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EL ACCIDENTE

DIVIDIERON LA PARTIDA en varios grupos más pequeños, cada uno acompañado por dos suboficiales. Echaron a andar por delante de la corta hilera de coches y camiones que los últimos ciudadanos europeos usaban para llevar sus posesiones al muelle. Las familias de los técnicos mineros franceses y belgas esperaban turno pacientemente, urgidas por las señales de la policía militar. Las calles de Mont Royal estaban desiertas; parecía como si toda la población nativa hubiese desaparecido hacía tiempo en el bosque. Las casas se alzaban vacías a la luz del sol; los postigos tapaban las ventanas, y los soldados iban y venían por delante de las tiendas y los bancos cerrados. Las calles laterales estaban repletas de coches abandonados, lo que indicaba que el río era la única vía de escape.

Mientras iban hacia el puesto, con la selva brillando a doscientos metros sobre la izquierda, un Chrysler grande con el parachoques mellado se acercó de pronto por la calle y frenó delante de ellos. De dentro salió un hombre alto y rubio, la chaqueta cruzada sin abotonar. Reconoció a Radek y lo llamó por señas.

—Es Thorensen —explicó Radek—. El propietario de una de las minas. Parece que no ha podido comunicarse con sus amigos. Pero quizá tenga noticias.

El hombre alto apoyó una mano sobre el coche y escudriñó los techos de las casas circundantes. Llevaba abierto el cuello de la camisa blanca, y se rascó el pescuezo como si estuviera aburrido. Aunque de cuerpo vigoroso, tenía en el rostro carnoso y largo algo de egoísmo y debilidad.

—¡Radek! —gritó—. ¡No dispongo de todo el día! ¿Ese es Sanders? —Se volvió de golpe hacia el doctor, y lo saludó con la cabeza—. Mire, se los busqué. Están en el hospital de la misión cerca del viejo Hotel Bourbon; él y la mujer iban a venir aquí. Hace diez minutos él me llamó por teléfono para decirme que la mujer se había ido a alguna parte, y que tenía que buscarla.

—¿Se había ido a alguna parte? —repitió el doctor Sanders—. Eso ¿qué significa?

—¿Cómo puedo saberlo? —Thorensen subió al coche, acomodando en el asiento el cuerpo enorme como si estuviese cargando una bolsa de harina—. De todos modos dijo que estaría aquí a las seis. ¿Conforme, Radek?

—Gracias, Thorensen. Estaremos aquí a esa hora.

Thorensen saludó con la cabeza, y retrocedió atravesando la calle en una nube de polvo. Luego arrancó a gran velocidad, casi atropellando a un soldado que pasaba.

—Un diamante en bruto —comentó Sanders—. Si es que puedo utilizar esa expresión. ¿Cree usted que se ha comunicado con los Clair?

Radek se encogió de hombros.

—Es probable. Thorensen no es hombre en quien se pueda confiar demasiado pero me debía un pequeño favor por unos medicamentos. Un hombre difícil, siempre metido en alguna cosa. Pero nos ha sido útil. Los otros propietarios de las minas se han ido, pero Thorensen todavía conserva su barco.

Sanders miró alrededor, recordando el ataque a Ventress en el muelle de Port Matarre.

—¿Un yate grande de motor? ¿Con un cañón ornamental?

—¿Ornamental? Eso no suena a Thorensen. —Radek soltó una carcajada—. No recuerdo la embarcación… ¿Por qué lo pregunta?

—Me pareció haberla visto antes. ¿Qué podemos hacer ahora?

—Nada. El hotel Bourbon queda a unos cinco kilómetros de aquí; es una vieja ruina. Si vamos allí quizá no podamos regresar a tiempo.

—Qué extraño… que Suzanne Clair se haya ido de esa manera.

—Tal vez tenía que ver a un paciente. ¿Piensa que hay alguna relación entre eso y la llegada de usted?

—Espero que no… —Sanders se abotonó la chaqueta—. Hasta que llegue Max quizá podríamos echarle una mirada al bosque.

