EL RÍO OSCURO
SOBRE TODO, la oscuridad del río fue lo que impresionó al doctor Sanders cuando miró por vez primera hacia la boca abierta del estuario del Matarre. Tras muchas demoras, el pequeño vapor de pasajeros se acercaba por fin a la hilera de muelles, pero aunque eran las diez de la mañana la superficie del agua se veía todavía perezosa y gris, absorbiendo las tinturas sombrías de la vegetación caída a lo largo de las orillas.
A intervalos, cuando se nublaba el cielo, el agua era casi negra, como un tinte putrescente. Por contraste, la anarquía de almacenes y pequeños hoteles que constituían Port Matarre fulguraban sobre las olas oscuras con un brillo espectral, de modo que parecían alumbrados por algún farol interior más que por la luz del sol, como el pabellón de una necrópolis abandonada, levantada sobre una serie de muelles que emergían del bosque.
El doctor Sanders había advertido esa omnipresente penumbra crepuscular, interrumpida por repentinos cambios interiores de luz, durante la larga espera en la baranda de la cubierta de pasajeros. Durante dos horas el barco de vapor había permanecido en el centro del estuario, haciendo sonar de vez en cuando una desanimada sirena. Pero si no fuera por esa vaga sensación de incertidumbre inducida por la oscuridad del agua, los pocos pasajeros se habrían vuelto locos de fastidio. Aparte de una lancha militar de desembarco francesa, no parecía que hubiese embarcaciones de ningún otro tamaño amarradas a los muelles. Mientras observaba la orilla, Sanders casi tuvo la certeza de que la detención del barco era deliberada, aunque costaba entender la razón. El vapor era el buque correo regular que venía de Libreville con su cargamento semanal de correspondencia, coñac y repuestos de automóviles, y nada que no fuese un brote de la plaga justificaba que lo retuviesen más de un instante.
En el plano político, ese aislado rincón de la Repú blica de Camerún todavía se estaba recuperando de un frustrado golpe de Estado de hacía diez años: un puñado de rebeldes se había apoderado de las minas de esmeraldas y diamantes en Mont Royal, ochenta kilómetros río arriba. A pesar de la presencia de la lancha de desembarco —una misión militar francesa supervisaba el adiestramiento de las tropas locales—, la vida en el puerto de la desembocadura del río parecía del todo normal. En ese momento estaban descargando un jeep, ante la mirada de un grupo de niños. La gente caminaba por los muelles y por las galerías de la calle principal, mientras unos lanchones con flotadores laterales se deslizaban por las aguas oscuras, rumbo al mercado nativo al oeste del puerto, cargados de tinajas.
No obstante, la sensación de inquietud persistía. Intrigado por esa penumbra, Sanders se volvió hacia las zonas ribereñas, siguiendo con la mirada la curva lenta que el río dibujaba hacia la derecha, rumbo al sudeste. De vez en cuando, una interrupción en el dosel del bosque indicaba el paso de un camino; pero por lo común la floresta se extendía hacia las colinas en un manto chato, verde oliva. Lo natural sería que esas copas fuesen de un amarillo pálido, despintadas por el sol, pero hasta casi diez kilómetros tierra adentro el doctor Sanders veía árboles de color verde oscuro que subían en el aire opaco como cipreses inmensos, sombríos e inmóviles, tocados apenas por unos débiles rayos de luz.
Alguien, impaciente, tamborileó los dedos sobre la baranda, que vibró de un extremo a otro, y media docena de pasajeros a cada lado del doctor Sanders se movieron e intercambiaron murmullos, echando miradas a la timonera desde donde el capitán observaba distraído el muelle, sin dar muestras de preocupación por la demora.
Sanders se volvió hacia el padre Balthus, que estaba a pocos metros a su izquierda.
—La luz… ¿la ha notado? ¿Se espera un eclipse? El sol parece incapaz de decidirse.
El sacerdote fumaba sin cesar; sus dedos largos apartaban el cigarrillo a un centímetro de la boca después de cada inhalación. Como Sanders, no miraba los muelles sino las laderas boscosas de tierra adentro. Bajo la luz opaca, ese delgado rostro de erudito parecía fatigado y descarnado. Durante los tres días de viaje desde Libreville había sido muy reservado, distraído sin duda por algún asunto personal, y sólo habló con su compañero de mesa después de enterarse del cargo de Sanders en la leprosería de Fort Isabelle. Sanders dedujo que el sacerdote regresaba a su parroquia de Mont Royal después de un mes sabático, pero esta explicación parecía demasiado plausible, y el sacerdote la repitió varias veces en un tono automático, muy distinto de su habitual tartamudeo vacilante. Sin embargo, Sanders tenía plena conciencia de los peligros de atribuir a los demás los ambiguos motivos que lo habían traído a Port Matarre.
