3

UN MULATO EN LA PASARELA

EN LA OSCURIDAD, bajo el callado dosel del bosque, las gastadas columnas de las galerías se alejaban como fantasmas pálidos hacia el borde oriental del pueblo. Sanders se detuvo delante de la entrada del hotel y dejó que el aire nocturno le acariciase el traje arrugado. Todavía llevaba en la cara y en las manos el débil olor de Louise. Caminó hasta la calle y miró la ventana de su propia habitación. Perturbado por la imagen del satélite, que había atravesado el cielo nocturno como un faro de advertencia, Sanders había dejado el cuarto estrecho, de paredes altas, resuelto a dar un paseo. Mientras iba por la galería hacia el río, pasando de vez en cuando por delante de la forma acurrucada de un nativo dormido dentro de un rollo de cartón ondulado, pensó en Louise, de sonrisa fácil y manos nerviosas, y con aquellas obsesivas gafas de sol. Por primera vez se sintió convencido de la total realidad de Port Matarre. Sus recuerdos de la leprosería y de Suzanne Clair ya se habían apagado. De algún modo el viaje a Mont Royal había perdido sentido. Sería en todo caso más sensato volver con Louise a Fort Isabelle y tratar de rehacer allí su vida olvidando a Suzanne. Pero necesitaba encontrar a Suzanne Clair, cuya presencia seguía flotando sobre la selva próxima a Mont Royal, como un planeta ominoso. Sentía que para Louise había otras preocupaciones. Ella le había hablado de un pasado poco estable, de una infancia en una de las comunidades francesas del Congo, y luego de alguna forma de humillación durante la rebelión contra el gobierno central tras la declaración de independencia, cuando la gendarmería sediciosa detuvo a ella y a otros periodistas en la provincia rebelde de Katanga. Tanto para Louise como para él mismo, Port Matarre, con esa luz vacua, era un punto neutral, una zona muerta en el ecuador africano a la que se habían visto atraídos. Sin embargo, nada de lo que ocurriese allí, entre ellos o con cualquier otra persona, tendría por fuerza un valor duradero.

Al final de la calle, frente a las luces de la prefectura policial casi vacía, Sanders dobló y caminó por la orilla del río hacia el mercado nativo. El vapor había zarpado rumbo a Libreville, y no había nada en los muelles principales, sólo los cascos grises de cuatro lanchas de desembarco amarradas en parejas. Al pie del mercado estaba el puerto nativo, un laberinto de pequeños muelles y pasarelas. Ese miserable barrio acuático, de unas doscientas lanchas y balsas, estaba ocupado de noche por los dueños de los puestos del mercado. En las estufas de hojalata de las timoneras ardían unos fuegos que alumbraban los cubículos-dormitorios bajo los techos curvos de caña. En las pasarelas sobre las lanchas había uno o dos hombres sentados, y un grupo jugaba a los dados al final del primer muelle; fuera de eso todo estaba en silencio en el acantonamiento flotante, donde la noche eclipsaba el cargamento de joyas.

El bar donde habían estado Louise y él la noche anterior aún no había cerrado. En la callejuela delante de la entrada dos jóvenes con mamelucos azules haraganeaban junto a un coche abandonado; uno de ellos se había sentado en el capot con la espalda apoyada en el parabrisas. Cuando Sanders entró en el bar lo observaron con estudiada naturalidad.

El bar estaba casi vacío. En el fondo, el administrador europeo de una plantación y su capataz hablaban con dos comerciantes mestizos locales. Sanders llevó el whisky a un compartimento junto a la ventana y miró hacia el río, calculando cuándo volvería a pasar el satélite.

Pensaba de nuevo en las hojas enjoyadas que había visto en el mercado esa tarde cuando alguien le tocó el hombro.

—¿Doctor Sanders? ¿Trasnochando, doctor?