Doblaron por la primera calle lateral, siguiendo al grupo de visitantes. Caminaron hacia el bosque, que se extendía a ambos lados de la carretera a medio kilómetro de distancia. La vegetación era allí más escasa; en el suelo arenoso crecían montones de hierba. En el claro habían instalado un laboratorio móvil sobre un remolque, y un grupo de soldados iba y venía cortando muestras de los árboles y poniéndolas sobre una hilera de bastidores como si fuesen fragmentos de vidrio coloreado. El grueso del bosque rodeaba el perímetro oriental del pueblo, obstruyendo la carretera a Port Matarre y al sur.

Divididos en grupos de dos y de tres, atravesaron la cerca y echaron a andar entre los helechos vidriosos que nacían del suelo quebradizo. La superficie arenosa parecía curiosamente dura y templada; en la corteza nueva asomaban pequeñas espuelas de arena fundida.

A pocos metros del remolque, dos técnicos hacían girar en una centrifugadora varias ramas encostradas. Las astillas de luz se deslizaban fuera del cuenco y desaparecían en el aire en un continuo centelleo. Los soldados y los funcionarios que andaban por la zona de inspección hasta el límite señalado por la valla de debajo de los árboles se volvían para observar. Cuando se detuvo la centrifugadora, los técnicos miraron dentro del cuenco, quedaba un puñado de ramas fláccidas desprovistas de fundas y de las que colgaban, sobre el fondo metálico, unas hojas descoloridas y húmedas. Sin comentarios, uno de los técnicos le mostró a Sanders la vasija que había debajo.

A veinte metros del bosque un helicóptero se preparaba para despegar. Las pesadas palas rotaban como guadañas caídas, arrancando una llamarada de luz de la vegetación alborotada. La máquina levantó vuelo con un brusco tirón, y subió con esfuerzo, balanceándose de costado en el aire, y luego avanzó trabajosamente sobre el techo de la floresta. Los soldados y el grupo de visitantes se detuvieron a mirar la vivida descarga de luz que irradiaba de las palas como un fuego de San Telmo. Luego, con un rugido áspero como el bramido de un animal herido, el aparato se deslizó hacia atrás en el aire y se zambulló de cola en el dosel del bosque treinta metros más abajo. Las sirenas de los coches militares destacados en la zona de inspección empezaron a sonar, y mientras el helicóptero se perdía de vista todos corrieron a la vez hacia el bosque.

Mientras se precipitaban por la carretera, el doctor Sanders sintió el impacto del helicóptero contra el suelo. Entre los árboles latió un resplandor. La carretera llevaba al lugar del accidente; a intervalos se veían unas pocas casas al final de caminos vacíos.

—¡Las palas se cristalizaron al acercarse a los árboles! —gritó Radek mientras trepaban la cerca—. Se vio cómo los cristales se derretían. Ojalá no les haya pasado nada a los pilotos.

Un sargento les cerró el paso, alejando por señas a Sanders y a los demás civiles que se amontonaban junto a la cerca. Radek le gritó al sargento, que dejó pasar a Sanders y luego les destacó media docena de hombres. Los soldados corrían delante de Radek y el doctor deteniéndose cada veinte metros para mirar entre los árboles.

Pronto se vieron en la espesura del bosque; habían entrado en un mundo encantado. De los árboles de cristal que los rodeaban colgaban unos enrejados de musgo vítreo. El aire parecía mucho más frío, como si todo estuviese enfundado en hielo, pero entre las ramas superiores se filtraba un continuo aleteo de luz.

El proceso de cristalización había avanzado más. Las cercas al lado de la carretera estaban tan cubiertas de costras que formaban una empalizada continua; a los lados de las estacas había una escarcha blanca de por lo menos quince centímetros de espesor. Las pocas casas que se veían entre los árboles relucían como pasteles de boda, las chimeneas y los techos blancos transformados en minaretes exóticos y cúpulas barrocas. En un prado de espuelas de cristal verde, el triciclo de un niño centelleaba como una joya de Fabergé, las ruedas adornadas con brillantes coronas de jaspe.

