De nuevo Rick se dio un largo paseo por mis sueños, lo hacía en cada ocasión en que mi subconsciente lograba instalarse en un sueño placentero. Ejemplo de sueño placentero: Nadia más interesada por mí que por los diamantes.
Rick no decía nada, sólo se sentaba al borde de mi sueño y me miraba, sus ojos helados fijos en mí; en un momento determinado intentó hablarme, abrió la boca y movió los labios sin que ningún sonido saliese de su garganta muerta. Quise decirle que su presencia en mis sueños me resultaba tan útil como un cólico nefrítico, que se largase o que dijese lo que tenía que decir; sin embargo, de mi garganta tampoco salía nada, y llegué a temer que estuviese tan helada como la suya. Yo desperté al cabo de una noche intranquila, incómodo; él siguió en su cajón del depósito de cadáveres, instalado en una comodidad eterna, libre de culpas.
Llegué a la Agencia con Billy Ray pegado a mis talones, husmeando asesinos por todos los rincones de la calle. Yo le había contado mi charla con Nadia en el Mamba Verde y eso no había contribuido a tranquilizarlo.
—Les entregamos los diamantes y ya está —me dijo mirando con cierta aprensión a un barrendero municipal que pasó por nuestro lado esgrimiendo una de esas escobas de uso restringido a profesionales.
—¿Y qué hay de Batista?
Realmente el barrendero municipal tenía la pinta del típico asesino con hacha. Y eso que no llevaba hacha…
—Batista está muerto, joder.
A falta del barrendero, que acababa de doblar la esquina, mi socio se fijó en una ama de casa con carrito de la compra que se acercaba murmurando el precio abusivo de las lechugas.
—Su prima está viva y merece que hagamos algo por ella.
Realmente, en el carrito de la compra de la buena mujer podría esconderse un pequeño arsenal de armas letales…
—La fichamos para que ayude a Mercedes. Una tipa haciéndoles muecas a los clientes nos vendría de maravilla.
La mujer se había parado y trasteaba dentro del carrito.
—Estás hecho un cabrón, socio.
La mujer levantó un tambor de detergente y de debajo rescató una bolsa con tomates en un prudente mal estado. O sea que finalmente no era el precio de las lechugas… Si tenía armas escondidas, no creyó oportuno airearlas.
—En cuanto esté seguro de que me moriré a los ochenta y siete de una parada cardíaca, volveré a ser buena persona. Te lo prometo, Junfin.
Una pareja de ancianos se hacían las agrias reconvenciones que llevaban acumulando en cuarenta años de matrimonio y Billy Ray se sobresaltó al oír el tono de sus voces.
—Si sigues así, el paro cardíaco lo tendrás antes de los cuarenta.
La anciana blandió el bastón por encima de su cabeza, intentando amilanar a su ya de por sí, tras cuarenta años de felicidad conyugal, amilanado esposo, y casi convierte en realidad los temores de mi socio.
—Después de ver lo que le hicieron al pobre Batista, casi sería una bendición, rapaz.
La entrada del edificio donde se ubica nuestra Agencia es tan estimulante como una noche de sábado con una esposa frígida. Quizás esa fuese la razón por la que Billy Ray se paró en el umbral y se recreó en su contemplación sin acabar de decidirse a entrar…
—Si no se deciden ellos pronto, seré yo quien te mate. Le empujé obligándole a acercarse al ascensor, mientras Carrasco, nuestro portero de día, uno de esos comunistas convencidos —incapaz de distinguir una cita de Lenin de una vaca suiza—, nos miraba con toda la reprobación que le merecían las disputas cripto-capitalistas en el marco de la explotación obrera propia de una globalización salvaje sin los necesarios elementos de sostenibilidad capaces de garantizar el respeto hacia todos los pueblos y las culturas que necesariamente deben marcar el devenir de la Historia. O algo así.
García ya nos esperaba. Le contaba algo a Mercedes moviendo la mano izquierda en amplios círculos, mientras la derecha simulaba una pistola apuntando al cielo. Ella le escuchaba en estado de catatonía incipiente, señal evidente de que el relato debía de desbordar sangre.
