Capítulo Décimoquinto

Cuando Eusebio Tolosa salió de Mediterránea de Seguros con la mirada extraviada, lanzando obsesivas miradas a derecha e izquierda, yo estaba esperándole en mi coche. Por su parte, García se dedicaría a esperar a Blas Recarte. Habíamos convenido en mantener abiertos los teléfonos móviles, para estar en disposición de comunicarnos cualquier novedad que pudiera producirse.

La carrera fue entretenida. En un par de ocasiones Tolosa estuvo a punto de colisionar con otros vehículos; conducía como si estuviese bajo los efectos de algún estimulante. Aparcó en una esquina señalizada como carga y descarga y entró en una cafetería de aspecto funcional. Al cabo de quince minutos llegó Emilia. Si hubiese tardado cinco minutos menos, hubiese podido contemplar cómo la grúa municipal secuestraba el coche de Tolosa.

Días más tarde, recordando el devenir de los hechos, pensé que realmente el pobre tipo no tenía el día: la carta de un muerto le estropeaba la vida, le acababan de sentenciar a muerte y, para colmo de males, al hombre la grúa se le llevaba el coche… ¡Y acababan de incrementar de forma salvaje el importe del pupilaje en los depósitos municipales!

En el mismo momento en que Emilia entró en la cafetería, Eusebio Tolosa comenzó a gesticular. Ella le tomó del brazo y le obligó a salir a la calle y a subir a su coche, estacionado donde antes había estado el de su amante. No todo el mundo tenía la misma mala fortuna aquel día, si exceptuamos el hecho de que ella también había sido condenada a muerte…

Les seguí hasta una zona industrial, en donde ella paró el coche. Permanecieron en su interior hablando, durante más de dos horas. De vez en cuando, pasaba bien a pie bien en mi coche por delante de ellos. En un par de ocasiones parecían cruzar gritos sofocados, tal vez insultos; en otras el desánimo parecía haber hecho mella en ellos… En una de las ocasiones creí ver la carta que habíamos hecho llegar a Eusebio Tolosa en las manos de Emilia.

Cuando decidieron regresar, la impresión que ofrecían era más de aceptado abatimiento que de ira en él, y más de expectante desconfianza en ella. Quizás me equivocase y simplemente habían decidido emborracharse y dejar que lo que tuviese que suceder sucediese. Cuando llegamos a la esquina donde se suponía que estaría el coche de Eusebio Tolosa, este miró extrañado alrededor. Ella bajó y miró al suelo; le indicó con un gesto la señal de grúa, y luego su propio coche. Cuando subieron de nuevo, Tolosa iba levantando las manos al cielo, en un silencioso reproche a su destino o a algún dios, santo o beato de su particular devoción.

Cuando, tras recoger el coche de Tolosa, se separaron, dudé acerca de la mejor opción. Tenía la sospecha de que él no iba a tomar ninguna iniciativa, más bien tendería a refugiarse en algún lugar que le recordase al vientre materno y esperaría allí instrucciones. A ella la veía más dispuesta a tomar alguna iniciativa, así que la seguí a ella.

Fuimos directamente hasta su domicilio, aparcó el coche y salió a la calle. Caminó cien metros hasta la farmacia más cercana y entró. Al cabo de tres minutos, salió y fue directamente hacia su domicilio. Entró y no volvió a salir. Rebusqué en la guantera, encontré una receta caducada de un medicamento para la acidez de estómago y me lancé a la carrera hasta la farmacia. Tuve suerte: nadie había entrado desde la salida de Emilia.

Pedí a la farmacéutica que me sirviese una caja de Viagra de cien miligramos —no vayan a pensar mal, pero en realidad es un medicamento que puede resultar tranquilizante en determinados momentos; repentinas subidas de tensión sanguínea, por ejemplo—. En el momento en que me lo servían, me agaché, recogí la receta caducada y se la mostré a la farmacéutica, que me miraba caritativamente compungida.

—Se le debe de haber caído a la señora que ha salido poco antes de entrar yo.

Ella la cogió y le dio un vistazo somero.

—No, no creo, a ella le he servido Tranquimazin. Esa receta es de un compuesto de Famotidina, que ella no ha usado nunca; claro que el Tranquimazin tampoco, pero siempre hay una primera vez, ¿verdad?