No obstante, al principio, el doctor Sanders había sospechado que el padre Balthus quizá no era sacerdote. Esos ojos absortos y esas manos pálidas y neurasténicas llevaban todas las marcas del impostor, tal vez un novicio expulsado que todavía tenía la esperanza de encontrar alguna forma de salvación dentro de una sotana prestada. Sin embargo, el padre Balthus era del todo auténtico, fuera cual fuese el sentido de ese término, y fueran cuales fuesen sus límites. El primer oficial, el camarero y varios pasajeros lo reconocían, lo felicitaban por su regreso y en general parecían aceptar que evitase la compañía de la gente.
—¿Un eclipse? —El padre Balthus arrojó la colilla del cigarrillo a las aguas oscuras. El vapor se movía ahora sobre su propia estela, y las venas de espuma se hundían en las profundidades como hilos de saliva luminosa—. No creo, doctor. ¿Acaso la duración máxima sería de ocho minutos?
Los repentinos fulgores que alumbraban las aguas y se le reflejaban en los rasgos afilados de las mejillas y de la barbilla mostraron por un momento un perfil más duro. Consciente de la mirada crítica de Sanders, el padre Balthus agregó, como para tranquilizar al doctor:
—La luz de Port Matarre es siempre así, muy sombría y crepuscular… ¿Conoce usted el cuadro La isla de los muertos de Bocklin, donde los cipreses montan guardia sobre un acantilado traspasado por un hipogeo, mientras una tormenta se cierne sobre el mar? Está en el Kunstmuseum de mi nativa Basel…— Se interrumpió, acababa de ponerse en marcha los motores. —Avanzamos. Por fin.
—Gracias a Dios. Tendría que habérmelo advertido, Balthus.
Sanders sacó la cigarrera del bolsillo, pero el sacerdote ya se había metido otro cigarrillo en la mano ahuecada con la destreza de un prestidigitador. Balthus apuntó con el cigarrillo hacia el muelle, donde un considerable comité de gendarmes y aduaneros aguardaba la llegada del vapor.
—¿Qué disparate es ese?
Sanders miró hacia la orilla. Fueran cuales fuesen las dificultades personales de Balthus, le molestó la falta de caridad del sacerdote. Casi entre dientes, Sanders dijo en tono seco:
—Quizá haya un problema de credenciales.
—No con las mías, doctor. —El padre Balthus le lanzó una mirada penetrante—. Y no dudo que las suyas estén en orden.
Los demás pasajeros dejaban la baranda y bajaban a recoger el equipaje. Sanders se disculpó con una sonrisa y echó a andar hacia el camarote. Apartando al sacerdote de sus pensamientos —en media hora se habrían separado y partido por caminos diferentes hacia el bosque y lo que allí los esperaba— Sanders se palpó el bolsillo buscando el pasaporte, tomando nota mental de no dejarlo en la cabina. El deseo de viajar de incógnito, con todas sus ventajas, podía manifestarse de manera inesperada.
Al llegar a la escalerilla, detrás de la chimenea, Sanders vio la cubierta de popa, donde los pasajeros de tercera clase amontonaban sus bultos y sus maletas baratas. En el centro de la cubierta, tapada a medias por un toldo de lona, parte del cargamento destinado a Port Matarre, había una lancha grande de carreras, con el casco pintado de rojo y amarillo.
Descansando en el ancho banco detrás del timón, un brazo apoyado en el parabrisas de vidrio y cromo, había un hombre pequeño y delgado de unos cuarenta años; un blanco traje tropical acentuaba el borde de barba negra que le enmarcaba el rostro. El pelo negro, cepillado sobre la frente huesuda, y los ojos pequeños, le daban un aspecto tenso y vigilante. Ese hombre, Ventress —Sanders no había podido averiguar acerca de él otra cosa que el nombre— era su compañero de camarote. Durante el viaje desde Libreville se había paseado por el barco como un tigre impaciente, discutiendo con los pasajeros de tercera y con la tripulación, ensayando diferentes estados de ánimo, desde una especie de humor irónico hasta un hosco desinterés cuando se encerraba solo en el camarote y miraba por el ojo de buey el pequeño disco de cielo vacío.
Sanders había intentado hablar con él una o dos veces, pero la mayor parte del tiempo Ventress parecía ignorarlo, guardándose los motivos de su viaje a Port Matarre. Pero a esa altura el médico ya se había acostumbrado a que los demás lo evitasen. Poco antes de embarcar había surgido un pequeño inconveniente, más embarazoso para los demás pasajeros que para él mismo, relacionado con la elección de compañero de camarote de Sanders. La fama había precedido a Sanders (lo que para el mundo en general era fama no pasaba de notoriedad en el nivel personal, pensó Sanders, y sin duda lo opuesto era igualmente cierto) y no había nadie que quisiese compartir el camarote con el subdirector de la leprosería de Fort Isabelle.
