En mi profesión los domingos no son necesariamente un día de asueto; lo compensa el que el resto de los días de la semana no son necesariamente laborables. Es lo que tienen las profesiones liberales; eso y la facilidad para joder a Hacienda.
A las diez de la mañana García me llamó para comunicarme que el operativo en Llavaneras se había realizado con absoluta normalidad, si exceptuamos el par de costillas rotas que tenía un inspector que se había aproximado inadecuadamente al tipo grande. Se había procedido a la detención de un tal Valeri Samchuk, por lo que se sabía, el cerebro del grupo; también había sido arrestada, amén del tipo grande, una rubia espectacular cuyo pasaporte informaba que era Nadhezna Kalinina; asimismo, había sido arrestado un tipo canijo que no era capaz de pronunciar una palabra en castellano y temblaba cuando alguien se dirigía a él, y finalmente un par de negras cubanas, aunque estas últimas daba la impresión de que estaban allí de paso y que, al preguntarles, contestaron:
—Oye, brother, ¿qué tú crees que podía estar yo hasiendo aquí, colaborando con la revolusión proletaria?
Según Jareño, no existía orden de requerimiento para Nadia. Ella decía que se había entrevistado conmigo para recoger un paquete, pero que ni sabía cuál era el contenido ni en ningún momento se le había ocurrido preguntarlo, que era una invitada de Valeri Samchuk y que no tenía la menor idea de cuáles podían ser los negocios a los que este se dedicaba.
—Oye, García, ¿tú le has contado a Jareño la escenita del hotel?
—No, ha sido una conversación rápida. Estaba por la labor de continuar con los interrogatorios y no era el momento de disfrutar con la crónica erótica.
—Ni palabra, pues.
—¿Qué llevas entre manos?
—Esa chica y yo tenemos una negociación pendiente, y, si no me equivoco, pronto nos veremos de nuevo. Me dijiste que cuando llegó al aparcamiento cercano al hotel entregó la caja con los diamantes a su amigo, el dinosaurio, y eso fue todo lo que le entregó.
—Sí, eso dije.
—Por tanto no llevaba un maletín de ejecutivo de color granate.
—No, no lo llevaba.
—Pues cuando salió de la habitación llevaba las dos cosas.
—¡Mira qué curioso! Humphrey, tú acabarás siendo un detective estupendo. Ahora sólo hace falta que descubras el tipo de truco de magia que usó la rubia para hacer desaparecer el maletín. ¿Estás pensando en un cómplice, supongo?
—Claro, eso es lo que más le cuadra a la situación. Ella sale de la habitación con el maletín, el dinosaurio está en el aparcamiento y, por tanto, no puede ver cómo ella le entrega el dinero a un cómplice, y como se supone que me lo ha dado a mí, no tiene por qué extrañarse de que ella no lo tenga en su poder. Es lo correcto. Pero ¿quieres que te diga una cosa?, yo no veo a Nadia con un cómplice; esa chica va sola, por la vida. Y más por doce mil euros.
—¿Entonces?
—Tengo la certeza de que tengo la solución, el único problema es recordar dónde la he guardado. ¿La soltarán pronto?
—Apostarla por eso. Y, hablando de otra cosa, ya sabemos quién es el tipo con el que se encontró Blas Recarte en la estación de servicio de la autopista. Es serbocroata, se llama Bozidar Dalianovitch, soldado de fortuna. Se le suponen crímenes de guerra, experto en toda clase de armamento, sospechoso de asalto a empresas, sospechoso de tráfico de material radioactivo, convicto de agresión física, detenido por intimidación y chantaje, cargos retirados con posterioridad y unas cuantas cosas más que le hacen un candidato perfecto al Nobel de la Paz. ¿Qué coño tendrá que ver un tipejo así con un peluquero de señoras?
