Todos los días amanecen con una esperanza. Al menos eso era lo que decía una tía abuela mía. La pobre mujer no tuvo un día bueno en toda su vida, pero siempre mantuvo la esperanza en algo que ni ella misma sabía lo que era. Y murió con ella intacta.
Yo, al menos, sí sabía en qué confiaba: mi esperanza era acabar el día con vida. La duda era saber si acabaría en brazos de Nadia o en los del tipo con aspecto de maquinaria de obras públicas. Se me antojaban igual de peligrosos; a pesar de todo, deseaba poder escoger.
Cuando espero algo que me ilusiona, me preocupa o por alguna razón ocupa mi mente, deseo, en las horas inmediatamente anteriores al suceso, de tal forma que llegue el momento, que soy incapaz de dedicarme con provecho a cualquier actividad. En estos casos acostumbro a recurrir a mis amigos: una conversación con ellos me relaja y me ayuda a pasar las horas que faltan para el acontecimiento. El problema es que mi círculo de amistades es más bien reducido: Billy Ray, García, Maruchi, el comisario Jareño, Enrique Valles, a quien acostumbro a referirme como Mediahostia, y quizás algunos recuerdos de mi lejana infancia, a quienes, por falta de contacto frecuente, no puedo acudir en estos casos.
En según qué casos tampoco puedo acudir a Billy Ray, ya que él tiene su propia concepción de la vida, y mis problemas son, en la mayor parte de ocasiones, tan incomprensibles para él como un discurso político declamado en caboverdiano culto.
Por lo que a García se refiere, su especialidad es la acción, o, cuando no existe esa posibilidad, la contemplación de la serie de complicadas maniobras que Mercedes debe efectuar para que no se haga evidente que su presencia en la Agencia es perfectamente prescindible. Por mucho que yo le aclare que su aspecto sexualmente incitante le sienta bien a una agencia de detectives, ella no acaba de sentirse del todo segura.
Maruchi merece una reflexión más profunda. Ella es, para mí, un descanso sexual, un aparte sin obligaciones, un depósito para mis desencantos con la seguridad de que no seré cuestionado, una marginalidad que alivia la mía propia. Yo, para ella, soy el punto de apoyo que necesita para sentirse —siempre que ella quiere— algo más que un objeto sexual, un protector sin interés económico, a pesar de que, por lo general, no necesita de mi protección ni creo que yo fuese capaz de brillar en ese papel. Y también soy, igual que ella para mí, una marginalidad que alivia la suya propia.
El comisario Jareño podría ser ese amigo al que podría acudir para relajarme con una conversación en la que los contenidos fuesen variando según mis pequeños traumas fuesen aflorando en cada momento; sin embargo, en la mayoría de las ocasiones yo no podía contarle a Jareño cuál era mi problema sin que se convirtiese en un desafío a su autoridad.
Nos queda Enrique Valles. Somos tan distintos que nos sentimos atraídos el uno al otro. Él es incapaz de sentirse presionado por mis problemas; yo, en ocasiones, ni siquiera entiendo los suyos. Somos, por tanto, los interlocutores perfectos, ya que, cuando uno le relata sus malas vibraciones, al otro le llega un curioso aleteo que no es capaz de llegar a confundirle; puede, por tanto, aconsejar sin miedo y con las mismas probabilidades de acertar en el consuelo —o sea, pocas—, que si fuese capaz de hacerse cargo del problema ajeno en toda su magnitud. Y funciona. Al fin y al cabo, en esos casos lo importante es que alguien te escuche, como mucho que reafirme tu propia opinión.
Enrique es un tipo culto, estudiado; yo soy un intuitivo, tal como demanda mi profesión. Los enunciados empíricos están muy bien, sin lugar a dudas, pero en determinadas ocasiones es preferible no quedarse a comprobar si son ciertos o no, ya que alguien te puede romper el alma mientras lo estás comprobando. Conocí a un tipo que pensaba que si corría lo suficientemente rápido las balas no llegarían a alcanzarle, y quiso comprobarlo. Fue un entierro precioso. En la lápida un gracioso propuso escribir: «Me negué a creerlo hasta el último momento».
