EL BOSQUE CRISTALIZADO
A OCHO KILÓMETROS de Mont Royal el río se estrechaba hasta poco más de cien metros de ancho. Aragón aminoró la velocidad de la lancha a unos cuantos nudos, y la llevó entre las islas de basura que arrastraba la corriente, esquivando las enredaderas que colgaban en el agua desde ambas orillas. Echado hacia delante, el doctor Sanders observaba con atención la floresta pero los enormes árboles seguían oscuros e inmóviles.
Salieron a un tramo más abierto, donde parte de la maleza de la orilla derecha se abría en un pequeño claro. Mientras Sanders señalaba un grupo de edificios ruinosos se oyó un estruendo en la cúpula de la floresta, allá arriba, como si hubiesen instalado un gigantesco motor en las ramas más altas, un instante después un helicóptero pasó por encima de los árboles.
El helicóptero se perdió de vista, pero el ruido quedó reverberando en el follaje. Los pocos pájaros que andaban cerca aletearon perdiéndose en la oscuridad, y los cocodrilos perezosos se sumergieron en el agua manchada por las cortezas de los árboles. Cuando volvió a aparecer el helicóptero, medio kilómetro delante de ellos, Aragón redujo la potencia del motor y llevó la embarcación hacia la orilla, pero Sanders meneó la cabeza.
—¿Para qué vamos a detenernos, capitán? No podemos hacer el camino a pie, a través del bosque. Cuanto más arriba lleguemos, mejor.
Mientras avanzaban alejándose de las aguas profundas, el helicóptero siguió girando allá arriba, subiendo a veces hasta unos doscientos o trescientos metros como para tener una visión mejor del río, otras veces descendiendo sobre el agua veinte metros delante de ellos, tocando casi la superficie. De pronto se alejó bruscamente y describió un amplio círculo sobre el bosque.
A la vuelta de la curva siguiente donde el río se ensanchaba en un pequeño puerto, encontraron una barrera de pontones que atravesaba el canal de una orilla a otra. Sobre la derecha, a lo largo de los muelles, se sucedían los almacenes, con los nombres de las compañías mineras. Había dos lanchas de desembarco y varias embarcaciones militares amarradas, y los soldados nativos andaban atareados descargando pertrechos y tambores de combustible. Más allá, en el claro, se había instalado un campamento militar de considerables dimensiones. La hilera de tiendas se extendía entre los árboles, ocultas a medias por los festones grises del musgo. Por todas partes había grandes pilas de vallas de metal, y una cuadrilla de hombres pintaba unas señales negras con pintura luminosa.
En el centro de la barrera de pontones, un sargento francés les habló por un megáfono eléctrico, señalando los muelles.
—A droite. ¡A droite!— Junto al espigón esperaba un grupo de soldados, apoyados en rifles.
Aragón vaciló, haciendo girar la lancha en una lenta espiral.
—¡Y ahora qué hacemos, doctor?
Sanders se encogió de hombros.
—Habrá que seguir. Es inútil que intentemos escapar. Si yo quiero encontrar a los Clair y si Louise quiere obtener su historia, tendremos que atenernos a lo que diga el ejército.
Se acercaron a la costa entre las dos lanchas de desembarco, y Aragón tiró los cabos a los soldados que esperaban en el muelle. Mientras trepaban a la cubierta de madera, el sargento del megáfono se acercó caminando por los pontones.
—Hizo un buen tiempo, doctor. El helicóptero apenas pudo alcanzarlo. —Señaló un pequeño aeropuerto entre los almacenes, al lado del campamento. La máquina estaba aterrizando con un rugido, levantando una tremenda nube de polvo.
—¿Usted sabía que veníamos? Pensé que la línea telefónica no funcionaba.
—Correcto. Pero sabe usted, doctor, tenemos una radio. —El sargento ensayó una sonrisa amistosa. Ese distendido buen humor, tan poco característico de los militares cuando tratan con los civiles, le hizo pensar a Sanders que quizá los acontecimientos en el bosque cercano habían llevado a esos soldados a desear encontrarse con algunos otros hombres, uniformados o no.