La chica tenía ganas de charlar y no todos los días está disponible un impotente simpático y educado. Cierto, es la tensión de la vida moderna. O el hecho de que si ha funcionado una vez también puede funcionar otra. Esto último se lo comenté a mi ropa interior…

Mientras abandonaba la farmacia, un individuo con gorra de plato estaba abriendo su talonario de multas y observando mi coche con verdadera delectación. Llegué a tiempo para llevarme el coche sin que llegase a multarlo, causándole, de paso, uno de esos disgustos cotidianos que con los años acaban amargando el carácter y minando la salud de los sufridos proletarios.

Llamé a García y le puse al corriente de los últimos acontecimientos.

—Así que ha comprado un tranquilizante que no acostumbra a usar… Claro que su estado de nervios no debe de ser el mejor, pero… Y el otro dices que anda histérico. Bueno, pues eso es lo que queríamos. Si pierden los nervios se descubrirán ellos mismos de una forma o de otra. Por lo que respecta a mi pájaro, me está sorprendiendo: el fulano no ha salido de su casa. O bien le ha dado un síncope y está agonizando en la alfombra persa, o este sujeto tiene los nervios de acero. De cualquier manera, seguimos en ello, Humphrey, ni tú ni yo nos vamos a mover de donde estamos. Van a suceder cosas. No me preguntes cuáles, pero te aseguro que van a suceder cosas.

Desde aquel día creo en la capacidad profética de García.

Me dispuse a esperar pacientemente dentro del coche que ese algo que García pronosticaba sucediese en mi parcela de responsabilidad.

Eso de esperar sin hacer nada dentro del coche es una de las tareas más desagradecidas de un detective privado. Y si no te has traído comida, aún es peor. Y si no te has traído una botella de cuello ancho para descargar la vejiga, entonces es mucho peor. Yo no tenía ninguna de las dos cosas… Sin embargo, tenía a mi disposición el legendario ingenio de los detectives de ficción. Puse en práctica mi capacidad de observación para escoger al sujeto adecuado. Resultó ser un adolescente gordito —cualquier parte de su cuerpo era una acumulación de grasa, quizás con excepción de los dientes…—. Le llamé a través de la ventanilla y le propuse que me fuese a comprar, al supermercado de la esquina, una empanada de carne y una botella de litro de zumo de tomate; le di veinte euros y le prometí veinte más cuando volviese con el cambio.

El hijo de puta no volvió. Puso en práctica la teoría de que mejor son veinte euros en mano que veinte dependiendo de la buena voluntad de un tipo más grande que tú.

A la media hora se presentó un chaval soñoliento, que me informó de lo siguiente:

—Si me das cuarenta euros, te traigo lo que le pediste a mi amigo. Mira, te dejo esto como prenda —y me tendió su carné de identidad y un reloj de pulsera de poco precio.

Le di los cuarenta euros. A los cinco minutos el chaval volvió con el pedido y el cambio. Le devolví el carné de identidad y el reloj de pulsera de poco precio.

—Díle a tu amigo que si le vuelvo a ver le mataré.

—Ya, eso es lo mismo que dice todo el mundo. Vas a tener que hacer cola…

Le creí.

En mi coche llevo un cargador de seis CD, alterno por ese orden: blues, clásica, boleros o tangos, jazz, country y lo último que he adquirido, sea lo que sea.

Iba por la repetición de los boleros cuando García me llamó al móvil. Debían ser alrededor de las seis de la tarde y hacía escasamente quince minutos que Eusebio Tolosa había entrado en casa de Emilia.

—No te creerás lo que acabo de ver, Humphrey. Adivina quién acaba de entrar en casa de nuestro amigo Blas.

—¿El Príncipe Heredero de Balastrilla del Condado?

—Un poco más lejos, aunque dudo que ese mamón sea heredero de nada. Nuestro amigo Dalianovitch.

—¿Tanto efecto han podido causar las cartas?

—Al menos esa es la impresión que da.

—Pues la cosa puede ser grave. Hace un rato ha llegado el tercer lado del triángulo, ha aparcado en la zona azul y la cantidad que ha pagado le permite quedarse toda la noche, lo cual no puede querer decir nada o puede ofrecer una ocasión magnífica a tu amigo el serbocroata para jugar al tiro al blanco, si ese es el encargo por el que le ha hecho venir Blas Recarte.