Los soldados seguían delante de Sanders, pero Radek se había rezagado, cojeando, deteniéndose y palpándose las suelas de las botas. Ahora Sanders entendía por qué habían clausurado la carretera a Port Matarre. La superficie del camino era una alfombra de agujas, espuelas que reflejaban la luz coloreada por las hojas. Las espuelas le desgarraban el calzado a Sanders, obligándolo a caminar con cuidado al lado de la cerca.

—¡Sanders! ¡Regrese, doctor! —Los ecos quebradizos de la voz de Radek llegaron a Sanders como un grito débil en una gruta subterránea, pero el médico continuó haciendo eses por el camino, siguiendo las figuras intrincadas que giraban y se expandían sobre su cabeza como mándalas enjoyadas.

A sus espaldas rugió un motor, y el Chrysler que había visto con Thorensen al volante apareció de golpe en la carretera, atravesando la superficie cristalina con los neumáticos pesados. Veinte metros más adelante el coche se detuvo, y Thorensen bajó. Dando un grito, le hizo señas a Sanders con la mano para que volviese por la carretera, transformada en un túnel de luz amarilla y carmesí que bajaba del follaje de los árboles.

—¡Vuelva! ¡Viene otra ola! —Thorensen miró alrededor frenéticamente, como si buscase a alguien, y echó a correr detrás de los soldados.

El doctor Sanders se quedó descansando junto al Chrysler. Había habido un cambio notable en el bosque, como si estuviese anocheciendo. En todas partes la capa azucarada que envolvía los árboles y la vegetación era más oscura y opaca. El suelo de cristal parecía espeso y gris, y las agujas eran ahora espuelas de basalto. La brillante panoplia de luz coloreada había desaparecido y un débil resplandor ambarino que apagaba los destellos del suelo se movía entre los árboles. Al mismo tiempo hacía bastante más frío.

El doctor Sanders dejó el coche y empezó a caminar regresando por la carretera —Radek seguía gritándole sin voz—, pero el aire frío le bloqueó el camino como una pared refrigerada. Se levantó el cuello del traje tropical y retrocedió hacia el coche, pensando si tendría que refugiarse dentro. El frío se intensificó, y le entumeció la cara y le hizo sentir las manos quebradizas y descarnadas. Llegó desde algún lado el grito apagado de Thorensen, y vio la imagen fugaz de un soldado que corría a toda velocidad entre los árboles de color gris diamantino.

A la derecha de la carretera la oscuridad envolvió el bosque, borrando los perfiles de los árboles, y luego, de pronto, se extendió sobre el camino. Al doctor Sanders le escocieron los ojos, y se los restregó para quitarse los cristales de hielo que se le habían formado sobre las órbitas. Cuando se le aclaró la vista notó que todo a su alrededor estaba acumulándose una gruesa capa de escarcha que aceleraba el proceso de cristalización. Las agujas de la carretera, como espinas de un gigantesco puerco espín, tenían ahora treinta centímetros de altura, y las colgaduras de musgo entre los árboles eran más gruesas y traslúcidas: los troncos parecían hilos moteados. Las hojas se entrelazaban en un mosaico continuo.

Las ventanas del coche estaban cubiertas de escarcha.

El doctor Sanders estiró el brazo hacia la portezuela pero el frío intenso le aguijoneó los dedos.

—¡Oiga! ¡Venga! ¡Aquí!

La voz resonó detrás de él, en el camino de entrada a una casa. Sanders volvió la cabeza mientras la oscuridad se cerraba cada vez más, y vio la figura corpulenta de Thorensen que lo llamaba por señas desde el pórtico de una mansión. El césped que los separaba parecía parte de una zona menos sombría: la hierba conservaba todavía un vivido centelleo líquido, como si ese enclave se preservara intacto: una isla en el ojo de un huracán.

