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LA ORQUÍDEA ENJOYADA

AFUERA, en los escalones, el doctor Sanders vio a la joven francesa que había almorzado en el hotel. Llevaba un maletín de aspecto profesional y unas gafas oscuras que no conseguían ocultar la mirada inquisitiva de su rostro inteligente. Miró a Sanders cuando pasó por delante de ella.

—¿Alguna novedad?

Sanders se detuvo.

—¿De qué?

—De la emergencia.

—¿Así la llaman? Tiene usted más suerte que yo. No había oído esa expresión.

La joven pasó por alto las palabras de Sanders. Lo miró de arriba abajo, como si no estuviera muy segura de quién podía ser él.

—Déle el nombre que quiera— dijo como de pasada. —Si todavía no es una emergencia pronto lo será—. Se acercó a Sanders y bajó la voz. —¿Quiere usted ir a Mont Royal, doctor?

Sanders echó a andar, y la joven lo siguió.

—¿Es usted espía de la policía?— le preguntó Sanders. —¿O explota un servicio de autobuses clandestino? ¿O ambas cosas, tal vez?

—Ninguna. Escuche. —Lo detuvo cuando habían atravesado la calle y estaban delante de la primera de las tiendas de curiosidades que bajaban entre los almacenes hasta el puerto. Se quitó las gafas de sol y le mostró una sonrisa franca—. Siento haber andado curioseando, el empleado del hotel me dijo quién era usted, pero yo también me quedé detenida aquí y pensé que quizá usted podía saber algo. Estoy en Port Matarre desde el último barco.

—Le creo. —El doctor Sanders siguió caminando y mirando los puestos con los baratos adornos de marfil, estatuillas que imitaban un estilo oceánico que los tallistas locales habían visto en revistas europeas—. Port Matarre se parece bastante al purgatorio.

—Dígame, ¿está usted en misión oficial? —La joven le tocó el brazo. Se había puesto de nuevo las gafas, como si esto le diera una cierta ventaja en el interrogatorio—. Usted dio como dirección la Universidad de Libreville. En el registro del hotel.

—La facultad de medicina —dijo el doctor Sanders—. Estoy aquí de vacaciones, eso es todo. Aunque no sé si alcanza para saciar su curiosidad. ¿Y usted?

En voz más baja, después de echarle una mirada confirmatoria a Sanders, ella dijo:

—Soy periodista. Trabajo por mi cuenta para una agencia que vende material a semanarios franceses ilustrados.

—¿Periodista? —Sanders la observó con más interés. Durante la breve conversación había evitado mirarla, desconcertado en parte por las gafas de sol, que parecían subrayar los extraños contrastes de luz y oscuridad de Port Matarre, y en parte por su parecido con Suzanne Clair—. No me di cuenta… Disculpe mi aire distraído, pero hoy no pude averiguar nada. Hábleme de esa emergencia… acepto el término.

La joven señaló un bar en la esquina.

—Vayamos ahí, que es más tranquilo. He estado importunando a la policía toda la semana.

Después que se sentaron a una mesa junto a la ventana, ella se presentó como Louise Peret. Aunque dispuesta a aceptar a Sanders como socio en la conspiración, seguía usando las gafas de sol, ocultando algo sagrado y personal. Ese rostro enmascarado y esa serenidad le parecieron a Sanders tan típicos de Port Matarre, a su manera, como la extraña vestimenta de Ventress, aunque ya comenzaba a notar, en el sutil acercamiento de las manos de la muchacha a través de la mesa, que ella estaba buscando algún punto de contacto.

—Están esperando a un físico de la Universidad —dijo ella—. Me parece que un tal Tatlin, aunque es difícil confirmarlo desde aquí. Para empezar, pensé que usted podía ser Tatlin.

—¿Un físico…? Eso no tiene sentido. Según el capitán de la policía esas zonas afectadas del bosque sufren una nueva enfermedad vírica. ¿Usted ha estado intentado toda la semana llegar a Mont Royal?

—No exactamente. Vine aquí con un hombre de la agencia, un norteamericano llamado Anderson. Al bajar del barco él fue de inmediato a Port Royal en un coche alquilado a sacar fotografías. Convenimos en que yo me quedaría aquí para escribir en seguida una historia.

—¿Él vio algo?