Sanders se volvió y descubrió una figura pequeña, vestida de blanco. Ventress lo miraba con la sonrisa irónica de siempre. Al recordar el incidente del día anterior, Sanders dijo:

—No, Ventress, madrugando. Le llevo un día de ventaja.

Ventress asintió con vehemencia, como si le alegrase que Sanders tuviera alguna ventaja sobre él, aunque sólo fuese verbal. A pesar de que estaba de pie, a Sanders le pareció que había encogido, con chaqueta abotonada y muy apretada sobre el pecho angosto.

—Muy bien, Sanders, muy bien. —Ventress echó una ojeada alrededor, a los compartimentos desocupados—. ¿Puedo sentarme con usted un momento?

—Bueno… —Sanders no se esforzó por ser afable. El incidente con la pistola automática le recordó la dosis de cálculo que había en todo lo que hacía Ventress. Después de esas últimas horas con Louise, la persona que menos deseaba tener cerca era Ventress con sus ritmos maníacos—. Por favor…

—Mi querido Sanders, no quiero estorbarlo. Me quedaré de pie. —Como si no advirtiera que Sanders casi le daba la espalda, Ventress siguió hablando—: Qué sensato, doctor, las noches en Port Matarre son mucho más interesantes que los días. ¿No le parece?

Sanders volvió la cabeza, sin saber bien qué quería decir Ventress. El hombre que miraba desde la galería de enfrente mientras Louise y él subían por la escalera bien podría haber sido Ventress.

—En cierto modo…

—Por casualidad ¿la astronomía no será uno de sus hobbies…? —preguntó Ventress antes de inclinarse sobre la mesa con su sonrisa burlona.

—Vi el satélite, si se refiere a eso —dijo Sanders—. Dígame, ¿cómo lo explica? Hablo del repentino aumento de magnitud.

Ventress asintió, solemne.

—Una gran pregunta, doctor. Para contestarla necesitaría, creo que sin exagerar, todo el tiempo del mundo…

Antes de que Sanders pudiese preguntarle por qué, se abrió la puerta y entró uno de los jóvenes africanos que había visto junto al coche. El joven intercambió una rápida mirada con Ventress y volvió a salir.

Ventress saludó a Sanders con una breve reverencia y sacó la maleta de piel de cocodrilo del compartimento detrás de Sanders. Se detuvo antes de irse y le susurró a Sanders:

—Todo el tiempo del mundo… ¡No lo olvide, doctor!

Pensando qué querría ocultar Ventress con aquellos acertijos, el doctor Sanders terminó el whisky. La figura blanca de Ventress, maleta en mano, desapareció en la oscuridad cerca de los muelles, detrás de los dos africanos.

Sanders le dio cinco minutos para que partiese, convencido de que Ventress estaba a punto de salir en lancha, alquilada o robada, hacia Mont Royal. Aunque pronto seguiría a Ventress, Sanders se alegraba de que lo dejasen en paz en Port Matarre. La presencia de Ventress agregaba de algún modo un innecesario elemento aleatorio a los ya confusos motivos de galería y sombra, como una partida de ajedrez en la que ambos jugadores sospechara que había una pieza oculta en el tablero.

Al pasar por delante del coche abandonado, Sanders advirtió que había estallado un alboroto en el centro del puerto nativo. Habían apagado muchos de los fuegos. Otros los estaban avivando, y las llamas danzaban en las aguas agitadas mientras las lanchas se balanceaban y se movían de un lado a otro. Por encima, las pasarelas que se entrecruzaban sobre los muelles oscilaban bajo el peso de unos hombres que corrían, columpiándose en las barandas mientras se perseguían yendo y viniendo como lanzaderas.

