LA CASA DE VERANO
CAMINARON DURANTE UNA HORA por el río fosilizado. Ventress mantenía la delantera, la escopeta preparada y apuntando al frente, los movimientos precisos y deliberados, mientras Sanders cojeaba detrás. De vez en cuando tropezaban con un yate de crucero incrustado en el camino, o en un cocodrilo vitrificado que alzaba la cabeza y les hacía muecas silenciosas, la boca atascada de piedras preciosas y tratando de moverse en una falla de vidrio coloreado.
Ventress estaba siempre a la caza de Thorensen. Sanders no pudo descubrir quién buscaba a quién, ni tampoco el motivo de esa enemistad. Aunque Thorensen lo había atacado dos veces, Ventress parecía alentarlo exponiéndose deliberadamente como si estuviera intentando atraparlo.
—¿No podemos volver a Mont Royal? —gritó Sanders; la voz reverberó entre las bóvedas—. Cada vez nos estamos internando más en el bosque.
—El pueblo está aislado, mi estimado Sanders. No se preocupe, lo llevaré allí en el momento indicado. —Ventress saltó con agilidad por encima de una fisura en la superficie del río. Bajo la masa de cristales que se estaban disolviendo, un delgado líquido corría por un canal enterrado.
Avanzaron por el bosque, y la figura de traje blanco y mirada absorta iba delante describiendo a veces círculos completos, como si Ventress se estuviese familiarizando con la topografía de aquel enjoyado mundo crepuscular. Cada vez que el doctor Sanders se sentaba a descansar en uno de los troncos vitrificados y a quitarse los cristales que se le formaban en las suelas a pesar del movimiento constante, Ventress lo esperaba impaciente, mirándolo con ojos meditativos, como si estuviese considerando la posibilidad de abandonarlo en el bosque. El aire estaba siempre helado, y las sombras oscuras se cerraban y se abrían a su alrededor.
Entonces, cuando se metieron en el bosque alejándose del río con la esperanza de volver a encontrarlo en tierras más bajas, se toparon con los restos del helicóptero accidentado.
Al principio, cuando pasaron por delante del aparato, que yacía como un fósil esmaltado en una pequeña concavidad a la izquierda del camino, el doctor Sanders no lo reconoció. Ventress se detuvo. Con expresión sombría señaló la enorme máquina, y Sanders recordó la caída del helicóptero en el bosque, a un kilómetro de la zona de inspección. Las cuatro palas retorcidas, nervudas y escarchadas como las alas de una gigantesca libélula, ya habían sido tapadas por los festones de cristales que colgaban de los árboles cercanos. El fuselaje del aparato, enterrado a medias en el suelo, se había convertido en una enorme joya translúcida, en cuyas macizas profundidades, engastados como caballeros emblemáticos en la base de un anillo medieval, se veían los dos pilotos congelados, sentados ante los mandos. De los cascos de plata manaba una inagotable fuente de luz.
—Es tarde para ayudarlos. —Un rictus de dolor atravesó la boca de Ventress. Comenzó a alejarse apartando la cara—. Vamos, Sanders, o pronto se pondrá como ellos. El bosque cambia continuamente.
—¡Espere! —Sanders trepó sobre la maleza fosilizada pateando el follaje vítreo. Bordeó la cúpula de la cabina—. ¡Ventress! ¡Aquí hay un hombre!
Bajaron juntos a la concavidad bajo el lado de estribor del helicóptero. Tendido en las raíces serpentinas de un roble gigantesco, sobre las que había intentado arrastrarse, estaba el cuerpo cristalizado de un hombre vestido de uniforme militar. Tenía el pecho y los hombros cubiertos por una enorme coraza de láminas enjoyadas, los brazos enfundados en el mismo guantelete de prismas templados que Sanders había visto en el hombre rescatado del río, en Port Matarre.
—¡Ventress, es el capitán del ejército! ¡Radek! —Sanders miró el visor que cubría la cabeza del hombre: ahora era un inmenso zafiro tallado, un yelmo de conquistador. Refractados por los prismas que le habían florecido en el rostro, los rasgos del hombre parecían superponerse en una docena de planos diferentes, pero el doctor Sanders reconoció todavía la cara de mentón débil del capitán Radek, el médico del ejército que lo había llevado por primera vez a la zona de inspección. Comprendió que Radek había vuelto al fin a buscar a Sanders, viendo que este no salía del bosque, y en cambio había encontrado a los dos pilotos en el helicóptero.