—Bueno, durante cuatro días hablé con él por teléfono, pero la línea no funcionaba bien, y apenas se oía. Sólo hablaba del bosque lleno de joyas; una broma, desde luego… —La muchacha gesticuló en el aire.

—¿Una metáfora?

—Exacto. Si hubiera visto un nuevo yacimiento de diamantes lo habría dicho con claridad. De todos modos, al día siguiente dejó de funcionar el teléfono, y todavía lo están reparando. Ni la policía puede hablar.

Sanders pidió dos coñacs. Aceptó un cigarrillo de Louise y miró por la ventana los muelles a lo largo del río. Estaban terminando de subir el cargamento a bordo del buque, y los pasajeros se apoyaban en la baranda o descansaban pacientes, sentados en el equipaje, mirando la cubierta.

—Uno no sabe bien hasta dónde hay que tomar esto en serio —dijo Sanders—. Es evidente que ocurre algo, pero puede ser cualquier cosa bajo el sol.

—¿Cómo explica entonces lo de la policía y los convoyes del ejército? ¿Y lo de los aduaneros esta mañana?

Sanders se encogió de hombros.

—Asuntos oficiales. Si los teléfonos no funcionan, quizás ellos sepan tan poco como nosotros. Lo que menos entiendo es a qué vinieron usted y ese norteamericano. Todo indica que Mont Royal está todavía más muerto que Port Matarre.

—Anderson tenía información de que había algún tipo de problema cerca de las minas… no me lo quiso explicar porque, claro, la historia era de él…, pero sabíamos que el ejército había mandado reservas. Dígame, doctor, ¿usted sigue decidido a ir a Mont Royal? ¿A visitar a sus amigos?

—Si puedo. Tiene que haber alguna manera de llegar. Después de todo son sólo ochenta kilómetros y en caso de necesidad se puede ir a pie.

Louise soltó una carcajada.

—Yo no—. En ese momento pasó por delante de la ventana una figura vestida de negro, rumbo al mercado. —El padre Balthus— dijo Louise. —Tiene su misión cerca de Mont Royal. También me informé acerca de él. Ahí tiene usted un compañero de viaje.

—Lo dudo. —El doctor Sanders miró al sacerdote que se alejaba a pasos rápidos, levantando el rostro delgado mientras atravesaba la calle. Llevaba la cabeza y los hombros tiesos, pero a sus espaldas las manos se le movían y retorcían con vida propia—. El padre Balthus no es de los que hacen viajes de penitencia… pienso que tiene otros problemas en la cabeza. —Sanders se levantó y terminó el coñac— Pero es una idea. Creo que voy a hablar unas palabras con el buen padre. La veré al volver al hotel… ¿Podemos cenar juntos?

—Desde luego. —La joven lo saludó con la mano mientras él salía; luego volvió a sentarse con la espalda apoyada en la ventana, el rostro inmóvil e inexpresivo.

A cien metros del bar, Sanders vio al sacerdote. Balthus había llegado al borde del mercado nativo y caminaba entre los primeros puestos, girando a derecha e izquierda como si buscase a alguien. El doctor Sanders lo siguió a una cierta distancia. El mercado estaba casi vacío, y decidió observar al sacerdote durante unos minutos antes de abordarlo. De vez en cuando el padre Balthus miraba alrededor, y Sanders le veía la cara enjuta, y la nariz fina que alzaba en tono crítico al curiosear por encima de las cabezas de las mujeres nativas.

El doctor Sanders echó una mirada a los puestos, y se detuvo a examinar las estatuillas y los objetos de arte tallados. La pequeña industria local había hecho uso pleno de los desechos de fabricación de las minas de Mont Royal, y muchas de las tallas de teca y de marfil estaban decoradas con fragmentos de calcita y fluorita recogidos de las pilas de desperdicios e incrustados de manera ingeniosa en las estatuillas como coronas y collares en miniatura. Muchas de las tallas estaban hechas con trozos impuros de jade y de ámbar, y los escultores habían abandonado toda pretensión de imitar imágenes cristianas, y habían producido ídolos acuclillados con abdómenes pendulares y rostros sonrientes.

Sin dejar de vigilar al padre Balthus, el doctor Sanders examinó una estatuilla de una divinidad nativa; los ojos eran dos cristales de fluoruro de calcio, el mineral fosforescía a la luz del sol. Saludó con la cabeza a la propietaria del puesto y la felicitó por la pieza. Tratando de aprovechar al máximo la oportunidad, la mujer lo miró con una ancha sonrisa y luego apartó un calicó descolorido que tapaba la parte trasera del puesto.

