Como hipótesis de trabajo, vamos a imaginar que queremos desaparecer con un maletín lleno de dinero, que vamos en la peor compañía para hacerlo, que el maletín debe quedar a salvo antes de que esa compañía, que se sorprendería si viese que sigue en nuestro poder, salga a nuestro encuentro, lo cual sucederá en pocos minutos a partir de nuestra salida de la habitación. En general los detalles complementarios ya los sabéis. ¿Cómo lo hacemos?
—¿Qué tal un tiro en la nuca de esa compañía inadecuada?
Evidentemente quien hablaba era García, el cual se muestra contrario a esas reuniones que monto de vez en cuando para dramatizar una situación y para que cada cual aporte su opinión. Se encuentra incómodo y la mejor manera de expresar su incomodidad es soltar barbaridades; luego, a solas conmigo, aporta sus mejores ideas.
—Bien, de acuerdo con la solución de García, ahora sólo tenemos que encontrar un rincón para guardar el cadáver. Luego lo discutiremos. ¿Otras ideas?
—Claro, zagal, la cosa es sencilla: yo salía por otra puerta y me largaba a toda prisa a Orense, me escondía en el terruño de mis padres y no salía hasta que la cosa se hubiese calmado.
—Yo haría otra cosa —Mercedes contemplaba soñadoramente sus uñas recién barnizadas de un delicado color morado.
—Te escuchamos, Mercedes.
—Yo le daría el maletín a mi amante, que me estaría esperando en otro coche. Lo haría antes de que la compañía poco adecuada que dice viniese a buscarme; cuando lo hiciese, yo ya no tendría el maletín y, por tanto, no tendría el menor motivo para sospechar; luego, cuando nadie me vigilase, me reuniría con mi amante y juntos disfrutaríamos del dinero.
—Yo os podría alquilar una habitacionciña con vistas al hórreo. Y si te cansabas de tu amante, lo mandábamos Miño abajo y nos apañábamos tú y yo.
—Es una idea, Mercedes, pero yo sigo pensando que Nadia trabaja sola, que no tiene amante a quien dejar el dinero.
Y en aquel momento lo vi claro. Recordé la entrada de Nadia en el vestíbulo del hotel. Recordé su mano derecha balanceando el maletín. Recordé el llavero barato en su mano izquierda. Recordé su expresión de absoluto control mientras paseaba la mirada por el vestíbulo buscándome y hallándome esperándola.
Y la frase salió de mi boca tan pronto como se formó en mi mente, dejando a mi pequeña tripulación con cara de preocupación por mi salud mental:
—¡¿Y para qué coño iba ella a necesitar a un amante que le guardase el dinero?!
Mercedes, apúntate un día extra de vacaciones, a poder ser, uno de esos puentes en los que de cualquier manera acabas siempre tomándote fiesta con cualquier pretexto. Billy Ray, gracias por tu colaboración. No sé qué haríamos sin ti en esta casa…
—Arruinaros, meu bem, arruinaros.
No le contesté. Algo de razón tenía.
García me miraba con curiosidad.
—¿Quieres que me quede?
—Por supuesto, te necesito a ti y a tu placa. Me parece que no hará falta que busquemos a Nadia, será ella la que vendrá a visitarnos.
El aparcamiento vecino del Hotel Princesa Sofía, a las cinco de la tarde, es un lugar relativamente tranquilo, y el tipo que dormitaba en la cabina de peaje me miró con tanto interés como si yo no existiera. Cuando dejé cerca de sus narices la placa de García, despertó a la vida y se mostró dispuesto a colaborar.
—¿Ha pasado algo? —Mostraba la misma cara de disgusto que si hubiese visto a su madre haciendo manitas con el cura párroco, pero parecía dispuesto a comprenderla y perdonarla.
—Hoy no; sin embargo, es posible que el pasado sábado sí que sucediese algo, y delante mismo de sus narices. —Recogí la placa con exagerada lentitud.
—¿El sábado? Yo no recuerdo que pasase nada fuera de lo común.
—¿Todos los días viene una rubia como la que vino aquí el sábado?
—¡Hostia, no, de esas no hay muchas!
