El rumor, a una velocidad inusitada, cubrió toda la zona comprendida entre las últimas estribaciones de la montaña de Montjuïc y el barrio de la Barceloneta, desde la plaza de España hasta el barrio dormitorio de Bellvitge, pasando al regreso por San Cosme y llegando hasta la plaza de Cataluña en su bajada por las Ramblas. Desde esta zona los teléfonos hicieron que el rumor se extendiese por determinados puntos de la zona alta y por alguna población del cinturón industrial de Barcelona. En resumen, el rumor de lo único que informaba era que un tipo llamado Billy Ray tenía un montón de diamantes en su poder, lo cual despertó la más variada gama de sueños, desató una inconcebible cantidad de deseos, malos pensamientos y toda clase de intenciones poco acordes con lo que la jurisprudencia española considera coincidente con los buenos usos y las buenas costumbres de la sociedad civil. Dicho de otra manera: un montón de fulanos se mostrarían dispuestos a trocear a su hermana menor y a lanzarla al río Besos empaquetada en una maleta de cartón con tal de conseguir los diamantes.
Un tipo enorme, poseedor de un acento capaz de destrozar montañas, se mostró dispuesto a agotar las reservas de vodka de El Reposo del Guerrero con tal de que una de las chicas le continuase hablando de los diamantes. Cuando ella le propuso pasar a la trastienda y hacerle feliz a precio de gran consumidor, el gigante le contestó:
—Otra dio pausible tal vez, muñenca.
Cuando se largó, la chica se dio un garbeo hasta el lavabo del fondo y dio un profundo repaso visual a su cuerpo. Tras comprobar que la silicona estaba cumpliendo su función, suspiró aliviada y murmuró:
—Más grande que un pino y más tonto que un pepino.
Luego volvió a la barra. Antes se había fijado en un hombrecillo con aspecto de perdedor, uno de esos especímenes sin suerte en la vida, la clase de tipo que, mientras agoniza, tiene que oír cómo su médico de cabecera le acusa de hipocondríaco. A ella se le daba bien el perfil: a los perdedores no les importa que el producto esté mejor o peor siliconado, mientras el volumen sea el adecuado.
Un revendedor de poca monta de farlopa y de lo que se terciase le comentó a un gitano, al que por el barrio llamaban el Buenafuente, lo de los diamantes. Asombrosamente, el gitano le proporcionó un diez por ciento más de mercancía de la que él había solicitado y pagado. El Buenafuente se marchó hacia el caserón del Tío Manuel mucho antes de lo habitual. Cuando llegó, no dudó en hacer que avisasen al Tío; daba igual que estuviese durmiendo o follando.
Valerio Añoz volvió a la conciencia y recordó lo que alguien le había comentado el día anterior: corría por el barrio el rumor de que Billy Ray Cunqueiro tenía un montón de diamantes y no sabía qué hacer con ellos. Justo en el momento en que lo oyó, se dio cuenta de que debería habérselo dicho al Tío Manuel antes de que él se enterase por otros medios. Luego no pudo resistir la tentación de meterse un par de buenas rayas, y sus problemas se fueron diluyendo en un ambiente de buenas sensaciones. Ahora deseaba volver a dormirse con la rapidez de una muerte súbita y despertar en algún país lejano, donde el Tío Manuel, el Buenafuente y todos los demás no fuesen más que un mal viaje, un recuerdo improbable. Se levantó y comenzó a llenar una bolsa de viaje. Repasó el billetero y no pudo evitar un gesto de disgusto; se encogió de hombros y salió a la calle aferrado a la bolsa y a los pocos sueños de una vida larga y feliz que aún conservaba. El Mercedes negro se puso en movimiento en cuanto pisó la calle y se acercó a la acera. El Buenafuente le sonrió, intentando sacarle el máximo partido al diente de oro. Valerio no pudo evitar pensar que su futuro era tan descorazonador, que ya comenzaba a añorar el presente, por miserable que fuese…
El camarero de uno de los muchos frankfurts diseminados por el barrio que cerraban tarde, bajó finalmente la persiana metálica, bostezó, se frotó la barba crecida, pensó que debería afeitarse un día de estos y dudó si debía telefonear o no. Finalmente pensó que si la información no merecía ser escuchada al menos demostraba buena voluntad por su parte. Sacó del bolsillo el teléfono móvil que alguien se había olvidado hacía un par de noches sobre la barra —y que aún tenía saldo— y marcó un número. Cuando saltó el contestador del número marcado contó una historia rara acerca de un tipo que se llamaba Billy Ray y que, al parecer, se había hecho con una partida de diamantes. El comisario Jareño recogería el mensaje más tarde. La titubeante luz de las primeras horas del día le hicieron entrecerrar los ojos y maldecir a su puta suerte y a la madre que la parió un día que no tenía nada mejor que hacer.