Capítulo Octavo

La inesperada muerte de Rick, la brutal muerte de Batista, la imagen desolada de Anastasia y la permanente confusión mental rondando a sus procesos mentales, tan armónicos como los de cualquiera de nosotros, me tuvieron toda la noche dando vueltas en la cama sin acabar de conciliar un sueño reparador. A las dos de la madrugada intenté solucionar mi insomnio con uno de esos remedios naturales que tanto sirven para reforzar el sistema nervioso como para cicatrizar dentelladas de cocodrilo amazónico. Algo más tarde me sumí en un duermevela intranquilo, en el que soñé en un naufragio y en el irritante sonido de un teléfono entre las olas; del teléfono salía la voz de Blas Recarte comunicándome la muerte de Rick, sin que yo pudiese entender lo que me contaba; el mar olía a colonia de moda en los cuerpos abrazados de un hombre y una mujer, y en el horizonte un edificio lujoso enviaba destellos para evitar que los detectives casposos perdiesen su norte. Todo un pulso a Freud.

Mientras me duchaba sentí toda la fuerza del sueño que no había querido compartir noche conmigo y palpé por los rincones de mi mente, tratando de encontrar algo que arrojarle a la cabeza.

Esperando acontecimientos, intenté pasar la mañana haciendo gestiones internas, o sea, procurando recuperar las horas de sueño perdidas la noche anterior: la cabeza apoyada en mi mesa de diseño, respirando hondo y de manera acompasada para engañarme a mí mismo. Casi logré dormir; lo único que lo impidió fue una feroz tortícolis que me sobrevino a la media hora de hacer el capullo. Recordé el sueño que me había estado martirizando aquella noche y tuve una de esas ideas que habitualmente no me llevan a ningún sitio y que, sin embargo, me llenan de una sensación de profesionalidad autogratificante muy de agradecer.

La salida de servicio del Hotel Princesa Sofía iba soltando gente a intervalos irregulares. Pasé allí más de una hora hasta que por fin apareció. Tendría unos treinta y cinco años, llevaba con escasa dignidad el uniforme de los botones del hotel y salió lanzando miradas esquinadas hacia todos los ángulos de la calle; recostó la espalda en el quicio de la puerta y encendió un porro que llevaba ya liado en uno de los bolsillos; dio una calada profunda, mantuvo el humo durante un tiempo inverosímil y luego lo lanzó con lentitud, primero hacia su derecha, luego hacia su izquierda y finalmente hacia sus pies. Magia negra para fracasados blancos.

Conforme me acercaba, en su cara se iba pintando una expresión de desconfianza que me llenó de satisfacción. En el último momento hizo un amago de esconder el petardo, sin tener demasiado claro dónde meterlo. Un tipo de idiotez sólida como el asfalto.

—No te voy a pedir una calada, hombre, es demasiado pronto para mí, pero quizás podamos ayudarnos mutuamente.

—¿En qué me podrías ayudar, tú a mí?

La desconfianza actuaba en él como el sentido de la orientación en los patos: no necesitaba pensar.

—¿No sería mejor que antes supieses en qué me puedes ayudar tú a mí?

Se encogió de hombros y dio otra calada profunda al petardo, aunque en esta ocasión no se preocupó de repartir el humo cabalísticamente.

—Jueves de la pasada semana. Un tipo elegante de aproximadamente cuarenta y cinco años… Es inconfundible porque tiene una cicatriz que le cruza la cara. Posiblemente tomó la habitación para pasar la tarde, únicamente; casi con seguridad la habitación estaba en el tercer piso…

—A día de hoy, un tío que no sabe que este es un establecimiento serio y yo una persona que no se juega el empleo por cuatro perras, me va a pedir que defraude la confianza que mis empleadores han depositado en mí y que yo, aunque sólo sea por no faltar a mi sentido de la ética, no voy a defraudar.

Lo expresó con la cerrilidad típica del necio que emite una idea de rango superior a su entendimiento o rango moral. Por tanto, no me tomé la molestia de tomármelo en serio y continué hablando como si no hubiese escuchado nada:

—Estábamos en que el hombre en cuestión posiblemente estaba en el tercer piso. Ese hombre debe tener un nombre y una dirección, y yo soy tan poco exigente que me conformo con saber eso, si tú te conformas con ganar quinientos euros en un momento de trabajo.

—Mil —dijo.