Entonces se había presentado Ventress. Después de golpear en la puerta, maleta en mano, saludó al médico con la cabeza y se limitó a preguntar:
—¿Es contagiosa?
Tras una pausa para estudiar esa figura de traje blanco y rostro barbudo y cadavérico (algo le hizo recordar al médico que en el mundo no faltaban aquellos que, por alguna razón personal, deseaban pescarla, enfermedad), Sanders dijo:
—Sí, la enfermedad es contagiosa, como dice usted, pero para que se transmita hacen falta años de exposición y de contacto. El período de incubación puede durar veinte o treinta años.
—Como la muerte. Muy bien. —Mostrando una sonrisa, Ventress entró en el camarote. Tendió una mano huesuda y estrechó con firmeza la de Sanders, buscando con dedos fuertes el apretón del médico—. De lo que no se percatan nuestros timoratos compañeros de viaje, doctor, es que fuera de la colonia de usted sólo hay otra colonia más grande.
Luego, mientras observaba a Ventress cómodamente instalado en la lancha de carreras en la cubierta de popa, el doctor Sanders reflexionó acerca de esa enigmática presentación. La luz vacilante seguía flotando sobre el estuario, pero el traje blanco de Ventress parecía concentrar toda su intensa y oculta brillantez, así como las vestiduras clericales del padre Balthus habían reflejado los tonos más oscuros. Los pasajeros de tercera se arremolinaban alrededor de la lancha, pero Ventress no mostraba ningún interés por ellos, ni por el muelle cada vez más cercano, poblado de funcionarios de aduana y policías. Miraba en cambio por la desierta banda de estribor hacia la desembocadura del río, y el bosque distante que se perdía en la bruma. Entornaba los ojos pequeños como si de modo deliberado estuviese fundiendo el panorama que tenía delante con algún paisaje interior.
Sanders había visto poco a Ventress durante el viaje costa arriba, pero una noche en el camarote, mientras revolvía por error en la oscuridad una maleta equivocada, había descubierto la culata de una pistola automática de gran calibre, enfundada en una sobaquera. La presencia de esa arma había resuelto en seguida algunos de los enigmas que rodeaban la pequeña y frágil figura de Ventress.
—Doctor… —Ventress lo llamó agitando apenas una mano, como para recordarle que estaba soñando despierto—. ¿Un trago, Sanders, antes que cierre el bar? —El doctor Sanders iba a rechazar la invitación, pero Ventress dio media vuelta, cambiando de tono—. Busque el sol, doctor: ahí está. No puede caminar por esos bosques con la cabeza entre los talones.
—Trataré de no hacerlo. ¿Va a desembarcar usted?
—Desde luego. Aquí no hay urgencias, doctor. Este es un paisaje sin tiempo.
Sanders lo dejó y fue al camarote. Las tres maletas, la lujosa de Ventress, de lustrosa piel de cocodrilo y las suyas, ordinarias y gastadas, ya estaban esperando junto a la puerta. Sanders se quitó la chaqueta y luego se lavó las manos en la palangana, y se las secó apenas, con la esperanza de que el aroma penetrante del jabón le quitase algo del aspecto de paria ante los ojos de los inspectores.
Pero Sanders sabía muy bien que a esa altura, después de quince años en África, diez de ellos en el hospital de Fort Isabelle, las hipotéticas oportunidades de alterar su propio aspecto exterior, su imagen ante el mundo en general, habían desaparecido hacía mucho tiempo. El traje de algodón manchado por el uso, un poco pequeño para sus hombros anchos, la camisa azul a rayas y la corbata negra, la cabeza robusta con el pelo canoso y descuidado, y la sombra de la barba: todas esas eran indicaciones involuntarias del médico de los leprosos, tan inconfundibles como su propia boca, marcada por cicatrices pero firme, y su ojo crítico.
Sanders abrió el pasaporte y comparó la fotografía que le habían sacado hacía ocho años con la imagen reflejada en el espejo. A primera vista costaba reconocer a los dos hombres: el primero, con aquella cara inexpresiva y seria, moralmente comprometido con los leprosos, sin duda en la cumbre de su trabajo en el hospital, parecía el aplicado hermano menor del otro, un remoto y algo idiosincrático médico rural.