Consultando un trozo de papel, el sargento saludó a Louise y a Aragón.
—¿Mademoiselle Peret? ¿Monsieur Aragón? Vengan por aquí. El capitán Radek quisiera hablar unas palabras con usted, doctor.
—Desde luego. Dígame, sargento, si disponen de una radio, ¿cómo es que la policía de Port Matarre no tiene la menor idea de lo que está ocurriendo?
—¿Qué es lo que está ocurriendo, doctor? Una cuestión que mucha gente está tratando de resolver ahora mismo. En cuanto a la policía de Port Matarre, le contamos lo menos posible, lo poco que ellos pueden entender parece conveniente para ella. Usted sabe, no tenemos ganas de que corran rumores.
Echaron a andar hacia una barraca metálica que era el cuartel general del batallón. El doctor Sanders se volvió a mirar el río. Dos soldados jóvenes iban y venían por la barrera, llevando en las manos redes grandes para cazar mariposas; en forma sistemática hundían las redes en el agua que atravesaba la malla de alambre de los pontones. Del otro lado debajo de la barrera había más embarcaciones anfibias amarradas al muelle con las tripulaciones preparadas. Las dos lanchas de desembarco casi se hundían en el agua, cargadas con enormes cajas y fardos, una selección aleatoria de artículos domésticos —frigoríficos, acondicionadores de aire y cosas por el estilo— y maquinarias y armarios para oficinas.
Cuando llegaron al borde del campo de aterrizaje, el doctor Sanders vio que la pista principal era un segmento de la carretera que unía a Port Matarre con Mont Royal. A un kilómetro de distancia habían cerrado el camino con hileras de bidones de cincuenta galones pintados con rayas blancas y negras. Más allá de ese punto el bosque comenzaba a subir, y asomaban las montañas azules de la zona minera. Allá abajo, junto al río, la luz del sol que presidía la selva brillaba en los techos blancos del pueblo.
Fuera de la pista estaban detenidos otros dos monoplanos militares. Los rotores del helicóptero se habían detenido y colgaban sobre las cabezas de un grupo de cuatro o cinco civiles que salían tambaleantes de la cabina. Al llegar a la puerta de la barraca el doctor Sanders reconoció la figura de negro que caminaba por el suelo polvoriento.
—¡Edward! —Louise le aferró el brazo—. ¿Quién es ese?
—El sacerdote. Balthus. —Sanders se volvió hacia el sargento, que estaba abriendo la puerta—. ¿Qué hace aquí?
El sargento calló un instante mientras observaba a Sanders.
—Aquí está su parroquia, doctor. Cerca del poblado. ¿Tendríamos que detenerlo?
—Desde luego. —Sanders se tranquilizó. La fuerte impresión que le había causado la llegada del sacerdote le hizo comprender hasta qué punto se identificaba ya con la selva. Señaló los civiles que todavía estaban acostumbrándose a caminar por tierra firme—. ¿Y los otros?
—Expertos en agricultura. Llegaron en hidroavión a Port Matarre esta mañana.
—Suena a operación grande. ¿Usted ha visto la selva, sargento?
El sargento alzó la mano.
—El capitán Radek le explicará, doctor—. Llevó al doctor Sanders por el pasillo, abrió una puerta que daba a una pequeña sala de espera y llamó por señas a Louise y a Aragón. —Mademoiselle…, por favor, póngase cómoda. Haré que le sirvan un café.
—Pero sargento, yo tengo que… —Louise comenzó a protestar, pero Sanders le puso una mano en el hombro.
—Louise, conviene que esperes aquí. Averiguaré todo lo que pueda.
Aragón saludó a Sanders con la mano.
—Hasta luego, doctor. Le vigilaré las maletas.
