El María Bella seguía en venta y Billy Ray Cunqueiro continuaba visitándolo cada día, ahora con menos esperanzas que nunca de que algún día aquella preciosidad pudiese llegar a ser suya.
Ya hemos dicho que Billy Ray era un soñador. Ahora debemos añadir que también era un luchador que no renunciaba fácilmente a sus sueños. El día que visitó a la agencia de compra y venta de naves de recreo que tenía la exclusiva del María Bella, descubrió que quien se encargaba de las tareas comerciales era una mujer de mediana edad en sus ilusiones y algo más en la partida de nacimiento. No era especialmente agraciada; incluso podríamos decir que si los conejos fuesen humanos su cara sería, con cierta aproximación, como la de la mujer en cuestión… También descubrió, el amigo Billy Ray, que cualquier cosa que él decía a ella le hacía reír con entusiasmo relativamente justificable, una de esas cosas que te hacen pensar que el ayuno sexual que te aqueja puede terminar en un plazo corto. Y, a pesar de que Billy Ray tenía ciertos sentimientos contradictorios respecto al vino y a las mujeres —la acumulación de años que apreciaba en el vino la detestaba en las mujeres—, pensó que tal vez no todo estaba perdido.
De momento ella ya había aceptado una invitación a cenar, y Billy Ray pensaba que la cena podía acabar en un polvo en uno de los magníficos camarotes del María Bella, acunado por las olas del puerto. Nunca sería lo mismo que una vuelta al mundo con dos o tres putas a bordo —a este respecto nunca había acabado de decidirse—, pero la vida, en ocasiones, en tantas ocasiones, no ofrece la posibilidad de cumplir todos los deseos que una persona pueda llegar a tener.
Sea como sea, nunca hay que renunciar a aquellos deseos que ennoblecen al ser humano. Él iba a seguir luchando.
Ya hemos aclarado que Billy Ray era un luchador, además de soñador. Y quizás también un poeta…