Sanders se miró la chaqueta descolorida y las manos callosas, sabiendo cuan engañosa era esa impresión, y cuánto mejor entendía sus propios motivos, si no los presentes al menos los de su versión más joven, y las verdaderas razones que lo habían llevado a Fort Isabelle. La fecha de nacimiento en el pasaporte le recordó que ya había cumplido los cuarenta, y Sanders trató de imaginarse diez años más tarde, pero los elementos latentes que habían aflorado en su rostro en los últimos años parecían haber perdido fuerza. Ventress había hablado de los bosques de Matarre como un paisaje sin tiempo, y quizá parte de la atracción que sentía Sanders por ese lugar era que allí quizá se libraría de cuestiones tales como causa e identidad, relacionadas con su sentido del tiempo y del pasado.
El vapor estaba ahora a menos de diez metros del muelle, y el doctor Sanders vio por el ojo de buey las piernas enfundadas en caqui de los integrantes del equipo de recepción. Buscó en el bolsillo un sobre ajado y sacó de dentro una carta escrita con tinta azul pálido que casi había traspasado el blando papel. Tanto el sobre como la carta estaban franqueados con el sello de un censor, y les habían recortado la parte donde Sanders suponía que había estado la dirección del remitente.
Mientras el vapor golpeaba contra el muelle, Sanders leyó a bordo la carta por última vez.
Jueves, 5 de enero
Mi querido Edward,
Por fin estamos aquí. El bosque es el más hermoso de África, una casa de joyas. Me cuesta encontrar palabras para describir nuestra maravilla cada mañana cuando miramos hacia las laderas todavía medio ocultas por la neblina pero resplandeciendo como Santa Sofía, cada rama una enjoyada cúpula. Max dice que me estoy volviendo demasiado bizantina: llevo el pelo por la cintura hasta en la clínica y tengo una expresión melancólica, aunque la verdad es que por primera vez en muchos años siento alegría en el corazón. A ambos nos gustaría que estuvieses aquí. La clínica es pequeña, y hay en ella unos veinte pacientes. Por fortuna los habitantes de estas laderas boscosas andan por la vida con una especie de paciencia nebulosa, y consideran que nuestro trabajo es más social que terapéutico. Caminan por el bosque oscuro con coronas de luz en la cabeza.
Max, lo mismo que yo, te manda sus mejores deseos. Te recordamos a menudo.
La luz pone en todo diamantes y zafiros.
Cariños,
SUZANNE
Mientras los tacones metálicos del grupo de abordaje resonaban en la cubierta sobre su cabeza, Sanders releyó La última línea de la carta. Sin las seguridades extraoficiales pero firmes que le habían dado en la prefectura de Libreville, no habría creído que Suzanne Clair y su marido estuviesen en Port Matarre, tan diferentes eran sus descripciones del bosque cercano a la clínica de esa luz sombría que cubría el río y la selva. Nadie había podido ciarle precisiones en cuanto al paradero de la pareja, ni explicar a qué se debía esa censura repentina impuesta a la correspondencia que salía de la provincia. Cuando Sanders insistió demasiado, le recordaron que las personas acusadas de crímenes estaban sujetas a censura, pero en el caso de Suzanne y Max Clair esa insinuación era ridícula.
Pensando en el pequeño e inteligente microbiólogo y en su mujer, alta y de pelo negro, de frente despejada y ojos tranquilos, el doctor Sanders recordó cómo habían dejado de pronto Fort Isabelle hacía tres meses. La relación de Sanders con Suzanne había durado dos años, alimentada nada más que por su propia incapacidad para tomar una resolución en cualquier sentido. El hecho de no poder comprometerse del todo con ella le mostró con claridad que Suzanne se había convertido en el foco de todas sus incertidumbres en Fort Isabelle. Desde hacía algún tiempo sospechaba que los motivos que lo llevaban a prestar servicios en la leprosería no eran del todo humanitarios, y que la idea de la lepra y lo que ella representaba de manera inconsciente quizá lo atraían más de lo que imaginaba. Había identificado la sombría belleza de Suzanne con el lado oscuro de su propia psique, y la relación entre ellos era un intento de aceptarse a sí mismo y sus propios y ambiguos motivos.
Después de pensarlo mejor, Sanders descubrió que había una explicación mucho más siniestra para la partida del matrimonio del hospital. Al recibir la carta de Suzanne, con su extraña y estática visión del bosque —la lepra maculoanestésica afectaba los tejidos nerviosos— había decidido seguirlos. Renunció a informarse acerca de la carta censurada para que Suzanne no se enterase de que había llegado, pidió un mes de licencia en el hospital y partió rumbo a Port Matarre.
Por la descripción que Suzanne había hecho de las laderas boscosas suponía que la clínica estaría cerca de Mont Royal, y posiblemente relacionada con alguno de los establecimientos mineros propiedad de los franceses, custodiados por guardianes excesivamente celosos. Pero la actividad en el muelle allí delante —había media docena de soldados dando vueltas cerca de un coche militar estacionado— indicaba que se estaba preparando alguna otra cosa.