De pronto, unos arcos iris en los ojos del muerto brillaron.
—¡Ventress! —Sanders recordó al ahogado del muelle de Port Matarre. Apoyó las manos en la pechera de cristal, tratando de detectar algún signo de calor—. ¡Está vivo ahí adentro! ¡Ayúdeme a sacarlo! —Ventress se levantó sobre el cuerpo rutilante, meneando la cabeza; Sanders gritó—: ¡Ventress, conozco a este hombre!
Aferrando la escopeta, Ventress comenzó a salir del hueco.
—Sanders, pierde usted el tiempo—. Meneó otra vez la cabeza mientras paseaba la mirada entre los árboles de alrededor. —Déjelo ahí. Ha hecho las paces consigo mismo.
Apartándolo, Sanders se inclinó sobre el cuerpo cristalino e intentó sacarlo del hueco. Pesaba enormemente, y apenas alcanzó a moverle un brazo. Parte de la cabeza y del hombro, y todo el brazo derecho, se habían fundido con las excrecencias vítreas de la base del roble. Sanders empezó a patear las raíces sinuosas, tratando de liberar el cuerpo, y Ventress soltó un grito de advertencia. De un tirón, Sanders intentó liberar el cuerpo, que perdió a la altura de la cara y de los hombros varios trozos de la armadura de cristal.
Lanzando un grito, Ventress saltó en el hueco. Le aferró con fuerza el brazo a Sanders.
—¡Por Dios…!— empezó a decir, pero como Sanders lo empujó a un lado se dio por vencido y volvió a alejarse.
Al cabo de un rato, los ojos pequeños clavados en Sanders, se adelantó y lo ayudó a sacar el cuerpo enjoyado de la cavidad.
Cien metros más adelante encontraron la orilla del río. El afluente se había dilatado ahora y era un canal de diez metros de ancho. En el centro la costra fosilizada tenía sólo unos pocos centímetros de espesor, y vieron el agua que corría por debajo. El doctor Sanders dejó el cuerpo de Radek en la orilla, con los brazos abiertos y derritiéndose lentamente, arrancó de un árbol una rama grande y empezó a romper la capa dura que cubría el agua. Al hundir la rama los cristales se fracturaban con facilidad, y en unos pocos minutos abrió un orificio de tres o cuatro metros de diámetro. Arrastró la rama hasta la orilla donde descansaba Radek. Alzó el cuerpo y lo puso sobre la rama, a la que ató a Radek por los hombros con el cinturón. Con suerte la madera sostendría la cabeza de Radek el tiempo necesario para que recobrase el conocimiento y la corriente le disolviese los cristales.
Ventress no hizo ningún comentario, pero siguió mirando a Sanders con amargura. Apoyó la escopeta en un árbol y le ayudó a llevar el cuerpo hasta la abertura en el agua. Sosteniendo la rama por las puntas, bajaron a Railek y lo metieron de pie en la corriente. El agua se movía con rapidez, y miraron cómo el cuerpo se alejaba girando por el túnel blanco. Los cristales mojados de los brazos y las piernas de Radek centelleaban bajo el agua, y la cabeza sumergida a medias descansaba sobre la rama.
El doctor Sanders cojeó hasta la orilla. Se sentó en la arena jaspeada y se sacó las afiladas agujas clavadas en las palmas de las manos y los dedos.
—Hay pocas probabilidades, pero vale la pena arriesgarse— dijo. Ventress se había quedado de pie a pocos metros de distancia. —Estarán observando río abajo, y quizá lo vean.
Ventress se acercó a Sanders. Llevaba muy tieso el cuerpo pequeño, y hundido el mentón barbudo. Los músculos de su rostro huesudo movían en silencio la boca, como si estuviese ensayando la respuesta con mucho cuidado.
—Sanders— dijo, —llegó usted tarde. Un día sabrá lo que le quitó a ese hombre.
El doctor Sanders alzó la mirada.
—¿Qué quiere usted decir? —Molesto, agregó—: Ventress, le debía algo a ese hombre.