—Vaya, lo siento, me he equivocado de hombre. Esta tarde volveré a probar con otro más espabilado que tú.

—De acuerdo, tío listo, quinientos euros. Pásate por aquí dentro de una hora.

Al cabo de una hora y siete minutos mi reciente amigo salió rebuscando, en el interior del bolsillo del pantalón, un porro ya liado. Antes de saludar, lo encendió, y volvió a repetir los movimientos de antes, expulsando el humo cabalísticamente.

—¿Por qué cojones haces eso?

—Dicen que da suerte. Hoy, por ejemplo, un tío que pasaba por aquí me ha regalado quinientos euros —lo dijo tendiendo la mano.

Yo tendí la mía. Cuando las retiramos, los cinco billetes de cien euros estaban en su mano; en la mía, un pedazo de papel en el que decía: «Eusebio Tolosa Endica».

Normalmente, si tienes el nombre completo de una persona, tienes su dirección, su teléfono y con suerte su profesión; basta con consultar la guía telefónica. Una parte de sus costumbres sexuales yo ya las conocía, lo cual resultaba útil, ya que la guía telefónica aún no se ha decidido a prestar este servicio.

En este caso fue así, más o menos: por la guía telefónica supe que Eusebio Tolosa vivía en una de esas calles poco frecuentadas por la gente de mi barrio, allí por la parte alta de Barcelona.

Hay un complemento, para la guía telefónica; se llama Ministerio de Hacienda, aunque para que funcione es necesario tener un amigo allí dentro. Yo lo tengo. Cuando éramos niños jugábamos juntos; al crecer, él comenzó a frecuentar malas compañías, las cuales le llevaron a conseguir un empleo en Hacienda. A pesar de todo, nunca hemos dejado de ser amigos. Y en más de una ocasión me resulta útil, sin dejar de lado el homenaje que merece mi niñez.

Eusebio Tolosa trabajaba en una de las compañías de seguros más importantes del país, concretamente Mediterránea de Seguros, y su declaración de la renta era de las que hacen sonreír a un funcionario consciente de las necesidades del Ministerio. A través de la página web de Mediterránea de Seguros averigüé que Eusebio Tolosa era uno de sus directivos, concretamente Director del Departamento de Siniestros, lo cual, en sí mismo, no es materia delictiva ni resulta gravoso para el ciudadano, excepto cuando el ciudadano en cuestión está pendiente de cobrar un siniestro.

Mientras trataba de encajar aquella información en cualquier cosa que tuviese sentido, Billy Ray entró en mi despacho seguido de Mercedes.

Hold on, anduriña, hold on, espera que le cuente a Junfin de qué va la cosa. Me está llamando una mujer con un acento rarísimo. Le ha dicho a Mercedes que yo no la conozco, pero que seguro que querré hablar con ella, que tiene algo que yo quiero tener y que yo tengo algo que es suyo. Conecta el manos libres, rapaz, y tú, Mercedes, ya puedes pasar la llamada.

—Señor Billy Ray, ¿me escucha?

La voz, que se expresaba en un perfecto castellano académico, tenía un indudable acento eslavo, pero seguía conservando esa cualidad de dulzura que puede llevarte a la perdición.

—Sí, la escucho, señorita… —Contesté yo en lugar de Billy Ray, para evitar que llegase a escuchar el castañeteo de los dientes de mi socio.

—Mis amigos me llaman Nadia.

—¿Y yo cómo debo llamarla?

La risa que nos llegó a través de la línea me hizo pensar en prados verdes y chicas desnudas tomando el sol.

—Nadia, por supuesto. No veo ningún motivo para que no podamos ser amigos.

—¿Hay alguna condición para que nuestra hermosa amistad no se estropee?

—¡Ay, Billy Ray, este es un mundo áspero, interesado! Siempre hay condiciones, pero no creo que impidan que lleguemos a ser amigos…

No sé cómo lo hacía para conseguirlo, pero cuando pronunciaba «amigos» yo escuchaba «ven a mi lado y abrázame».

—Nadia, ya que somos amigos, deberías contarme algo acerca de esas condiciones, así no estaré sufriendo por el temor a perder nuestra amistad.

—¿Conoces una coctelería que se llama Mamba Verde, en la calle Diputación?

—Sí, he pasado por delante en muchas ocasiones.

—¿Por qué no vienes sobre las ocho de la tarde y nos conocemos?