—¿Cómo acabó ayer la cosa, García?
—Yo tampoco me la follé, si te refieres a eso.
A García no le gusta que le interrumpan cuando está contando una de sus historias truculentas.
—Muy gracioso, sargento, muy gracioso. ¿Pero tienes esperanzas?
—Todas. Les seguí hasta donde pude, lo cual quiere decir hasta Llavaneras. Allí, cuando dejaron la carretera de la costa y se metieron en una urbanización, yo pasé de largo. Al menos ahora ya sabemos dónde están con un grado de aproximación muy elevado; el resto es fácil, aunque sólo sea porque esos dos no pasan desapercibidos ni en unos grandes almacenes el primer día de rebajas. ¿Cómo quedaste con ella?
—Me propuso un intercambio: yo les daba los diamantes y a cambio ellos me daban doce mil euros. Tenía acceso a los favores de Nadia y, lo más importante, ellos accedían a no romperme el alma en los suficientes pedazos para que no pudiese recomponerla.
—¿Cómo, doce mil euros, rapaz? No te dejes estafar, hombre, tú sabes que esos diamantes valen mucho más. Billy Ray estaba genuinamente escandalizado.
—¿Pero tú de dónde sacaste al aprendiz de mafioso este, Humphrey? Tan pronto quiere darles los diamantes como se encrespa como un gato silvestre porque sólo te ofrecen doce mil euros. ¿Pero no te das cuenta de que es gilipollas de nacimiento?
—¡Y claro que soy gilipollas! Pero la culpa es vuestra, que me mandasteis quedar. Por mi gusto yo estaría en Orense y no molestaría. Manda el carallo, los orangutanes estos, que si no hay tiros y sangre no viven, hostia.
La perorata de Billy Ray se prolongó todo el camino hasta comisaría, donde nos esperaba Jareño. De vez en cuando se detenía un instante para escuchar el sonido de su voz: un evidente autohomenaje.
Durante el camino a García le oí mascullar en un par de ocasiones:
—Yo esto lo arreglaba con una buena ración de leches.
A Jareño le pillamos en un mal día: estaba sufriendo uno de sus ataques de alergia; tenía la nariz enrojecida y a punto de despegar. De vez en cuando giraba el rostro para ahogar un estornudo catedralicio y de paso se frotaba su apéndice nasal con vigor de galeote para intentar calmar el intenso picor que le aquejaba.
—Buenos días, mis queridos amigos —sonreía aparentemente feliz.
—La jodimos —murmuró García a mi espalda.
—Mierda —respondí yo para mis adentros.
Billy Ray correspondió a su saludo con una sonrisa agradecida.
—Así que ahora nos dedicamos a los diamantes, ¿eh, Billy Ray?
—¿Yooo? No —seguía sonriendo, pero menos.
—Bueno, me quitas un peso de encima. ¿Te ha hablado en alguna ocasión el sargento García del calabozo del fondo del pasillo, uno que está tan aislado que ni te enteras de lo que pasa? Hoy tengo allí a dos degenerados que no me extrañaría que además estuviesen infectados de sida. Los voy a tener aquí un par de días, como una especie de ejercicios espirituales. ¿Quieres hacerles compañía?
—Hombre, colega, yo no…
—¡Colega tu padre, Billy Ray! ¡A mí tú no me puteas! ¡Ni tú ni toda tu estirpe! ¡O sea que, o empiezas a contarme todo lo que yo quiero saber, o te juro que te aplico la antiterrorista y de aquí no te sacan hasta que esos dos degenerados te hayan hecho madre!
La situación apestaba como un saco de estiércol a pleno sol, pero tenía peor aspecto. Y de eso mi socio se dio cuenta, y empezó a hablar y no dejó nada por contar.
Cuando Billy Ray acabó de hablar, Jareño dejó de taladrarle con la mirada y, sin decir palabra, nos enfocó a García y a mí.
