UN AHOGADO
A LA MAÑANA SIGUIENTE sacaron del río, en Port Matarre, el cuerpo de un hombre ahogado. Poco después de las diez el doctor Sanders y Louise Peret caminaron hasta el puerto a lo largo del mercado nativo con la esperanza de contratar a un barquero que los llevase río arriba hasta Mont Royal. El puerto estaba casi vacío, y la mayoría de las lanchas habían atravesado el río y se habían instalado en la orilla de enfrente. Las pasarelas caídas asomaban en el agua como esqueletos de lagartos y uno o dos pescadores andaban buscando algo entre ellas.
El mercado estaba desierto, ya fuese a causa del incidente de la noche anterior o porque la escena del padre Balthus con la cruz enjoyada había atemorizado a los propietarios de los puestos.
A pesar de que la floresta brillaba de noche con una luz compacta, de día había vuelto a ponerse oscura y sombría, como si el follaje se estuviese recargando con el sol. La penetrante sensación de desasosiego había convencido a Sanders de la necesidad de partir hacia Mont Royal lo antes posible. Mientras caminaba miró buscando señales del mulato y de sus dos ayudantes. Pero por las dimensiones del ataque a Ventress —el yate de crucero armado y su atento timonel habían desempeñado sin duda algún papel en el intento de asesinato—, Sanders pensaba que los supuestos asesinos ya habrían puesto una distancia segura entre ellos y la policía.
Durante la corta caminata desde el hotel, Sanders casi había esperado oír el susurro de Ventress llamándolo desde las sombras de la galería, pero no había encontrado rastros de él en el pueblo. Por improbable que fuese, la languidez uniforme de la luz de Port Matarre convenció a Sanders de que la figura de traje blanco ya se había ido.
Le mostró a Louise el revoltijo de pasarelas desplomadas, y el casco carbonizado de la lancha de motor encallada en las aguas poco profundas, y le describió el ataque del mulato y sus hombres.
—Quizás intentaba robar algunas joyas de las lanchas —sugirió Louise—. Podían estar defendiéndose.
—No, había algo más… ese mulato perseguía realmente a Ventress. Si no hubiese llegado la policía ambos habríamos terminado boca abajo en el río.
Louise esbozó una mueca y le aferró el brazo, como si le costase convencerse de la identidad física de Sanders en el nexo de incertidumbre de Port Matarre.
—Pero ¿por qué habrían de atacarlo?
—No tengo la menor idea… ¿Tú no averiguaste nada acerca de Ventress?
—No, te seguí a ti casi todo el tiempo. Ni siquiera he visto a ese hombrecito de la barba. Haces que parezca muy siniestro.
Sanders se rió. Tomándola por los hombros durante algunos pasos dijo:
—Mi querida Louise, tienes un complejo de Barbazul, como todas las mujeres. En realidad, Ventress no tiene nada de siniestro, por el contrario, es bastante ingenuo y vulnerable…
—¿Como Barbazul, digamos?
—Bueno, no tanto. Pero esa manera de hablar con acertijos todo el tiempo… pareciera que tiene miedo de mostrarse. Me ha dado la impresión de que sabía algo acerca de ese proceso de cristalización.
—Pero ¿por qué no te lo dijo sin vueltas? ¿De qué manera podría tener algo que ver su propia situación?
Sanders calló un momento, mirando las gafas de sol que Louise seguía llevando en la mano.
—¿No tendrá que ver con la situación de todos nosotros, Louise? A nuestras espaldas, en Port Matarre, hay tanto sombras negras como sombras blancas… y sólo Dios sabe por qué. Pero de una cosa estoy seguro: ese proceso no entraña ningún peligro físico, o Ventress me habría avisado. Si algo hizo fue alentarme para que viajase a Mont Royal.
Louise se encogió de hombros.
—Quizá le convenga tenerte allí.
