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ESPEJOS Y ASESINOS

DOS MESES MÁS TARDE, describiendo los acontecimientos de ese período en una carta al doctor Paul Derain, director de la leprosería de Fort Isabelle, Sanders escribió:

… pero lo que más me sorprendió, Paul, fue hasta qué punto estaba yo preparado para la transformación del bosque: los árboles cristalinos que colgaban como iconos en esas cavernas luminosas, las enjoyadas ventanas de las hojas, que se fundían creando un entrecruzamiento de prismas que descomponían la luz del sol en mil arcos iris, los pájaros y los cocodrilos congelados en posturas grotescas como animales heráldicos tallados en jade y cuarzo; lo más notable fue hasta qué punto acepté todas esas maravillas como parte del orden natural de la configuración del universo. Es cierto que al comienzo me sobresalté tanto como todos los que subían la primera vez por el río Matarre hasta Mont Royal, pero después del impacto inicial del bosque, una sorpresa ante todo visual, lo entendí en seguida, y supe que los posibles peligros eran un bajo precio que yo pagaba para que iluminase mi vida. Por contraste, el resto del mundo parecía en verdad monótono e inerte, un reflejo descolorido de esa imagen brillante, y se extendía en una zona gris y crepuscular que hacía pensar en un purgatorio casi abandonado.

Todo esto, mi querido Paul, la ausencia absoluta de sorpresa, confirma mi opinión de que este bosque iluminado refleja de algún modo un período anterior de nuestras vidas, tal vez un recuerdo arcaico, que nos acompaña desde el nacimiento, de un paraíso ancestral donde la unidad del tiempo y el espacio es la rúbrica de cada hoja y cada flor. Ahora cualquiera puede ver que en el bosque la vida y la muerte tienen un significado muy diferente del que tienen en nuestro mundo deslucido y normal. Aquí siempre hemos asociado el movimiento con la vida y el pasaje del tiempo, pero por mi experiencia dentro del bosque cerca de Mont Royal sé que todo movimiento lleva inevitablemente a la muerte, y que el tiempo es su servidor.

Quizá lo único que hemos conseguido como señores de esta creación haya sido separar el tiempo y el espacio. Sólo nosotros hemos dado a cada uno de ellos un valor aparte, una medida distinta que ahora nos define y nos constriñe como el largo y el ancho de un ataúd. Volver a fundirlos es la principal meta de la ciencia natural: como hemos visto tú y yo, Paul, al trabajar con el virus, con esa existencia semianimada y cristalina, mitad dentro y mitad fuera de nuestro curso del tiempo, como si lo cortara oblicuamente… He pensado a menudo que en nuestros microscopios, cuando examinábamos los tejidos de esos pobres leprosos del hospital, mirábamos una réplica minúscula del mundo que yo conocería más tarde en las laderas boscosas cerca de Mont Royal.

No obstante, todos esos esfuerzos tardíos han llegado a su fin. Mientras te escribo estas líneas desde la tranquilidad y la soledad del hotel Europa de Port Matarre, veo una nota en un número de la revista Paris-Soir de hace dos semanas (Louise Peret, la joven francesa que está aquí conmigo, haciendo todo lo posible por atender los impredecibles caprichos de tu antiguo ayudante, me había ocultado el artículo durante una semana) donde se cuenta que han cerrado toda la península de Florida, en Estados Unidos, excepto una carretera a Tampa, y que hasta el momento han trasladado a tres millones de habitantes de ese estado a otros lugares del país.

Pero las pérdidas en bienes inmobiliarios y en ingresos turísticos (y aquí evoco a Miami, ciudad de mil catedrales a la luz irisada del sol) parecen haber conmovido más a la opinión pública que esa extraordinaria migración humana. Es tal el optimismo innato de la humanidad, nuestra convicción de que podemos sobrevivir a cualquier diluvio o cataclismo, que ante hechos tan importantes como los de Florida nos encogemos inconscientemente de hombros, pensando que cuando llegue el momento sabremos cómo evitar la crisis.

