SERENA
MIRARON A LA OCUPANTE de la cama, tendida en una enorme almohada de raso, una mano febril apoyada en el cubrecama de seda. Al principio, Sanders pensó que estaba observando a una mujer vieja, tal vez la madre de Ventress, y de pronto advirtió que en realidad era apenas una niña, una joven de poco más de veinte años. El pelo largo rubio platino le caía sobre los hombros en un chal blanquecino y alzaba hacia la luz escasa el rostro delgado, de pómulos altos. En otra época quizás había tenido una nerviosa belleza de porcelana, pero la piel marchita y la luz menguante en los ojos entornados le daban la apariencia de una persona prematuramente envejecida, y le recordaban al doctor Sanders los pacientes terminales en el pabellón infantil del hospital cercano a la leprosería.
—Thorensen. —La voz de la mujer crujió en la penumbra ambarina—. Vuelve a hacer frío. ¿Puede encender el luego?
—La leña no arde, Serena. Se ha convertido toda en cristal. —Thorensen miraba a la joven desde el pie de la cama. Con la chaqueta de cuero parecía un policía de incómodo servicio en una habitación de un hospital. Se abrió el cierre de la chaqueta—. Te traje estas, Serena. Te ayudarán.
Se inclinó hacia delante, ocultándole algo al doctor Sanders, y desparramó sobre el cubrecama varios puñados de piedras preciosas rojas y azules. Rubíes y zafiros de muchos tamaños brillaron en la tenue luz de la tarde con intensidad febril.
—Gracias, Thorensen… —La mano libre de la muchacha se escurrió por el cubrecama hasta las piedras. Tenía una avidez casi rapaz en la cara infantil. Los ojos se le animaron en una expresión de sorprendente astucia, y Sanders comprendió por qué el minero la trataba con tanta deferencia. La muchacha tomó un puñado de piedras y se las llevó hasta el cuello y las apretó con fuerza contra la piel, donde quedaron unas magulladuras parecidas a huellas dactilares. El contacto con las piedras pareció infundirle vida; movió las piernas, y varias piedras cayeron al suelo. Miró al doctor Sanders y luego a Thorensen.
—¿A qué le disparaban? —preguntó tras una pausa—. Oí un tiro; me dio dolor de cabeza.
—A un cocodrilo, Serena. Hay por aquí algunos cocodrilos muy listos, y tengo que vigilarlos.
La muchacha asintió. Aferrando todavía las piedras preciosas con una mano, señaló a Sanders.
—¿Quién es? ¿Qué hace aquí?
—Es un médico, Serena. Lo envió el doctor Radek, no hay ningún problema.
—Pero usted dijo que yo no necesitaba médicos.
—Ya sé que no los necesitas. El doctor Sanders sólo pasaba a ver a uno de mis hombres. —Durante ese trabajoso catecismo, Thorensen se acarició las solapas de la chaqueta, mirando hacia todos los lados de la habitación menos a Serena.
Sanders se acercó a la cama, convencido de que Thorensen le dejaría examinar a la joven. La respiración tuberculosa y la severa anemia casi no requerían más diagnóstico, pero tendió la mano para tomarle la muñeca.
—Doctor… —Siguiendo un confuso impulso, Thorensen lo alejó de la cama. Hizo un ademán dubitativo con una mano, y luego le indicó a Sanders la puerta de la cocina—. Eso creo que más tarde, doctor…, ¿de acuerdo? —Se volvió en seguida hacia la joven—. Ahora descansa un rato, Serena.
—Pero, Thorensen, necesito más. Hoy sólo me ha traído unas pocas… —La mano de la mujer, como una garra, buscó en el cubrecama los puñados de piedras preciosas que Thorensen y el mulato habían sacado de la caja fuerte esa tarde.
Sanders iba a protestar, pero la joven se dio la vuelta y pareció que se dormía; las piedras preciosas le quedaron como escarabajos en la piel blanca del pecho.
Thorensen le dio un leve codazo a Sanders. Entraron en la cocina. Antes de cerrar la puerta, Thorensen miró a la joven con ojos anhelantes, como si temiera que ella pudiese disolverse si la dejaba sola. Casi sin darse cuenta de que Sanders estaba allí, dijo:
—Vamos a comer algo.