—Quizá… —Habían dejado pasar los muelles principales del puerto nativo, y Sanders se detuvo a hablar con los mestizos propietarios de las lanchas de pesca amarradas a lo largo de la orilla. Los nativos sacudían la cabeza cuando les mencionaba Mont Royal, o tenían un aspecto poco recomendable.
Sanders volvió junto a Louise.
—Nada. De todos modos no son las embarcaciones indicadas.
—¿Aquello no es el transbordador? —Louise señaló con la mano la orilla del agua, a unos doscientos metros, cerca de un embarcadero flotante donde había una media docena de personas. Dos hombres armados con pértigas guiaban un esquife grande.
Cuando Louise y el doctor Sanders se acercaron, vieron que los barqueros estaban trayendo el cuerpo flotante de un hombre muerto.
El grupo de curiosos retrocedió cuando el cuerpo, empujado por las pértigas, encalló en las aguas poco profundas. Tras una pausa alguien se adelantó y lo arrastró hasta el barro húmedo. Durante unos instantes todos lo miraron, mientras el agua fangosa se le escurría de las ropas y le resbalaba por las mejillas y los ojos descoloridos.
—¡Oooh…! —Louise se volvió, estremeciéndose, y retrocedió subiendo a tropezones por la cuesta hasta el embarcadero. El doctor Sanders se inclinó para examinar el cadáver. Era un europeo musculoso, de tez blanca y de unos treinta años, que en apariencia no había sufrido lesiones físicas externas. A juzgar por la cantidad de pintura que habían perdido el cinto y las botas de cuero era evidente que había estado sumergido en el agua durante cuatro o cinco días, y Sanders se sorprendió al descubrir que el rigor mortis no había aparecido aún. Las articulaciones y los tejidos eran maleables, la piel firme y casi caliente.
Pero lo que más les llamó la atención a él y a los otros curiosos fue el brazo derecho del hombre. Desde el codo hasta la punta de los dedos estaba envuelto por —o, para ser más precisos, había florecido en— una masa de cristales traslúcidos a través de los cuales se veían los contornos prismáticos de la mano y de los dedos en una docena de reflejos multicolores. Ese enorme guante enjoyado, como la armadura de coronación de un conquistador español, se secaba al calor del sol, y los cristales empezaban a emitir una luz potente y vivida.
El doctor Sanders echó una mirada por encima del hombro. Alguien más se había incorporado al grupo de curiosos. Observándolos desde lo alto de la pendiente, ajustándose bajo los hombros encorvados las ropas oscuras como alas de un ave de carroña, estaba la figura del padre Balthus. Tenía la mirada clavada en el brazo enjoyado del muerto. En una comisura de la boca le latía un pequeño tic, como si bajo la superficie de la conciencia del sacerdote un réquiem blasfemo estuviese descargándose a sí mismo. En seguida, con un esfuerzo deliberado, giró sobre un talón y se alejó caminando por la orilla del río hacia el pueblo.
Al acercarse uno de los barqueros, Sanders se levantó y se abrió paso entre el círculo de curiosos hasta donde estaba Louise.
—¿Es Anderson, el norteamericano? Lo reconociste.
Louise sacudió la cabeza.
—El cámara, Matthieu. Fueron juntos en el coche—. Alzó los ojos y miró a Sanders con el rostro demudado. —El brazo. ¿Qué le pasó?
El doctor Sanders la alejó del grupo de gente que miraba el cuerpo mientras los tejidos cristalinos emitían una luz enjoyada. A cincuenta metros de distancia el padre Balthus caminaba a zancadas por delante del puerto nativo; los pescadores se apartaban a su paso, Sanders bajó la mirada tratando de orientarse.
—Es hora de averiguarlo. Tenemos que conseguir una lancha en algún sitio.
Louise buscó en el bolso de mano el lápiz y la libreta de apuntes.
—Edward, creo que… debo escribir esta historia. Me gustaría ir contigo a Mont Royal, pero con un muerto se acabaron las conjeturas.