Y sin embargo, Paul, parece evidente ahora que la crisis verdadera ha quedado muy atrás. Escondida en la última página del mismo número de Paris-Soir aparece la breve noticia del descubrimiento de otra «doble galaxia» por observadores del Instituto Hubble del monte Palomar. La noticia está resumida en menos de una docena de líneas, y sin comentarios, aunque implica sin duda que se ha formado otra zona focal en algún punto de la Tierra, quizás en las junglas de Camboya, pobladas de templos, o en los encantados bosques de amadnos en las tierras altas de Chile. Pero ha pasado apenas un año desde que los astrónomos del monte Palomar identificaron la primera galaxia doble en la constelación de Andrómeda, la diadema chata que es acaso el objeto más hermoso del universo: la isla galáctica M 31. No hay duda de que las transfiguraciones aleatorias que ocurren en el mundo son reflejo de distantes procesos cósmicos de alcance y dimensiones enormes, que se detectaron por primera vez en la espiral de Andrómeda.

Sabemos ahora que es el tiempo («tiempo con el toque de Midas», como dijo Ventress) el responsable de la transformación. El reciente descubrimiento de la antimateria invita a imaginar el antitiempo como el cuarto lado de ese continuum de carga negativa. Al chocar una partícula contra una antipartícula no sólo se destruyen sus identidades físicas, sino que sus opuestos valores temporales se eliminan mutuamente, restando otro quantum del depósito total de tiempo en el universo. Son descargas aleatorias de este tipo, provocadas por la creación de antigalaxias en el espacio, las que han agotado el depósito de tiempo destinado a los materiales de nuestro propio sistema solar.

De la misma manera que una solución supersaturada se descarga en una masa cristalina, la supersaturación de materia en nuestro continuum lleva a la aparición de masas cristalinas en una matriz espacial paralela. A medida que se «fuga» más y más tiempo, el proceso de supersaturación continúa: en un esfuerzo por aferrarse un poco más a la existencia, los átomos y las moléculas originales producen copias espaciales de sí mismas, sustancia sin masa. En teoría, ese proceso no tiene límite, y no es posible que un átomo llegue a producir un número infinito de duplicados de sí mismo hasta poblar todo el universo, del que simultáneamente se ha ido todo el tiempo, un cero macrocósmico último que supera los sueños más fantásticos de Platón y Demócrito.

Entre paréntesis: al leer esto por encima de mi hombro, Louise comenta que quizá te esté engañando, Paul, al minimizar los peligros que todos experimentamos dentro del bosque cristalino. No hay duda, por cierto, de que en el momento esos peligros eran muy reales, como lo prueban las muchas muertes trágicas ocurridas en el lugar, y que ese primer día, cuando me vi atrapado en el bosque, no entendí nada del asunto, fuera de lo que Ventress me había confiado de manera ambigua e incoherente. Sin embargo, mientras dejaba el cocodrilo enjoyado y subía por el césped hacia el hombre de traje blanco que me apuntaba al pecho con la escopeta…

Tendido en uno de los sofás del dormitorio del piso alto adornados con bordados vítreos, de doctor Sanders descansó de la persecución por el bosque. Mientras subía había resbalado en uno de los escalones que se estaban cristalizando, y por un instante se había quedado sin aliento. De pie en lo alto de la escalera, Ventress había mirado cómo el médico se levantaba astillando con las manos las maderas vidriosas. En el pequeño rostro de Ventress, donde unos colores venosos moteaban la piel tensa, no había ninguna expresión. Lo observó sin mostrar la menor reacción mientras Sanders se aferraba al pasamano para mantener el equilibrio. Cuando Sanders llegó por fin al descansillo de la escalera, Ventress le señaló la puerta con un breve ademán. Luego volvió a su puesto junto a la ventana y sacó la culata de la escopeta por el agujero de vidrio que se estaba templando.