—No seas antiguo, hombre. Hoy en día a los que cobran mucho se les llama asesores de imagen. Y, respondiendo a tu pregunta, sí trafica con cosas, lo más probable es que le haya robado las últimas paridas en cuestión de estética capilar, sombreros incluidos, al peluquero de Isabel de Inglaterra y se las haya vendido a Blas Recarte. Si no te convence esta idea, ve pensando en cualquier otra y me la cuentas. Lo cierto es que estoy muy intrigado.
—De acuerdo, Humphrey. Ahora me voy, que mi mujer me está llamando para ir a misa de doce.
—¿Tú vas a misa?
—No, pero mi mujer siempre me avisa, así el que peca soy yo, ella ya ha cumplido; aunque, no te creas, con el párroco que tenemos en este pueblo, cualquier día me presento y le detengo aplicándole la ley de vagos y maleantes.
—¿Aún se aplica esa ley?
—La historia es la historia, chaval.
Y colgó.
Llamé a Maruchi y le propuse que comiésemos juntos una paella en El Magatzem del Port, un restaurante agradable rozando las aguas del puerto donde sirven la que probablemente es la mejor paella de Barcelona, y que luego me ayudase a desentrañar alguno de los misterios que rondaban por mi cabeza mientras retozábamos en la cama. Lo cierto es que nunca he desenredado un misterio retozando en la cama; sin embargo, no puedo evitar intentarlo una y otra vez.
—Humphrey, cielo, me has despertado. Ayer tuve un día muy duro, una pelea entre dos de las niñas… Tuve que ponerme a hacer de árbitro para que no se matasen.
Ya sabes cómo son las putas cuando se calientan… ¿Me llamas mañana, cielo?
Tuve tiempo y motivo para reflexionar acerca del enorme dolor que sienten los poetas románticos por la ausencia del ser amado. Y, qué quieren que les diga, la ausencia del ser amado puede ser dolorosa; sin embargo, es un dolor que puedes sublimar con el recuerdo, con la autocomplacencia que siempre conlleva la visión de nuestro propio dolor, con la justa ira que esa ausencia nos hace sentir hacia quien consideremos culpable de la ausencia, aunque el culpable sea el propio ser amado, con la poesía que en aquellos momentos somos capaces de generar. Sin embargo, la ausencia del objeto de una pasión es necesariamente dolorosa. —En mi caso no me veo capaz de sublimarlo… Bien, quizás sí, pero luego tienes que correr a lavarte las manos y tengo dudas de que en este caso la expresión «sublimar» sea la más adecuada…— En fin, tenía todo el día para intentar aburrirme de la manera más placentera posible.
Escarbé por el rincón donde guardo los libros amables, necesitaba a alguien que me ayudase a ver la vida desde su lado mejor; al fin y al cabo, el lunes no comenzaba hasta el día siguiente. Escogí una novela de William Saroyan, un escritor armenio afincado en Estados Unidos que escribió unos relatos rebosantes de ternura y cálido humor. En sus obras refleja tiempos y espacios en los que la maldad era algo metafísíco, ajeno a la gente que comparte contigo el entorno habitual, no la presencia cotidiana, sólida y familiar que nos rodea como un cinturón de castigo; unos personajes en los cuales la violencia sólo era posible como una explosión súbita de naturaleza excepcional, impensable como herramienta de trabajo. Sus obras contemplan al dolor como un sentimiento, no como una reacción visceral a una agresión externa. Tengo sus obras completas y de vez en cuando me veo en la necesidad de leerlo; me resulta confortable que alguien me engañe, que alguien me haga pensar que otros tipos de mundo son posibles.
Pasé el resto de la mañana releyendo a Saroyan. Intenté comprender esa afirmación suya que dice que «en realidad, somos los hijos de nuestros hijos, los nietos de nuestros nietos, más que sus padres o abuelos».
Me apené con las penas exentas de rabia de sus personajes y me regocijé con sus alegrías esperanzadas. Más tarde saqué a pasear a Cariño. No encontré a Saroyan por ninguno de los rincones por donde pasé…
Por la tarde, mientras escuchaba cantar a mi exvecino Serrat aquello de De mica en mica, el timbre del teléfono se sumó a los rumores que rodeaban a un tipo poco acostumbrado a enamorarse en «aquell petit café on no volen entrar la llum del carrer ni la gent assenyada». Era García, que me traía nuevas noticias.