—¡Oh, qué belleza! —Sanders tendió las manos para tomar el adorno que le mostraba la mujer, pero ella lo detuvo. Brillando allí a la luz del sol había algo así como una inmensa orquídea cristalina tallada en un material parecido al cuarzo. Habían reproducido toda la estructura de la flor y luego la habían incrustado dentro de la base de cristal, casi como si hubieran conjurado un espécimen vivo en el centro de un inmenso pendiente de cristal tallado. Las caras interiores del cuarzo habían sido cortadas con notable habilidad, de modo tal que una docena de imágenes de la orquídea se refractaban unas sobre otras, como si se las viese a través de un laberinto de prismas. Cuando el doctor Sanders movía la cabeza, una continua fuente de luz manaba de la joya.

Sanders buscó la billetera en el bolsillo, y la mujer volvió a sonreír y apartó la cortina para mostrarle otros adornos. Al lado de la orquídea había unas hojas unidas a una ramita, talladas en una piedra traslúcida parecida al jade. Cada una de las hojas había sido reproducida con habilidad exquisita y las venas formaban un enrejado pálido bajo el cristal. La ramita de siete hojas, donde estaban representados con fidelidad cruda los brotes auxiliares y la leve torcedura del tallo, parecía más producto de un orfebre japonés medieval que de la cruda escultura africana.

Junto a la ramita había una pieza todavía más extraña, un hongo arbóreo tallado que parecía una inmensa esponja enjoyada. Tanto el hongo como la ramita brillaban repetidos en una docena de imágenes refractadas en las facetas de alrededor. Sanders se inclinó hacia delante, interponiéndose entre el sol y los adornos, pero la luz que había en ellos centelleaba como si brotase de alguna fuente interior.

Antes de que pudiese abrir la billetera se oyó un grito lejano. Había habido un tumulto cerca de uno de los puestos. Los dueños de los puestos corrían en todas dilecciones, y se oía la voz de una mujer. En el centro de la escena estaba el padre Balthus, sosteniendo algo con los brazos sobre la cabeza, alzando las ropas negras como las alas de un pájaro vengador.

—¡Espéreme! —gritó Sanders por encima del hombro a la propietaria del puesto, pero la mujer ya había tapado la bandeja entre los montones de hojas de palmera y las cestas de harina de cacao que guardaba en el fondo del puesto.

Sanders la dejó y corrió entre la gente hacia el padre Balthus. El sacerdote estaba solo ahora, rodeado por un círculo de curiosos, sosteniendo en las manos alzadas la talla nativa de un crucifijo. Blandiéndolo sobre la cabeza como una espada, lo movió de un lado a otro como si estuviese enviando señales a alguna cumbre distante. Cada pocos segundos se detenía y bajaba la talla para examinarla con rostro sudoroso.

La estatuilla, pariente algo más tosca de la orquídea enjoyada que había visto Sanders, estaba tallada en una piedra preciosa de color amarillo pálido, parecida al crisólito, con la figura de Cristo incrustada en una funda de cuarzo prismático. Mientras el sacerdote blandía la estatuilla en el aire, agitándola en un paroxismo de cólera, los cristales parecían derretirse, y la luz se derramaba como si cayera de un cirio encendido.

—¡Balthus…!

El doctor Sanders se abrió paso entre la gente observando al sacerdote. La gente miraba de soslayo, atenta a la posible aparición de la policía, como si fuese consciente de su propia complicidad con cualquier acto de lesa majestad que estuviese cometiendo el padre Balthus. El sacerdote no les prestaba atención, y siguió agitando la talla, luego la bajó del aire y palpó la superficie cristalina.

—Balthus, ¿qué diablos…? —empezó a decir Sanders, pero el sacerdote lo empujó con el hombro. Haciendo girar el crucifijo como una hélice, miró los destellos luminosos, interesado sólo en exorcizar los posibles poderes de la talla.

El propietario de uno de los puestos lanzó un grito, y el doctor Sanders vio a lo lejos un sargento de policía nativo que se acercaba con cautela. En seguida la gente comenzó a dispersarse. Jadeando por el esfuerzo, el padre Balthus dejó caer al suelo una punta del crucifijo. Empuñándolo todavía como una espada mellada, miró la superficie opaca. La vaina cristalina se había desvanecido en el aire.