Ventress hizo como si no lo hubiera oído.
—Recuerde, doctor: si alguna vez me encuentra así, no haga nada. ¿Me entiende?
Avanzaron por el bosque sin hablarse; por momentos Sanders se quedaba hasta cincuenta metros detrás de Ventress. Varias veces pensó que Ventress lo había abandonado, pero la figura de traje blanco, el pelo y los hombros cubiertos por una delgada piel de escarcha, aparecía siempre allí delante. Aunque lo exasperaba la falta de sensibilidad de Ventress, Sanders sentía que ese comportamiento debía de tener alguna otra explicación.
Al fin llegaron al borde de un pequeño claro, limitado en tres lados por la fracturada pista de baile de una ensenada a un lado del río. En la orilla de enfrente, una casa de verano de frontones altos empujaba el techo hacia el cielo, entre las copas de los árboles. Desde el único capitel, una delgada telaraña de hebras opacas se extendía hasta los árboles circundantes como un velo diáfano, cubriendo el jardín vítreo y la cristalina casa de verano con un resplandor marmóreo, de intensidad casi sepulcral.
Como para reforzar esa impresión, incrustadas en las ventanas de la galería alrededor de la casa había unas complejas figuras parecidas a pergaminos, como los ornamentados ventanucos de una tumba.
Ventress le pidió a Sanders por señas que se quedase atrás, y se acercó al jardín con la escopeta preparada. Por primera vez desde que Sanders lo conocía, Ventress parecía inseguro. Miró hacia la casa de verano como un explorador que se aventura en un extraño y enigmático templo en las profundidades de la selva.
Allá arriba, sobre él, las alas sujetas por el dosel vítreo, una oropéndola dorada se sacudía lentamente; las ondas de aura líquida se expandían como los rayos de un sol cruciforme.
Ventress se recompuso. Después de esperar señales de movimiento dentro de la casa echó a correr de un árbol a otro, y luego atravesó la helada superficie del río con paso felino. A diez metros de la casa de verano volvió a detenerse, distraído por la resplandeciente oropéndola que se sacudía allá arriba en la cúpula de los árboles.
—Es Ventress…, ¡que no escape!
Rugió un disparo; el estampido resonó en el frágil follaje. Sobresaltado, Ventress se agachó en la escalera de la casa, mirando las ventanas cerradas. En el borde del claro, cincuenta metros más atrás apareció un hombre alto y rubio, con chaquetón negro de cuero, el minero Thorensen. Revólver en mano, corría hacia la casa. Se detuvo y le disparó de nuevo a Ventress: el rugido de la explosión reverberó alrededor del claro. Detrás del doctor Sanders, los cristalinos festones de musgo se escarcharon y se desplomaron como las paredes de una casa de espejos.
La puerta trasera de la casa se abrió de pronto. Un africano desnudo, la pierna izquierda y el lado izquierdo del pecho y la cintura cubiertos de vendas blancas, salió a la galería con un rifle en las manos. Se apoyó con movimientos rígidos contra la columna y le disparó un tiro a Ventress, agazapado en la escalera.
Ventress saltó de la galería y atravesó el río corriendo como una liebre, sorteando las fallas de la superficie casi doblado en dos. Mirando sobre el hombro, el rostro barbudo demudado de terror, corrió hacia los árboles alejándose de la corpulenta figura de Thorensen.
Entonces, cuando Ventress llegaba a la curva de la ensenada, donde se ensanchaba acercándose al río, la figura rapada del mulato salió de su escondrijo entre las matas de hierba que crecían en la orilla como abanicos de plata. El inmenso cuerpo negro, de bordes escarchados, nítidamente recortado contra la floresta de alrededor, arremetió como un toro a punto de cornear a un matador que huye. Ventress le pasó a pocos metros, y el mulato arrojó al aire una red de acero por encima de la cabeza de Ventress. El golpe le hizo perder el equilibrio a Ventress, que dio un paso de costado, cayó, y resbaló diez metros por la superficie helada, mirando con cara asustada a través de la malla abierta.
Con un gruñido, el mulato sacó un machete del cinto y avanzó pesadamente hacia la pequeña figura tendida allí delante como un animal embroquetado. Ventress pateó la red, tratando de desprender la escopeta. A tres metros de distancia, el mulato ensayó una cuchillada en el aire; luego se abalanzó sobre Ventress para descargarle el golpe de gracia.