Si Jareño hubiese llevado por toda vestimenta una sotana y su despacho se asemejase a un confesionario, creo que no nos hubiésemos mostrado más sinceros y locuaces. Al fin y al cabo, ¿para qué estamos los amigos?
Coincidiendo con el final de la historia, Jareño no pudo contener un montañoso estornudo, que hizo vibrar las paredes del edificio. Luego dijo:
—Bueno. —Movió un retrato familiar de forma casi imperceptible y volvió a repetir—: Bueno, bueno. —Sacó una carpeta de uno de los cajones de su mesa y lo depositó sobre la mesa casi con cariño; a continuación volvió a dirigirse a Billy Ray ¿Así que pensabas hacerte millonario con esos diamantes?
—Hombre, Jareño, yooo…
Dio la vuelta a la carpeta y la enfocó hacía nosotros. La abrió y sacó tres fotografías. Desde una de ellas Nadia le sonreía a la buena vida tomando el sol en bikini en una terraza desde la que el mar se sospechaba más que se veía; en otra el tipo grande que la acompañaba la otra noche salía de un Mercedes SLK; la tercera fotografía mostraba a un fulano, con la expresión de estar convencido de que Dios estaría orgulloso de haberlo creado, cruzando una calle, al parecer dirigiéndose a la terraza de una cafetería.
—¿Conocéis a esta gente?
—Sí, son los de ayer —confirmé yo.
—Esos dos son los que seguí yo ayer —remachó García.
—Justo como yo pensaba. Bueno, bueno. —Se levantó y se paseó por su despacho ignorando nuestra presencia.
García se miraba atentamente la mano derecha y no decía nada. Yo miraba la mano derecha de García sin acabar de detectar nada anormal y también callaba. Billy Ray intentaba —con bastante éxito, hay que reconocerlo— contener un puchero.
—¿Humphrey, cómo quedaste con esa chica?
—Que ella me llamaría hoy y yo le diría lo que había decidido.
—¿Y qué es lo que pensabas decidir?
—Imaginaba que después de hablar contigo tendría las ideas más claras.
—¡Y no te imaginas cuánto! Ahora escuchad. —Y habló durante un rato y nosotros escuchamos. Y finalmente nos dijo que podíamos largarnos.
Pero yo quería saber algo y lo pregunté:
—¿Tenéis ya el resultado de la autopsia del chaval que fuimos a ver el otro día al depósito?
—Ajá. Muerte natural.
—¿De verdad? ¿Muerte natural?
—Claro. ¿No te parece natural que alguien se muera cuando le aplastan un almohadón contra la cara y lo mantienen así hasta que muere?
—Pero no se apreciaban señales de resistencia en el cadáver… La gente acostumbra a resistirse, cuando alguien intenta ahogarles…
—No si previamente te han drogado y estás profundamente dormido. Le pusieron un somnífero muy potente en una mezcla de Coca-Cola y whisky. ¿Me estás ocultando algo ahí también?
—No… Bueno, si quieres te puedo decir que su jefe era su amante y que me contrató para que le siguiese. Le seguí y no detecté nada concluyente. Luego les vi de nuevo muy amartelados y creo que no puedo decirte nada más, aunque supongo que, a excepción de que me había contratado, el resto ya lo habéis averiguado vosotros.
—¿Estás seguro, Humphrey, de que eso es todo?
—No, pero eso es lo que te puedo decir en este momento. Lo poco que pueda quedar son simples especulaciones, que lo más normal es que no tengan que ver con el caso; si tuviesen alguna relación, yo te lo diría. —¿Tenéis algún sospechoso en cartera?
—Aparte de los más allegados, compañeros de trabajo, etc., tenemos al resto de Barcelona, y, ya que estamos en ese punto, ¿me podrías decir dónde estuviste hace dos noches?
—Verás, la tarde la pasé en El Corte Inglés seleccionando almohadones resistentes en la sección de oportunidades. Luego pasé a ver a un farmacéutico amigo mío y le conté que últimamente no duermo bien y que necesito un somnífero potente. Más tarde…
Anda, Humphrey, no me toques más los cojones por hoy. Lárgate y atente a lo que te he dicho. En caso de cualquier posible impedimento, llámame.