Estuve tentado de contarle que ella y yo habíamos retozado juntos por los campos del Señor para que en la próxima ocasión que nos viésemos me mostrase más respeto sin necesidad de enseñarle la placa de policía de García, pero el doloroso recuerdo de la historia en su totalidad me llenó de una frustrante discreción.
—¿Y su comportamiento cree usted que fue el habitual? Aquello no era un tiro ciego, pero no quería hacer la pregunta directa por si estaba equivocado.
—No, ahora que lo dice, no es habitual que alguien de una empresa de alquiler de coches venga aquí, deje un coche aparcado a nombre de un cliente y sea yo quien deba entregarle las llaves.
—¿No le extrañó nada más? —Puse mi más convincente expresión de valorar la necesidad de someterle a un tercer grado durante el resto de la semana.
—No, en principio no. Ella, cuando recogió las llaves, ya me dijo que no me extrañase si el coche permanecía aquí dos o tres días antes de que ella viniese a recogerlo.
—¿Cuándo fue eso exactamente?
—El sábado, a las ocho de la noche.
Ya lo tenía, ahora sólo era cuestión de ponerle el lacito rosa.
—¿Dónde está el coche en este momento?
—Pues, si no se ha marchado solo, debe seguir en la última planta, donde lo dejaron los de la agencia de alquiler siguiendo sus instrucciones. Es un Fiat Stylo de color blanco. ¿Qué quiere que haga, cuando ella venga a buscarlo?
—Lo que hace siempre: cobrar el pupilaje, hablar del tiempo con la cliente, si a ella le apetece, y no involucrarse en un lío del que no sabría salir solito. ¿Entendido?
—Sí, sí señor.
Di dos pasos hacia la salida, giré la cabeza y apostillé:
—¡Ah!, y si debe abandonar la ciudad, comuníquelo.
De hecho, es una chorrada, pero impone mucho. Y no pude evitar darme importancia. El pobre tipo estaba tan asustado que ni siquiera preguntó a quién debía comunicar que salía de viaje, en caso de que saliese a merendar al campo con la familia…
En la calle me esperaba García, balanceándose suavemente sobre sus patas torcidas y mirando con interés profesional a un par de chavales que daban vueltas alrededor de una motocicleta cargada de accesorios brillantes.
—Toma tu placa, me ha sido de mucha utilidad. Es un Fiat Stylo de color blanco que está aparcado en la última planta. Te espero aquí.
—De acuerdo, pero vigílame a esos dos mocosos que mosconean alrededor de la moto.
—No pasa nada, hombre.
—Coño, que los vigiles.
—A sus órdenes, teniente.
—Sargento hasta que me jubile una bala, nene.
García regresó al cabo de doce minutos, exactamente. Los dos chavales ya se habían marchado hacía cinco minutos, después de toquetear con admiración el tubo de escape de la motocicleta con la misma veneración que si hubiese sido la reliquia incorrupta del primer campeón mundial de 250 centímetros cúbicos. En la mano García llevaba un maletín de color granate y lo levantó para que yo lo viese bien.
—¿Te ha costado mucho?
—No. La cerradura del maletero de esos coches es tan eficiente como un pegote de goma de mascar.
—¿Has abierto el maletín?
—No, hombre, eso lo haremos tranquilamente en la Agencia. Por lo visto sucedió tal como tú lo imaginaste.
—Ya te dije que esa chica trabajaba sola. No es de las que necesita mucha ayuda para ir por el mundo, ni de las que reparten el dinero que roban. Lo planeó bien. Cuando me dejó a mí en la habitación, sólo tuvo que bajar con el ascensor hasta la última planta y dejar el maletín en el maletero del Fiat; luego, de nuevo el ascensor hasta la calle, y de allí, sin necesidad de salir, a la primera planta, donde la esperaba el mastodonte. Este la ve con la caja de los diamantes y sin el maletín, y lo encuentra todo correcto. Ahora ella esperará que la suelten por falta de cargos, pasará por aquí y… ¡Sorpresa!
—¿Y por qué hizo eso?
—No sé, quizás se imaginó que algo pasaría, o simplemente se quería quedar con el dinero.
