10

LA MÁSCARA

HORAS MÁS TARDE, mientras caminaba chorreando por los bordes de la floresta iluminada, Sanders llegó a una carretera ancha y desierta a la luz de la luna. A lo lejos vio la silueta de un hotel blanco. La fachada larga y las columnas derribadas parecían una ruina alumbrada por reflectores. A la izquierda de la carretera, las laderas boscosas subían hacia las colinas azules que asomaban sobre Mont Royal.

Esta vez, al acercarse al hombre que estaba de pie junto a un Land Rover en el vacío patio delantero del hotel, la señal que hizo con la mano fue contestada con un grito perentorio. Una segunda figura que patrullaba el hotel en ruinas atravesó la carretera corriendo. Encendieron un reflector en el techo del coche y apuntaron a la carretera, delante del doctor Sanders. Los dos nativos, vestidos con el uniforme del servicio hospitalario local, se adelantaron a recibirle. A la luz del bosque observaron al doctor Sanders con ojos límpidos, mientras lo ayudaban a subir al coche, palpándole con los dedos oscuros la tela empapada del traje.

El doctor Sanders se recostó en el asiento, demasiado fatigado para identificarse. Uno de los hombres subió al asiento del conductor y encendió el trasmisor de radio. Mientras hablaba por el micrófono sus ojos miraron los cristales que todavía se estaban disolviendo en los zapatos y el reloj de pulsera del doctor Sanders. La luz blanca rutilaba tenuemente en la oscura cabina. Los últimos cristales de la esfera del reloj de pulsera agotaron su luz y se apagaron, y de pronto las agujas empezaron a girar.

La carretera señalaba el límite final de la zona afectada, y al doctor Sanders la oscuridad de alrededor le pareció absoluta, el aire negro inerte y vacío. Tras el interminable centelleo del bosque vitrificado, los árboles a los lados que lo acompañaban parecían imágenes insustanciales de sí mismos, copias de originales iluminados en alguna tierra distante, en las fuentes del río petrificado. A pesar del alivio por haber escapado del bosque, esa impresión de monotonía e irrealidad, de estar en el bajío estancado de un mundo exhausto, causó en Sanders un sentimiento de decepción y fracaso.

Se acercaba un coche por la carretera. El conductor del Land Rover hizo una señal con el reflector y el coche giró y se detuvo junto a ellos. Bajó un hombre alto, vestido con uniforme de combate del ejército encima de las ropas de civil. Miró por la ventanilla hacia Sanders y luego saludó con la cabeza al chófer nativo.

—¿Doctor Sanders…? —dijo—. ¿Está usted bien?

—¡Aragón! —Sanders abrió la puerta y empezó a bajar, pero Aragón le indicó por señas que se quedase donde estaba—. Capitán… casi me había olvidado. Louise ¿está con usted? Mademoiselle Peret.

Aragón negó con la cabeza.

—Está en el campamento con los otros visitantes, doctor. Pensamos que usted podía salir por aquí. He estado vigilando la carretera—. Aragón se apartó para que los faros delanteros de su coche alumbrasen mejor el rostro de Sanders. Miró a los ojos al médico, como tratando de medir el impacto interior del bosque. —Tiene usted suerte de estar aquí, doctor. Temen que muchos de los soldados se hayan perdido en el bosque… piensan que el capitán Radek está muerto. La zona afectada se expande en todas direcciones. Ha multiplicado varias veces su tamaño.

El conductor del coche de Aragón apagó el motor. Al oscurecerse los faros, Sanders se echó hacia delante.

—Louise…, ¿está segura, capitán? Me gustaría verla.

—Mañana, doctor. Ella irá a la clínica de sus amigos. Entiende que usted debe verlos primero. El doctor Clair y su esposa están ahora en la clínica. Ellos lo cuidarán.

Aragón regresó al coche, que giró y se alejó velozmente por la carretera oscura.

Cinco minutos más tarde, tras un corto viaje por un desvío que pasaba por delante de una vieja mina, el Land Rover entró en el complejo del hospital de la misión. En las dependencias ardían unas pocas lámparas de aceite, y en el patio se veían varias familias nativas reacias a refugiarse en los edificios, apiñadas junto a sus carros. Los hombres estaban sentados en grupo junto a la fuente vacía que había en el centro, y el humo de los puros subía como penachos blancos en la oscuridad.

—¿Está aquí el doctor Clair? —le preguntó Sanders al conductor—. ¿Y la señora Clair?

—Están los dos señor. —El conductor miró á Sanders, todavía inseguro de esa aparición que se había materializado saliendo del bosque cristalino—. ¿Usted doctor Sanders, señor? —arriesgó mientras se detenían.