—Humphrey, escucha. Faltaba algo de información al respecto de Bozidar Dalianovitch, me la acaban de pasar ahora. Nuestro amigo parece tener una bien ganada fama de pirómano. En el conflicto de los Balcanes organizó, con especial eficacia, la torrefacción de diversos edificios públicos cuando los suyos tuvieron que ceder terreno; los croatas aún están deseando echarle mano para agradecérselo con la efusividad que merece. Igualmente, ha estado involucrado últimamente en el tráfico de personas; trata de blancas, para que me entiendas. ¡Ah!, y para acabar de tener un perfil de santo, ese mamón es un adicto al crack.
—No durará mucho, entonces.
—Y si se cruza conmigo otra vez, menos va a durar.
—¿Te dice algo todo esto?
—Puede decir muchas cosas; demasiadas, para mi gusto. De momento sólo hay una segura: al chaval alguien se lo cargó y la gente que estaba a su alrededor hace movimientos extraños. ¿Tú cómo lo ves?
—Más o menos como tú. Mira, esta noche sueña con todos ellos; yo haré lo mismo, y mañana intercambiamos sueños.
A mí no me resultó necesario ir a dormir para soñar con Dalianovitch, Blas Recarte, Emilia y Rick. A ellos se les unía Nadia, Yuri Samchuk y el tipo grande. Era un baile absurdo, en el que los pasos tomaban direcciones sin sentido y los bailarines tropezaban unos con otros rodeándome, esperando que fuese yo quien oficiase de maestro de ceremonias.
Avanzada la tarde, llamó Enrique Valles.
—Mi querido y rufianesco amigo, mi contestador denuncia un intento tuyo de ponerte en contacto conmigo en el día de ayer.
—Sí, necesitaba a alguien en quien descargar mis penas.
—Pareces una de mis amantes… Entonces, ¿sigues necesitando a ese alguien?
—Siempre viene bien. ¿Cómo acabó el reparto de bienes con tu mujer?
—Es inacabable. No te creas, yo se lo digo en serio, o bastante en serio, al menos; es ella, quien no se lo acaba de creer. Esto del matrimonio, desde que yo me casé, y tú debiste hacerlo aunque sólo fuese por solidaridad, ha sufrido una evolución curiosa. En aquellos momentos lo normal era que te casase un sacerdote; hoy en día lo normal es que te case un juez. Y, si la evolución sigue en el mismo sentido, el próximo paso será que te case un jurado.
—Me parece que te he pillado en un día místico.
—No, no te creas. Imagínate lo que te ahorrarías en burocracia, discusiones, energía… Debo madurar la idea y presentarla como una propuesta de proyecto de ley. Otra idea que tengo en mente, al hilo de esa cosa del matrimonio, es cambiar la clásica música nupcial: en lugar de Wagner y Mendhelson, debería ser, a la entrada de la futura esposa, algo de Carmina Burana, y a la salida, El Degüello, versión ejército general Santana para los chicos de El Álamo.
—Oye, ¿tan grave es el asunto?
—Gravísimo.
—¿Qué edad tiene? ¿Dieciocho?
—No, ¡qué va! Es tres años más joven que yo. Un amor perdido de juventud… Los amores perdidos de juventud son como los dolores crónicos: no hay forma humana de librarse de ellos, sólo puedes acceder a alivios sintomáticos.
—O sea, que te la estás follando.
—Es una forma un tanto arrabalera de expresar una situación que merece un tratamiento mucho más cuidadoso, pero, efectivamente, esa es la situación. A tu edad ya deberías saber que el amor sin sexo es una tergiversación de la realidad.
—Enrique, ¿podrías aclararme esto último?
—Sí, una paja mental.