En el otro extremo de la cocina, junto a la puerta, se habían sentado el mulato y el africano, y dormitaban sobre sus armas. La cocina estaba casi vacía. Un frigorífico desconectado se alzaba sobre la estufa. Thorensen abrió la puerta y empezó a vaciar en los estantes las piedras preciosas que le quedaban en los bolsillos; parecían cerezas entre la media docena de latas de cecina y de frijoles. Una delgada capa de escarcha vítrea cubría el esmalte exterior del frigorífico, al igual que todo lo que había en la cocina, pero las paredes interiores del gabinete no estaban afectadas.
—¿Quién es ella? —preguntó Sanders mientras Thorensen abría una lata—. Tiene que sacarla de aquí. Necesita un tratamiento riguroso, y este no es el sitio adecuado para…
—¡Doctor! —Thorensen alzó una mano indicándole a Sanders que callara; daba siempre la sensación de estar ocultando algo; miraba hacia abajo cada vez que hablaba con Sanders—. Ahora es mi… mujer —dijo con un curioso énfasis, como si todavía estuviera tratando de fijar ese hecho en la mente—. Serena. Aquí estará más segura, mientras yo vigilo a Ventress.
—¡Pero él trata de salvarla! Hombre, por Dios…
—¡Ventress está loco! —gritó Thorensen con inesperadas energías. Los dos negros del otro extremo de la cocina se volvieron para mirarle—. ¡Pasó seis meses con un chaleco de fuerza! No intenta ayudar a Serena; quiere llevársela a su casa de locos en medio del pantano.
Mientras comían, sacando la comida fría con el tenedor directamente de la lata, le contó a Sanders algunas cosas sobre Ventress, ese arquitecto extraño y melancólico que había diseñado muchos de los nuevos edificios oficiales en Lagos y Accra, y que dos años antes, hastiado, había abandonado el trabajo. Se había casado con Serena cuando ella tenía diecisiete años, después de sobornar a los padres, una pareja colonial francesa de pocos medios que vivía en Libreville, unas pocas horas después de verla en la calle delante de la oficina cuando se iba de allí por última vez. Se la había llevado a una extravagancia grotesca que había construido en una isla inundada, entre los cocodrilos de los pantanos quince kilómetros al norte de Mont Royal, donde el río Matarre se expandía formando una serie de lagos poco profundos. Según Thorensen, Ventress pocas veces había hablado con Serena después de la boda, y le había prohibido salir de la casa o ver a alguien, excepto un criado negro ciego. Daba la impresión de que veía a su joven esposa en una especie de sueño prerrafaelista, enjaulada en la casa como un espíritu perdido de su propia imaginación. Thorensen la había encontrado allí, ya tuberculosa, en uno de sus viajes de caza, cuando se le rompió el eje de la hélice del yate crucero y se quedó varado en la isla. La visitó varias veces durante las ausencias de Ventress, y finalmente se escapó con ella después de que se incendió la casa. Thorensen la mandó a un sanatorio en Rhodesia, y había preparado su enorme mansión de Mont Royal, poblada de falsas antigüedades para cuando ella volviese. Tras la desaparición de la muchacha, y de sus primeros trámites legales para la anulación del matrimonio, Ventress había enloquecido y había pasado algún tiempo en un manicomio como paciente voluntario. Ahora había vuelto con la testaruda ambición de raptar a Serena y llevarla de vuelta a la ruinosa casa de los pantanos. Thorensen parecía convencido de que el persistente malestar de Serena se debía a la morbosa y enloquecida presencia de Ventress.
Sin embargo, cuando Sanders pidió verla de nuevo, con la esperanza de poder persuadir a Thorensen de que la sacase del bosque helado, el minero se negó.
—Está bien aquí —le dijo a Sanders, obstinado—. No se preocupe.
—Thorensen, ¿cuánto tiempo más le parece que durará aquí? Todo el bosque se está cristalizando, ¿no se da cuenta…?
—¡Ella está bien! —insistió Thorensen. Se levantó y miró la mesa: en la penumbra, la figura encorvada con el pelo rubio parecía una horca—. Doctor, he vivido mucho tiempo en este bosque. Aquí está la única esperanza de Serena.