—¿Tú me conoces?

—No, pero tú sí que me conocerás a mí. Seré la mujer más atractiva que esté en el local y la única que te estará esperando.

—Sólo una pregunta, Nadia, ¿qué pasaría en el improbable caso de que yo no esté de humor para ver a una mujer tan atractiva?

—Que perderías lo que tengo para ti y que, de cualquier manera, tendríamos que enfocar el negocio de una manera más desagradable que la que te propongo.

—¿Qué es lo que tienes para mí, Nadia?

—Ven a verlo…

Luego se despidió con una de esas risas que quedan flotando entre dos personas y de las que el resto del mundo queda excluido.

—Imagino que muchas ganas de ir no debes tener, ¿eh, Billy Ray?

—Tantas como de entrar al corral de los cerdos untado de miel de alcornoque. Ve tú, rapaz, yo te espero en casa.

Hice que Mercedes llamase a García, no hizo falta salir a buscarla, había estado fisgando con el mayor descaro posible desde el umbral de la puerta.

García estuvo de acuerdo conmigo en que no estaría de más que él fuese al Mamba Verde un poco antes de las ocho a tomar una copa.

A las cinco de la tarde García llamó para confirmar que a las siete cuarenta y cinco estaría en el Mamba Verde, y que al día siguiente, a las once, el comisario Jareño nos esperaba a él, a mí y a Billy Ray en su despacho.

Y la cara de Rick en el congelador no era capaz de dejarme en paz…

Mientras la faena se acumulaba en mis horas de vida, un sol radiante en las Bahamas me ignoraba y era capaz de lucir sin mi presencia. Resignación cristiana, era lo que me hacía falta. O un buen puñado de millones. Algo me decía que me quedaría con la resignación…

Curiosamente, el Mamba Verde, escondido tras una fachada de aspecto elegante, era, en su interior, un local más propio de un arrabal de Jalisco que del centro de Barcelona. Un par de mujeres de mediana edad y aspecto astroso, sentadas en una mesa cerca de la entrada, polemizaban acerca de la ley del divorcio relacionada con la silla eléctrica. Un poco más allá, una muchacha escondía sus intenciones sumergida en la lectura de algo en apariencia apasionante, sin dejar, por ello, de fiscalizar la puerta de entrada. Mi presencia le pareció poco relevante.

García se afanaba en una máquina del millón recuperada de algún desguace y no hizo el menor atisbo de reconocerme. En una punta de la barra un tipo con pinta de heroinómano sobrevolando el síndrome de abstinencia —con mayor o menor fortuna—, se retorcía las manos y miraba al camarero, un híbrido de orangután y buhonero trashumante, con cierta esperanza. En la otra punta de la barra la presencia intranquilizadora de un fulano capaz de derruir la Sagrada Familia a cabezazos, si hubiese una puerta lo suficientemente grande para permitirle entrar, daba color a buena parte del local. Y Nadia…

Me había dicho que la reconocería, y tenía razón: llevaba ya cuarenta y cinco años soñando con ella. Cuando entré estaba sentada en el centro de la barra, de espaldas a la puerta. Al notar la presencia de alguien nuevo en el local, se giró lentamente y me miró como un gorrión miraría a un gusano tomando el sol sobre una piedra; luego sonrió, señaló una mesa desocupada y se dirigió hacia ella.

—Billy Ray, ¿verdad?

Sonreía como las princesas de los cuentos de hadas, segura de que el capitán de la guardia de papá se encargaría de quien quisiese hacerle daño.

El fulano enorme de la barra parecía estar muy lejos de allí, pensando en la Sagrada Familia, tal vez. Tal vez yo fuese muy malpensado y efectivamente el gigantón estaba allí por una de esas casualidades de la vida. García intentaba acompañar a la bola del millón con los movimientos de su cadera.

—¿Qué piensas hacer con los diamantes, Billy Ray?

—¿Qué diamantes, Nadia?

—Unos que tú tienes y que no son tuyos.

—¿Y de quién son esos diamantes?

—De alguien muy peligroso, si se enfada.

Su pierna rozó la mía por debajo de la mesa. Quizás se lo hacía a todo el mundo… O no, quizás sólo lo hacía cuando hablaba de diamantes…

—¿Y qué tenemos que hacer para que ese alguien no se nos enfade?

—Devolvérselos, por supuesto.