El capitán Radek esperaba a Sanders en su oficina. Doctor del cuerpo médico del ejército, estaba visiblemente contento de encontrar a otro médico en la vecindad.
—Siéntese, doctor, es un placer verlo. Ante todo, para que se tranquilice, quiero comunicarle que dentro de media hora partirá para la zona una cuadrilla de inspección, y he hecho los arreglos necesarios para que nos lleven.
—Gracias, capitán. ¿Y Mademoiselle Peret? Ella…
—Lo siento, doctor. Eso no será posible. —Radek apoyó las palmas de las manos en el escritorio metálico, como tratando de arrancarle algún tipo de decisión. Alto y delgado, de mirada un tanto débil, parecía ansioso por llegar a un entendimiento personal con Sanders: la presión de los acontecimientos obligada a omitir los preliminares de costumbre en una amistad—. Me temo que por el momento no vamos a dejar entrar a los periodistas. No es decisión mía pero estoy seguro de que usted me comprende. Quizá deba agregar que hay varios asuntos que no podré confiarle, como nuestras operaciones en la zona, los planes de evacuación, etcétera, pero seré lo más franco posible. El profesor Tatlin llegó esta mañana en vuelo directo desde Libreville; ahora mismo está en el lugar de la inspección, y no dudo de que le agradará tener la opinión de usted.
—Se la daré con mucho gusto —dijo el doctor Sanders—. Aunque no es exactamente mi especialidad.
Radek movió una mano débilmente, y la dejó caer de nuevo sobre la mesa. Habló en voz baja, atento a los posibles sentimientos de Sanders:
—¿Sabe, doctor? Me parece que hay una gran similitud entre lo que sucede aquí y la especialidad de usted. En cierto modo, una cosa es el lado oscuro de la otra. Pienso en las escamas plateadas de la lepra, las que dan nombre a la enfermedad—. Se enderezó en la silla. —Dígame, ¿ha visto alguno de los objetos cristalizados?
—Algunas flores y hojas. —Sanders decidió no mencionar al muerto de la mañana. Por franco y agradable que pareciese ese joven médico del ejército, la principal prioridad de Sanders era llegar a la selva. Si sospechaban que había alguna relación entre él y la muerte de Matthieu, lo más probable era que se viese envuelto en una interminable investigación militar—. El mercado nativo está repleto de esas cosas. Las venden como objetos de arte.
Radek asintió.
—Esto ocurre desde hace un cierto tiempo… casi un año, en realidad. Primero fueron joyas de fantasía, luego pequeñas tallas y objetos sagrados. Últimamente ha habido aquí bastante movimiento: los nativos llevaban tallas baratas a la zona activa, las dejaban allí toda la noche y al día siguiente iban a recogerlas. Por desgracia algunos de los materiales, en particular las joyas, tendían a disolverse.
—¿El movimiento rápido? —preguntó el doctor Sanders—. Lo he visto. Un efecto curioso, esa descarga de luz. Desconcertante para quienes las llevan encima.
Radek sonrió.
—Con la bisutería no tenía importancia pero algunos de los mineros nativos comenzaron a utilizar la misma técnica en los pequeños diamantes que sacaban de contrabando. Como usted sabe, las minas aquí no producen piedras preciosas, y fue natural que todo el mundo se sorprendiese cuando empezaron a llegar esas piedras grandes al mercado. Las acciones de la Bolsa de París subieron a alturas fantásticas. Así empezó todo. Mandaron a un hombre a investigar y terminó en el río.
—¿Había intereses creados?
—Los hay todavía. No somos los únicos que tratan de poner aquí un poco de orden. Las minas nunca han sido demasiado rentables… —Radek parecía a punto de revelar algo pero cambió de idea, quizás ante la reserva de Sanders—. Bueno, pienso que puedo contarle, claro que en confianza, que no es esta la única zona afectada. En este momento hay por lo menos dos lugares: uno en los Everglades de la Florida y otro en los pantanos de Pripet en la Unión Soviética. Desde luego, ambos están siendo investigados a fondo.