—¡Thorensen! ¡Dígale que vuelva! —gritó Sanders. Todo había sido tan rápido que aún estaba en el borde del claro, y las explosiones le retumbaban todavía en los oídos. Volvió a gritarle a Thorensen, que esperaba con los brazos en jarras al pie de la escalera. Miraba con la cara larga hacia otro lado, como si prefiriera no tomar parte en ese momento final.
Tendido todavía boca arriba en el suelo, Ventress se había librado a medias de la red. Soltó la escopeta y levantó la red sobre la cintura. El mulato se alzaba sobre él, el machete levantado detrás de la cabeza.
Con un movimiento epiléptico, Ventress logró alejarse unos pasos. El mulato soltó una risotada, y luego un bramido de rabia. La superficie de cristal había cedido bajo sus pies, y estaba hundido en la costra hasta las rodillas. Sacó con esfuerzo un pie a la superficie, y volvió a hundirse al sacar el otro. Ventress terminó de liberarse de la red; el mulato estiró el brazo y acuchilló el hielo a pocos centímetros de los talones de Ventress.
Ventress se levantó tambaleándose. La escopeta estaba todavía enredada en la red; recogió todo y echó a correr por la superficie, deslizándose adentro y afuera de las áreas cristalizadas a medias. A sus espaldas, avanzando por la superficie cada vez más quebradiza, el mulato embestía como un frenético lobo de mar, abriéndose paso a machetazos.
Ventress estaba lejos ahora. En la parte más ancha de la ensenada sólo una costra delgada cubría el canal más profundo que corría hacia el río. La superficie se escarchaba a los pies de Ventress; pero las sinuosas vetas de hielo firme no cedían bajo el peso de la pequeña figura. Veinte metros más adelante Ventress alcanzó la orilla y echó a correr entre los árboles.
Cuando el africano vendado de la galería disparó por última vez contra Ventress, Sanders estaba en el centro del claro. Miró al mulato que chapaleaba en el canal, acuchillando con rabia los cristales y lanzando al aire una lluvia de luz irisada.
—¡Usted! ¡Venga aquí! —Thorensen indicó a Sanders con el revólver que se acercase. El chaquetón de cuero que llevaba sobre el traje azul lo hacía parecer más apuesto y musculoso. Bajo el pelo rubio, la cara larga tenía una expresión de hosco malhumor. Cuando se acercó, Sanders lo escrutó cautelosamente—. ¿Qué hace usted con Ventress? ¿No es parte del grupo visitante? Lo vi en el muelle con Radek.
Sanders iba a hablar pero Thorensen levantó la mano. Después de hacer una seña al africano de la galería, que movió el rifle para cubrir a Sanders, Thorensen echó a andar hacia el mulato.
—Lo veré en un minuto. No intente escapar.
El mulato había trepado a la superficie más firme junto a la casa. Al acercársele Thorensen, se puso a gesticular y a gritar, blandiendo el machete hacia la superficie rota, como justificando el fallido intento de atrapar a Ventress. Thorensen asintió; luego, con un aburrido ademán, lo autorizó a marcharse. Caminó por la superficie probando la dureza de los cristales. Durante varios minutos fue y vino mirando hacia el río, como si estuviera midiendo las dimensiones de los canales subterráneos.
Volvió junto a Sanders; los cristales húmedos que llevaba adheridos a los zapatos emitían destellos de colores. Escuchó distraído mientras Sanders le contaba cómo había quedado atrapado en el bosque después del accidente del helicóptero. Sanders describió su encuentro accidental con Ventress, y luego el descubrimiento del cuerpo de Radek. Recordó las amargas protestas de Ventress en esa ocasión, e insistió en las razones que lo habían llevado a ese aparente intento de ahogar al muerto.
Thorensen asintió hoscamente.
—Quizá tenga una oportunidad—. Como para tranquilizar a Sanders, agregó: —Hizo usted lo más indicado.
