Reacciones debidas a una escueta nota firmada por un muerto

Eusebio Tolosa escuchaba, con cierto desinterés, las explicaciones que uno de sus ejecutivos le daba al respecto de la conveniencia de cubrir el importe de cierto expediente que tenía en las manos, y con cuyo movimiento reforzaba la calidad de sus aseveraciones. A Eusebio Tolosa la prolija explicación, a todas luces errónea, de aquel tipo comenzaba a irritarle seriamente, ya que de cualquier manera la decisión estaba tomada: aquel expediente era de los que de ninguna manera iba a pagar. La llegada de su secretaria con un sobre en las manos le resultó balsámica. Abrió el sobre y leyó el contenido de la nota. Miró a través de la ventana amplia y lo que vio le resultó tan borroso como el paisaje creado por la desidia de un niño. Volvió de nuevo a leer la escueta nota y notó cómo una cantidad inusual de sangre se agolpaba en su rostro. Apoyó con fuerza las manos sobre la mesa temiendo perder el sentido del equilibrio; trató de respirar hondo y de que su empleado no notase su estado de excitación.

—De acuerdo, de acuerdo. Paga este expediente y listo. Ahora, por favor, déjame solo, tengo que hacer una llamada urgente. —Procuró dotar a su voz de la firmeza habitual.

Por la expresión del tipo que tenía frente a sí, temió no haberlo logrado.

Llamó por el teléfono interior a su secretaria. Esta no pudo decirle más que fue un niño, quien trajo la nota, y que a este se lo había dado una señora; no podía decirle más. Al niño no le había visto nunca y se había marchado tan pronto como dejó la nota sobre su mesa. ¿Pasaba algo malo?

—No, por supuesto que no. Pura curiosidad.

El cerebro le zumbaba como un abejorro ebrio y decidió que debía hacer una tanda de ejercicios respiratorios, negándose a aceptar que, cuando acabase de hacerla, la nota seguiría allí, tan sólida y amenazante como un grito de angustia. Tras diez minutos de respiración abdominal y dibujos mentales de su paisaje favorito en la Cerdaña, tuvo que salir corriendo al aseo anexo al despacho. Trató de vomitar y no pudo. Se sentía desolado, encerrado en un callejón sucio bajo un cielo nublado.

¿Quién lo podía saber? La nota la había entregado una mujer. ¿Quién lo podía saber? Sólo ellos tres estaban al tanto de lo que había sucedido. Emilia no podía ser, ella estaba tan involucrada como él mismo. No, tan involucrada como él mismo no: ella había ayudado a neutralizar a Rick cuando este se enteró, a través de Blas, del plan —bonita palabra, «neutralizar», en vez de «asesinar», de «matar», de «asfixiar»— para incendiar un negocio que estaba resultando ruinoso debido a la mala gestión del matrimonio y cobrar una póliza millonaria. Pero, un momento, él estaba a salvo, él se había negado a seguir adelante con el plan cuando Emilia le contó que se había tenido que neutralizar a Rick —de nuevo la dichosa palabra—. Sí, ¡y una mierda, a salvo! Hacía un par de días había firmado la orden para que se hiciese efectivo el pago de la póliza de un siniestro que hasta el mismo cuerpo de bomberos había considerado como altamente sospechoso de ser intencionado, pero no habían podido demostrarlo. —Al menos en eso el mariconazo de Blas no había hecho la chapuza que él se temía—. Rick no tuvo tiempo de decírselo a nadie: ellos le habían matado la misma noche en que Blas llamó a Emilia, asustado, confesándole que en una de sus «fabulosas» sesiones de cama con Rick, en plena reconciliación, le había contado el plan. Y el otro mariconazo le había amenazado con ir a la policía si no entraba en el reparto como un socio más. ¡En plena reconciliación, joder! Aquella misma noche se lo habían cargado —por Dios, neutralizado— con uno de los almohadones de puntillas del maricón de Blas, apretando hasta que dejó de respirar. Neutralizado. ¿Y ahora qué? ¿Emilia? ¿Blas? No podía ser nadie más. Debía ser alguien ajeno a ellos tres, pero no podía ser nadie más que uno de ellos. Emilia en casa de Blas. Despiertan a Rick. «Vamos a hablar del asunto». «¿Una copa, Rick?». Barbitúricos disueltos suficientes para dormir a toda la sección de insomnes del Hospital Clínico. Rick parcialmente neutralizado. La sonrisa de chico guapo fija en el sueño. El almohadón de Blas apretando hasta que la sonrisa se convierte en mueca, sin ni siquiera poder ver que le están asfixiando con uno de los almohadones que tantas veces ha puesto debajo de su cuerpo para que… Joder, neutralizado del todo. Rick, el chico más guapo de su generación, el capricho más querido del mariconazo de Blas, neutralizado para siempre. ¿Y ahora qué? Nadie a quien acudir. De acuerdo, de acuerdo, él se negó a continuar con el asunto cuando supo lo que había ocurrido. Pero había continuado, ya lo creo que había continuado. ¿Por el dinero? ¿Por Emilia? ¡Y qué más daba, ahora, por quién o por qué! ¡Oh, mierda, Señor! ¡Oh, mierda!