—¡Louise! —El doctor Sanders le apretó el brazo. Sentía ya que el lazo físico que los unía estaba deshaciéndose; los ojos de Louise no lo miraban a él sino al cuerpo que estaba en la orilla, como si comprendiese que tenía muy poco sentido ir con Sanders a Mont Royal, y que los verdaderos motivos por los que él quería viajar río arriba, la necesidad de ponerle un punto final a todo lo que Suzanne Clair representaba, le incumbía sólo a él. Sin embargo, a Sanders le costaba soltarla. Por muy fragmentaria que fuese esta relación, era al menos una alternativa frente a Suzanne—. Louise, si no partimos esta mañana no saldremos nunca de aquí. Una vez que la policía encuentre ese cuerpo acordonará todo Mont Royal, tal vez hasta Port Matarre. —Vaciló y luego agregó—: Ese hombre estuvo en el agua durante por lo menos cuatro días, quizá lo trajo la corriente desde Mont Royal, pero murió hace sólo media hora.
—¿Qué quieres decir?
—Eso, nada más. Todavía estaba caliente. ¿Me entiendes cuando digo que deberíamos partir ya mismo para Mont Royal? La historia que buscas estará allí, y serás la primera…
Sanders se interrumpió al darse cuenta de que los demás estaban escuchando la conversación. Caminaban por el muelle, y a la derecha, a menos de diez metros, avanzaba despacio una lancha de motor. Sanders reconoció la embarcación roja y amarilla que el buque había transportado hasta Port Matarre. De pie ante los mandos, una mano apenas apoyada en el timón, iba un hombre de aspecto vulgar, de rostro bien parecido pero burlón. Miró al doctor Sanders con una especie de curiosidad amable, como si estuviese sopesando las ventajas y desventajas de comprometerse con él.
Con un gesto, el doctor Sanders le indicó a Louise que se detuviese. El timonel apagó el motor, y la lancha flotó describiendo un arco hasta la orilla. Sanders dejó a Louise en el muelle y bajó a la embarcación.
—Buena embarcación tiene usted ahí —dijo Sanders.
El hombre alto hizo un gesto de modestia, y luego le dedicó al médico una sonrisa fácil.
—Me alegro de que lo reconozca, doctor—. Señaló a Louise Peret. —Veo que tiene buen ojo.
—Mademoiselle Peret es una colega. Ahora estoy más interesado en las lanchas. Esta viajó conmigo en el vapor desde Libreville.
—Entonces sabe, doctor, que es una buena embarcación, como usted dice. Podría llevarlo a Mont Royal en cuatro o cinco horas.
—Excelente. —Sanders echó una mirada al reloj—. ¿Cuánto cobraría por un viaje como ese, capitán…?
—Aragón. —El hombre alto sacó de detrás de la oreja un puro fumado a medias y señaló con él a Louise—. ¿Por uno? ¿O por ambos?
—Doctor… —gritó Louise, dudando todavía—. No estoy segura…
—Por los dos —dijo Sanders dando la espalda a la joven—. Queremos ir hoy, si es posible dentro de media hora. Ahora dígame cuánto nos cobra.
Discutieron el precio durante unos minutos, y luego se pusieron de acuerdo. Aragón encendió el motor y gritó:
—Los veré en el muelle siguiente dentro de una hora, doctor. Para entonces habrá vuelto la marea, y nos llevará a mitad de camino.