Al lado del despacho de Jareño, un policía con alma de funcionario se indignaba contándole a un compañero cómo, al revisar el escenario de un crimen, había comprobado que el asesino no había dejado su tarjeta de visita al lado del cenicero. O algo de ese estilo.
Andando por la calle Pelayo una vibración agradable me acarició la entrepierna; instantes después, Para Elisa de Beethoven —versión caja de música electrónica— me comunicó que mi teléfono móvil tenía algo que decirme.
La voz de Nadia me llegaba suave y clara, como si estuviese reposando a mi lado, desnuda, aún ligeramente sudada…
Dejé de soñar y atendí a lo que me decía:
—¿Ya lo has pensado, Billy Ray?
—Sí, Nadia. Creo que lo mejor será que acepte vuestra propuesta: doce mil euros y el premio especial a cambio de los diamantes. Pero deberá ser mañana, tengo que ir a recogerlos y no están cerca.
Tras un momento de silencio, de nuevo la voz de Nadia:
—De acuerdo. ¿Has pensado en algún sitio concreto?
—Sí. ¿Te parece bien en el Hotel Princesa Sofía a las ocho de la noche? Tendré una habitación. Nos encontramos en el vestíbulo. Me pondré un nenúfar en el ojal para que me reconozcas.
Una risa tan cálida como un beso robado llenó mi teléfono.
—No te preocupes, eres inolvidable, Billy Ray. Trae los diamantes.
A continuación llamé a Jareño y le confirmé que la entrega se iba a producir al día siguiente en el Hotel Princesa Sofía a las ocho de la noche.
García me miraba con preocupación.
—Andaré cerca, por si esa gente está preparando algo raro —me dijo.
—Piensa que el grandote te pudo ver ayer en el Mamba Verde.
—Ya, pero yo también le vi a él. Y abulta más que yo. No te preocupes por eso. Tú ten cuidado con ella, yo me cuidaré de los demás.
—Gracias, sargento. Eres la mejor niñera que he tenido en mi vida.
—Y tú el niño más tonto que he tenido que cuidar. Pero qué le vamos a hacer, si mi destino es soportaros a ti y al proyecto de delincuente de tu socio…
Le conté a García el asunto de Blas Recarte y la muerte de Rick, desde el principio. No me veía capaz de dejarlo correr en aquel punto, no al menos mientras aquel pobre chaval no se fuese de mis sueños. Trazamos un plan que no podía más que ser calificado como genial: nos dedicaríamos, los dos, durante un tiempo, a dar palos de ciego; si pasado algún tiempo no habíamos conseguido resultados positivos, yo imploraría perdón al fantasma de Rick y haría que el médico de familia de la Seguridad Social me recetase barbitúricos.
Empezaríamos los palos de ciego aquella misma tarde. Yo seguiría a Eusebio Tolosa, al menos hasta convencerme de su falta de implicación en la muerte de Rick; por su parte, García, aprovechando que Blas Recarte no le había visto nunca, le seguiría a él. Según cómo se desarrollasen los acontecimientos, uno de los dos dejaría al suyo para seguir a Emilia. Yo esperaba que el plan, junto a una serie de jaculatorias a la Virgen del Bendito Camino, darían el resultado apetecido; si no resultase así, siempre podríamos contar a nuestros nietos que hicimos lo que pudimos, y que ni siquiera Sam Spade podía presumir de no haber tenido algún que otro fiasco a lo largo de su carrera.
La sede de Mediterránea de Seguros era un modesto edifico de acero y cristal situado en la parte alta de Barcelona, que durante su construcción debió costar tanto como el presupuesto de la NASA durante la década de los 80. Me apuntalé tras el volante de mi coche aparcado en doble fila y dediqué mi tiempo a ignorar los bocinazos de los desaprensivos que pretendían que no les entorpeciese el paso. Los ojos me dolían de mantenerlos fijos en la puerta de Mediterránea de Seguros cuando, finalmente, salió mi chico y se dirigió hacia la zona de aparcamientos para empleados. Cinco minutos más y un Saab cabriolé conducido por Eusebio Tolosa me hizo poner la primera y arrancar. Eran las siete de la tarde.