—¿Entonces se entiende el efecto? —preguntó Sanders.
Radek meneó la cabeza.
—En absoluto. El equipo soviético está dirigido por un discípulo de Lysenko. Como se imaginará usted, está haciendo perder el tiempo a los rusos. Cree que todo se debe a mutaciones no hereditarias, y que como hay un aparente aumento de peso en los tejidos piensa que sería posible también incrementar las cosechas—. Radek rió con cansancio. —Me gustaría ver a unos rusos robustos tratando de masticar esos trozos de vidrio.
—¿Cuál es la teoría de Tatlin?
—En general está de acuerdo con los expertos norteamericanos. Hablé con él en la zona de investigación esta mañana. —Radek abrió un cajón, sacó algo y se lo arrojó a Sanders por encima del escritorio. Quedó allí como un cuero cristalizado, emitiendo una luz suave—. Un trozo de corteza que les muestro a las visitas.
El doctor Sanders lo empujó sobre el escritorio, devolviéndolo.
—Gracias, vi el satélite anoche.
Radek asintió con la cabeza. Usando la regla atrajo la corteza, la dejó caer en el cajón y lo cerró, contento sin duda de no tener ese objeto a la vista. Se frotó los dedos.
—¿El satélite? Sí, realmente es un espectáculo impresionante. Venus tiene ahora dos lampadarios. Y no sólo dos. Aparentemente, en el Observatorio del Monte Hubble de los Estados Unidos, ¡han visto que florecían galaxias distantes!
Radek hizo una pausa.
—Tatlin cree que ese Efecto Hubble, como lo llaman, se parece más a un cáncer que cualquier otra cosa: una verdadera proliferación de la identidad subatómica de toda la materia. Es como si la refracción a través de un prisma produjese una secuencia de imágenes desplazadas pero idénticas de un mismo objeto con la diferencia de que el incremento tiempo hace aquí el papel de la luz.
Golpearon la puerta. El sargento se asomó.
—La cuadrilla de inspección está lista para partir, señor.
—Muy bien. —Radek se levantó y sacó la gorra del gancho—. Vamos a echar un vistazo, doctor. Pienso que se va a impresionar.
Cinco minutos más tarde el grupo de visitantes, alrededor de una docena de hombres, partió en una de las embarcaciones anfibias. El padre Balthus no estaba entre ellos, y Sanders supuso que habría salido por tierra hacia la misión. No obstante, cuando le preguntó a Radek por qué no se acercaban a Mont Royal por la carretera, el capitán le dijo que estaba cerrada. En respuesta a una petición de Sanders, el capitán dispuso que utilizaran el teléfono de campaña y se comunicasen con la clínica donde trabajaban Suzanne y Max Clair. El propietario de la mina vecina, un sueco-norteamericano llamado Thorensen, les informaría de la llegada de Sanders, y con suerte Max estaría esperándolo en el puerto.
Radek no sabía nada del paradero de Anderson.
—Pero —le explicó a Louise antes de embarcar— hasta nosotros hemos tenido grandes dificultades para tomar fotografías: las imágenes de los cristales parecen nieve mojada, y en París son todavía escépticos; así que quizás anda por ahí dando vueltas, esperando obtener una foto convincente.
Mientras tomaba asiento junto al conductor en la proa del anfibio, el doctor Sanders saludó con la mano a Louise Peret, que lo miraba desde el muelle por encima de la barrera de pontones. Había prometido volver a buscarla con Max después de visitar la zona afectada, pero sin embargo Louise había intentado retenerlo.
—Edward, espera hasta que pueda acompañarte. Es demasiado peligroso para ti…
—Estoy en buenas manos, querida. El capitán cuidará de que todo salga bien.
—No hay peligro, Mademoiselle Peret —le aseguró Radek—. Lo traeré de vuelta.