Intrigado por ese comentario enigmático, y por el significado que podría tener para Thorensen, Sanders se sentó en una silla junto a la mesa. Sonó una sirena en el crepúsculo, desde el río, y los ecos rebotaron en el follaje frágil alrededor de la casa.
Thorensen habló un momento con el mulato y volvió junto a Sanders.
—Lo dejo en manos de ellos, doctor. Vuelvo en un rato. —Sacó un rollo de grasa del estante al lado del hornillo de la cocina y luego llamó por señas al africano herido—. Kagwa, deja que el doctor te revise.
Después de que se fue Thorensen, Sanders examinó y limpió las heridas de disparos en la pierna y el pecho del africano. Una docena de perdigones había penetrado en la piel del hombre, pero las heridas ya casi estaban curadas: oberturas inertes que no mostraban ninguna tendencia a sangrar ni a supurar.
—Tiene usted suerte —le dijo al africano cuando terminó de hacerle las curas—. Me sorprende que pueda caminar. —Agregó—: Lo vi esta tarde… en los espejos de la casa de Thorensen.
El joven ensayó una sonrisa amistosa.
—Al que buscábamos era a monsieur Ventress, doctor. Hay mucha caza en este bosque, ¿no le parece?
—Tiene razón…, aunque dudo que alguno de ustedes sepa qué es lo que anda persiguiendo. —Sanders notó que el mulato lo miraba con un interés inusitado—. Dígame, ¿trabaja usted para Thorensen? —le preguntó a Kagwa, decidido a aprovechar al máximo la buena disposición del joven—. ¿En la mina?
—La mina está cerrada, doctor, pero yo era el número uno a cargo de los depósitos técnicos. —Inclinó la cabeza con orgullo—. De toda la mina.
—Un puesto importante. —Sanders señaló hacia la puerta del dormitorio donde yacía la joven—. La señora Ventress…, Serena, creo que la llamó Thorensen. Hay que sacarla de aquí. Usted es un hombre inteligente, señor Kagwa, y lo sabe. Unos cuantos días más aquí y será como si estuviese muerta.
Kagwa apartó la cabeza y sonrió. Se miró los vendajes de la pierna y el pecho y se los tocó con aire pensativo.
—«Como si estuviese muerta»…, una notable frase, doctor. Entiendo lo que dice usted, pero ahora a madame Ventress le conviene quedarse.
Casi sin poder dominar la voz, Sanders dijo:
—¡Dios mío, Kagwa, se morirá! ¿No se han dado cuenta? ¿A qué diablos juega Thorensen?
Kagwa levantó las manos para contener a Sanders. Girando sobre la pierna sana, apoyó la otra contra la mesa.
—Usted, doctor, habla en términos médicos. ¡Escuche!— insistió cuando vio que Sanders intentaba protestar. —No le ofrezco magia, soy un africano educado. Pero ocurren muchas cosas extrañas en este bosque, doctor, usted…
Se interrumpió mientras el mulato le ladraba unas palabras y salía a la galería. Alcanzaron a oír a Thorensen que llegaba con dos o tres hombres; las botas aplastaban el quebradizo follaje de la orilla del río.
Sanders echó a andar hacia la puerta y Kagwa le tocó el brazo. Una sonrisa de advertencia llamó la atención del médico.
—Recuerde, doctor, camine hacia delante por el bosque pero mire adelante y atrás—. Luego, rifle en mano, salió cojeando sobre la pierna blanca.
Thorensen saludó a Sanders en la galería. Trepó pesadamente los escalones, subiéndose el cierre de la chaqueta de cuero en el frío sepulcral de la casa de verano.
—¿Todavía está aquí, doctor? Le he conseguido un par de guías. —Señaló a los dos africanos que estaban al pie de las escaleras. Miembros de la tripulación del yate crucero, llevaban téjanos y camisas azules de dril. Uno tenía una gorra blanca y puntiaguda, hundida sobre la frente. Ambos estaban armados con carabinas y observaban el bosque con notable interés—. Mi yate está anclado cerca de aquí —explicó Thorensen—. Lo habría mandado por el río si el motor no se hubiera atascado. De cualquier manera lo llevarán en seguida a Mont Royal.