—¿Y tú crees que vendrá a reclamarte el dinero a ti?
—Ya verás, esa chica es todo un carácter; además, si me ha manejado una vez, supondrá que puede seguir manejándome.
En la Agencia, Mercedes me preguntó, en cuanto entramos:
—El señor Blas Recarte, que estuvo aquí hace unos días, era el dueño de una peluquería de alto standing que se llama Blas y Emilia, Asesores de Imagen, ¿verdad?
—Sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Han salido por la tele, él y su mujer, Emilia. Estaban destrozados. Ha habido un incendio tremendo en el edificio, la peluquería ha desaparecido. En las imágenes de las noticias sólo se veían restos chamuscados.
—¿Cuándo han dicho que ha sido?
—De madrugada. Aún no saben por qué se ha producido el incendio, pero el locutor hablaba de un posible cortocircuito en alguno de los aparatos eléctricos de la peluquería.
—Un cortocircuito en mis huevos —masculló García a mis espaldas—. Ahora ya sabemos qué pintaba el tal Dalianovitch en todo este lío. Ya te dije que aquel cruce de rata de cloaca apestaba a criminal a cien metros de distancia.
—Vamos dentro, García, eso no me gusta nada. ¿Quién te parece a ti que apesta más a criminal, en toda esta historia?
—Empiezo a tener mis dudas. Tal como lo veo yo, si lo pienso mínimamente, el serbocroata es el suministrador de los fuegos artificiales y el asesor técnico, pero si él fuese el autor material del incendio no hubiese sido necesario montar el número de la autopista. O sea, que tenemos al desconsolado matrimonio como principales sospechosos.
—Bueno, en principio parecen los principales damnificados.
—No, Humphrey, el principal damnificado es un tipo que hace días que la palmó. Y la palmó porque alguien le ayudó a hacerlo apretándole un cojín sobre la cara hasta que dejó de respirar. Y si los dos sucesos no están relacionados, yo me meto monje de clausura.
Me imaginé a García de monje de clausura. El hábito hasta los pies le taparía las combadas piernas y el voto de silencio le impediría maldecir a todo lo que se encontrase a un kilómetro a la redonda de su posición. En principio la idea resultaba sugestiva, aunque, pensando en la integridad física del padre prior, la cosa ya no estaba tan clara… Lo dejé correr. No era urgente, como hipótesis de trabajo…
—¿Qué se te ocurre que podemos hacer?
—Yo me ocupo de averiguar todo lo que pueda relacionado con la póliza de seguros y las circunstancias del incendio. Eso será sencillo, pues en comisaría tendrán, en breve, los informes del cuerpo de bomberos; y en lo que hace referencia a la póliza, lo sabremos también, pues es lo primero que se vigila en esos casos, por muy claro que esté el incendio. Y me temo que este no estará tan claro. ¿Y recuerdas lo que te he dicho en alguna ocasión con referencia a las trabas que tenemos los policías y las ventajas que tenéis los detectives al no veros obligados a seguir estrictamente las leyes en vuestras investigaciones?
García sigue usando los pronombres de forma que indican que él aún es policía en activo; el detective soy yo, únicamente. En ocasiones me entristece no sentirme ligado a una sensación de corporativismo tan potente como lo está él…
—Perfectamente. Siempre afirmabas que si la policía pudiese hacer lo que hacemos nosotros se escaparían menos criminales de los que se escapan.
—Pues, si no me equivoco, este va a ser un caso en el que me voy a alegrar de ya no ser policía y poder comportarme como un perfecto chapuzas, que es en lo que me he convertido ahora.
—Y yo que pensaba que te habías convertido en un detective privado…
—Pues eso, un perfecto chapuzas, joder.
Casi nos olvidamos de mirar el contenido del maletín. Junto con la pistola que Nadia había usado para convencerme de lo mucho que me convenía esposarme a la cama y dejarme amordazar, dentro reposaban ordenados como una colección de cromos, noventa mil euros, un juego de ropa interior de color rosa, un frasco de perfume de Dior, unas lentillas de color negro, una peluca de pelo castaño en media melena lisa y unas medias de seda negra. El arsenal completo.
Por cierto, la pistola estaba cargada.