Yo, hace algunos años, seguí a Enrique porque alguien quiso comprobar que su amante le era infiel. Y acertó. Ella era preciosa y creo que en cada ocasión en que Enrique y ella se encerraban en un apartamento yo sufría como Otelo contemplando el reflejo de sus imaginarios cuernos en el Gran Canal. Fue entonces cuando le bauticé como Mediahostia, no podía soportar que a Lady Maribel se la beneficiase él y no yo. Luego nos hicimos amigos. Y seguimos siéndolo, aunque nunca hablamos de la muerte de Lady Maribel, tal vez porque no podemos evitar considerarnos un poco culpables.
Aquella mañana, en que la impaciencia estaba acabando con mis nervios, ni siquiera, al ser sábado y estar la Agencia cerrada, tenía la posibilidad de jugar con Mercedes al «yo te acoso y tú me denuncias a Comisiones Obreras», o bien al «tú me provocas y yo hago ver que me sobran las rubias peligrosas como tú y que además hoy ya he desayunado». Mercedes debía de estar volviendo del after hecha polvo, y, debido al desarrollo de los acontecimientos, Billy Ray había vuelto a su casa. O sea, que telefoneé a Enrique Valles a su domicilio.
En el contestador la educada voz de Enrique Valles me recitó un mensaje: «Mi esposa y yo sentimos comunicarte que estamos negociando los términos de nuestro divorcio y, ya que cada uno de nosotros pretende tener el derecho a la parte más substanciosa de nuestros bienes comunes, cuando no a todos ellos, prevemos una negociación ardua, en la que cualquier injerencia podría resultar dolosa para cualquiera de las partes; por tanto, tu llamada puede considerarse cualquier cosa excepto oportuna. Si crees que lo que tienes que comunicarnos merece la pena de ser escuchado, por favor, ten la amabilidad de grabar tu mensaje en este contestador cuando oigas la señal».
A continuación, la voz de la esposa de Enrique se dejaba oír: «No hagas caso. Vamos de boda, estaremos todo el día fuera. Deja el mensaje cuando oigas la señal».
Cariño, tumbada en el suelo, me miraba sin levantar la cabeza.
—Me parece que el mundo nos ha dejado solos, nena. ¿Qué quieres que hagamos?
Lo que hicimos fue dar un paseo por el barrio. No lo disfrutamos, creo que le transmití los nervios a mi perra, quien se mostró arisca y poco comunicativa con el bóxer del dueño del videoclub, que está considerado el mejor partido canino del barrio. A la media hora regresamos a casa y me sumergí en la grabación completa de Los Nocturnos de Chopin. Tras repetir seis veces el Op. 9 número 2 en Mi Mayor, comencé a sentirme tan agradablemente triste que la mañana se hizo soportable. Aún tuve tiempo para pasar a la versión jazz de diversas obras de Bach interpretadas por Jacques Loussier. Cuando rematé mi empanada musical con la banda sonora de American Graffiti, ya era la hora de preparar algo de comer, y si bien seguía en un estado de nervios próximo a la paranoia, había conseguido que el tiempo transcurriese a una velocidad razonable.
A las cinco de la tarde ya tenía la habitación reservada en el Hotel Princesa Sofía. Subí a revisar la habitación, quería tener todos los detalles controlados: situación respecto a la salida de emergencia y a la escalera, cuarto de servicio, ascensores, detalles de la propia habitación, cuarto de aseo, etc. Me observé en el espejo del cuarto de aseo. Yo era un tipo estupendo que, lamentablemente, ofrecía un aspecto horroroso. Tomé nota para evitar, en el futuro, cualquier cita a ciegas. Dejé una caja de madera con los diamantes en su interior sobre la mesa escritorio y abandoné la habitación.
Pasé las tres horas que restaban hasta las ocho de la noche paseando tranquilamente. Creo que di doscientas cincuenta vueltas al perímetro del hotel, mis pies se negaban a tomar cualquier otra dirección. Finalmente, cuando faltaban veinte minutos para las ocho de la noche, entré al vestíbulo para morderme las uñas con total comodidad. A García no se le veía por ninguna parte; sin embargo, yo estaba seguro de que no andaría lejos.