Tras un corto viaje el Saab entró en un aparcamiento de una calle tranquila. Eusebio salió a los dos minutos y entró en un local situado a cien metros. Yo lo hice a los diez minutos escasos.
El pub se llamaba Mario’s y estaba mayoritariamente ocupado por mujeres solas —era lo que se podría describir como un lugar recomendable, por tanto—. Supuse que los hombres se estaban retrasando —en otro momento valdría la pena comprobarlo—, Eusebio se había situado en la barra y tomaba algo espeso de color amarronado. En la otra punta de la barra una pareja joven reía por cualquier cosa. En una mesa apartada un hombre solo se comía con los ojos a las mujeres de las mesas. A distancia creí detectar en él una de esas graves disfunciones sexuales de difícil reparación: no les resultaba atractivo a las mujeres.
La entrada de Emilia al cabo de diez minutos no representó más que una sorpresa de pequeña magnitud. Tras un beso suave en los labios, se sentaron en una de las mesas más apartadas del local. Yo me había situado justo en la mesa más apartada de aquella que ellos escogieron y no me era posible escuchar una sola palabra de lo que decían. Si hubiese tenido un violín, hubiese podido acercarme a tocarles O sole mio y escuchar un rato… ¡Mala suerte!
La conversación comenzó ligera, hasta que Emilia, dejando reposar su mano sobre el brazo de su acompañante, inició un tema que parecía interesarle sobremanera. —En una novela dirían que lo que le sucedió a la expresión de Eusebio Tolosa fue que se ensombreció; a mí me pareció que se estaba enfureciendo por momentos, según iba escuchando lo que Emilia le contaba. Y en un momento dado comenzó a negar con la cabeza—. Luego fue él, quien inició una larga réplica, que no podría describirse sino como apasionada. Mantenían la conversación en un tono de voz amortiguado, pero las ganas de gritar se palpaban en la expresión de sus rostros. La conversación se tranquilizó en el momento en que Emilia pareció ceder en lo que fuese que estaba promoviendo.
La camarera, una chavala con pinta de modelo de alta costura, se acercó a mi mesa y me dijo:
—Abrázame y no dejes de besarme hasta que termine el día…
Bueno, en realidad lo que dijo fue:
—¿Desea tomar algo?
No me negarán que no hubiese estado mal…
Los minutos transcurrieron plácidamente, a partir de aquel momento, sin que ningún acontecimiento aportase más luz a mi mente que la que se había encendido hasta aquel momento. O sea, ninguna.
Eusebio Tolosa le decía algo a Emilia y esta negaba con la misma sonrisa triste con que una esposa defiende su jaqueca vespertina de cada día.
A las ocho y media de la noche se levantaron, pagaron y salieron. Él se marchó en su Saab cabriolé; ella fue andando calle abajo, donde paró un taxi. Yo tomé como opción más interesante largarme a casa.
El aparcamiento, carísimo.
En casa me esperaba una sorpresa. Al llegar al rellano me encontré la puerta de mi piso entreabierta. Desde el interior sonaba la voz áspera de Camarón de la Isla, lo cual era señal inequívoca de que alguien estaba con Billy Ray, ya que a él no se le ocurriría poner ese tipo de música. Y yo sabía quién estaba en mi casa. La escena me resultaba familiar y el penetrante olor a pachuli que flotaba en el rellano lo confirmaba, aunque no podría decir que fuese un recuerdo agradable. Aquella ya sería la tercera vez que él entraba de aquella manera en mi casa, y, por lo visto, no tenía la más mínima intención de variar sus costumbres. Cariño ladró y una voz tan áspera como la de Camarón dijo:
—Anda, ve.