—Así es. ¿Me están esperando?

—Sí, señor. El doctor Clair ayer en Mont Royal buscándolo, pero problemas en el pueblo, señor, y se fue.

—Ya lo sé. Todo enloqueció… Lamento no haberlo encontrado.

Mientras Sanders salía del coche, una figura regordeta y conocida, con una chaqueta blanca de algodón y ojos miopes bajo una frente abovedada, bajó corriendo por los escalones hacia él.

—¿Edward…? ¡Mi querido muchacho, qué barbaridad…! —Tomó a Sanders del brazo—. ¿Dónde demonios has estado?

Sanders sintió que se aflojaba por primera vez desde la llegada a Port Matarre; en realidad, desde su partida de la leprosería de Fort Isabelle.

—Max, ojalá lo supiera… Me alegro mucho de verte—. Estrechó la mano de Clair, y la apretó con fuerza. —Qué locura todo esto… ¿Cómo estás, Max? ¿Y Suzanne? ¿Está…?

—Está bien, muy bien. Espera un momento. —Clair dejó a Sanders en la escalera y se acercó a los nativos del Land Rover y los palmeó a ambos en el hombro. Miró a los otros nativos sentados sobre los fardos a la débil luz de las lámparas y los saludó con una mano. Un kilómetro más allá de los tejados de las dependencias, un inmenso palio de luz plateada flotaba en el cielo nocturno sobre el bosque.

—Suzanne se sentirá aliviada al verte, Edward —dijo Max al volver junto a Sanders. Parecía más preocupado de lo que Sanders recordaba—. Hemos hablado mucho de ti. Lamento lo de ayer por la tarde. Suzanne había prometido visitar uno de los dispensarios de la mina, y cuando Thorensen se puso en contacto conmigo se nos cruzaron las líneas. —La excusa era muy pobre, y Max se disculpó con una sonrisa.

Atravesaron un patio interior hasta un chalet grande que había en el otro extremo. Sanders se detuvo a mirar por las ventanas de los pabellones vacíos. De algún lado Venía el zumbido de un generador, y al final de los pasillos brillaban unos focos eléctricos, pero el hospital parecía desierto.

—Max…, cometí un pasmoso error. —Sanders habló con rapidez, esperando que Suzanne no viniera a interrumpirlo. Media hora más tarde, cuando los tres estuviesen sentados y bebiendo en la comodidad de la sala de los Clair, la tragedia de Radek dejaría de parecer verdadera—. Ese hombre, Radek, un capitán de sanidad militar, lo encontré en el centro del bosque, completamente cristalizado. ¿Entiendes lo que digo? —Max asintió, y sus ojos miraron a Sanders de arriba abajo con más atención que la habitual. Sanders prosiguió—: Pensé que la única manera de salvarlo era sumergirlo en el río…, ¡pero tenía que arrancarlo de donde estaba! Se le desprendieron algunos de los cristales, y no me di cuenta…

—¡Edward! —Max lo tomó del brazo e intentó conducirlo por el sendero—. Eso no…

Sanders le apartó la mano.

—Max, lo encontré más tarde. ¡Yo le había arrancado la mitad de la cara y del pecho…!

—¡Dios mío! —Max cerró el puño—. No fue el primer error, así que no te lo reproches.

—Max, yo no…, entiéndeme, ¡no es sólo eso! —Sanders vaciló—. El problema es que… ¡quería volver. ¡Quería volver al bosque y cristalizarse otra vez! ¡Él sabía, Max, él sabía!

Clair bajó la cabeza y se apartó unos pasos. Miró hacia las oscurecidas puertas-ventanas del chalet, donde la figura alta de su mujer los observaba desde la puerta entreabierta.

—Allí está Suzanne— dijo. —Le encanta verte, Edward, pero…— Con cierta vaguedad, como si lo distrajesen asuntos diferentes de los que Sanders había relatado, agregó: —Querrás cambiarte de traje, tengo uno que te caerá bien, de uno de los pacientes europeos, muerto, si no te importa…, y comer algo. En el bosque hace un frío tremendo.

Sanders miró a Suzanne Clair. En vez de salir a saludarlo, se había refugiado en la oscuridad de la sala, y al principio Sanders se preguntó si quedaría algún residuo del embarazoso pasado. Aunque Sanders sentía que su antigua relación con Suzanne no lo separaba de Max y, al contrario, había creado un lazo nuevo entre ellos, Max parecía distante y nervioso casi como si le ofendiese la llegada de Sanders.