El doctor Sanders se limpió la escarcha del traje y se arrancó las astillas de cristal clavadas como agujas en las manos. En la casa el aire estaba frío e inmóvil, pero cuando la tormenta amainó, alejándose por el bosque, pareció que el proceso de vitrificación disminuía. La escarcha transformaba todo lo que había en la habitación. Daba la impresión de que los vidrios de algunas ventanas se habían fracturado y fundido luego sobre la alfombra; los floridos motivos persas ondeaban bajo la superficie como el piso de un estanque de Las mil y una noches. Todos los muebles estaban cubiertos por la misma capa azucarada; volutas y espirales exquisitas adornaban los brazos y las patas de las sillas de respaldo recto apoyadas en las paredes. Las piezas imitación Luis XV habían sido transformadas en inmensos fragmentos de caramelo opalescente, cuyos reflejos múltiples resplandecían en las paredes de cristal tallado como quimeras gigantescas.

Detrás de la abierta puerta de enfrente, el doctor Sanders vio un pequeño cuarto de vestir. Supuso que él estaba sentado en el dormitorio principal de una residencia oficial destinada a la visita de algún dignatario del gobierno o al presidente de una de las compañías mineras. Aunque amueblada con esmero —siguiendo al pie de la letra los catálogos de alguna tienda de París o de Londres—, la habitación carecía de pertenencias personales.

Por algún motivo habían sacado la enorme cama doble —una cama imperial, pensó Sanders, a juzgar por el parche en el techo—, y Ventress había amontonado a un lado el resto de los muebles. El hombre del traje blanco seguía junto a la ventana abierta, mirando el arroyo donde estaban embalsamados la lancha y el cocodrilo enjoyados. La barba rala le daba un aspecto febril y obsesivo. Inclinado a medias sobre la escopeta, apretó el cuerpo contra la ventana, sin prestar atención a los trozos de cristal que desprendía la cortina de brocado.

El doctor Sanders empezó a levantarse, pero Ventress le indicó por señas que no se moviese.

—Descanse, doctor. Nos quedaremos aquí algún tiempo. —La voz de Ventress era ahora más firme, y había perdido el brillo del humor irónico. Apartó la mirada del cañón de la escopeta—. ¿Cuándo vio a Thorensen por última vez?

—¿Al minero? —Sanders señaló por la ventana—. Después que corrimos detrás del helicóptero. ¿Lo anda buscando?

—Por decirlo así. ¿Qué hacía?

El doctor Sanders se levantó el cuello de la chaqueta y se limpió las agujas de escarcha que cubrían la tela.

—Corría en círculos igual que todos nosotros, completamente perdido.

—¿Perdido? —Ventress soltó un resoplido burlón—. ¡Es astuto como un cerdo! Conoce cada cañada y cada grieta de este bosque como la palma de su mano.

Cuando Sanders se levantó y se acercó a la ventana, Ventress, impaciente, le pidió por señas que se alejase.

—No se acerque a la ventana, doctor. —Con un destello del viejo humor irónico, agregó—: Todavía no quiero utilizarlo como señuelo.

Sanders miró hacia el césped vacío sin hacer caso de la advertencia. Como huellas en un prado cubierto de rocío, las marcas oscuras de sus zapatos atravesaban la superficie rutilante y se fundían en la pendiente de color verde pálido, donde el proceso de cristalización continuaba. Aunque había pasado la principal ola de actividad, el bosque seguía vitrificándose.

El silencio absoluto de los árboles enjoyados parecía confirmar que el tamaño de la zona afectada se había multiplicado muchas veces. Hasta donde alcanzaba a ver se extendía en una calma helada, como si él y Ventress estuviesen perdidos en las grutas de un inmenso glaciar. Como subrayando lo cerca que estaban del sol, flotaba en todas partes una misma corona de luz. El bosque era un infinito laberinto de cuevas de cristal, apartado del resto del mundo y alumbrado por lámparas subterráneas.

Ventress se aflojó por un momento. Apoyó un pie en el antepecho de la ventana y estudió al doctor Sanders.