El doctor Sanders corrió por el camino hacia la casa. Allí el aire era por lo menos diez grados más caliente. Fue al porche y buscó a Thorensen, pero el minero había regresado de prisa al bosque. Pensando si lo seguiría o no, Sanders miró cómo se acercaba por el césped la pared de tinieblas que cubría con un manto el follaje rutilante. En el fondo del camino, el Chrysler estaba ahora cubierto por una capa espesa de vidrio congelado; en el parabrisas habían brotado mil cristales de flor de lis.

Caminando con rapidez alrededor de la casa, mientras la zona de seguridad avanzaba por el bosque, el doctor Sanders atravesó los restos de una huerta donde crecían hasta la cintura unas plantas de cristal verde como esculturas exquisitas. Esperó mientras la zona vacilaba y cambiaba de dirección, y trató de mantenerse en el centro del foco.

Durante la hora siguiente anduvo tropezando por la floresta, extraviado, llevado a derecha e izquierda por las murallas de oscuridad. Había entrado en una infinita caverna subterránea donde unas piedras enjoyadas brotaban de la penumbra espectral como plantas marinas y el rocío se levantaba sobre la hierba en fuentes blancas. Sanders cruzó y volvió a cruzar la carretera. Las agujas casi le llegaban a la cintura, y no tenía más remedio que gatear sobre los tallos quebradizos.

Una vez, mientras descansaba apoyado en el tronco de un roble bifurcado, un pájaro inmenso y multicolor echó a volar encima de él y se alejó chillando y derramando cascadas de luz desde las alas rojas y amarillas.

Al fin la tormenta amainó y las coloreadas copas de los árboles filtraron una luz pálida. El bosque era otra vez un sitio de arco iris; una intensa luz iridiscente brillaba alrededor de Sanders. El médico echó a andar por un camino estrecho y sinuoso hacia una enorme casa colonial. La mansión se alzaba como un pabellón barroco en una elevación del centro del bosque. Transformada por la escarcha, parecía un fragmento intacto de Versalles o de Fontainebleau, con pilastras y frisos que se derramaban desde el ancho techo como fuentes esculpidas.

El camino se estrechaba, esquivando la cuesta que llevaba a la casa, pero la costra endurecida lisa, como cuarzo fundido, era una superficie más cómoda que los dientes de cristal del césped. Cincuenta metros más adelante el doctor Sanders se topó con lo que sin duda era un enjoyado bote de remos asentado con firmeza en el camino y amarrado a la cerca con una cadena de lapislázuli. Se dio cuenta de que caminaba por un pequeño afluente del río, y que debajo de la costra de vidrio corría aún una delgada corriente de agua. Ese vestigio de movimiento impedía de algún modo que el riacho se cubriese de formas puntiagudas como el resto del suelo de la floresta.

Mientras estaba detenido junto al bote, tocando los cristales de los lados una enorme criatura de cuatro patas incrustada a medias en la superficie se arrastró hacia delante a través de la costra del camino, y los musgos que le envolvían el hocico y el lomo se estremecieron como una armadura transparente. Las fauces mordieron el aire en el silencio mientras luchaba por liberar las patas, sin poder moverse más que unos pocos centímetros en el hueco que tenía su propia forma y en el que ahora empezaba a entrar un hilo de agua. Investido por la luz rutilante que manaba de su propio cuerpo, el cocodrilo parecía un fabuloso animal heráldico. Los ojos ciegos se le habían transformado en inmensos rubíes cristalinos. Arremetió de nuevo, y el doctor Sanders le pateó el hocico, desparramando las gemas húmedas que le cerraban la boca.

La criatura volvió a inmovilizarse en una postura congelada. El doctor Sanders salió del río y cojeó subiendo por el césped hacia la casa, cuyas torres encantadas se alzaban por encima de los árboles. Aunque sin aliento y casi exhausto, tenía una curiosa premonición de esperanza y deseo, como si fuese un Adán que tropieza al huir con una puerta olvidada del paraíso prohibido.

Desde una ventana del piso de arriba lo observaba el hombre barbudo del traje blanco, apuntándole al pecho con una escopeta.