A las ocho en punto Nadia hizo su entrada. Se había encasquetado un vestido de punto rojo, que debía de estar enamorado de ella, por la forma en que abrazaba su cuerpo… Le comprendí sin necesidad de esforzarme mucho… Un pequeño maletín de color granate se balanceaba juguetonamente en su mano derecha; en el dedo índice de la mano izquierda lo hacía un modesto llavero.
Un botones del hotel, al verla, sufrió un súbito paro en su aparato locomotor, que provocó que él y la maleta de buen tamaño que acarreaba fuesen a chocar directamente con una pareja de recién casados que andaban mirándose a los ojos. La impresión debió de ser necesariamente importante, ya que dejaron de adorarse para preocuparse cada uno por sus propias contusiones. Eso sucedió mientras Nadia balanceaba el maletín observando el vestíbulo, tratando de localizarme. En cuanto me vio y cesó el balanceo del maletín y comenzó el suyo propio, la anarquía circulatoria en el vestíbulo adquirió proporciones bíblicas. Un anciano endomingado, cuya espalda había crecido en la dirección equivocada formando una orgullosa joroba, le recriminó al recepcionista, que estaba mesmerizado por el movimiento de las caderas de Nadia, su falta de atención; entonces, al seguir la mirada del recepcionista y encontrarse con el culo de Nadia enfundado en color rojo regalo navideño, intentó, sin demasiado éxito, enderezar el cuerpo. Un ejecutivo, con las urgencias propias de sus labores, colisionó con una columna puesta en el lugar menos adecuado; el maletín salió de su mano en dirección ascendente, chocó con un jarrón amarillo adornado con motivos bucólicos, desparramó una eternidad de folios en cualquier dirección que quisieses mirar y aterrizó a los pies de un tipo ciego acompañado de su perro lazarillo —en realidad los únicos que parecían conservar la calma—. El jarrón amarillo se pulverizó contra el suelo sin hacer demasiado estruendo; aunque así, el suficiente para que el tipo ciego disparase el bastón en un movimiento espástico, con resultado de descuajeringación de una bonita lamparilla, que hizo, al romperse, bastante más ruido que el jarrón, lo que provocó una serie corta de lastimeros aullidos por parte del perro lazarillo, que no entendía qué era lo que se esperaba de él. Nadia avanzaba hacia mí aparentemente ignorante de los desastres que iba dejando tras ella. Debía de haber ensayado mucho, para componer aquella expresión de inocencia… Yo le sonreí torciendo la boca como un tipo duro en el mejor estilo de Humphrey Bogart, mi santo patrón. Siempre va bien, hacer prácticas…
Mientras la situación, en el vestíbulo, se iba reconduciendo hacia la normalidad, nosotros tomamos el ascensor hacia la habitación.
Nadia lanzó un vistazo rápido a la habitación, compuso un ligero movimiento de aquiescencia y sonrió de nuevo. Creo que lo hizo para rematarme.
—¿Has traído los diamantes?
Tiró el maletín sobre la silla y ensayó un paso de baile en mi dirección.
—Ajá. ¿Y tú el dinero?
—¿El dinero es lo que te preocupa, en este momento?
En esta ocasión el paso de baile vino acompañado de un giro que la acercó peligrosamente hasta mi posición.
Yo sabía perfectamente lo que tenía que hacer, pero no lo hice. En su lugar, la tomé por los hombros y la besé. Su piel olía a olvido dulce, a fruta acabada de separar del árbol y a promesas de placer. Ya sé que decir que su cuerpo se acopló al mío como si hubiesen salido del mismo molde es lo que se dice siempre en estos casos… Lo lamento, pero así ocurrió. Su primer beso me recordó el aleteo de una mariposa acariciando mi boca, un ir y venir de sus labios y de su lengua que avanzaban y retrocedían con malicia, escondiéndose, provocándome… Nos estuvimos besando, de pie, hasta que Nadia pensó que hacía tiempo que habíamos dejado atrás la adolescencia y que la situación requería de mayores recursos. Se separó un paso de mí y de un solo tirón se libró del vestido rojo, quitándoselo por encima de la cabeza. Llevaba unas braguitas de color azul que acababan en una estrecha tira que se perdía entre sus nalgas —una de esas cositas diminutas con caladitos componiendo dibujos caprichosos que las mujeres se ponen para que los hombres nos volvamos locos, y que los hombres procuramos que desaparezcan en el menor tiempo posible, sin llegar a admirar el mérito de los dibujitos—; el sujetador debía haberlo dejado olvidado en casa… Le pedí que anduviese así, medio desnuda, para poder saborearla. Lo hizo con naturalidad, exagerando sólo un poco el movimiento de las caderas. Se paró ante el espejo del armario y pareció admirarse. Le besé el cuello mientras le bajaba suavemente las bragas, haciéndolas rodar sobre su cadera; el resultado fue una tira de seda azul enmarcándole las nalgas. Era un espectáculo de verdadera belleza. La obligué a girar el cuerpo para que ella pudiese ver lo mismo que yo veía.