El mulato y el africano medio envuelto en vendas estaban sentados en la escalera de la galería. El mulato afilaba el machete, y el otro, con el rifle apoyado en la rodilla desnuda, observaba el bosque. Tenía la cara delgada e inteligente de un joven oficinista o de un capataz subalterno, y de vez en cuando le echaba una mirada a Sanders con el aire de alguien que ha reconocido a otro miembro, por remoto que sea, de la misma casta educada. Sanders lo recordó como el atacante armado con un cuchillo a quien él había confundido con una imagen refleja en la sala de espejos de la casa de Thorensen.
Thorensen miraba por encima del hombro hacia las ventanas de la casa; apenas se daba cuenta de que Sanders estaba junto a él. Sanders notó que, a diferencia de lo que ocurría con el traje de Ventress y con sus propias ropas, el chaquetón de cuero de Thorensen no estaba afectado por la escarcha.
—¿Puede llevarme de vuelta al puesto del ejército?— le preguntó a Thorensen. —Hace horas que trato de salir del bosque. ¿Conoce usted el hotel Bourbon?
Una mueca de malhumor atravesó el largo rostro de Thorensen.
—El ejército está muy lejos. El proceso de congelamiento se extiende ahora a todo el bosque—. Señaló hacia el río con el revólver. —¿Y Ventress? El barbudo. ¿Dónde lo conoció?
Sanders volvió a dar explicaciones. Ni Thorensen ni el mulato lo habían reconocido como el defensor de Ventress durante el ataque en Port Matarre.
—Buscaba refugio en una casa cerca del río. ¿Por qué dispararon? ¿Es alguna clase de criminal, que trata de robar en la mina de usted?
El joven africano soltó una carcajada. Thorensen asintió sin cambiar de expresión. Tenía un aire furtivo, desconfiado, como si no estuviera muy seguro de sí mismo, ni de lo que debía hacer con Sanders.
—Peor. Es un demente, un loco rematado.
Dio media vuelta y empezó a subir por la escalera, haciendo una señal con la mano a Sanders como si estuviera dispuesto a permitir que entrara solo en el bosque.
—Tenga cuidado, el bosque es imprevisible. No se detenga pero avance en círculos.
—¡Espere un minuto! —le gritó Sanders—. Quisiera descansar. Necesito un mapa, tengo que encontrar el hotel Bourbon.
—¿Un mapa? ¿Para qué sirve un mapa ahora? —Thorensen vaciló, y miró la casa de verano como si temiese que Sanders pudiese ensuciar de algún modo esa blancura luminosa. El médico aflojó los brazos a los lados del cuerpo, y Thorensen se encogió de hombros e indicó por señas a los dos hombres que lo siguiesen.
—¡Thorensen! —Sanders se adelantó. Señaló al joven africano de la pierna vendada—. Permítame examinar ese vendaje y aliviarlo un poco. Soy médico.
Los tres hombres de la galería volvieron la cabeza al mismo tiempo, y hasta el mulato grande miró a Sanders con interés. Por sus ojos biliosos pasó una nota de cálculo. Thorensen miraba a Sanders como si lo estuviera reconociendo por primera vez.
—¿Médico? Sí, lo dijo Radek, me acuerdo. Muy bien ¿doctor…?
—Sanders. No tengo nada encima, ni drogas ni…
—No importa, doctor —dijo Thorensen—. Está bien. —Meneó la cabeza como si todavía dudase de invitar a Sanders a entrar en la casa. Al fin se decidió—. Bien, doctor, puede venir cinco minutos. Quizá quiera preguntarle algo.
El doctor Sanders subió por la escalera hasta la galería. La casa consistía en una sola habitación circular y una pequeña cocina y depósito en el fondo. Habían puesto persianas pesadas sobre las ventanas, soldadas entre sí por los cristales intersticiales y sólo por la puerta entraba luz.
Thorensen lanzó una mirada al bosque y luego enfundó la pistola. Mientras los dos africanos iban hacia el fondo de la galería, Thorensen hizo girar el picaporte. Por las ventanas escarchadas, el doctor Sanders vio los perfiles mortecinos de una alta cama imperial, traída evidentemente del dormitorio de la mansión donde él y Ventress se habían guarecido de la tormenta. Unos cupidos dorados jugaban y tocaban la flauta en el dosel de caoba, y los pilares eran cuatro cariátides desnudas con los brazos en alto.
Thorensen carraspeó.
—La señora… Ventress— explicó al fin en voz baja.