—Un largo viaje, doctor. ¿Valió la pena?

Sanders se encogió de hombros.

—Aún no he llegado al final. Todavía tengo que encontrar a mis amigos. Pero estoy de acuerdo con usted: esta es una experiencia extraordinaria. Hay algo en el bosque casi rejuvenecedor. ¿Usted…?

—Claro que sí, doctor. —Ventress volvió a mirar por la ventana, e hizo callar a Sanders con una mano. La escarcha le brillaba en los hombros del traje en un débil palimpsesto de colores. Miró la vegetación cristalina que bordeaba el arroyo. Tras una pausa dijo—: Puedo asegurarle, mi estimado Sanders, que no es usted el único que siente esas cosas.

—¿Usted ha estado aquí antes? —preguntó Sanders.

—¿Habla usted de… déjavu? —Ventress miró alrededor; la barba casi le ocultaba los rasgos pequeños.

El doctor Sanders vaciló.

—Hablo literalmente— dijo.

Ventress pasó por alto esas palabras.

—Todos hemos estado aquí antes, doctor; pronto lo comprobará todo el mundo… si queda tiempo.— Pronunció la palabra con una inflexión peculiar, como un tañido de campana. Escuchó los ecos que se alejaban reverberando entre las paredes de cristal, como un réquiem último. —Siento, no obstante, que es algo que a todos se nos está acabando, doctor… ¿Usted no piensa lo mismo?

El doctor Sanders se masajeó las manos, tratando de calentárselas. Sentía los dedos frágiles y descarnados, y miró el hogar vacío que había a sus espaldas, pensando si ese adornado escondrijo, custodiado a cada lado por un enorme delfín áureo, estaría equipado con una chimenea. A pesar de la frialdad del aire de la casa, se sentía más tonificado que paralizado.

—¿Se nos está acabando el tiempo? —repitió—. Todavía no lo he pensado. ¿Qué explicación ofrece usted?

—¿No está claro, doctor? Su propia… «especialidad», el lado oscuro del sol que vemos aquí alrededor, ¿no le da una pista? La lepra, como el cáncer, ¿no es ante todo una enfermedad del tiempo, la consecuencia de una extensión excesiva en un medio particular?

Sanders asintió, mirando el rostro cadavérico de Ventress que se animaba a medida que hablaba de ese elemento que aparentemente desdeñaba, al menos de una manera superficial.

—Es una teoría— convino cuando Ventress terminó de hablar. —No…

—¿No lo bastante científica? —Ventress echó la cabeza hacia atrás. Levantando la voz, declaró—: Mire los virus, doctor, con esa estructura cristalina, ni animados ni inanimados, ¡e inmunes al tiempo! —Pasó una mano por el antepecho de la ventana y recogió un puñado de granos vítreos que luego esparció en el suelo como canicas aplastadas—. Usted y yo pronto estaremos así, Sanders, lo mismo que el resto del mundo. ¡Ni vivos ni muertos!

Al terminar la perorata, Ventress dio media vuelta y volvió a mirar el bosque. En la mejilla izquierda le tembló un músculo, como un relámpago distante que señala el fin de una tormenta.

—¿Por qué busca a Thorensen? —dijo Sanders—. ¿Tiene interés en su mina de diamantes?

—¡No diga estupideces! —protestó Ventress por encima del hombro—. Serillo último: las piedras preciosas no son ninguna rareza en este bosque, doctor. —Con un gesto despectivo se arrancó un montón de cristales de la tela del traje—. Si quiere puedo recoger para usted un collar de diamantes de Hope.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Sanders con suavidad—. En esta casa.

—Aquí vive Thorensen.

—¿Qué? —Incrédulo, Sanders miró de nuevo los muebles ornamentados y los dorados espejos, pensando en el hombre corpulento de traje azul sentado al volante del Chrysler abollado—. Yo sólo lo vi un instante, pero no tengo la impresión de que concuerde con este estilo.