Pero Sanders vio la sonrisa de bienvenida en el rostro de Suzanne. La mujer llevaba una bata de noche de seda negra que hacía que su figura alta fuese casi invisible contra las sombras de la sala; encima, la linterna pálida de su rostro flotaba como una aureola.

—Suzanne…, qué maravilloso es verte. —Sanders le tomó la mano riendo—. Temía que el bosque os hubiese tragado a ambos. ¿Cómo estás?

—Feliz, Edward. —Sin soltar el brazo de Sanders, Suzanne se volvió hacia su marido—. Encantada de que hayas conseguido venir; ahora podrás compartir el bosque con nosotros.

—Querida, pienso que el pobre ya ha tenido bastante. —Max se agachó detrás del sofá, contra la biblioteca, y encendió la lámpara del escritorio que había sido colocada en el suelo. La luz débil iluminó los rótulos dorados de los lomos de cuero de los libros, pero el resto de la habitación siguió en tinieblas—. ¿Te das cuenta de que ha estado atrapado en el bosque desde las últimas horas de la tarde de ayer?

—¿Atrapado…? —Suzanne se apartó de Sanders, fue hasta la puerta-ventana y la cerró. Miró el brillante cielo nocturno encima del bosque, y luego se sentó en una silla cerca del armario de madera en la pared opuesta—. ¿Es ese el término correcto? Te envidio, Edward, tiene que haber sido una experiencia maravillosa.

—Bueno… —Sanders aceptó el trago que le ofrecía Max, que ahora estaba sirviéndose medio vaso de la botella de whisky, y se apoyó contra la repisa. Oculta en las sombras junto al armario, Suzanne continuaba sonriéndole, pero ese reflejo de su antiguo buen humor parecía atenuado por la ambigua atmósfera de la habitación. Pensó si se debería a su propia fatiga, aunque le parecía que había algo fuera de tono en esa reunión, como si una dimensión invisible se hubiese metido a hurtadillas en la sala. Tenía todavía puestas las ropas con las que había nadado en el río, pero Max no hacía nada para que él pudiera cambiarse.

Sanders levantó el vaso hacia Suzanne.

—Supongo que se podría llamar maravillosa— dijo. —Es una cuestión de grado… Yo no estaba preparado para todo esto.

—Espléndido. Nunca lo olvidarás. —Suzanne se inclinó hacia delante. Llevaba el pelo largo y oscuro de una manera rara: echado sobre la cara y ocultándole las mejillas—. Cuéntalo todo, Edward, yo…

—Querida. —Max levantó la mano—. Dale tiempo al pobre hombre para que recupere el aliento. Además querrá comer algo, y luego acostarse. Podemos hablar del asunto durante el desayuno. —A Sanders le explicó—: Suzanne pasa mucho tiempo paseando por el bosque.

—¿Paseando…? —repitió Sanders—. ¿Qué quieres decir?

—Sólo por los márgenes, Edward —explicó Suzanne—. Aquí estamos en el límite del bosque, pero es suficiente: he visto esas bóvedas enjoyadas. —Animada, agregó—: Hace unas pocas mañanas, al salir antes del alba, los zapatos se me empezaron a cristalizar, ¡y mis pies se estaban transformando en esmeraldas y diamantes!

Con una sonrisa, Max dijo:

—Querida, eres la princesa del bosque encantado.

—Lo era, Max… —Suzanne inclinó la cabeza y miró a su marido, que observaba la alfombra. Se volvió hacia Sanders—. Edward, ahora nunca podríamos irnos.

Sanders se encogió de hombros.

—Te entiendo, Suzanne, pero quizá sea inevitable. La zona afectada se está agrandando. Sólo Dios sabe a qué se debe, pero no se ven muchas perspectivas de detenerlo.

—¿Para qué intentarlo? —Suzanne miró a Sanders—. ¿No tendríamos que agradecerle al bosque un regalo semejante?

Max terminó su whisky.

—Suzanne, moralizas como si fueras un misionero. Todo lo que quiere Edward en este momento es cambiarse de ropa y comer—. Fue hasta la puerta. —Estaré contigo en un momento, Edward. Hay una habitación preparada para ti. Sírvete otro trago.

Después de que se fue Max, Sanders le dijo a Suzanne, mientras se llenaba el vaso de soda:

—Tienes que estar cansada. Lamento que por culpa mía no hayas podido acostarte.

—No, no estoy cansada. Ahora duermo durante el día… Max y yo decidimos que era necesario mantener el dispensario abierto las veinticuatro horas. —Comprendiendo que la explicación no era del todo convincente continuó—: Para ser franca, prefiero la noche. Se ve mejor el bosque.

—Es verdad. ¿No te asusta, Suzanne?