Blas Recarte hacía revolotear sus manos sobre la cabeza de pelos demasiado finos de una de sus mejores clientas —tan buena que no le había quedado más remedio que recibirla en su propia casa para peinarla para la jodida fiesta de cumpleaños de su hija—, maldiciendo aquellos pelos suaves y quebradizos que no le permitían dar el toque final de un peinado que, con una cabellera espesa y fuerte, habría resultado una obra de arte; había ahuecado el pelo tanto como le fue posible, pero aquello tenía difícil remedio. El timbre de la puerta dejó oír el remedo electrónico de las campanadas de la plaza de San Marcos de Venecia. Blas tuvo que contenerse para no alborotar, con el canto del peine, el desastre de pelo que tenía bajo sus manos. La mujer levantó la cabeza, desparramó una sonrisa por su cara y preguntó, esperanzada:

—¿Cómo estoy, Blas?

—Querida, estás divina. Como no podía ser de otra manera, por otro lado. Dame unos segundos y lo verás tú misma. Discúlpame un momento que vea quién llama.

En la puerta, un adolescente de unos diecisiete años, con unas profundas marcas de acné, le observaba, valorativo:

—¿El señor Recarte? Traigo esto para usted —le tendía un sobre blanco, vulgar a más no poder.

—¿Y esto qué es?

—No sé, un hombre me ha dicho que le entregase el sobre. Me ha dado veinte euros. Yo ya he cumplido, o sea que adiós.

Mientras se alejaba, Blas Recarte pensó que era una lástima, lo del acné. El chaval tenía posibilidades, unas piernas largas y ligeramente estevadas, como a él le gustaban. Dejó el sobre encima de la mesilla junto a la puerta de entrada y se dispuso a seguir intentando el milagro de convertir la cabeza de aquella gallina clueca en algo medianamente presentable. Dio dos pasos hacia el salón, pero la curiosidad le venció. Abrió el sobre y leyó su contenido.

El primer pensamiento que le asaltó fue que con aquel súbito temblor de manos no podría poner el peine sobre la cabeza de la gallina sin desparramarle los pelos en todas direcciones. Aquello, sencillamente, no le podía estar pasando a él. Y si le estaba pasando no podía ser obra más que de dos personas: el pendón de Emilia o el calzonazos de su amante; o tal vez de los dos, conspirando para hacerle perder la cabeza. ¿Para matarle, como insinuaba el mensaje, y quedarse con su parte? Al fin y al cabo, Emilia y él seguían casados. Si uno de los dos moría, al no tener hijos, el otro heredaba la totalidad de sus bienes. De hecho, la idea de matar a Rick había salido, en primera instancia, de Emilia, en cuanto él, asustado, le contó que Rick pretendía hacerles chantaje; sus primeras palabras fueron, lo recordaba perfectamente: «Debemos acabar con ese mierda. No voy a consentir que nos estropee el negocio, con lo mucho que hemos trabajado, especialmente yo». Y luego…

—Blas, cariño, ¿me has abandonado?

—No, cielo, ahora mismo estoy contigo, deja que recoja una cosa que necesito.

Estrangularla con gusto a aquella vaca burra, si luego pudiese hacer desaparecer el cadáver chasqueando los dedos. La cosa que necesitaba estaba en el mueble bar: lo contenía una botella etiquetada con la imagen de un soldado de la guardia real británica y las palabras «Ginebra Thackeray». Fue hasta allí, tomó un largo trago directamente de la botella y esperó veinte segundos; luego observó con satisfacción que el temblor de sus manos había remitido un tanto.

Acabó de peinar a la gallina más con palabras aduladoras que con sus manos aún temblorosas. Mientras le pasaba el espejo alrededor de la cabeza, le contaba que iba a ser la sensación de la fiesta; se lo fue contando mientras, prácticamente, la echaba a empellones de su casa. Hubiera pagado un buen pellizco por finalizar la despedida con una patada en su gordo culo. Cerró la puerta y se apoyó de espaldas en ella. Y luego… Luego ella misma había seleccionado el almohadón con el que él le había asfixiado. De ninguna de las maneras debía temer una acusación por parte de los amantes, pues ellos estaban tan metidos en la mierda como él mismo —quizás Eusebio no tanto—; sin embargo, si todo el asunto salía a luz, a Eusebio le iba a explotar en la cara un buen problema. Tal vez se librase de acusación de cómplice de asesinato, sólo tal vez, pero de ninguna de las maneras podría librarse de la cárcel y el descrédito. O sea, que aquella pareja no le acusarían de nada. Si eran ellos —y no podía ser nadie más—, quienes querían deshacerse de él, sólo tenían una manera: matándolo.