—Precisamente. Jamás había visto semejante mal gusto. —Ventress acompañó las palabras con un cabeceo—. Y créame que, como arquitecto, he visto bastante. La casa entera es una broma patética. —Señaló uno de los divanes de marquetería con un soporte espiral que se había transformado en la brillante parodia de una cartela rococó cuya voluta se enroscaba como unos desmesurados cuernos de cabra—. ¿Luis XIX, tal vez?

Entusiasmado por sus comentarios sobre el ausente Thorensen, Ventress había dado la espalda a la ventana. Al mirar hacia fuera, el doctor Sanders vio que el cocodrilo atrapado en el arroyo se levantaba con esfuerzo como para lanzar una dentellada a alguien que pasaba cerca. Sanders interrumpió a Ventress, y le señaló el animal, pero otra voz se le anticipó.

—¡Ventress!

El grito, un airado desafío, salió de los arbustos de cristal del margen izquierdo del prado. Un segundo más tarde un disparo rugió en el aire frío. Mientras Ventress giraba, empujando a Sanders hacia dentro con una mano, la bala se estrelló en el techo, encima de las cabezas de los dos hombres, desprendiendo un enorme segmento de agujas chatas. Ventress retrocedió, y luego, a ciegas, disparó un tiro hacia los arbustos. El estampido reverberó en los árboles petrificados, arrancándoles colores vividos.

—¡Agáchese!

Ventress se escabulló por el suelo hasta la ventana siguiente, y metió el cañón de la escopeta a través del vidrio escarchado. Después de un instante inicial de pánico se había recuperado, y hasta parecía aceptar esa oportunidad de enfrentamiento. Miró el jardín y luego se levantó, cuando el crujido de un árbol distante pareció anunciar la retirada del agresor.

Ventress se acercó a Sanders, que estaba con la espalda apoyada en la pared, al lado de la ventana.

—Bueno, se ha ido.

Sanders vaciló antes de moverse. Echó una mirada furtiva a los árboles de alrededor. En el otro extremo del prado, enmarcado entre dos robles, había un mirador blanco transformado por la escarcha en una corona de cristal. Las ventanas parpadeaban como joyas incrustadas como si algo se moviese detrás de ellas. Pero Ventress se asomó abiertamente a la ventana, observando la escena.

—¿Era Thorensen? —preguntó Sanders.

—Claro. —Parecía que la breve escaramuza había aflojado los nervios de Ventress, que caminó por la habitación acunando la escopeta sobre el codo, deteniéndose de vez en cuando para examinar el agujero que la bala había dejado en el techo. Suponía por alguna razón que Sanders se había puesto de su lado en ese duelo personal, tal vez porque Sanders ya lo había salvado del ataque en el muelle nativo de Port Matarre. Aunque, como Ventress sin duda sabía muy bien, los actos de Sanders habían sido poco más que una reacción refleja. Resultaba evidente que Ventress no era hombre de sentir demasiadas obligaciones por mucho que los demás lo ayudaran, y Sanders tuvo la impresión de que Ventress en realidad había sentido una chispa de hermandad entre ambos durante el viaje en el vapor desde Libreville, y que era capaz de descargar toda su simpatía o toda su hostilidad en encuentros casuales como ese.

Los movimientos dentro del mirador cesaron. Sanders salió del escondite detrás de la ventana.

—Cuando lo atacaron en Port Matarre…, ¿eran hombres de Thorensen?

Ventress se encogió de hombros.

—Puede ser, doctor. No se preocupe, yo lo cuidaré.

—Le van a complicar el trabajo. Esos rufianes eran gente de acción. Por lo que me dijo el capitán del ejército, las empresas de explotación de diamantes no piensan permitir que nadie se entrometa.

Ventress meneó la cabeza, exasperado por la estupidez de Sanders.