Empezaba a doblar la carta de Suzanne, alisando el papel blando como un pétalo, cuando de repente se abrió la puerta de la cabina golpeándole el codo. Ventress entró pidiendo disculpas y haciendo reverencias.
—Perdón, doctor. Mi maleta. —Agregó—: Están aquí los funcionarios de aduana.
Fastidiado porque Ventress lo había sorprendido otra vez leyendo la carta, Sanders se la metió como pudo en el bolsillo, junto con el sobre. Esta vez Ventress no pareció darse cuenta. Tenía una mano apoyada en el asa de la maleta y un oído apuntando a los sonidos que venían de cubierta. Sin duda estaba pensando qué hacer con la pistola. Una revisión completa de equipaje era lo que menos había esperado.
Decidido a dejar solo a Ventress para que pudiese tirar la pistola por el ojo de buey, Sanders recogió sus dos maletas.
—Bueno, adiós, doctor. —Ventress sonreía; detrás de la barba, su rostro era todavía más cadavérico. Sostuvo la puerta abierta—. Ha sido muy interesante, un gran placer compartir el camarote con usted.
El doctor Sanders asintió.
—Y también un desafío, ¿no, monsieur Ventress? Espero que todos sus triunfos sean tan fáciles.
— ¡Touché, doctor! —Ventress lo saludó y luego le hizo una seña con la mano mientras bajaba por el pasillo—. Pero de buena gana dejo que ría último… El viejo de la guadaña, ¿no?
Sin mirar atrás, Sanders subió por la escalera hacia el salón, sintiendo que Ventress lo miraba desde la puerta del camarote. Los demás pasajeros, incluyendo a Balthus, estaban sentados junto a la barra, escuchando una prolongada arenga del oficial principal, dos funcionarios de aduana y un sargento de la policía. Consultaban la lista de pasajeros, escrutando a la vez a todo el mundo como si buscaran a un pasajero perdido.
Mientras apoyaba las maletas en el suelo, Sanders oyó esta frase:
—Está prohibida la entrada de periodistas…— Y entonces uno de los funcionarios de aduana le indicó que se acercase.
—¿Doctor Sanders? —preguntó, poniendo un particular énfasis en el nombre, como si fuese un seudónimo—. ¿De la Universidad de Libreville…? —Bajó la voz—. ¿Del departamento de física…? ¿Me permite sus documentos?
Sanders estregó el pasaporte. A su izquierda, a pocos metros, el padre Balthus lo miraba con atención.
—Soy Sanders, de la leprosería de Fort Isabelle.
Después de disculparse por el error, los funcionarios de aduana se miraron entre ellos y dejaron pasar a Sanders, marcándole las maletas con una tiza sin molestarse en abrirlas. Unos instantes más tarde bajaba por la planchada. En el muelle los soldados nativos holgazaneaban alrededor del coche militar. El asiento trasero permanecía vacío, reservado tal vez para el físico de la Universi dad de Libreville que no había llegado.
Mientras entregaba las maletas a un mozo de cordel con la leyenda «Hotel Europa» impresa en la gorra puntiaguda, el doctor Sanders descubrió que la inspección del equipaje de los que salían de Port Matarre era mucho más minuciosa. Habían reunido a un grupo de treinta o cuarenta pasajeros de tercera en el otro extremo del muelle, y la policía y los funcionarios de aduana los estaban revisando uno por uno. La mayoría de los nativos llevaban colchonetas, y los policías las desenrollaban y palpaban el relleno.
En contraste con esa actividad, el pueblo se veía casi desierto. Las galerías a ambos lados de la calle principal estaban vacías, y las ventanas del hotel Europa colgaban apáticas en el aire oscuro, los estrechos postigos como tapas de ataúdes. Allí, en el centro del pueblo, las descoloridas fachadas blancas hacían que la luz sombría de la selva fuese todavía más penetrante. Al mirar de nuevo el río, que se retorcía como una inmensa serpiente entrando en los bosques, Sanders tuvo la sensación de que había seccionado toda la vida de alrededor, dejando apenas un mínimo residuo.
Mientras subía por las escaleras del hotel, detrás del mozo de cordel, vio allá abajo, en la galería, la figura vestida de negro del padre Balthus. El sacerdote caminaba a pasos rápidos, llevando en una mano el pequeño maletín de viaje. Giró entre dos columnas, atravesó la calle y desapareció en las sombras de la galería delante del hotel. Sanders volvió a verlo a intervalos: el sol alumbraba la figura oscura, y las columnas blancas de la galería la encuadraban como el obturador de un estroboscopio defectuoso. Entonces, sin motivo aparente, el sacerdote volvió a cruzar la calle, levantando una nube de polvo alrededor de los tacos con el ruedo de la sotana. El rostro altanero pasó junto a Sanders sin mirarlo, como un perfil pálido y borroso vislumbrando una pesadilla.