—¡Obsceno, obsceno…! —murmuró mientras Sanders lo tomaba del brazo y lo empujaba deteniéndose un momento a arrojar la pieza sobre la tela azul que cubría el puesto del propietario. El tallo del crucifijo, fabricado con algún tipo de madera pulida, era frío como una vara de hielo. Sacó de la cartera un billete de cinco francos y se lo metió en las manos al propietario, luego empujó al padre Balthus delante de él. El sacerdote miraba el cielo y el bosque distante detrás del mercado. En las profundidades de las grandes ramas las hojas fulguraban con la misma luz dura que había brotado de la cruz.

—Balthus, ¿no se da cuenta? —Habían llegado al muelle y Sanders apretó con fuerza la mano del sacerdote. La mano pálida estaba tan fría como el crucifijo—. Lo hicieron como cumplido. No había allí nada de obsceno… Usted ha visto mil cruces enjoyadas.

Por fin el sacerdote pareció reconocerlo. El rostro delgado miró de pronto al doctor. Retiró la mano.

—¡Es evidente que usted no entiende, doctor! ¡Esa cruz no estaba enjoyada!

El doctor Sanders miró cómo el sacerdote se alejaba a pasos largos, la cabeza y los hombros tiesos de orgullo furioso y altanero y las manos delgadas a la espalda, agitándose y retorciéndose como serpientes nerviosas.

Más tarde, ese mismo día, mientras cenaba con Louise Peret en el hotel vacío, el doctor Sanders dijo:

—No sé cuáles serán los motivos del buen padre, pero estoy seguro de que su obispo no los aprobaría.

—¿Piensa usted que quizá haya cambiado de bando? —dijo Louise.

Sanders lanzó una carcajada.

—No me atrevo a decir tanto, pero sospecho que en un sentido profesional más que mitigar sus dudas estaba tratando de confirmarlas.

La cruz en el mercado lo puso frenético… en verdad la sacudía como si estuviese tratando de matarla.

—Pero ¿por qué? He visto esas tallas nativas. Son bonitas, pero no pasan de ser adornos comunes.

—No, Louise. Ahí está el detalle. Como bien sabía Balthus, no son nada comunes. Hay algo en la luz que emiten… No tuve oportunidad de estudiarla con atención, pero esa luz no parece venir del sol, sino del interior de la misma talla. Una luz dura, intensa, que vemos en todo Port Matarre.

—Ya lo sé. —La mano de Louise buscó las gafas de sol que estaban junto al plato, como si fueran un poderoso talismán. A intervalos las abría y las cerraba con movimientos automáticos—. Cuando se llega aquí todo parece oscuro, pero al mirar el bosque se ve que las estrellas arden en las hojas. —Tocó las gafas—. Por eso uso esto.

—¿De veras? —Sanders tomó las gafas y las sostuvo en el aire. Uno de los pares más grandes que había visto; la montura tenía casi seis centímetros de espesor—. ¿Dónde las consiguió? Son enormes, Louise. Le dividen la cara en dos mitades.

Louise se encogió de hombros. Encendió un cigarrillo con un floreo de la mano.

—Es el veintiuno de marzo, doctor, el día del equinoccio.

—¿El equinoccio? Sí, claro… cuando el sol atraviesa el ecuador y el día y la noche tienen la misma duración… —Sanders se quedó pensando. Esas divisiones en oscuridad y luz parecían rodearlos por todas partes en Port Matarre, en los contrastes entre el traje blanco de Ventress y la sotana oscura de Balthus, en las galerías blancas repletas de sombras, y hasta en sus pensamientos acerca de Suzanne Clair, la sombría gemela de la joven que lo miraba por encima de la mesa con ojos francos.

—Al menos uno puede escoger, doctor. Ahora nada es borroso ni gris. —Louise se inclinó hacia delante—. ¿Por qué vino usted a Port Matarre? Esos amigos, ¿de veras los está buscando?

Sanders apartó la mirada.

—Es demasiado difícil de explicar, yo… —No estaba seguro si podía confiar en ella. Al fin consiguió tranquilizarse. Se levantó y le tocó la mano—. Oiga, mañana tenemos que tratar de alquilar un coche o una lancha. Si compartimos gastos podremos pasar más tiempo en Mont Royal.

