del pánico. Han evacuado la mitad del estado, y la zona se extiende ya desde los pantanos de los Everglades hasta Miami.
Suzanne alzó la copa.
—¿Te imaginas eso, Edward? ¡Toda una ciudad! Todos esos cientos de hoteles blancos transformados en vidrio coloreado: será como Venecia en tiempos de Tiziano y Veronés, o Roma con docenas de catedrales de San Pedro.
Max rió.
—Suzanne, la haces parecer una nueva Jerusalén. Me temo que, antes de volver la cabeza te verías convertida en un ángel en una ventana rosa.
Después de la cena, Sanders esperó a que Clair saliese y lo dejase un momento a solas con Suzanne, pero Max sacó un tablero de ajedrez del armario y colocó las piezas. Mientras él y Sanders hacían los movimientos de apertura, Suzanne se disculpó y se escabulló.
Sanders la esperó durante una hora. A las diez abandonó la partida y le deseó buenas noches a Max, que se quedó rumiando la posición de las piezas en el tablero.
Como no podía dormirse, Sanders anduvo deambulando por el chalet, bebiéndose el whisky que quedaba en el botellón. En uno de los cuartos vacíos encontró una pila de revistas ilustradas francesas, y las hojeó buscando entre las firmas de los artículos el nombre de Louise.
Siguiendo un impulso, dejó el chalet y salió a la oscuridad. Caminó hacia la cerca. A veinte metros del alambre vio a los leprosos sentados bajo los árboles a la luz de la luna. Habían salido al claro, y se exponían a la luz lunar como bañistas bajo un sol de medianoche. Uno o dos andaban arrastrando los pies entre las hileras de gente adormecida en el suelo o acuclillada sobre los fardos.
Oculto en las sombras detrás del chalet, Sanders volvió la cabeza hacia donde miraban los leprosos. La enorme fuente de luz brotaba del bosque, interrumpida sólo por la borrosa figura blanca del hotel Bourbon.
Sanders regresó hacia los edificios. Atravesó el patio y caminó hasta el lado de la cerca que llevaba al hotel en ruinas, oculto ahora por los árboles. Hacia allí partía un sendero que pasaba por delante de la mina abandonada. Sanders saltó por encima de la cerca y echó a andar entre el aire oscuro hacia el hotel.
Diez minutos más tarde, desde la parte de la ancha escalera que bajaba entre columnas caídas, vio a Suzanne Clair que caminaba allá abajo, a la luz de la luna. En unos pocos sitios la zona afectada había atravesado la carretera, y algunos retazos de los arbustos de los bordes habían empezado a vitrificarse. De las hojas parduscas brotaba una débil luminiscencia. Suzanne caminaba entre ellas barriendo con el ruedo del vestido largo el suelo quebradizo. Sanders vio que los zapatos y la cola del vestido empezaban a cristalizarse; los prismas diminutos centelleaban a la luz de la luna.
Sanders bajó por la escalera, pisando los fragmentos de mármol que había entre las columnas. Suzanne dio media vuelta y lo vio acercarse. Por un momento retrocedió hacia la carretera, pero luego lo reconoció y echó a correr hacia él por la calzada cubierta de malezas.
—¡Edward…!
Temiendo que fuese a tropezar, Sanders intentó tomarla de las manos, pero Suzanne se escabulló y se apretó contra su pecho. Sanders la abrazó, sintiendo el pelo oscuro sobre la mejilla. La cintura y la espalda de Suzanne parecían de hielo, y el vestido de seda le enfriaba las manos.
—Suzanne, pensé que podrías estar aquí. —Intentó apartarla para verle la cara, pero ella seguía aferrada a él con la fuerza de una bailarina que ejecuta con su pareja un paso complicado. Los ojos de la mujer miraban a otra parte; y parecía hablarle desde las ruinas que tenía cerca del hombro izquierdo.
—Edward, vengo aquí todas las noches. —Señaló los pisos superiores del hotel blanco—. ¡Anoche estaba allí, y te vi salir del bosque! ¡Sabes, Edward, tus ropas resplandecían!
Sanders asintió, y la acompañó por la calzada hacia las escaleras. Suzanne se llevó una mano a la frente como si fuese a alisarse el pelo; con la otra aferró la mano con que Sanders le apretaba la cintura fría.
—¿Max sabe que estás aquí? —preguntó Sanders—. Quizá envié a uno de los criados a vigilarte.
—¡Mi querido Edward! —Suzanne rió por primera vez—. Max no tiene idea, está dormido, pobre hombre… comprende que está viviendo al borde de una pesadilla… —Se interrumpió, temiendo que Sanders pudiese pensar que lo mismo le pasaba a ella—. Es el bosque. Max nunca ha entendido lo que significa. Tú sí, Edward; lo noté desde el primer momento.