El hocico de Cariño acabó de abrir la puerta. Le acaricié el cuello mientras saludaba:
—Hola, Manuel. Veo que has venido a presentarme tus saludos.
—Pasa, payo, pasa y siéntete como en tu casa. Manuel seguía fiel a su estilo: camisa negra de seda, inmaculadamente planchada, desabrochados los tres primeros botones, luciendo la negra pelambre ensortijada del pecho, crucifijo de oro del grosor de un báculo enmarañándose allí, pelo aceitoso y brillante, sonrisa peligrosa… Y lo que más me molestaba de su presencia: seguía limpiándose las uñas con aquella navaja de aspecto desaforado, funesto.
Billy Ray estaba sentado en una silla, tan tieso como un escolar al que acaban de castigar por insultar a la niña mimada de la profesora. En realidad, estaba tan asustado que no creo ni que notase el dolor de espalda que aquella postura forzosamente le debía de estar produciendo.
—¿Te apetece un whisky, Manuel?
—Ya te lo dije en una ocasión, payo, no me gusta lo que bebes.
—Bueno, hombre, lo siento, a mí no me gusta el vino peleón. Y, por curiosidad, ¿cómo debemos llamarte, Manuel o Tío Manuel?
—En familia, como estamos ahora, puedes llamarme Manuel. En otras circunstancias es mejor que no olvides que soy el Tío y te ahorres comentarios como el que acabas de hacer. Ya sabes cómo son esas cosas… Veo que sigues cuidando bien a la perra de mi hermana. ¿Cariño, la llamas?
—Sí, ya sabes que le cambié el nombre, pero tu hermana, si viviese, estaría contenta de ver lo bien que nos llevamos.
—Supongo que sí. Bueno, vamos a lo que me ha traído aquí. Quiero una cosa que compré y que, por tanto, es mía. La calle dice que tu socio es quien la tiene, pero él me dice que hable contigo, que tú me contarás. Y aquí estoy, esperando que me cuentes.
—¿Y qué es eso que compraste?
—Un montón como este.
De la mano de Manuel salió un diamante de buen tamaño, que rodó de forma mínima sobre la mesa y se quedó centelleando bajo el efecto de la luz.
—¿Pagaste mucho, Manuel?
—Ese no es tu negocio, payo.
—Afortunadamente no, Manuel. Si quieres hacer un buen negocio, Billy Ray te lo comprará por diez euros.
La nuez de mi socio se movía espasmódicamente en su cuello. Él hubiese preferido que ni le nombrase.
—Antes eras más gracioso, Humphrey. Mira que he venido de buenas, que algo te debo y no quiero faltarle a la memoria de mi hermana.
—¿Sabes lo que son las zirconitas, Manuel?
—Claro que lo sé, pero esto no es una zirconita, un experto lo comprobó. —La sonrisa de Manuel se había hecho despectiva.
—Y no te engañó, Manuel. Él hizo la prueba de conducción eléctrica, pues los diamantes son buenos conductores, al contrario que las zirconitas. Y este que tienes ahí, junto con todos los demás, son buenos conductores de la electricidad; por tanto, él dictaminó que eran diamantes. El problema es que ese pobre capullo se pasa media vida en la cárcel y allí no les tienen al corriente de las nuevas tecnologías. Eso que tienes en la mano es lo último en diamantes falsos. Se llaman mosanitas. Se fabrican en Rusia, un proceso industrial rápido y barato. Son tan parecidos a los diamantes verdaderos, que hasta son buenos conductores. Es de suponer que, cuando se popularicen, los vendan como lo que son, tal como sucede con las zirconitas, pero mientras eso no suceda son diamantes falsos, que, si nadie te avisa, compras como auténticos. Te lo repito por última vez, Manuel, esos diamantes son falsos, tan falsos como la paz que proporciona la droga que venden tus camellos, tan falsos como el amor que venden las putas de tus chulos. Son una obra de arte, ingenio puro, pero el ingenio, en este caso concreto, no se valora como el sudor, el sufrimiento o la explotación que lleva pegada cada diamante arrancado a las entrañas de la tierra. Su valor real no es mayor que el de una zirconita de mediana calidad. Imagina al precio que salen del laboratorio… Imagina la ganancia, si logras venderlo como un diamante… Y si estás empezando a pensar que así también serían un buen negocio, olvídate de eso. Esa partida está marcada, tendrías encima a la policía antes de que hubieses vendido una cuarta parte.