—¿Por qué habría de asustarme? Es tanto más fácil asustarse de los propios sentimientos que de las cosas que los provocan. El bosque es diferente…, lo he aceptado, junto con todos los miedos que lo acompañan. —En voz más baja, agregó—: Me alegro de que estés aquí, Edward. Me temo que Max no entiende lo que pasa en el bosque, hablo en el sentido más amplio, con todas nuestras ideas acerca del tiempo y la mortalidad. ¿Cómo explicarlo? «La vida, como una bóveda de vidrios coloreados, mancha el blanco esplendor de la eternidad». Quizá me entiendas.

Sanders atravesó la habitación oscurecida con el vaso en la mano. Aunque los ojos se le habían acostumbrado a la penumbra, el rostro de Suzanne continuaba oculto todavía en las sombras de detrás del gabinete negro. La sonrisa algo curiosa que le rondaba la boca desde que él había llegado seguía allí, casi tentadora.

Al acercarse a ella se dio cuenta de que la pequeña inclinación ascendente de la boca no era de ningún modo una sonrisa, sino una mueca facial provocada por el engrasamiento modular del labio superior. La piel del rostro de Suzanne tenía una apariencia negruzca característica, que había conseguido ocultar con el pelo largo y una generosa capa de cosméticos. A pesar del camuflaje, cuando ella se echó ligeramente hacia atrás en la silla, alzando los hombros, le vio los bultos modulares en toda la cara y en el lóbulo de la oreja izquierda. Tras los años de experiencia en la leprosería, reconoció en seguida los comienzos de la llamada máscara leonina.

Desconcertado por este descubrimiento, aunque en cierto modo lo había anticipado al recibir la primera carta de Suzanne desde Mont Royal, Sanders se alejó por la habitación, esperando que Suzanne no hubiese notado la manera delatora con que había derramado en la alfombra parte de la bebida. Los primeros sentimientos de ira hacia ese crimen, que la naturaleza perpetraba contra alguien que ya había pasado gran parte de su propia vida tratando de curar a otros de la enfermedad, dieron paso a una sensación de alivio, como si para ese desastre especial ambos se considerasen bien preparados psicológicamente. Comprendía que había estado esperando a que Suzanne contrajese la enfermedad: para él ese había sido tal vez el único papel válido que ella había desempeñado. Hasta la relación entre ellos había sido un intento inconsciente de producir ese final. Él, y no los pobres diablos de la leprosería, había sido la fuente de infección de Suzanne.

Sanders terminó la bebida y dejó el vaso; luego se volvió hacia Suzanne. A pesar de la intimidad que habían conocido, descubrió que casi le era imposible expresarse ante ella. Tras una pausa, dijo con poca convicción:

—En su momento, Suzanne, lamenté tu partida de Fort Isabelle. La verdad es que tuve que hacer un esfuerzo para no seguirte inmediatamente. Pero me alegro de que estés aquí. Quizás a algunos les parezca una extraña decisión, pero yo la entiendo. ¿Quién podría censurarte por querer huir del lado oscuro del sol?

Suzanne meneó la cabeza: esas palabras enigmáticas la habían desconcertado o prefería no entenderlas.

—¿Qué quieres decir?

Sanders titubeó. Aunque parecía que sonreía, en realidad Suzanne estaba tratando de que no se le moviera la boca. Una expresión ceñuda que apenas conseguía ocultar le torcía el rostro antes tan elegante.

Sanders hizo un ademán.

—Pensaba en nuestros pacientes de Fort Isabelle. Para ellos…

—Nada tiene que ver con ellos. Edward, estás cansado, y yo tengo que ir al dispensario. No quiero retrasarte la cena todavía más. —Suzanne se levantó con un movimiento enérgico; su figura delgada era más alta que Sanders. El rostro maquillado lo miró con la intensidad cadavérica que recordaba en Ventress. Luego apareció otra vez la sonrisa deforme—. Buenas noches, Edward. Te veremos en el desayuno; tienes tanto que contarnos.

Sanders la retuvo en la puerta.

—Suzanne…

—¿Sí, Edward? —Ella cerró a medias la puerta, impidiendo que la luz del pasillo le diese en la cara.

Sanders, torpemente intentó decir algo, y obedeciendo a un reflejo que apenas recordaba alzó los brazos para abrazarla. Luego, dominado por la mezcla de atracción y rechazo que le inspiraba ese rostro dañado, pero sabiendo que primero tenía que entender sus propios motivos, dio media vuelta.

—No hay nada que contarte, Suzanne —dijo—. Tú lo has visto todo ahí, en el bosque.

—No todo, Edward —dijo Suzanne—. Un día tendrás que llevarme.