—Estás preciosa. Estás para fotografiarte, así, como yo te estoy viendo en este momento. Quizás una fotografía porno; aunque es demasiado bonito, para eso… Me gustaría que te pudieses ver un solo momento con mis ojos —le dije
—Quizás algún día hagamos esa fotografía, ahora llévame a la cama.
Nadia quería jugar con mi cuerpo; yo quería hacer demasiadas cosas al mismo tiempo. La dejé hacer hasta que la humedad de su sexo corriendo en mis dedos me indicó que era el momento de perderme dentro de aquel cuerpo de mujer. Fue ella quien, sobre mí, me hizo participar en ese rito que los seres humanos nunca acabamos de descubrir, para poder repetirlo una y otra vez sin dejar de gozar del misterio que se renueva en cada acto. Le pedí, luego, que se tendiese sobre su espalda, y mientras la escuchaba suspirar intentaba llegar al fondo de su placer. Le pedía que abriese los ojos, para no perderme el espectáculo de sus orgasmos reflejado en ellos. Cuando la arrodillé para tomarla desde atrás, con la visión de sus caderas ansiosas intentando acoplarse al ritmo que marcaba mi deseo, exploté en su interior. Creo que grité, al derrumbarme sobre su espalda… Ella soportó mi peso mientras suspirábamos al unísono; luego permanecimos abrazados sin decir nada durante un buen rato. Tuve la impresión de que, si me esforzaba, podría comprender el Cosmos y su orden, aunque en aquel momento no sentía el menor interés en esforzarme…
Me habló de su país, de la miseria, de la falta de libertad, de su necesidad de lujo, de cosas bellas. Me acarició deslizando sus dedos hábiles entre mi pelo, me pasó la lengua por el pecho, fue bajando hasta mis muslos, me excitó, me montó y no paró hasta que me provocó un nuevo orgasmo, al que se unió ella. Me sorprendió la sincronización que había logrado y con disimulo le acaricié el bajo vientre, intentando notar las últimas pulsaciones de su orgasmo.
—No seas tonto, no estaba fingiendo —me dijo.
Se levantó, tomó el maletín y se acercó con él a la cama.
—¿Hora de hablar de negocios, Nadia?
—¿Por qué no, Billy Ray? Cada momento tiene su belleza. Hemos disfrutado de uno, ahora debemos ocuparnos de otro.
Le sonreí agradecido.
—Antes de empezar con los negocios, deja que te diga que ha sido maravilloso, Billy Ray.
Su voz era suave y acariciadora como el susurro del viento entre los sauces. La pistola negra que acababa de sacar del maletín y con la que me apuntaba estropeaba bastante el efecto. Con un movimiento rápido, sacó unas esposas y las tiró sobre la cama.
—Póntelas, Billy Ray. Una mano al soporte de la cama. Cuando lo hayas hecho yo misma te ataré la otra mano de la misma manera con esas otras.
—¿Y luego?
—Luego me parece que te amordazaré.
—¿Y luego?
La risa cristalina de Nadia casi me convence de que estábamos preparando un nuevo juego erótico. Era la pistola, la que seguía estropeando el efecto.
—Yo siempre he odiado a ese bicho que aquí en España llamáis nantis religiosa.
—Mantis, es mantis.
—Sí, eso, mantis. Es cierto, siempre me ha parecido un bicho repugnante. Me odiaría a mí misma, si me pareciese a él. Los diamantes están en esa caja que está sobre la mesa escritorio, ¿cierto?