Todavía hablando entró a pasos largos en la cocina, y poco después, Sanders oyó que se metía en el dormitorio.
Rodeado por las relucientes figuras de los cuatro africanos, tallados en escarcha blanquecina contra la oscuridad, Sanders esperó a que Thorensen reapareciese. Al fin dio media vuelta y siguió a los guías, dejando a Thorensen y a Serena encerrados juntos en el sepulcro de la casa de verano. Cuando entraron en el bosque se volvió y miró la galería, donde Kagwa, el joven africano, estaba todavía mirándolo. Ese cuerpo oscuro casi exactamente bisecado por los vendajes blancos, le hizo pensar a Sanders en Louise Peret y en las referencias de la muchacha al día del equinoccio. Recordando la breve conversación que había mantenido con Kagwa, comenzó a entender los motivos de Thorensen para intentar mantener a Serena Ventress dentro de la zona afectada. Temiendo que ella fuese a morir, prefería esa inmolación semianimada dentro de las bóvedas cristalinas antes que la muerte física en el mundo exterior. Quizás había visto insectos y pájaros inmovilizados vivos dentro de prismas, y había llegado a la errónea conclusión de que esa era la única vía de escape para su novia moribunda.
Siguiendo un sendero que bordeaba la ensenada, caminaron hacia el lugar de inspección, que según Sanders tendría que estar poco más de un kilómetro río abajo. Con suerte habría una unidad del ejército estacionada en la margen más cercana de la zona afectada, y los soldados podrían volver atrás y rescatar al minero y a Serena Ventress.
Los dos guías avanzaban a paso rápido, casi sin titubear, uno delante de Sanders y el otro, el de la gorra puntiaguda, diez metros detrás. Después de quince minutos, cuando ya habían recorrido más de un kilómetro y todavía no habían salido de la espesura del bosque, Sanders comprendió que la verdadera tarea de los marineros no era de ningún modo llevarlo a un sitio seguro. Thorensen lo había mandado al bosque y era obvio que estaba utilizándolo, en palabras de Ventress, como señuelo, seguro de que el arquitecto trataría de ponerse en contacto con Sanders para saber algo de Serena.
Cuando entraron por segunda vez en un pequeño claro, entre dos grupos de robles, Sanders se detuvo y se acercó al marinero del gorro puntiagudo. Discutieron un momento, pero el hombre meneó la cabeza y con el rifle le indicó a Sanders que siguiera.
Cinco minutos más tarde Sanders descubrió que se había quedado solo. El sendero de delante estaba desierto. Volvió hasta el claro, donde las sombras brillaban vacuamente en el suelo del bosque. Los guías habían desaparecido entre la maleza.
Sanders miró por encima del hombro hacia las oscuras grutas que rodeaban el claro, tratando de detectar un ruido de pisadas, pero las cortezas de los árboles cantaban y crujían mientras el bosque se enfriaba en la oscuridad. Arriba, entre los enrejados que atravesaban el claro, vio el fracturado cuenco de la luna. Alrededor, en las paredes vítreas, las estrellas reflejadas chispeaban como luciérnagas.
Avanzó de prisa por el sendero. Las ropas le brillaban ahora en la oscuridad, y la escarcha que le cubría el traje centelleaba a la luz de las estrellas. En la esfera del reloj de pulsera le habían crecido agujas de cristal, aprisionándole las manos en un medallón de labradorita.
Unos cien metros a sus espaldas el estampido de un disparo de escopeta tamborileó entre los árboles. Le respondieron dos tiros de carabina, y hasta Sanders, agazapado detrás de un tronco, llegó una confusa mezcla de pies que corrían, gritos y disparos. De pronto, todo recobró la calma. Sanders esperó, escudriñando la oscuridad que lo rodeaba. Por el sendero llegaban unos pocos ruidos fragmentarios e irreconocibles. Se oyó un grito corto, ahogado por un segundo disparo de la escopeta. A lo lejos, una voz africana se quejaba y lloraba.