—Lo acompañaré con mucho gusto. Pero ¿está seguro de que no corremos peligro?

—No por el momento. Diga lo que diga la policía, no se trata de un virus. —Tocó la esmeralda del anillo de oro en el dedo de Louise y agregó—: En un sentido modesto soy algo así como un experto en estos temas.

Sin apartar la mano, con voz tranquila, Louise dijo:

—No lo dudo, doctor. Hablé esta tarde con el camarero del vapor. La cocinera de mi tía —agregó— es ahora paciente de su leprosería.

Sanders titubeó.

—Louise, no es mi leprosería. No crea que estoy atado a ella. Como dice usted, quizá sea este el momento de decidirse.

Habían terminado el café. Sanders se levantó y tomó a Louise del brazo. Quizás a causa del parecido con Suzanne, creía entender los movimientos de ella cuando las caderas y los hombros lo rozaron, como si las intimidades conocidas estuviesen comenzando a repetirse. Louise evitaba mirarlo, pero no se apartó de él mientras caminaban entre las mesas.

Salieron al vestíbulo del hotel. El recepcionista estaba dormido con la cabeza apoyada en el pequeño conmutador. A su izquierda, en la luz húmeda, brillaban los pasamanos de bronce, y sobre los gastados escalones de mármol se arrastraban las frondas fláccidas de las palmeras en maceta. Sanders miró hacia la entrada, sin soltar el brazo de Louise y sintiendo cómo los dedos de ella le aferraban la mano. En las sombras de la galería vislumbró los zapatos y los pantalones de un hombre apoyado contra una columna.

—Es demasiado tarde para salir —dijo Louise.

Sanders la miró, consciente de que por una vez toda la inercia de las convenciones sexuales y su propia resistencia a comprometerse íntimamente con otros se habían desvanecido. Sentía además que, durante el último día en Port Matarre, la atmósfera ambivalente del pueblo desierto los colocaba de algún modo en un punto crucial bajo las sombras blancas y negras del equinoccio. En esos momentos de equilibrio cualquier acto era posible.

Cuando llegaron a la puerta de Sanders, Louise le soltó la mano y entró en la habitación oscurecida. Sanders la siguió y cerró la puerta. Louise se volvió hacia él: la luz pálida del letrero de neón le iluminaba un lado de la cara y de la boca. Al rozarle las manos, Sanders le tiró las gafas al suelo. La abrazó, librándose por el momento de Suzanne Clair y de la imagen oscura de ese rostro que flotaba delante de él como un farol débil.

Poco después de medianoche, mientras dormía en la cama atravesado sobre la almohada, Sanders despertó y sintió en el hombro la mano de Louise.

—¿Louise…? —Se incorporó a medias y la abrazó por la cintura, pero ella se desasió—. ¿Qué pasa…?

—La ventana. Ve a la ventana y mira hacia el sudeste.

—¿Qué? —Sanders miró ese rostro serio que lo invitaba a la luz de la luna a cruzar la habitación—. Sí, claro, Louise…

Louise esperó junto a la cama mientras él atravesaba la alfombra descolorida y abría las puertas mosquitero. Sanders levantó la mirada y recorrió el cielo estrellado. Allí delante, a una altura de cuarenta y cinco grados, divisó las constelaciones de Tauro y de Orión. Junto a ellas pasaba una estrella de inmensa magnitud con un enorme halo que eclipsaba las estrellas más pequeñas. Al principio Sanders no se dio cuenta de que era el satélite Eco. La luminosidad del artefacto había aumentado por lo menos diez veces, transformando el diminuto punto de luz que había horadado con fidelidad el cielo nocturno durante tantos años en una brillante lumbre casi tan luminosa como la luna. En ese momento se le vería en toda África, desde las costas liberianas hasta las orillas del mar Rojo, un inmenso farol aéreo encendido por la misma luz que había visto esa tarde en las flores enjoyadas.

Pensando sin demasiada convicción que quizás el globo estaba desintegrándose formando una nube de aluminio como un espejo gigantesco, Sanders miró cómo el satélite se ponía en el sudeste. Mientras se apagaba, en el oscuro dosel de la selva centellearon un millón de puntos luminosos. Junto a él, el cuerpo blanco de Louise rutilaba envuelto en diamantes; allá abajo, la superficie negra del río relumbraba como el lomo de una serpiente dormida.