Sanders lo señaló con el dedo.
—¿Adónde va?— le preguntó al mozo de cordel. —El sacerdote… vino conmigo en el vapor.
—Al seminario. Los jesuitas todavía están aquí.
—¿Todavía? ¿Qué quiere decir?
Sanders avanzó hacia las puertas giratorias, pero en ese momento salía una joven francesa de pelo negro. Los vidrios en movimiento reflejaron el rostro un instante y Sanders creyó ver a Suzanne Clair. Aunque la joven pasaba apenas de los veinte, y era diez años menor que Suzanne, tenía las mismas caderas anchas, el mismo andar pausado y los mismos ojos grises y atentos. Al cruzarse con Sanders murmuró «Pardon…». Luego, devolviendo la mirada del doctor con una débil sonrisa, echó a andar hacia el camión del ejército que estaba dando marcha atrás en una calle lateral. Sanders miró cómo se alejaba. El pulcro traje blanco y la elegancia metropolitana de esa mujer parecían fuera de lugar en la lúgubre atmósfera de Port Matarre.
—¿Qué pasa aquí? —dijo Sanders—. ¿Han encontrado una nueva mina de diamantes?
Esto hubiera bastado para explicar la censura y el celo de los aduaneros, pero algo en el estudiado encogimiento de hombros del mozo de cordel hizo que Sanders dudase. Además el censor habría interpretado las referencias de la carta de Suzanne a los diamantes y los zafiros como una abierta invitación a participar en la cosecha.
El recepcionista fue tan evasivo como el mozo. Para fastidio de Sanders, insistió en mostrarle la tarifa semanal, a pesar de que él le había asegurado que partiría para Mont Royal al día siguiente.
—Doctor, comprenda usted que no hay barco, que han suspendido el servicio. Le saldrá más barato si le cobro la tarifa semanal. Pero usted decide.
—Está bien. —Sanders firmó el registro. Por precaución, dio como dirección la Universidad de Libreville. Había dictado varias conferencias en la facultad de medicina, y desde allí le reenviarían la correspondencia a Fort Isabelle. Ese engaño podría servirle más adelante.
—¿Y el ferrocarril? —le preguntó al empleado—. ¿O el servicio de autobuses? Tiene que haber algún tipo de transporte a Mont Royal.
—El ferrocarril no existe. —El empleado hizo crujir los dedos—. Usted sabe, doctor, que no resulta difícil transportar los diamantes. Quizá pueda informarse sobre el autobús.
Sanders estudió el rostro delgado y oliváceo del empleado, que recorrió con ojos transparentes las maletas del doctor y luego la galería y el dosel del bosque que asomaba por encima de los techos del otro lado de la calle. Daba la impresión de que estaba esperando la aparición de algo.
Sanders guardó la lapicera en el bolsillo.
—Dígame, ¿por qué está tan oscuro en Port Matarre? El cielo no está nublado y sin embargo apenas se ve el sol.
El empleado meneó la cabeza. Al fin dijo como si se hablara a sí mismo:
—No está oscuro, doctor. Son las hojas, que sacan minerales del suelo. Eso hace que todo parezca siempre oscuro.
Daba la impresión de que esta idea contenía un elemento de verdad. Desde las ventanas de la habitación, que daba a las galerías, miró hacia el bosque. Los inmensos árboles rodeaban el puerto como si intentaran acorralarlo y arrojarlo al río. En la calle las sombras tenían la densidad acostumbrada, y seguían los talones de las pocas personas que se arriesgaban a salir a las galerías, pero en el bosque no había ningún tipo de contraste. Las hojas expuestas a la luz del sol eran tan oscuras como las que estaban debajo, casi como si la totalidad del bosque estuviese consumiendo la luz del sol de la misma manera en que el río había quitado vida y movimiento al pueblo. La negrura del cielo, el tinte oliváceo de las hojas opacas, daba a la vegetación una pesadez sombría, acentuada por las partículas luminosas que parpadeaban dentro de las galerías elevadas.
Preocupado, Sanders casi no oyó que golpeaban la puerta. Abrió y encontró a Ventress en el pasillo. Esa figura de cráneo anguloso, vestida de blanco, parecía personificar los colores óseos del pueblo desierto.
—¿Qué quiere?
Ventress dio un paso adelante. Tenía un sobre en la mano.
—Encontré esto en el camarote después de que usted se fuera, doctor. Pensé que debía devolvérselo.