Sanders retomó el camino entre los árboles. A cinco metros del sendero, en un hueco entre las raíces de un roble, encontró la figura moribunda de uno de los guías. El hombre estaba sentado a medias contra el tronco, derribado sobre las raíces por la fuerza de la descarga. Miró cómo se acercaba Sanders con ojos velados, tocándose con una mano la sangre que le manaba del pecho. A tres metros de distancia estaba la gorra puntiaguda, la huella de un pie pequeño estampada encima.
Sanders se arrodilló. El africano apartó la mirada. Los ojos húmedos observaron por una abertura entre los árboles el río distante; la superficie petrificada se extendía como hielo blanco hasta el bosque enjoyado de la orilla de enfrente.
Sonó una sirena en la casa de verano. Sanders se dio cuenta de que Thorensen y sus hombres no tendrían ningún reparo en deshacerse de él y se levantó. El africano moría tranquilamente a sus pies. Sanders se alejó, atravesó el sendero y echó a andar hacia el río.
Al llegar a la orilla vio el yate crucero anclado en un charco de agua clara a medio kilómetro de distancia, en la boca de un pequeño riacho que doblaba pasando por delante de un muelle en ruinas. En el puente del yate brilló un reflector; el rayo resbaló sobre la superficie blanca y bajó por el canal del río.
Agazapado, levantando y agachando la cabeza, Sanders avanzó entre la hierba que crecía en la orilla. La sombra corría delante de él, iluminada por el reflector; salpicada de luz enjoyada, parpadeaba entre los árboles vitrificados.
Un kilómetro río abajo el canal se había ensanchado formando un amplio glaciar. Por encima de la superficie Sanders vio los tejados distantes de Mont Royal. El glaciar se internaba en la oscuridad como un arrecife de gas congelado, hendido por fallas profundas. Por el fondo corría el agua helada del canal primitivo. Sanders se asomó a los bordes de las fisuras con la esperanza de encontrar señales del cuerpo de Radek varado allá abajo, en las playas de hielo.
Obligado a salir del río porque la superficie se quebraba ahora en una sucesión de cataratas gigantescas, caminó hacia las afueras de Mont Royal. El perfil escarchado de la cerca de estacas y los restos de los pertrechos militares señalaban el lugar de la antigua zona de inspección. La escarcha había envuelto el remolque laboratorio, y las mesas, y los pertrechos que estaban cerca. Las ramas de la centrifugadora habían vuelto a cubrirse de joyas brillantes. Sanders recogió un casco de soldado, convertido ahora en un puercoespín vítreo, y lo metió por una ventanilla del remolque.
En la oscuridad, las casas de techumbre blanca del pueblo minero fulguraban como templos funerarios de una necrópolis. Innumerables capiteles y gárgolas ornamentaban las cornisas, que la tracería creciente unía sobre los caminos. Un viento helado soplaba en las calles desiertas, bosques de espuelas fósiles altas hasta la cintura de un hombre entre las que se incrustaban los coches abandonados, saurios blindados en un viejo lecho abisal.
En todas partes el proceso de cristalización se aceleraba. Los pies de Sanders iban metidos en grandes zapatos de cristal. Las espuelas vítreas le permitían caminar por los duros bordes de la calzada, pero las agujas contrapuestas pronto se fundirían juntas y le inmovilizarían los pies. El bosque y el camino en erupción cerraban la entrada oriental del pueblo. Sanders volvió cojeando al río, con la esperanza de remontar las cataratas y regresar al sur, al campamento de la base. Mientras escalaba los primeros bloques de cristal oyó las corrientes subterráneas que se filtraban por debajo de las piedras y el barro hacia el río abierto.
Atravesaba la catarata, en diagonal. Era una larga grieta que llevaba a una serie de galerías parecidas a las terrazas elevadas de un templo. Más allá, las cataratas de hielo se derramaban en una playa blanca que parecía señalar el límite sur de la zona afectada. Los canales subterráneos desembocaban bajo las cataratas, y entre los bloques se movía una corriente de agua iluminada por una luna que se ensanchaba en un río poco profundo, al menos tres metros por debajo del cauce original. Sanders caminó por la playa congelada, mirando la vegetación vitrificada de alrededor. Los árboles ya eran más opacos, y las fundas de cristal colgaban en retazos de los costados de los árboles, como hielo semiderretido.