Sanders fue hasta el borde del agua. Entonces vio la pequeña figura de Ventress corriendo en el centro de la persecución, como una araña en una tela que se deshace. Ventress le gritaba al joven, que llevaba su maleta por la pasarela, diez metros delante de él. Hacia ellos trepaba un mulato alto, de pelo corto y camisa caqui, con un trozo de cañería en la mano cubierta de cicatrices. Detrás de Ventress dos hombres con oscuras camisetas de gimnasia habían derribado a golpes al segundo joven. En las manos de los hombres relampagueaban unos cuchillos, y el joven los pateaba y saltaba de costado por la pasarela como un pez al que van a destripar. Aterrizó sobre una lancha, mostrando un largo corte en un lado del pantalón. Conteniendo la sangre con una mano que apretaba contra la pierna, gateó sobre la lancha siguiente hasta el muelle, y escapó entre los sacos de harina de cacao.

Arriba, en la pasarela, Ventress volvió a gritar, y el joven que llevaba la maleta la alzó y esquivó al mulato que intentaba pegarle con el caño en la cabeza. El joven arrojó la maleta al aire, hacia delante, se deslizó debajo de la baranda y saltó a la segunda hilera de lanchas atracadas contra el muelle, aplastando el techo de caña. El cobertizo se desmoronó en un revoltijo de mantas y latas de gasolina volcadas. Hubo un vivido centelleo cuando un escondrijo de joyas cristalinas quedó expuesto ante los fuegos de las otras lanchas.

Mientras miraba las joyas brillantes reflejadas en las aguas quebradas del puerto y las hileras de lanchas se soltaban de las amarras, Sanders oyó por encima del ruido la seca detonación de un disparo de pistola. Ventress se agazapaba en la pasarela, el arma automática en la mano. Volvió a dispararle al mulato de la cachiporra. Mientras el mulato retrocedía subiendo por una plancha hacia el muelle, Ventress echó por encima del hombro una mirada a los dos hombres que tenía detrás: ambos estaban ahora quietos, apoyados en la baranda, los cuerpos oscuros casi invisibles. Enfundó la pistola, se descolgó por el borde de la pasarela y saltó a la cubierta de la lancha que había debajo.

Sin prestar atención al dueño de la lancha, un africano pequeño y canoso que intentaba recoger la cosecha de hojas enjoyadas desparramadas en el pozo de la embarcación, Ventress levantó el techo de bastidor cubierto por una manta. Los dos ayudantes habían desaparecido entre las lanchas de los dos muelles siguientes, pero parecía que a Ventress sólo le interesaba encontrar su maleta. Pasó de lancha en lancha pateando los toldos de calicó, amedrentando a los dueños con la pistola. Al saltar de una embarcación a otra dejaba atrás una estela enjoyada. Los tres hombres de la pasarela se reflejaban en la luz rutilante.

Ventress dejó de buscar la maleta, se abrió paso a empellones entre los propietarios de las lanchas y trepó al muelle. En el otro extremo había una pequeña lancha de motor, amarrada a un pilote. Ventress llegó al extremo del muelle, soltó el cabo y subió a la lancha. Manipuló los mandos durante un momento, y el motor arrancó con un gemido que tapó los demás ruidos. Un segundo más tarde una explosión sacudió el cajón de proa de la lancha, y un vivido geiser de fuego saltó al aire oscuro. Ventress cayó hacia atrás contra la caña del timón y miró las llamas que lamían las tablas de la cubierta delante del parabrisas roto. La lancha flotó acercándose de vuelta al muelle, y Ventress consiguió dominarse y saltar al esqueleto flotante de una caja que servía de plancha.

Sanders se abrió paso entre los pocos africanos que observaban desde la orilla, trepó al muelle y corrió hacia Ventress. Herido por la explosión, el hombre del traje blanco no había visto el pálido perfil de un yate de crucero que esperaba en el río, a unos veinte metros del extremo del muelle. Al timón, en el puente, desde donde había observado la persecución por las pasarelas, había u n hombre alto, ancho de espaldas y vestido de negro; el palo blanco del mástil de la radio le ocultaba parte del rostro alargado. Abajo, en la cubierta, asomaba lo que parecía ser el cañón de largada de un club de regatas; la luz hacía fulgurar la figura regordeta. Cuando la lancha incendiada traspuso la punta del muelle las llamas se fueron apagando, y el yate de crucero y su ocupante se hundieron en la oscuridad.