Al mediodía, las maletas guardadas en el cajón detrás del motor, partieron río arriba en la lancha. El doctor Sanders iba en el asiento delantero, al lado de Aragón, mientras que Louise iba atrás, en uno de los asientos cóncavos, el pelo flotando en la corriente de aire. Mientras subían en el flujo pardo de la marea, levantando arcos de espuma irisada, Sanders sintió que el silencio opresivo que había saturado Port Matarre se disipaba por primera vez desde su llegada. Las galerías desiertas, que había llegado a ver cuando entraron en el canal principal, y el bosque sombrío, parecieron alejarse hasta el horizonte, separados de él por el rugido y la velocidad de la lancha. Dejaron atrás el muelle policial. Un cabo que haraganeaba allí con su patrulla los vio pasar dejando una estela de espuma. El potente motor levantaba la motora fuera del agua, y Aragón iba inclinado hacia delante, mirando la superficie por si aparecía algún tronco flotante.
Habían pocas embarcaciones alrededor. Pegados a la orilla, se movían uno o dos lanchones escondidos entre la vegetación que colgaba sobre el agua. A menos de dos kilómetros de Port Matarre pasaron por delante de los muelles privados, propiedad de las plantaciones de cacao. Bajo las grúas ociosas se veían las barcazas solas y vacías. Entre las vías de ferrocarril de trocha angosta brotaban las malezas, que subían por los puentes de los silos. En todas partes el bosque colgaba inmóvil en el aire caliente, y Sanders veía la velocidad y la espuma de la lancha como el truco de un ilusionista, el parpadeante obturador de una cámara de cine defectuosa.
Media hora más tarde, cuando llegaron a los límites de la marea, unos quince kilómetros tierra adentro, Aragón aminoró la velocidad para poder observar el agua con mayor atención. Junto a ellos pasaban flotando árboles muertos y pedazos de corteza. De vez en cuando se topaban con parte de desembarcaderos abandonados que habían sido arrancados por la corriente. El río parecía descuidado y cargado de basura, arrastrando los desperdicios de aldeas y pueblos desiertos.
—Qué lancha, capitán —comentó Sanders mientras Aragón cambiaba los tanques de combustible para preservar el equilibrio de la embarcación.
Aragón asintió, esquivando los restos de una choza flotante.
—Más rápida que las lanchas de la policía, doctor.
—No lo dudo. ¿Para qué la usa? ¿Contrabando de diamantes?
Aragón volvió la cabeza y clavó una mirada penetrante en Sanders. A pesar del estilo reservado del médico, parecía que Aragón ya supiese qué podía esperar de él. Se encogió de hombros con tristeza.
—Esa era mi esperanza, pero ahora es demasiado tarde.
—¿Por qué dice eso?
Aragón miró el bosque oscuro que consumía toda la luz del aire.
—Ya verá doctor. Pronto llegaremos.
—¿Cuándo estuvo por última vez en Mont Royal, capitán? —preguntó Sanders.
Se volvió para mirar a Louise. La muchacha iba inclinada hacia delante para oír las respuestas de Aragón, sosteniéndose el pelo contra la mejilla.
—Hace cinco semanas. La policía me confiscó la vieja lancha.
—¿Sabe qué está pasando ahí delante? ¿Han encontrado una nueva mina?
Aragón lanzó una carcajada, y apuntó la embarcación hacia una enorme ave blanca posada en un tronco en el agua. El ave chilló levantando el vuelo sobre sus cabezas, moviendo las alas enormes como remos desmañados.
—Podríamos decir que sí. Pero no en el sentido que usted le da—. Antes que Sanders pudiese hacer más preguntas, agregó: —La verdad es que no vi nada. Yo estaba en el río, y era de noche.
—Usted vio al ahogado en el puerto esta mañana.
Aragón guardó silencio medio minuto antes de contestar. Al fin dijo:
—El Dorado, el hombre de oro y joyas vestido con una armadura de diamantes. He ahí un fin que muchos desearían, doctor.
—Tal vez. Era amigo de Mademoiselle Peret.
—¿De Mademoiselle…? —Con una mueca, Aragón se inclinó sobre el timón.