—¡Doctor! Insiste en buscar las razones más triviales… Es evidente que no tiene idea de los motivos verdaderos. Por última vez le digo que no estoy interesado en los malditos diamantes de Thorensen. ¡Ni siquiera Thorensen lo está! Lo que ocurre entre nosotros…— Se interrumpió y miró vagamente por la ventana; su rostro mostraba por primera vez rastros de fatiga. En tono distraído, casi como si estuviese hablando solo, continuó: —Respeto a Thorensen, créame… Por torpe que sea, sabe que nuestra meta es la misma, que diferimos sólo en el método…— Ventress dio media vuelta. —Ahora conviene que nos vayamos— anunció. —No tiene sentido quedarse. ¿Adónde va usted?

—A Mont Royal, si es posible.

—No será posible. —Ventress señaló por la ventana—. El centro de la tormenta está ahora entre nosotros y el pueblo. Su única esperanza es llegar al río y seguirlo hasta la base del ejército. ¿A quién busca usted?

—A un antiguo colega mío y a su mujer. ¿Conoce usted el hotel Bourbon? Está a cierta distancia del pueblo. El hospital de mis amigos queda cerca del hotel.

—¿Bourbon? —Ventress se tocó la cara—. Parece que se ha equivocado usted de siglo… Anda otra vez fuera de tiempo, Sanders. —Avanzó hacia la puerta—. Es sólo una vieja ruina que sólo Dios sabe dónde queda. Tendrá que acompañarme hasta el borde del bosque, y luego regresar a pie a la base del ejército.

Probando cada paso, bajaron por la escalera cristalizada. Al llegar a la mitad Ventress, que abría la marcha, se detuvo e indicó por señas a Sanders que se adelantase.

—La pistola. —Se palmeó la sobaquera—. Yo iré detrás. Vea si nota algo desde la puerta.

Sanders atravesó el vestíbulo vacío, volviendo sobre sus pasos. Se detuvo entre las columnas enjoyadas: a pesar de las instrucciones de Ventress, no tenía demasiadas ganas de mostrarse en la amplia entrada, bajo el pórtico con columnas. Al centro del vestíbulo no llegaban ruidos del jardín ni de los árboles, y esperó entre las columnas, junto a la alcoba de la izquierda, entre docenas de reflejos de sí mismo que brillaban en las paredes y los muebles forrados de cristal.

Involuntariamente, Sanders levantó las manos para apresar los arcos iris de luz que le corrían por los bordes del traje y del rostro. En los espejos se multiplicaba una legión de El Dorados, todos con sus propias facciones: jamás había esperado ver tantas imágenes de sí mismo vestido de hombre de luz. Estudió un reflejo suyo de perfil, y notó que las bandas de color le ablandaban las arrugas de la boca y de los ojos, borrando el residuo de tiempo que había endurecido esos tejidos como las escamas de la lepra. Por un momento tuvo veinte años menos: la rubicunda capa de colores de las mejillas parecía más magistral que la paleta de un Rubens o de un Tiziano.

Sanders se volvió hacia el reflejo opuesto y descubrió sorprendido que entre esas imágenes prismáticas de sí mismo refractadas por el sol, había una que era un hermano gemelo, aunque más oscuro. El perfil y los rasgos de esa figura estaban en las sombras, pero la piel era casi de color ébano, y reflejaba los azules y los violetas moteados del extremo opuesto del espectro. La figura sombría, algo amenazadora en el luminoso alrededor, estaba inmóvil, mirando hacia otro lado como si tuviera conciencia de su aspecto negativo. En la mano caída un filo de luz plateada fulguraba como una estrella en un cáliz.

De pronto Sanders saltó detrás de la columna de la izquierda, mientras el negro oculto en la alcoba arremetía contra él. El cuchillo centelleó pasando por delante de la cara de Sanders: la luz blanca se zambulló entre los reflejos que giraban como soles borrachos alrededor de los dos hombres, de cuyas piernas y brazos manaban torrentes de color. Sanders pateó la mano del negro, reconociendo a medias a uno de los rufianes que había visto en los andenes de Port Matarre. Agazapado, la cara huesuda y afilada casi entre las rodillas, el negro amagó con el cuchillo. Sanders retrocedió hacia la escalera, y entonces vio al gigantesco mulato de la cazadora que lo miraba desde detrás de una biblioteca de la sala, con un Colt automático en la mano cubierta de cicatrices. La escarcha de fuera había dado al rostro oscuro un brillo luminoso.

