A Yuri Samchuk se le llevaban todos los demonios. No había, aún, aprendido la traducción de «gilipollas» al holandés, entre otros motivos porque no creía que los jueces holandeses fuesen tan gilipollas como los españoles, aunque sí temía que fuesen tan sensibles a la presión del poder como en cualquier otro lugar del mundo. Y el enemigo al que se había enfrentado era realmente poderoso.
En los últimos días se había producido un careo con los fiscales. A través de este careo, se enteró de que toda la red de fabricación y distribución de los diamantes de mosanita había sido desmantelada; aquello creaba un nuevo punto de intranquilidad: si llegaban a pensar que él era el responsable de la filtración, su vida podía verse amenazada. Lo más sorprendente era que no sabía de dónde podía venir la filtración. En un primer momento sospechó de Nadezna —la puta aquella era capaz de eso y de mucho más—, pero ella no tenía acceso a aquellos datos. Al menos no que él supiera…
Valeri Samchuk estaba añorando, con verdadera fuerza, el ejército ruso.