El doctor Sanders tomó el sobre, mientras se palpaba el bolsillo buscando la carta de Suzanne. Era evidente que con la prisa se le había caído al suelo. Metió la carta en el sobre, invitando a Ventress a entrar en la habitación.
—Gracias, no me di cuenta…
Ventress echó un vistazo al cuarto. Desde el desembarco, el hombre había cambiado de manera visible. Un notable desasosiego había sustituido el estilo lacónico e informal. La figura compacta, apretada como si se le contrapusiesen todos los músculos, contenía una intensa energía nerviosa que casi incomodaba a Sanders. Los ojos recorrían la ruinosa habitación buscando alguna perspectiva oculta.
—¿Puedo tomar algo a cambio, doctor? —Antes que Sanders pudiese contestar, Ventress se había acercado a la maleta más grande, apoyada en un atril junto al armario. Con una ligera inclinación, soltó los pestillos y levantó la tapa. De debajo de la bata doblada sacó la pistola automática. Antes de que Sanders pudiese protestar se la había guardado en la chaqueta.
—¿Qué diablos…? —Sanders atravesó la habitación. Cerró la maleta—. ¡Cómo puede ser tan descarado…!
Ventress lo miró con una sonrisa débil, y echó a andar hacia la puerta pasando por delante de Sanders. Fastidiado, Sanders lo tomó de un brazo y casi lo levantó en el aire. El rostro de Ventress se cerró como una trampa. Se hizo a un lado moviendo con agilidad los pies pequeños y se desasió de Sanders.
Mientras Sanders arremetía de nuevo, Ventress pareció considerar la posibilidad de usar la pistola y en seguida levantó una mano para pacificar al doctor.
—Sanders, claro que le pido disculpas. Pero no había otra manera. Trate de comprenderme, estaba engañando a esos idiotas de a bordo…
—¡Estupideces! ¡Me estaba engañando a mí!
Ventress movió la cabeza negando con vigor.
—Está usted equivocado, Sanders. Le aseguro que no tengo ningún prejuicio hacia la profesión de usted… todo lo contrario. Créame, doctor, que lo entiendo, que entiendo toda su…
—¡Está bien! —Sanders bruscamente abrió la puerta—. Ahora, ¡fuera!
Pero Ventress no se movió. Parecía que intentaba decir algo, como si se diera cuenta de que había puesto al descubierto alguna debilidad personal de Sanders y estuviese tratando de reparar el error. Entonces se encogió de hombros y salió del cuarto, aburrido de la ira del médico.
Cuando se quedó solo, Sanders se sentó en el sillón de espaldas a la ventana. El ardid de Ventress le había molestado no sólo por la suposición de que los funcionarios de aduana evitarían revolverle la maleta para no contaminarse. El contrabando de la pistola parecía simbolizar, también en términos sexuales, todos los motivos de su viaje a Port Matarre en busca de Suzanne Clair. Que Ventress, con ese rostro cadavérico y ese traje blanco, hubiese puesto al descubierto esos motivos todavía ocultos lo irritaba aún más.
Almorzó temprano en el restaurante del hotel. Las mesas estaban casi vacías: el único otro huésped era la joven francesa de pelo negro que estaba sentada sola, escribiendo en un cuaderno de notas junto a la ensalada. De vez en cuando miraba a Sanders, que volvía a sentirse impresionado por el parecido de la mujer con Suzanne Clair. Quizás a causa del color del pelo, o de la insólita luz de Port Matarre, la suave piel de la cara de ella parecía más pálida que la de Suzanne, como si las dos fuesen primas, diferenciadas sólo porque Suzanne tenía sangre más oscura. Mientras miraba a la muchacha, Sanders casi vio a Suzanne al lado de ella, reflejada en un espejo que él llevaba oculto a medias en la mente.
Al levantarse de la mesa saludó a Sanders con un movimiento de cabeza, recogió el cuaderno de notas y salió a la calle tras detenerse un instante en el vestíbulo.
Después del almuerzo, Sanders comenzó a buscar alguna forma de transporte que lo llevase a Mont Royal. Como había dicho el empleado de la recepción, no había ferrocarril al pueblo minero. Había habido un servicio de autobuses dos veces al día, pero lo habían suprimido por alguna razón. En la estación, al este, en las afueras de la ciudad cerca de los cuarteles, Sanders descubrió que la oficina de venta de billetes estaba cerrada. Las listas de los horarios se desprendían de los tableros a la luz del sol, y en los bancos a la sombra dormían unos cuantos nativos. Después de diez minutos apareció un inspector con una escoba, chupando un trozo de caña de azúcar. Sanders le preguntó cuándo se reanudaría el servicio, y el inspector se encogió de hombros.
—Tal vez mañana, o pasado mañana, señor. ¿Quién sabe? Cayó el puente.