En el muelle, a mitad del camino, Sanders vio cómo el mulato de pelo corto se descolgaba de la pasarela y caía delante de él. Había arrojado la cachiporra, y una delgada hoja de plata le centelleaba en la mano grande. Subió despacio por detrás de Ventress, que estaba sentado en el borde del muelle mirando cómo la lancha incendiada flotaba hacia las aguas poco profundas.

—¡Ventress! —Sanders corrió con fuerza, alcanzó al mulato y con el impulso que llevaba le hizo perder el equilibrio. El mulato se recuperó con la velocidad de una víbora, giró y embistió a Sanders con la cabeza rapada, golpeándole en el pecho. Se agachó para recuperar el cuchillo, mirando con ojos blancos a Ventress, al médico, y otra vez a Ventress.

En la orilla, a cien metros de distancia, una bengala de señales subió sobre el puerto. La luz ardió lentamente emitiendo un resplandor opaco. Una sirena empezó a gemir, y el ruido fue creciendo sobre los almacenes. Al pie del muelle siguiente se detuvo un camión de la policía, y con los faros delanteros iluminó las últimas joyas cristalinas que estaban escondiendo bajo los toldos. La lancha incendiada había flotado hasta uno de los soportes de la pasarela y había prendido fuego a la madera manchada de alquitrán; las llamas trepaban por los tablones secos.

Sanders le lanzó un puntapié al mulato y arrancó una tabla floja que asomaba en el muelle. El mulato escudriñó el camión policial. Cogió el cuchillo y echó a correr pasando por delante de Sanders; al llegar a la otra punta del muelle se zambulló entre las lanchas.

—¿Ventress…? —Sanders se arrodilló y le sacudió las cenizas que le habían quemado la tela del traje—. ¿Puede caminar? Está aquí la policía.

Ventress se puso de pie, y la mirada se le aclaró. Detrás de la barba, el rostro pequeño parecía completamente cerrado. Daba la impresión de que no tenía idea de lo que había ocurrido, y se apoyó como un viejo en el brazo de Sanders.

Detrás de ellos, en el río, se oyó un rugido apagado, y detrás de la popa del crucero brotó un agua blanca. La embarcación se alejó y Ventress volvió a animarse. Sin soltar el brazo de Sanders, pero guiándolo esta vez, echó a correr por el muelle.

—¡Bajemos, doctor! ¡No podemos quedarnos aquí!

La cabeza de Ventress giraba a derecha e izquierda mirando la pasarela en llamas, que cayó al agua partiéndose en dos. Cuando llegaron a la orilla, mientras pasaban por detrás de la pequeña multitud que se había reunido en el barranco, se volvió hacia Sanders:

—Gracias, doctor. Yo mismo casi me quedé sin tiempo allí en el muelle.

Antes que Sanders pudiese contestar, Ventress echó a correr entre las pilas de tambores de gasolina, delante de un almacén. Sanders lo siguió y vio cómo desaparecía detrás del coche abandonado.

En el puente se habían apagado los fuegos. Las partes carbonizadas de la pasarela humeaban y chisporroteaban en el aire oscuro. La policía se movía por las otras pasarelas cortándolas una por una con los machetes y haciéndolas caer al agua; abajo, los dueños de los puestos gritaban mientras remaban y alejaban las lanchas.

Sanders volvió a pie al hotel, esquivando las galerías. Con el sueño perturbado, los mendigos se habían sentado en las envolturas de cartón, y cuando él pasó delante de ellos le suplicaron con ojos brillantes desde las columnas oscuras.

Louise había regresado a su habitación. Sanders apagó la luz y se sentó en la silla junto a la ventana. Los últimos rastros del olor de Louise se disolvieron en el aire mientras miraba la aurora que subía sobre las cimas distantes de Mont Royal, iluminando el serpentino curso del río como si demostrase un camino secreto.