—¿Y yo qué gano con eso?

—Una cantidad de dinero… Y a mí.

—¿Por cuánto?

—No sé, podemos discutir la cantidad.

—No me refería al dinero, preguntaba por cuánto tiempo te tendría a ti.

—Mientras te durase el dinero, seguro; quizás mucho más…

Acercó su silla a la mía, me tomó la barbilla con la mano y sus ojos hicieron el resto arrastrándome hasta sus labios. Un aleteo de mariposas, una señal evidente de peligro.

—Nadia, no estoy nada seguro de que deba desprenderme de los diamantes.

—¿Eres muy valiente, Billy Ray?

—No sé, depende de lo cobarde que sea el otro, supongo.

—El otro no es nada cobarde y no le importa mucho hacer daño, si cree que tiene que hacerlo. Me ha dado permiso para negociar contigo hasta los doce mil euros. El resto es cosa mía: me gustas.

—Esos diamantes valen mucho más, Nadia.

—No para ti, Billy Ray, no para ti. Créeme, es un negocio excelente, el que te estoy ofreciendo. Y no tienes mucho tiempo para pensarlo…

No entendí por qué razón decía que para mí los diamantes no eran tan valiosos, estaba distraído observando el movimiento del tipo que odiaba a la Sagrada Familia: se había desplazado lateralmente, de forma que podía observarnos sin llamar demasiado la atención. Imaginé que, según su cálculo, Nadia ya estaba acabando de convencerme, al menos para salir de allí y llevarme a algún lugar donde él pudiera acogotarme con total impunidad. García también era consciente de que la marea empezaba a subir y por culpa de eso acababa de perder una bola, porque hizo un gesto de fastidio y golpeó el canto de la máquina con la palma de la mano.

—Quiero pensármelo, Nadia. Dime cómo puedo localizarte y mañana tendrás una respuesta.

El suspiro de Nadia tuvo menos de resignación que de demostración de lo que me perdería, si no me portaba como un chico obediente.

—De acuerdo, Billy Ray, piénsatelo. Yo te localizaré mañana.

Se levantó e hizo un amago de repetir el beso anterior, que acabó en una sonrisa maliciosa. Mientras amagaba el beso, su mano hizo un gesto en dirección al tipo de la barra, quien volvió a adoptar su postura primitiva. A García se le escapó otra bola, pero en esta ocasión no pareció importarle lo más mínimo.

Ahora se trataba de observar los movimientos que se iban a producir. Nadia salió del local tras pagar su consumición. El tipo grande que no apreciaba la obra de Gaudí permaneció en la barra sorbiendo pensativamente un vaso casi vacío. García puso una nueva moneda en la máquina. Yo llamé al camarero y le pedí una naranjada natural. Me miró convencido de que yo era un caso evidente de desarrollo mental atrofiado, pero fue a prepararla.

Al tipo grande aquello pareció bastarle, llamó al camarero y pagó su consumición. Tardó aproximadamente un ramadán en acabar de levantar su enorme cuerpo del taburete, a pesar de que se movía con una sorprendente agilidad. A García se le escapó otra bola y decidió que ya estaba bien por aquella noche; pagó y se acercó a la puerta vigilando el exterior con cara de no acabar de decidir a qué cine quería ir. Tardó aproximadamente cinco minutos en comprobar que el tipo grande ya se había convencido de que nadie les estaba vigilando y hacía una seña a un automóvil que había salido del aparcamiento vecino, se acomodaba junto a Nadia y partían. Sólo entonces salió tras ellos.

Yo me quedé atrapado en mi vaso de naranjada y en los ojos verdes de Nadia durante un buen rato. El fulano con pinta de heroinómano intentaba adormecerse para olvidar sus carencias. Las dos mujeres preocupadas por las leyes del divorcio se habían tomado de las manos y parecía que su interés había tomado otros derroteros menos relacionados con la electricidad. La lectora solitaria hacía un rato que había dejado el libro sobre la mesa y miraba descaradamente a la puerta de entrada sin que su rostro denotase demasiadas esperanzas.

Mi naranjada tenía un poco disimulado sabor a antibiótico caducado, aunque he de reconocer que olía mejor.

Mi reloj me informó de que era la hora de compartir alguna experiencia callejera con mi perra Cariño. Me sumergí en el aire sobrerrespirado de la ciudad y caminé lentamente hacia mi casa.