—No quise… —Louise abrazó de prisa a Sanders y regresó a la lancha de motor, donde Aragón conversaba con dos de los soldados. La presencia de la barrera parecía dividir el bosque en dos sectores: más allá de los pontones se entraba en un mundo donde estaban suspendidas las leyes normales del universo físico. El estado de ánimo del grupo no era muy alegre, y los funcionarios y los expertos franceses iban sentados juntos en popa, como para poner la máxima distancia posible entre ellos y lo que iban a afrontar.
Avanzaron durante diez minutos entre las verdes paredes del bosque. Encontraron un convoy de lanchas de motor arrastradas por una lancha de desembarco. Todas bien repletas, las cubiertas y los techos de los camarotes tan cargados de toda clase de enseres domésticos, cochecitos de niños y colchones, lavarropas y atados de ropa, que sólo quedaban unos pocos centímetros de espacio libre en el medio de la embarcación. Sobre el cargamento, con rostros solemnes, las maletas en las rodillas, iban los niños franceses y belgas. Los padres miraron inexpresivamente a Sanders y a sus acompañantes.
Las últimas lanchas pasaron al lado de la embarcación anfibia, y Sanders se volvió para mirarlas.
—¿Están evacuando el pueblo? —le preguntó a Radek.
—Ya estaba casi vacío cuando llegamos. La zona afectada cambia de lugar, y quedarse es demasiado peligroso.
Doblaron una curva; allí, en las cercanías de Mont Royal, el río se ensanchaba, y hacia delante se veía en las aguas un brillo rosáceo, como si reflejaran una lejana puesta de sol o las llamas de un incendio silencioso. Pero el cielo despejado continuaba teniendo un limpio color azul. Pasaron por debajo de un puente, donde el río se abría en un remanso de medio kilómetro de diámetro.
Boquiabiertos, todos estiraron el cuello, mirando el borde de la selva delante de las casas blancas. En el largo arco de árboles suspendidos sobre las aguas brillaban innumerables prismas, los troncos y las ramas enfundados en cintas de luz amarilla y carmesí que sangraban sobre la superficie del agua, como si toda la escena estuviese siendo reproducida mediante un proceso de technicolor demasiado activo. La orilla opuesta centelleaba de lado a lado como un calidoscopio borroso; las bandas de color superpuestas incrementaban la densidad de la vegetación, y era imposible ver más allá de unos pocos metros entre los troncos de la primera hilera.
El cielo estaba despejado e inmóvil, y la luz del sol alumbraba sin pausa esa orilla magnética, pero de vez en cuando corría una brisa sobre las aguas y todo brotaba en cascadas de color que ondeaban disipándose en el aire alrededor del grupo. Luego el resplandor iba apagándose, y las imágenes de los árboles reaparecían cada uno enfundado en una armadura de luz; el follaje fulguraba como si estuviese cargado de joyas delicuescentes.
Asombrado, como el resto de los hombres que iban en la embarcación, el doctor Sanders aferró la baranda que tenía delante. La luz cristalina le salpicaba el rostro y la ropa transformando el tejido pálido en un brillante palimpsesto de colores.
La embarcación describió un arco amplio hacia el muelle, donde estaban cargando unos equipos en un grupo de lanchas, y pasaron a unos veinte metros de los árboles: los retazos de luz coloreada les pintaron las ropas, transformándolos por un instante en un cargamento de arlequines. Eso arrancó unas cuantas carcajadas, no tanto de diversión como de alivio. Entonces varias manos señalaron la orilla del agua, y vieron que el proceso no sólo había afectado a la vegetación.
En el borde del río había unas astillas de dos o tres metros de largo, aparentemente agua en proceso de cristalización; las facetas angulosas emitían una luz azul, prismática, salpicada por la estela de la lancha. Las astillas crecían en el agua como cristales en una solución química, incorporando cada vez más material: a lo largo de la orilla había una masa congestionada de lanzas romboidales como púas de un arrecife, tan afiladas que hubieran podido horadar el casco de la embarcación.