Poco después de la una, cuando estaban casi a medio camino de Mont Royal, se detuvieron junto a un espigón que salía de una plantación abandonada y se internaba en el río. Sentados en los tablones lisos sobre el agua, comieron el almuerzo de jamón y rollitos seguidos por unas tazas de café. Nada se movía en el río, ni en las orillas, y Sanders tuvo la impresión de que toda la zona había sido abandonada.
Quizás ese era el motivo por el que habían dejado de conversar. Aragón se había sentado aparte, mirando el agua que pasaba a los lados. La frente oblicua y el rostro delgado, de pómulos prominentes, le habían dado un claro aspecto de pirata en el muelle de Port Matarre, pero aquí, rodeado desde todas partes por la opresiva floresta, se parecía más a un guía del bosque, de gatillo fácil. Todavía no estaba claro por qué había decidido llevar a Sanders y a Louise a Mont Royal, pero Sanders sospechaba que los motivos que lo atraían a esta zona focal eran tan inciertos como los suyos.
Louise también se había refugiado en sí misma. Mientras fumaba el cigarrillo después del almuerzo evitó la mirada de Sanders. Decidido a no molestarla por el momento, Sanders caminó por el muelle esquivando los tablones rotos hasta llegar a la orilla. El bosque había vuelto a entrar en la plantación, y los árboles gigantescos se alzaban en hileras silenciosas, una sucesión de acantilados oscuros.
Vio a lo lejos la ruinosa casa de la plantación, con enredaderas que se entrelazaban sobre las dependencias.
Los helechos ahogaban el jardín de la casa, subiendo hasta las puertas y brotando entre los tablones del porche. Sanders eludió esas tristes ruinas y caminó alrededor del jardín, siguiendo las piedras oscurecidas de un sendero. Pasó junto a la red de alambre de una pista de tenis cubierta de musgo y plantas trepadoras y llegó a la pila vacía de una fuente ornamental.
Sanders se sentó en la balaustrada, y sacó el paquete de cigarrillos. Unos minutos más tarde, mientras miraba la casa de la plantación, se echó hacia delante, sobresaltado. Mirándolo desde una ventana del piso superior de la casa había una mujer alta, de tez pálida, la cabeza y los hombros cubiertos por una mantilla blanca; alrededor de la ventana se amontonaban las enredaderas oscuras.
Sanders arrojó el cigarrillo y corrió adelantándose entre los helechos. Llegó al porche, pateó el marco polvoriento de la puerta, y fue hacia la ancha escalera. De vez en cuando los zapatos se le hundían en los tablones de madera de balsa, pero los escalones de mármol estaban todavía firmes. Habían sacado todo el mobiliario de la casa, y atravesó el descansillo superior de la escalera hacia el dormitorio donde había visto a la mujer.
—¡Louise…!
La mujer lanzó una carcajada y se volvió para mirarlo; en una mano sostenía los restos abultados de una vieja cortina de encaje. Sacudió la cabeza y le sonrió a Sanders.
—¿Te asusté…? Lo siento.
—Louise… esto que acabas de hacer es una tremenda tontería… —Sanders se dominó con esfuerzo; el momento de reconocimiento ya estaba pasando—. ¿Cómo diablos llegaste aquí arriba?
Louise deambuló por la habitación, mirando las marcas de los cuadros que faltaban, como si visitase una galería espectral. —Caminando, por supuesto—. Se volvió hacia él, entornando los ojos. —¿Qué ocurre…? ¿Te recordé a alguien?
Sanders se acercó a ella.
—Tal vez sí. Louise, ya todo es bastante difícil sin las bromas.
—No quise hacer una broma. —Lo tomó del brazo. La sonrisa irónica se le había borrado—. Edward, lo siento, no tendría que haber…
—No importa. —Sanders apoyó la cabeza de ella en su hombro; el contacto físico con Louise lo hizo reaccionar—. Por Dios, Louise. Todo esto se acabará cuando lleguemos a Mont Royal… antes no tenía alternativa.
—Desde luego… —Louise lo apartó de la ventana—. Aragón puede vernos.