Sanders no alcanzó a gritarle a Ventress: un disparo rugió perforando el aire. Al agacharse vio que el negro del cuchillo estaba caído en el suelo y pateaba de dolor. El moteado enrejado de la pared cayó hecha añicos sobre un diván y el negro se levantó y salió corriendo por la puerta como un animal herido. Lo siguió un segundo disparo desde la escalera, y Ventress salió de atrás de la baranda. El rostro crispado oculto por la escopeta le indicó a Sanders que se alejase de la puerta y se metiese en la sala.

El mulato escondido junto a la biblioteca atravesó la habitación corriendo; se detuvo debajo del candelabro y disparó: el impacto de la explosión arrancó una lluvia de luz de los colgantes de cristal tallado que tenía sobre la cabeza rapada. Le gritó a un hombre alto, de tez blanca y vestido con un chaquetón de cuero junto a la pared de enfrente y que de espaldas a la escalera abría una caja fuerte empotrada sobre el hogar ornamental.

El mulato lo cubrió disparando desde la puerta. El hombre sacó un pequeño cofre del estante superior de la caja fuerte mientras Ventress derribaba un perchero de caoba en el pasillo. El cofre cayó al suelo y docenas de rubíes y zafiros se desparramaron entre los pies del hombre alto. Sin prestarle atención a Ventress, que intentaba dispararle al mulato, el hombre se inclinó y recogió algunas de las piedras con manos grandes. Luego él y el mulato corrieron hacia el ventanal; no les costó romper con los hombros los débiles marcos.

Ventress saltó sobre la barricada y entró en la sala corriendo por encima del sofá y sillones demasiado acolchados. Llegó al ventanal cuando la presa desaparecía entre los árboles; cargó la escopeta con los cartuchos que llevaba en el bolsillo e hizo un disparo de despedida sobre el prado.

Apuntó el cañón hacia Sanders mientras este pasaba por encima del perchero y entraba en la sala.

—¿Qué tal, doctor? ¿Todo va bien? —Ventress respiraba agitado; los hombros pequeños se le sacudían en un exceso de energía nerviosa—. ¿Qué pasa? No lo tocó a usted, ¿verdad?

Sanders se acercó. Apartó el cañón de la escopeta con el que Ventress todavía le apuntaba. Le miró el rostro barbado y huesudo, y los ojos sobreexcitados.

—¡Ventress! ¡Usted supo todo el tiempo que estaban aquí…, le importó un rábano utilizarme como señuelo!

Se interrumpió. Ventress no le prestaba atención; miraba a derecha e izquierda por el ventanal. Sanders dio media vuelta; sintió que una calma laxa se le sumaba a la fatiga. Descubrió las gemas que centelleaban en el suelo.

—Pensé que usted había dicho que a Thorensen no le interesaban las piedras preciosas.

Ventress se volvió y miró a Sanders, y luego el suelo bajo la caja fuerte. Soltando a medias el arma, se agachó y comenzó a tocar las piedras, como si le intrigara encontrarlas allí. Distraído, guardó algunas; después juntó el resto y se las metió en los bolsillos de los pantalones.

Regresó al ventanal.

—Desde luego, es cierto lo que dice, Sanders— señaló con voz inexpresiva. —Pero créame que pensaba en la seguridad de usted—. De pronto agregó: —Salgamos de aquí.

Mientras atravesaban el prado Ventress volvió a rezagarse. Sanders se detuvo y miró la casa que se levantaba entre los árboles como una gigantesca tarta de bodas. Ventress observaba el puñado de piedras preciosas que tenía en la mano. Los brillantes zafiros se le escurrieron entre los dedos y cayeron en el césped centelleante, iluminándole las pisadas mientras entraba en las oscuras bóvedas del bosque.