—¿Avisamos a Jareño?

—No sé, decide tú, es tu juego.

—De acuerdo, decido yo. Creo que la que se puede montar ahora es demasiado importante para que se nos escape de las manos. ¿Quién avisa a Jareño, tú o yo?

Llamé yo y tuve que estar hablando quince minutos para convencer a Jareño acerca de lo inconveniente que resultaría colgarnos a García y a mí de las pelotas y exponernos a la vergüenza pública en la plaza de España. Finalmente conseguí que Jareño comprendiese mi punto de vista. Hasta me despidió con unas amables palabras:

—¡Me cago en la leche que llegaste a mamar, Humphrey! Si esto se os ha escapado de las manos, me encargaré yo mismo de que os empapelen de tal manera que cuando salgáis de la trena lo hagáis para ir directos al asilo de ancianos pobres.

Bueno, conociéndole, podía asegurar que no le cabía duda de nuestra buena intención. Por si acaso, elevé una sentida plegaría a Philip Marlowe —a él estas cosas siempre le salían bien— para que, desde el cielo de los tipos duros, nos ayudase en este trance.

Cuando Dalianovitch llamó, dos horas más tarde, a la puerta del domicilio de Emilia, le abrió una sonriente detective de la brigada de homicidios, que se encontró con el silenciador de la pistola del mercenario incorporada a sus fosas nasales, lo cual la dejó realmente preocupada, ya que el chaleco antibalas que llevaba disimulado bajo el vestido no llegaba tan arriba. La siguiente sorpresa fue para Dalianovitch, ya que al entrar en el salón se encontró con cuatro pistolas apuntándole directamente a la barriga, y, sin saber de dónde venía, una quinta pistola se le incrustó en el occipucio, despojándole de los pocos deseos que le pudiesen quedar de cometer alguna heroicidad.

Eusebio Tolosa y Emilia estaban en una de las habitaciones interiores. Ya hacía rato que él había perdido los nervios y había confesado sin esperar la llegada del preceptivo abogado. Ella lo hizo algo más tarde en la comisaría, y, aunque su versión difería en más de un aspecto de lo que en realidad había ocurrido, era ya sólo una cuestión de tiempo llegar a la versión definitiva.

En cuanto a Blas Recarte, cuando la policía se presentó en su domicilio para proceder a su detención, se negó a abrir la puerta, y cuando está fue convenientemente forzada, los agentes detectaron, en primer lugar, la presencia de gas proveniente de la cocina: la puerta del horno estaba abierta de par en par y la llave del gas en posición de salida; sin embargo, Blas Recarte estaba encerrado en la habitación más alejada de la cocina, amorrado a una botella de ginebra Thackeray. Jamás llegó a determinarse con certeza cuáles pudieron ser las intenciones del detenido. El fiscal consideró por un tiempo la idea de acusarle de intento de homicidio en las personas de los agentes que procedieron a su detención; sin embargo, tras pensarlo detenidamente, desechó tal posibilidad.

A Jareño el cabreo se le fue diluyendo conforme se iban consiguiendo las confesiones de los tres implicados. Creo que incluso estuvo tentado de invitarnos a cenar… El problema debió de ser que no halló la manera de hacerlo sin aceptar que sin nuestra ayuda, facilitada desde la más radical falta de respeto hacia el procedimiento, le hubiese sido mucho más complicado.

García lucía una sonrisa de luna llena, cuando nos reunimos frente al domicilio de Blas Recarte. Por fin había podido experimentar la satisfacción que se siente tras joder a los malos sin necesidad de encontrarse encorsetado por la telaraña de leyes que parecen hechas a propósito para entorpecer las iniciativas de la policía. Y, de paso, había demostrado su teoría de que si los detectives privados, en más de una ocasión, somos capaces de desentrañar casos que a la policía se le atragantan, era pura y simplemente por la facilidad que nosotros tenemos para actuar fuera del procedimiento. Quizás no anduviese demasiado equivocado…

En lo que hace referencia a un servidor de ustedes, me sentí feliz de poder regresar a casa, rascarle la cabeza a Cariño y mear en mi propio cuarto de baño, sin necesidad de usar una botella de boca ancha, haciendo maravillas dentro del coche para evitar que alguna ama de casa aburrida me denunciase por atentar al sexto mandamiento en lugar inapropiado y en horario lectivo…