—Tal vez… —Subieron por las escaleras entre las columnas caídas y entraron en el enorme vestíbulo. Arriba, la cúpula se había desplomado y Sanders vio una constelación de estrellas, pero la luz que venía de la floresta dejaba el vestíbulo casi en sombras. En seguida sintió que Suzanne se aflojaba. Le tomó la mano y lo guió esquivando el candelabro estrellado al pie de la escalera.
Subieron al segundo piso y doblaron por un pasillo a la izquierda. A través de las puertas rotas Sanders vio los armatostes carcomidos de los altos armarios y los caídos pilares de las camas, monumentos abandonados en un mausoleo dedicado al pasado olvidado del hotel.
—Hemos llegado. —Suzanne atravesó una puerta cerrada a la que le faltaban las maderas del medio. Entraron en un cuarto amueblado; en el rincón, junto a la ventana, había un escritorio, y un tocador sin espejo enmarcaba el bosque que se extendía allí abajo. Entre ellos, sobre el polvo y el serrín se veían las marcas de unas pisadas pequeñas.
Suzanne se sentó en el borde de la cama y empezó a desnudarse con los gestos plácidos de una esposa que regresa a casa con su marido.
—¿Qué te parece, Edward, mi pied a terre, aunque quizás esté más cerca de las nubes que otra cosa?
Sanders echó una mirada a la habitación polvorienta, buscando algún rasgo personal de Suzanne. Fuera de las huellas en el suelo, no había nada de ella en aquel sitio; pasaba por las habitaciones vacías del hotel blanco como un fantasma impalpable.
—Me gusta el cuarto —dijo Sanders—. Tiene una magnífica vista del bosque.
—Sólo vengo aquí de noche, entonces el polvo parece luz de luna.
Sanders se sentó en la cama, al lado de ella. Miró el techo casi temiendo que en cualquier momento el hotel se desmoronase y se derrumbase en un foso de polvo devorándolos a él y a Suzanne. Esperó a que hubiese menos oscuridad, consciente del contraste entre Suzanne y esa habitación del hotel abandonado, con sus muebles de estilo imperio alumbrados por la luna, y el chalet funcional pero soleado donde él y Louise habían hecho el amor esa mañana. El cuerpo de Louise, tendida junto a él, había sido como un pedazo de sol, una odalisca dorada encerrada en la tumba con el faraón. Ahora, en cambio, mientras abrazaba el cuerpo frío de Suzanne, evitando tocarle el rostro de luz pálida, como una luna cada vez más próxima, recordó las palabras de Ventress: «Se nos está acabando el tiempo, Sanders…». Al desaparecer el tiempo, su relación con Suzanne, despojada de todo lo que no fuese la imagen de la lepra y lo que eso simbolizaba en su mente, había comenzado a disolverse en el polvo que los rodeaba cada vez que se movían fuera de la floresta.
—Suzanne… —Se incorporó al lado de ella, y se masajeó las manos, tratando de calentarlas. Los pechos de ella habían sido como copas de hielo—. Mañana regreso a Port Matarre. Es hora de que me vaya.
—¿Qué? —Suzanne se cubrió con el vestido, ocultando en la oscuridad el perfil blanco de su cuerpo—. Pero, Edward, yo pensé que…
Sanders le apretó la mano.
—Querida, aparte de todo lo que le debo a Max, están mis pacientes de Isabelle. No puedo abandonarlos.
—También fueron mis pacientes. El bosque se está extendiendo a todas partes, y ya no hay nada que tú o yo podamos hacer por ellos.
—Tal vez no… Quizá sólo estoy pensando en mí mismo otra vez. Y tú, Suzanne…
Mientras Sanders hablaba, ella se había levantado de la cama y ahora estaba delante de él, rozando el polvo del suelo con el vestido.
—Quédate con nosotros una semana, Edward. A Derain no le importará; sabía que venías. En una semana…
—En una semana quizá tengamos que irnos todos. Te lo digo yo, que estuve atrapado en el bosque.
Suzanne se le acercó alzando el mentón bajo un rayo de luna, como si fuese a besarlo en la boca. De pronto Sanders se dio cuenta de que el gesto no tenía nada de romántico. Por fin Suzanne le mostraba la cara.
—Edward, ¿sabes ahora con quién… hiciste el amor?
Sanders le tocó el hombro con una mano, tratando de tranquilizarla.
—Lo sé, Suzanne. Anoche…
—¿Qué? —Suzanne apartó la cabeza, ocultando otra vez la cara— ¿Qué quieres decir?
Sanders la siguió por la habitación.
—Lo siento, Suzanne. Quizá parezca poco consuelo, pero yo tengo esas mismas lesiones.
Antes de que pudiese alcanzarla, Suzanne se había escabullido por la puerta. Sanders recogió la chaqueta y vio cómo ella se alejaba velozmente por el pasillo hacia la escalera. Cuando Sanders llegó al vestíbulo ella corría entre las columnas caídas, llevándole más de cincuenta metros de ventaja; el vestido oscuro era como un inmenso velo mientras ella se alejaba del hotel blanco por senderos cristalinos.