—Ajá. Supongo que ni siquiera te has molestado en traer el dinero.
—¡Pues claro que sí, tonto! Lo único que cambia es que me lo voy a quedar yo.
Me enseñó el maletín: junto al segundo par de esposas se podían ver unos fajos de dólares. A mí, desde aquella posición, me parecieron tantos fajos como kilos tenía mi frustración.
—¿Dólares?
—Sí, nosotros nunca nos hemos acabado de fiar del euro. Reminiscencias de un pasado comunista, si quieres llamarlo así.
Nadia me esposó ella misma, tomando la precaución de que el cañón de la pistola junto a mi sien me desmotivase de intentar cualquier heroicidad. Me amordazó cuidando que la mordaza no me privase de respirar cómodamente y salió de la habitación después de prender el televisor. Antes de salir, me besó en los labios, sobre la mordaza. Intenté morderla, pero la mordaza me lo impidió.
Aquel día no era mi día de suerte. En el televisor una panda de tipos anómalos, que se empeñaban infructuosamente en parecer normales, jaleados por una presentadora con el coeficiente intelectual de un embalaje de plástico, se insultaban los unos a los otros con saña, intentando demostrar a los espectadores quién había actuado con mayor impudicia; constantemente ponían como pruebas irrefutables de sus aseveraciones los testimonios de invitados telefónicos, cuyas explicaciones poseían la cualidad ceceante del discurso de un borracho.
Cuando mi sistema linfático estaba a punto de sufrir un colapso, oí que alguien escarbaba en la puerta. En pocos instantes García entraba en la habitación con una tarjeta de crédito en la mano. Se sentó junto a mí, en la cama, y sin quitarme la mordaza comenzó a perorar:
—Joder, Humphrey, ¿sabes que desnudo estás muy feo? Vale, no te preocupes, al fin y al cabo cada uno nace como nace y tiene sus valores. ¡Qué coño, no todo van a ser guaperas! Sí, sí, ya sé que en esta sociedad nuestra a la belleza física se le da mucha importancia, pero siempre encontrarás gente que te aprecie, incluso mujeres que acepten echar un polvo contigo sin necesidad de dejarte luego esposado y amordazado.
Yo cerré los ojos y simulé dormirme, pero García estaba dispuesto a disfrutar hasta la última gota del espectáculo, y siguió con su perorata:
—La chica ha salido con la caja de los diamantes. El tipo grandote al que no había podido localizar estaba en el aparcamiento vecino al hotel, a donde ella se ha dirigido. Cuando se han encontrado, él se ha hecho cargo de la caja; luego los dos se han largado en un Porsche Boxster. Yo he preferido venir a la habitación a verte; no porque desconfiase de tu habilidad para manejar la situación, sino porque nosotros ya hemos cumplido nuestra misión. A partir de este momento es la policía, quien debe continuar la operación. He pensado que podíamos tomar una cerveza y que me contarías cómo ha ido la cosa con esa belleza. ¿De verdad son tan pasionales las rusas, como dicen por ahí?
Yo seguía con los ojos cerrados simulando que me aburría, aunque lo cierto es que cada vez tenía más ganas de gritar. Finalmente solté un bramido, que sonó como un amortiguado «Mmmmm».
—¡Hay que joderse! Pues se me había olvidado quitarte la mordaza, supongo que ha sido por la emoción de verte desnudo. Aunque, espera, espera, ¿no te habrá adosado una bomba lapa al cuerpo, esa mala pieza? Ahora mismo estoy dudando si no sería mejor llamar al cuerpo de artificieros y que te revisen a fondo…
Le solté un sentido «Vete a tomar por el culo», que sonó más o menos como «Mmm Mm Mm Mmmm».
García, sin quitarme la mordaza, comenzó a manipular las esposas con un alambre que había salido de su bolsillo. Tardó aproximadamente cinco minutos en abrir los dos juegos de esposas. Entonces preguntó:
—¿Iba armada?
Luego me soltó la mordaza.
—Una pistola muy fea, ¡cacho cabrón!
—Te la enseñó después de follar como una campeona, ¿eh?