Cincuenta metros más adelante, en la playa congelada que se estrechaba al paso del agua, Sanders vio la figura oscura de un hombre de pie bajo uno de los árboles. Con un cansado ademán, echó a correr hacia él.
—¡Espere! —gritó, temiendo que el hombre huyese al bosque—. Aquí…
A diez metros de distancia, Sanders aminoró el paso. El hombre continuaba inmóvil debajo del árbol oscurecido. La cabeza baja, llevaba sobre los hombros un trozo grande de madera flotante: era un soldado, decidió Sanders; un soldado que buscaba madera para el fuego.
Al acercarse Sanders, el hombre dio un paso adelante en actitud que era a la vez defensiva y agresiva. La luz de las cataratas de hielo le iluminaron el cuerpo arruinado.
—¡Radek… Dios mío! —Asombrado, Sanders retrocedió a trompicones, trastabillando en una raíz que asomaba en el hielo—. ¿Radek…?
El hombre vaciló, como un animal herido que no sabe bien si rendirse o atacar. Sobre los hombros llevaba todavía el yugo de madera que Sanders le había atado. Levantó con dolor el lado izquierdo del cuerpo, como si quisiese deshacerse de ese incubo, pero no podía alcanzar con las manos el nudo que tenía detrás de la cabeza. El lado derecho del cuerpo estaba flojo, y colgaba de la cruz de madera como un viejo cadáver. En el hombro mostraba una enorme herida, que se abría en carne viva hasta el codo y el esternón. De la cara despellejada, que miraba a Sanders con un solo ojo, seguía cayendo sangre al hielo blanco.
Reconociendo el cinturón con que había atado el palo a los hombros de Radek, Sanders avanzó gesticulando, tratando de pacificar al hombre. Recordó la advertencia de Ventress, y los trozos de cristal que le había arrancado a Radek del cuerpo en el momento de sacarlo del helicóptero. Y también recordó a Aragón golpeándose el colmillo y diciendo: «¿Cubierto…? Mi diente es todo de oro, doctor».
—Radek, permítame ayudarle… —Sanders se acercó despacio mientras Radek vacilaba—. Quise salvarlo, créame…
Tratando todavía de sacarse el madero de los hombros, Radek miró a Sanders. Parecía que por su rostro pasaban pensamientos informes; al fin uno de los ojos dejó de parpadear y enfocó a Sanders.
—Radek… —Sanders alzó una mano para calmarle, sin saber si el hombre le atacaría o saldría corriendo hacia el bosque cómo un animal herido.
Radek se le acercó arrastrando los pies. Algo así como un gruñido le brotó de la boca. Avanzó de nuevo, sosteniendo apenas el madero oscilante.
—Lléveme… —empezó a decir. Dio otro paso tembloroso. Tendió un brazo ensangrentado como un cetro—. ¡Lléveme de vuelta!
Se acercó más, bajo el pesado madero que le empujaba los hombros a un lado y a otro, y tanteó el hielo con un pie; la enjoyada luz del bosque le iluminaba la cara. Sanders miró cómo se esforzaba, el brazo extendido como si quisiese aferrarle el hombro. Sin embargo, parecía haber olvidado ya a Sanders; toda su atención estaba puesta en las cataratas de hielo. Sanders se apartó de Radek dispuesto a dejarlo pasar. De pronto, Radek dio un paso hacia el lado, hizo girar el madero y golpeó a Sanders, obligándolo a ponerse delante de él.
—¡Lléveme…!
—¡Radek…! —Aturdido, Sanders dio unos pasos vacilantes, como un espectador a quien una futura víctima obliga a marchar hacia un Gólgota sangriento. Tambaleándose, Radek aceleró el paso. La prismática luz del bosque se le mezclaba de nuevo con la sangre; el madero que llevaba sobre los hombros le servía para conducir los pasos de Sanders.
Sanders echó a correr hacia las cataratas. A veinte metros de los bloques, mientras le acariciaban los pies las aguas que salían de los canales subterráneos, aguas tan oscuras y frías como sus recuerdos del mundo exterior, dio media vuelta y se lanzó río abajo. Radek soltó por última vez su grito de dolor, y Sanders se zambulló hundiéndose hasta los hombros en el río y nadó alejándose por las aguas plateadas.