Conocía a Emilia como si la hubiese parido. Estaba convencido de que simplemente hablando con ella por teléfono podría detectar si estaba metida en el asunto; cualquier inflexión de la voz, cualquier duda, podría revelarle su estado de ánimo con respecto a él. Su esposa era buena tomando decisiones rápidas, haciéndose cargo del mando si la situación lo requería. —Rick hubiese podido dar fe de ello—; sin embargo, era mala disimulando, al menos si el disimulo le iba dirigido a él. La llamaría, y si detectaba el menor indicio de traición en ella, debería ser él quien se mostrase eficiente tomando decisiones rápidas y arriesgadas. Jodido Rick, ¿por qué había tenido que ser tan mala pieza? Y ni siquiera había respetado el maravilloso polvo que habían compartido unos instantes antes…

Emilia estaba confusa. En el corto espacio de cinco minutos había recibido dos llamadas. La primera de Eusebio, quien se había mostrado absolutamente fuera de control. Bien era cierto que desde la muerte del «querido Rick» se había mostrado receloso y desasosegado, pero lo de hoy era especial, nunca le había visto de aquella manera. Su discurso fue un discurso paranoico que la llenó de aprehensión; de hecho, sólo recordaba con claridad…, mejor dicho, sólo entendió con claridad, que Eusebio le decía que debían verse con urgencia y que se estaba arriesgando a hablar con ella de aquel asunto, que quizás su decisión fuese la peor que podía tomar, pero que había decidido confiar en ella. Y volvió a repetir que esperaba no haber tomado la peor decisión. Cuando ella le preguntó qué era aquello tan importante que le tenía fuera de sí, se negó en redondo a hablar de ello por teléfono y le pidió que se reuniese con él en un plazo de media hora. Ni siquiera le daba tiempo a arreglarse… Finalmente quedaron citados al cabo de hora y media.

Para acabarlo de arreglar, y mientras intentaba encontrarle el más mínimo sentido a todo aquello, llamó Blas. Y, pensándolo bien, ni siquiera sabía aún para qué había llamado… Algo de un traje de verano que no aparecía, si no recordaba mal. La verdad es que a la llamada de Blas no había sido capaz de atenderla con un mínimo de coherencia; se había limitado a contestar con monosílabos y a decirle que en aquel momento no le podía atender, que tenía prisa. Y el tonto de Blas insistiendo. Acabó por decir que sí a prácticamente todo lo que Blas le decía. Aquel asunto les estaba volviendo locos a los tres. Afortunadamente, en unos pocos días, el dinero estaría en su poder y podrían olvidarse de las desgraciadas circunstancias que se habían producido. Aún recordaba el peso muerto de Rick mientras lo trasladaban hasta el aparcamiento, lo cargaban en el coche y lo tiraban en el solar. Resultó de lo más desagradable, aunque, si bien se pensaba, mucho más desagradable hubiese sido quedar en manos del amante de su marido…

Blas colgó absolutamente conmocionado. Emilia había emitido todas las señales de culpabilidad que él necesitaba para convencerse de su implicación en la conjura que se estaba tabulando en su contra. Desconocía las razones que les había podido mover para hacerlo. Quizás alguna sospecha paranoica les estaba haciendo dudar de él; quizás luego dudarían el uno del otro, no lo sabía; y, pensándolo bien, ni siquiera debía importarle. Hay un momento en que lo cierto y lo inventado se confunden de tal manera en la mente de una persona, que llegar a determinar qué es más significativo resulta del todo irrelevante. Descolgó el teléfono y marcó un número. La voz que contestó a la llamada tenía un fuerte acento balcánico. Tardaron muy poco en ponerse de acuerdo, aunque a Blas Recarte el precio le pareció casi ridículo, tratándose de la vida de dos personas. Cuando volvió a levantar el auricular notó que las manos le temblaban de nuevo. Colgó y volvió a pasar por el mueble bar; el soldado inglés permanecía atento a la orden. Luego sí, levantó el auricular y llamó de nuevo a Emilia. Estaba conduciendo y seguía sin demasiado interés en hablar con él; sin embargo, no puso reparos en la reunión que le propuso: debían verse los tres en casa de Emilia, entre las siete y las siete y media de la noche, para discutir acerca de un asunto importante y urgente que acababa de surgir. El hecho de que Emilia no le preguntase acerca de la naturaleza del asunto en cuestión no hizo más que reafirmarle en su convencimiento de que ella sabía perfectamente de qué iba a tratar la reunión.

Colgó, se pasó la mano por la cara y no pudo evitar que su mente fuese derivando hacia el desastre de peinado que su mejor clienta luciría aquella tarde en el cumpleaños de su hija. De cualquier manera, aquella bruja no se merecía en la cabeza nada mejor que un amontonamiento de estropajos de esparto.