—Ok. Me encanta cuando bajas a la realidad marginal donde yo resido e impartes una de tus clases magistrales en lenguaje comprensible para el pueblo llano. ¿Qué harías por mí si te contase un episodio de mi vida sentimental que acabó con una rubia espectacular apuntándome a la sien con una pistola más negra que tu alma, y tu amigo desnudo y esposado a la cama?
—Coño, tú, cuenta, cuenta…
—Perdona, Enrique, me parece que ha habido una interferencia, me ha parecido escuchar una palabra malsonante. ¿Qué decías?
—Te decía que si el relato de tus vicisitudes amatorias puede representar un alivio para tu maltratada psique, puedes contar con toda mi atención. Y, por supuesto, creo que el marco adecuado para ese tipo de confidencias será el restaurante que tú elijas, sin importar lo caro que pueda resultar. Y si crees que no merece la pena contármelo, te arrancaré los cojones con mis propias manos. ¿Has oído una nueva interferencia?
—Siempre hay problemas con la línea a estas horas de la tarde… Y no te preocupes, hombre, por una vez en la vida mis vicisitudes amatorias, por emplear tus propias palabras, van a ser más espectaculares que las tuyas. Otra cosa es que me sienta especialmente orgulloso de mi papel en el final de la historia.
—Humphrey querido, la mujer es una entidad peligrosa per se. Deberías estarle agradecido a la Providencia de haber tenido una experiencia tan educativa y haber salido vivo para contarlo, aunque te aconsejo que no se lo cuentes a mucha gente, sólo a mí. Por ejemplo, no deberías contárselo al sargento García; sería feliz recordándotelo en toda ocasión que le tomes ventaja en cualquier circunstancia; nunca más podrías chancearte a su costa.
—Te doy mi palabra de que jamás se lo contaré a García ni él me va a pedir jamás que se lo cuente…
—No me lo quiero creer, amigo mío, no puedo creerlo. ¿Fue él quien te libró de tan embarazosa situación?
—Eso te lo contaré comiendo en el restaurante más caro de Barcelona, Enrique, no antes. Sería demasiado doloroso para mí tener que contártelo sin tener ante mí un plato de percebes, como aperitivo de una excelente e imaginativa cocina.
—Humphrey, acepto tu burdo chantaje, sin condiciones. Fija tú mismo la fecha, ya sabes que por un amigo…
—Te llamaré, Enrique, cuenta con ello. Es posible que tenga un par de días movidos, pero te llamaré.
—No me olvides, Humphrey. Hasta que llames estaré sufriendo como un musulmán acusado de escupir a la efigie en mármol rosa de Mahoma.
—Muchacho, esa frase podría haberla dicho yo perfectamente.
—Son las bajas costumbres, las que siempre acechan y antes arraigan en los seres cultivados; pero recuerda que yo nunca he negado la parte de ingenio que acompaña a tu deficiente formación moral y académica.
—Te quiero, Enrique.
—Espero que sea un amor sin deseo sexual, Humphrey, lamentaría profundamente desilusionarte…
—¡Anda, cuelga, payaso!
Cené un delicioso surtido de embutidos resecos que se escondían en un rincón de mi refrigerador, acompañando a dos huevos fritos, una de mis especialidades culinarias más logradas, si exceptuamos la merluza a las finas hierbas previamente preparada y congelada, a la que añado mi toque particular de horno microondas.
Un par de ideas acerca de Rick me rondaban por la cabeza sin acabar de llevarme a ningún sitio de provecho. En el noticiario de televisión llevaban ya un rato hablando de una plaga de casos de alcoholismo en el sector de fabricantes de electrónica de consumo —aunque quizás dijeron absentismo…—. Por lo que a mí respectaba, las dos cosas servían.
Nadia no tenía cómplice alguno, eso era evidente. Uno no hace el amor con una mujer sin aprender algo acerca de su personalidad; la duda reside siempre en si lo que aprendes es suficiente para lidiar luego con ella.
Putas, diamantes y cante jondo