La lancha estalló en un alboroto de conjeturas, durante el cual sólo el doctor Sanders y Radek se mantuvieron callados. El capitán miraba los árboles colgantes, incrustados en masas translúcidas donde se reflejaba la luz del sol en arcos iris de colores primarios. Sin duda, los árboles estaban todavía vivos, las ramas y las hojas colmadas de savia. El doctor Sanders pensaba en la carta de Suzanne Clair. Ella había escrito «El bosque es una casa de joyas». Por alguna razón sentía menos necesidad que los demás de buscar lo que se llama una explicación científica al fenómeno que acababa de ver. La belleza del espectáculo le había hecho girar las llaves de la memoria, y mil imágenes de la infancia, olvidadas durante casi cuarenta años, le inundaron la mente, evocándole el mundo paradisíaco en el que todo parecía iluminado por esa luz prismática que Wordsworth describe con tanta exactitud en sus recuerdos de la niñez. La orilla mágica que tenía delante parecía brillar como aquella breve primavera.
—Doctor Sanders. —Radek le tocó el brazo—. Tenemos que desembarcar.
—Desde luego. —Sanders se dominó. Los primeros pasajeros bajaban por la plancha de popa.
Mientras caminaba entre los asientos, Sanders se sobresaltó; sorprendido, señaló un hombre barbudo de traje blanco que atravesaba la planchada.
—¡Oiga…! ¡Ventress!
—¿Doctor? —Radek lo alcanzó y lo miró a los ojos buscando el impacto del bosque—. ¿Se siente usted mal?
—No, en absoluto. Pensé… que había reconocido a alguien. —Miró cómo Ventress esquivaba a los funcionarios y se alejaba por el muelle, la cabeza huesuda muy tiesa sobre los hombros. Llevaba el traje todavía cubierto por débiles motas multicolores, como si la luz de la selva le hubiese contaminado la tela, reiniciando el proceso. Sin mirar atrás, el hombre se metió entre dos almacenes y desapareció tras las bolsas de harina de cacao.
Sanders se quedó mirando, sin saber si de verdad había visto a Ventress: la figura vestida de blanco ¿habría sido una alucinación producida por la floresta prismática? Parecía imposible que Ventress se hubiese colado en la embarcación, ni siquiera disfrazado de experto en agricultura, aunque Sanders había estado tan distraído por la expectativa de ver por primera vez la zona afectada que no se había molestado en mirar a sus compañeros de viaje.
—¿Quiere descansar, doctor? —preguntó Radek—. Podemos detenernos un momento.
—Si usted quiere… —Se detuvieron al lado de uno de los bolardos metálicos. Sanders se sentó encima, pensando todavía en la esquiva figura de Ventress y en su verdadero significado. Volvió a tener la impresión de confusión que había nacido a la extraña luz de Port Matarre, confusión simbolizada en cierto modo por Ventress y su rostro cadavérico. Pero por mucho que Ventress pareciese reflejar la fulgurante penumbra de Port Matarre, Sanders estaba seguro de que era aquí, en Mont Royal, donde el hombre de traje blanco conseguiría de verdad lo que se proponía.
—Capitán… —Sin pensar, Sanders dijo—: Radek, no fui del todo franco con usted…
—¿Doctor? —Los ojos de Radek miraban a Sanders. El capitán asintió despacio, como si ya supiese lo que iba a decir Sanders.
—No me malinterprete. —Sanders señaló el bosque que brillaba al otro lado de las aguas—. Me alegro de que esté aquí, Radek. Antes sólo pensaba en mí mismo. Tuve que salir de Fort Isabelle…
—Lo entiendo, doctor. —Radek le tocó el brazo—. Ahora tenemos que acompañar al grupo. —Mientras caminaban por el muelle, Radek dijo en voz baja—: Fuera de este bosque todo parece polarizado, ¿verdad?; dividido en blanco y negro. Espere a llegar a los árboles, doctor. Allí quizá se le reconcilien esas cosas.