—¿Dónde queda eso?
—¿Dónde? En Myanga, a diez kilómetros de Mont Royal. Un barranco muy empinado, el puente se desmoronó. Un sitio peligroso.
Sanders señaló hacia los cuarteles militares, donde estaban cargando con pertrechos media docena de camiones. A un lado junto a unas secciones de cercas metálicas, había un montón de rollos de alambre de púas.
—Parecen muy ocupados. ¿Cómo van a llegar al otro lado?
—Señor, están reparando el puente.
—¿Con alambre de púas? —Sanders meneó la cabeza, cansado de tantas evasivas—. ¿Qué es exactamente lo que pasa allí, en Mont Royal?
El inspector chupó la caña.
—¿Qué pasa?— repitió, en tono vago. —No pasa nada, señor.
Sanders se alejó de allí y se detuvo delante de las puertas del cuartel hasta que el centinela le indicó por señas que se apartase. Del otro lado de la calle, las oscuras capas de árboles subían en el aire como una inmensa ola a punto de caer sobre el pueblo vacío. A más de treinta metros por encima de su cabeza, las enormes ramas colgaban como alas apenas desplegadas, y los troncos se inclinaban hacia él. Sanders estuvo tentado de cruzar la calle y acercarse, pero había algo de opresivo y amenazador en el silencio del bosque. Dio media vuelta y regresó al hotel.
Una hora más tarde, luego de varias indagaciones estériles, fue hasta la prefectura de policía cerca del puerto. Había mucha menos actividad junto al vapor, y la mayoría de los pasajeros se habían embarcado. Con un pescante estaban bajando al muelle la lancha de carreras.
Sanders fue directo al grano, y le mostró la carta de Suzanne al capitán africano que estaba a cargo de la prefectura.
—¿Puede usted explicarme, capitán, por qué fue necesario suprimirle el remite? Son amigos íntimos, y quiero pasar dos semanas de vacaciones con ellos. Pero descubro que no hay manera de llegar a Mont Royal, y que una atmósfera de misterio rodea todo ese sitio.
El capitán asintió, meditando con la carta sobre el escritorio. De vez en cuando pinchaba el papel con una regla de acero, como si estuviese examinando los pétalos prensados de una flor rara y quizá venenosa.
—Entiendo, doctor. Para usted es difícil.
—Pero ¿por qué la censura? —insistió Sanders—. ¿Hay algún tipo de desorden político? ¿Algún grupo rebelde se apoderó de las minas? Desde luego, estoy preocupado por el bienestar del doctor y de la señora Clair.
El capitán meneó la cabeza.
—Le aseguro, doctor, que no hay ningún problema político en Mont Royal. En realidad casi no queda nadie allí. La mayoría de los obreros se han ido.
—¿Por qué? He notado lo mismo aquí. El pueblo está vacío.
El capitán se levantó y fue hasta la ventana. Señaló la oscura periferia de la selva que se agolpaba sobre los techos del barrio nativo, detrás de los almacenes.
—El bosque, doctor, ¿lo ve usted? Los asusta, es todo el tiempo tan negro y opresivo—. Volvió al escritorio y se puso a juguetear con la regla. Sanders esperó a que decidiese lo que iba a decir. —Entre nosotros, puedo contarle que hay una nueva clase de enfermedad en las plantas, y empieza en el bosque cerca de Mont Royal…
—¿Qué quiere decir? —lo interrumpió Sanders—. ¿Una enfermedad vírica como el mosaico del tabaco?
—Sí, exacto, eso mismo… —El capitán asintió con entusiasmo, aunque no parecía tener mucha idea de lo que estaba hablando. Miró con calma el borde de la floresta en la ventana—. De cualquier modo no es venenosa, pero debemos tomar precauciones. Algunos expertos echarán un vistazo al bosque, enviarán muestras a Libreville, y usted sabe que eso lleva tiempo… —Le devolvió la carta de Suzanne—. Le buscaré la dirección de sus amigos. Vuelva otro día, ¿de acuerdo?
—¿Podré ir a Mont Royal? —preguntó Sanders—. ¿El ejército no ha acordonado la zona?
—No… —insistió el capitán—. Está usted en libertad. —Movió las manos encerrando pequeñas parcelas de aire—. Nada más que áreas pequeñas. No es peligroso, sus amigos están bien. No queremos que esto se llene de gente tratando de crear problemas.
Al llegar a la puerta Sanders preguntó:
—¿Cuánto hace que empezó esa enfermedad?— Señaló la ventana. —Aquí el bosque es muy oscuro.
El capitán se rascó la frente. Por un momento pareció cansado y absorto.
—Alrededor de un año. Tal vez más. Al principio nadie se preocupó…