García parecía haber terminado el cachondeo y me estaba ofreciendo la pipa de la paz.
—Veo que tienes experiencia en el tema…
—Lo mío fue un navajazo superficial. No acertó a la primera y la estampé contra la pared de una bofetada, pero, de hecho, me sentí tan estúpido como te estás sintiendo tú ahora. Si te vistes, verás que la situación mejora. Oye, por cierto, el tipo de la gasolinera, el que se entrevistó con Blas Recarte, no tiene ficha policial. Y no me lo creo. Con aquella facha debería tener un expediente más largo que las obras de Corín Tellado.
—Un policía como tú debería decir como mínimo Agatha Christie.
—Los policías, en general, leemos poco. La que lee es mi mujer.
—Deberías leer novelas de detectives privados, te enterarías de lo cojonudos que somos… Supongo que a estas horas Jareño ya debe tener todo el operativo montado.
—Sí, tienen el apartamento de Llavaneras vigilado desde primeras horas de la mañana. Un coche con dos agentes se ha unido a la caravana que forman la chica y el tipo grande. Si no se desvían y van directamente allí a entregar los diamantes falsos, dejarán pasar unos minutos y entrarán con la orden de registro en la boca.
—Hay algo que no me acaba de cuadrar… Entran y pillan a la peña con los diamantes. Son diamantes falsos, de acuerdo, pero mientras no intenten venderlos como buenos no están cometiendo ningún delito serio; quizás se les pueda acusar de contrabando, ya que han entrado en nuestro país de forma ilegal, pero ¿se conforma con eso, Jareño?
—Es la INTERPOL, quien está tras el operativo. Esa gente, antes de actuar aquí, la había liado en Italia y Polonia, aunque parece que siempre han usado nuestro país como base. Según tengo entendido, habían llegado a preocupar a los mayoristas de piedras preciosas de Ámsterdam hasta el punto que han ofrecido una notable recompensa por cazar a nuestros amigos. Usan canales de distribución alternativos, colocan pequeñas partidas a gemólogos que tienen sus pequeños canales de venta, joyerías con los escrúpulos adormecidos por ganancias muy superiores a las habituales y cualquier otro camino que no esté controlado directamente por los grandes mayoristas. Cuando te quieres dar cuenta, el mercado está lleno de piedras falsas circulando. Los mayoristas están rabiosos por las ventas que han perdido, y no sólo eso, sino que el mercado sufre la lógica bajada por la circulación de piedras más baratas y en mayor número de lo habitual. Los vendedores de las piedras falsas, haciendo encajes de bolillos para deshacer el entuerto que han provocado, temerosos de que el cliente final en cualquier momento pueda descubrir el engaño, etc. Supongo que no son necesarias grandes dosis de imaginación, para ver quiénes son los únicos que salen ganando con esos diamantes… Por eso, si aquí les pillamos con los diamantes en su poder, ya se encargarán en Italia y Polonia de encontrar suficientes elementos para inculparles, no sólo de contrabando, sino de estafa y de todo lo que se te ocurra.
En el espejo del cuarto de baño, fijada con un par de pestañas postizas, una nota trataba de consolarme: «Ha estado muy bien, cielo. Lamento el final. Espero que sabrás perdonarme».
Todo un detalle, por parte de Nadia. No sabría explicarles la razón por la que no lo agradecí como se merecía…
Salimos del Princesa Sofía alrededor de las once de la noche. Por los alrededores del Camp Nou, las mariposas de la noche, putas y travestidos, mostraban con generosidad interesada la mercancía envuelta en seda de sus cuerpos. Me llamó la atención una adolescente de pálida elegancia, más vestida que las demás, aunque sólo fuese por los largos guantes que le cubrían los brazos hasta más arriba del codo, posiblemente para cubrir la marca de los pinchazos. Un par de travestidos observaron con recelo el paso de García. Imaginé que el aroma de policía es un perfume persistente para quien vive instalado en esa línea borrosa que separa la delincuencia de las buenas costumbres.
En casa, Cariño me recibió con un bostezo exagerado, señal inequívoca de que, si bien estaba dispuesta a disculparme, tenía claro que aquellas no eran horas de presentarse a cenar.