A sus pies, en el suelo, yacía la cortina de encaje, la mantilla que Sanders había visto desde la fuente seca del jardín. Louise comenzó a arrodillarse sobre ella sin soltar las manos de Sanders. Sanders dijo que no con la cabeza y pateó la cortina arrojándola a un rincón.
Más tarde, cuando volvían a la lancha, Aragón los encontró a mitad de camino.
—Deberíamos irnos, doctor— dijo; —aquí la lancha está expuesta… a veces patrullan el río.
—Por supuesto. ¿Cuántos soldados hay en la zona de Mont Royal? —preguntó Sanders.
—Cuatrocientos o quinientos. Tal vez más.
—¿Un batallón? Son muchos hombres, capitán. —Le ofreció un cigarrillo a Aragón mientras Louise se adelantaba—. El incidente de anoche en el puerto nativo…, ¿lo vio usted?
—No, me enteré esta mañana… esas lanchas del mercado siempre se incendian.
—Puede ser. Atacaron a un conocido…, un europeo llamado Ventress. —Miró a Aragón—. Había un yate de crucero con un cañón en cubierta… ¿lo vio usted en el río?
El rostro de Aragón no reveló nada.
—Quizá pertenecía a una de las compañías mineras— dijo. —No he conocido a ese Ventress—. Casi inmediatamente, agregó:-Recuerde, doctor, que en Mont Royal hay muchos interesados en impedir que la gente entre en el bosque… o que salga de él.
—Ya veo. A propósito, ese ahogado que había en el puerto esta mañana…, ¿cuando lo vio usted andaba en una balsa, por casualidad?
Aragón inhaló despacio el humo del cigarrillo, mirando a Sanders con cierto respeto.
—Una buena conjetura, doctor.
—Y en cuanto a la armadura, ¿estaba cubierto de cristales de la cabeza a los pies?
Aragón sonrió con una mueca, mostrando un colmillo de oro que golpeó con el dedo índice.
—«Cubierto»…, ¿será la palabra adecuada? Mi diente es todo de oro, doctor.
—Entiendo. —Sanders miró las aguas pardas que pasaban por delante de las maderas lisas del muelle. Louise lo saludó con la mano desde su asiento, pero él estaba demasiado preocupado para responder—. Vea, capitán, no estoy seguro de si ese hombre, que se llamaba Matthieu, estaba muerto en un sentido absoluto cuando usted lo vio. Supongamos que las aguas picadas del puerto lo tiraron de la balsa, a la que quizá consiguió aferrarse con una mano… Eso explicaría muchas cosas. Podría tener consecuencias muy importantes. ¿Me entiende?
Aragón fumó su cigarrillo, mirando los cocodrilos apostados en la orilla de enfrente. De pronto arrojó al agua el cigarrillo a medio fumar.
—Pienso que deberíamos partir ya hacia Mont Royal. Aquí el ejército no es muy inteligente.
—Tienen otras cosas en qué pensar, pero quizás esté usted en lo cierto. Mademoiselle Peret piensa que muy pronto llegará aquí un físico. Si eso ocurre, quizá pueda impedir otros accidentes trágicos.
Cuando iban a salir, Aragón se volvió hacia Sanders y dijo:
-Me preguntaba, doctor, por qué estará usted tan ansioso por llegar a Mont Royal.
El comentario parecía una disculpa por sospechas anteriores, pero Sanders se descubrió riéndose a la defensiva. Encogiéndose de hombros dijo:
—En la zona afectada están dos de mis amigos más íntimos, lo mismo que el colega norteamericano de Louise. Desde luego, nos preocupan. La tentación automática del ejército será cerrar toda la zona y ver qué pasa. Ayer, en los cuarteles de Port Matarre, estaban cargando alambre de púas y vallas. Para cualquiera que quede atrapado dentro del cordón puede ser como quedar congelado dentro de un glaciar.