A Manuel le estaba doliendo el alma y pasaron algunos segundos hasta que la comprensión logró tras pasar al dolor. Y entonces sonrió, pero era una sonrisa que no auguraba nada bueno para alguien. Recogió el diamante que estaba sobre la mesa y se levantó.
—Lo comprobaré, payo. Y, ¿sabes?, en más de un aspecto me alegraré de que eso que me has contado sea verdad, así no tendré que faltarle a la memoria de mi hermana.
Manuel se alejó dejando una densa estela de pachuli tras de sí. Antes de salir, se agachó levemente para acariciarle el lomo a Cariño, pero se olvidó de cerrar la puerta después de cruzarla.
Abrí las ventanas para airear la habitación, zarandeé a Billy Ray para que regresase al mundo de la animación y me senté en el suelo al lado de mi perra.
—Mira, Junfin, yo no sé qué carallo hago en este mundo rodeado de gitanos, rusos, policías que me odian y toda clase de gente poco adecuada para conservar mi integridad física. Yo me quiero, rapaz, yo me quiero mucho, hostia. Y si eso sigue así, si voy sufriendo un sobresalto detrás de otro, yo me voy a morir y ya no podré quererme. ¿Entiendes, meu rei? Pues eso es lo que me está pasando, y aquí nadie más que yo parece entenderlo.
—¿Billy Ray?
—¿Qué quieres?
—Calla.
—¿Por qué?
—Porque me carga más tu cháchara que los ronquidos de un tipo obeso.
—Bueno, pues ya me callo.
A las once de la noche llamó García.
—Humphrey, acabo de regresar de Tarragona.
—¿Y qué coño hacías tú, en Tarragona?
—Buscando a algún asesino en prácticas para ver si quiere ensayar conmigo. Seguro que era eso… —murmuró Billy Ray.
—Billy Ray, calla.
—Pues bueno, pues me callo.
—He estado siguiendo a Blas Recarte tal como convenimos. El tío ha salido a las siete de la tarde de su peluquería, ha tomado la autopista y no ha parado hasta la gasolinera que hay llegando a la ciudad de Tarragona. Allí se ha sentado con un tipo que le estaba esperando y han estado hablando cosa de quince minutos. Luego el tipo ha salido, ha puesto el coche al lado del de Blas Recarte y ha pasado un paquete de su maletero al de Blas. Este le ha pasado un sobre. Podría ser dinero, aunque no podría asegurarlo. Breve charla de nuevo y despedida y cierre: vuelta para Barcelona.
—¿Te ha sonado de algo el tipo ese?
—No le conozco, pero en cualquier cárcel encontrarías un montón de jetas como la suya: olía a patio de trullo. Le he hecho un estudio fotográfico completo. Es una pena que no se lo pueda enseñar, creo que le gustaría… Mañana pasaré por archivos y comprobaré si la criatura tiene los antecedentes que yo me imagino; en caso de que no encuentre nada, pediré a algún compañero que consulte la base de datos de la INTERPOL.
—¿Ha hecho alguna otra cosa, nuestro excliente?
—No, ha ido directo a su casa. Y no me preguntes a qué me suena todo esto, porque la verdad es que no me suena a nada.
—Bueno, a nosotros nos ha venido a visitar Manuel. Quería los diamantes, por supuesto. Y le he contado lo que hay. ¿Qué querías que hiciera?
—Pegarle un par de tiros en la boca, el mundo te lo habría agradecido. ¿Mañana seguimos en lo mismo?
—Seguimos en lo mismo por la mañana, por la tarde mejor nos concentramos en mi visita al Princesa Sofía.