Capítulo Séptimo

Cuando en la reunión del día siguiente lo dije, yo mismo no me acababa de creer lo que estaba diciendo:

—Veréis, lo he estado pensando y no veo más solución que sean ellos quienes vengan a nosotros. Y no vendrán si no tienen una buena razón para hacerlo. Y la única razón es que crean que Billy Ray tiene los diamantes. Si lo creen, vendrán a pedírselos.

—¡Vendrán a matarme, gamberro de los cojones! Para mi socio mi discurso era nuevo —no me había atrevido a comentárselo mientras nos dirigíamos a la Agencia.

—Calla, Billy Ray, deja que Humphrey acabe de contarnos su idea.

—Pero que no ves que eso no es una idea… ¡Es una sentencia de muerte, carallo! Te regalo mis acciones, Humphrey, te las repartes con el gorila de tu amigo, pero dejad que me vaya a Orense.

—Calla, por favor, luego nos cuentas tu idea, si es que la tienes. Sigue, Humphrey.

—En realidad hay poco más. Si el Tío Manuel estuviese tras la pista de Billy Ray, posiblemente ya tendríamos alguna noticia, y, aunque fuese así, el que bombeemos por ahí que él tiene los diamantes nada cambiaría y atraería la atención de los otros, si es que existen, cosa que yo tiendo a creer.

—¿Y cómo piensas que podemos bombear la noticia?

—Eso es sencillo, nada más hay que pedírselo a Maruchi, ya sabes que ella lo sabe todo, y por el mismo conducto que se entera de las cosas se pueden hacer correr noticias. Sus chicas, en el topless, tratan con los mejores puntos del barrio. Si ellas, casualmente, dejan caer algún rumor a la gente adecuada, al cabo de un par de días el rumor es noticia de dominio público.

—Perfecto, yo tenía una idea muy parecida, aunque no tan buena como la tuya. Billy Ray, tu turno, ahora puedes decirnos qué has pensado.

—¿Mi turno? Pues yo lo tengo muy claro: si no queréis que me largue a Orense, pues nada, os doy la razón, no voy a Orense. ¡Me largo a Bielorrusia! Allí hay más tías rubias de ojos azules que en Orense y hace tanto frío que los mafiosos no se van a molestar en ir.

—¿Humphrey? —García levantaba la mano y me miraba.

Levanté mi mano y sentencié:

—Socio, te quedas.

García se levantó, se acercó a Billy Ray y le puso la nariz tan cerca de la cara que llegué a sospechar que quería besarle al estilo esquimal.

—Mira, gilipollas, si quieres marcharte, coge el teléfono ahora y dile a Mercedes que te saque el billete, pero entonces nos estás dando la orden a Humphrey y a mí de que nos olvidemos del asunto. Adelante.

Billy Ray paseó la mirada por todo el despacho y al no encontrar el sitio adecuado para posarla la clavó en sus propios zapatos; luego murmuró:

—Me quedo. You fucked asshole[1].

—¿Qué has dicho?

—Que creo que en el fondo tienes razón…

Mercedes, que debía de haber oído algún que otro grito, entró con la misma cara de inocencia que pondría un gato dentro de la jaula del canario acabándose de limpiar las últimas plumas del hocico. Al comprobar que estábamos relajados y sin perspectivas de poder enterarse de qué iba la cosa, se sintió realmente defraudada y sin ánimos para disimularlo.

—Señor Humphrey, tiene una llamada. El señor Recarte quiere hablar con usted. ¿Se lo puedo pasar?

—Pásalo, por favor. Y no es estrictamente necesario que te quedes detrás de la puerta escuchando.

La voz de Blas Recarte tenía un deje tembloroso, cuando me dijo:

—Señor Humphrey, ha ocurrido una terrible desgracia. Esta madrugada han hallado el cadáver de Rick. Estaba en una obra, aunque la policía asegura que no lo mataron allí, que lo mataron en algún otro sitio y luego lo trasladaron. Créame, estoy anonadado. La policía no para de hacerme preguntas y, verá, yo no les he hablado de usted, de nuestro trato, quiero decir que…

—Le entiendo perfectamente, señor Recarte. Por lo que a mí respecta, no se preocupe, la discreción en nuestra profesión es una cuestión deontológica (hacía un par de semanas que había aprendido el significado de esa palabra y aún no había podido colocársela a alguien que la pudiese apreciar), aunque me temo que, con independencia de lo que me pudiese preguntar la policía, usted para ellos es uno de los sospechosos; es norma de la casa: la gente más cercana al muerto son los primeros sospechosos. ¿Tiene usted una buena coartada?

—Sí, la tengo. Esa noche cené con mi esposa. Teníamos asuntos que tratar referentes al negocio y estuve con ella hasta bien entrada la medianoche.

—¿Cuándo cree la policía que le mataron?

—No lo sé, pero hablaron de varias horas.

—Posiblemente eso le excluya a usted. De cualquier manera, no sería ninguna locura hablar con un abogado, daño no le va a hacer. Y, lo siento, supongo que algún consuelo sí le aportará saber que en los pocos días en que vigilé a Rick no pude obtener ninguna prueba concluyente de que le fuese infiel.

—Preferiría que estuviese vivo, pero, de cualquier manera, sí, señor Humphrey, sus palabras son un consuelo; le recordaré con más cariño, si eso es posible.

Me puede enviar la factura por sus servicios cuando usted lo crea conveniente.

Bien, el día parecía fructífero: ya teníamos dos muertos en el congelador. En estos casos los detectives de las novelas de género se apoyan en el alcohol —supongo que lo hacen para digerir al muerto—. Ya en otras ocasiones les he contado que yo no bebo más que en aquellos casos en que la vida sobrepasa todas mis defensas. Quizás ayuda el hecho de que mi resistencia al alcohol es limitada, mis borracheras son incómodas, se me escapa el significado de las palabras, el cerebro se da un paseo intranquilo por la boca del estómago mientras la cabeza da vueltas sin sentido y el recuerdo de todas las comidas que he hecho a lo largo de mi vida se solidifica en mi garganta… A pesar de todo, hay momentos en que le echaría un pulso a un cosaco con síndrome de abstinencia. Este era precisamente uno de esos momentos…

Mi amigo el comisario Jareño estaba de buen humor. Me soltó un abrazo de oso que apenas me dejó un par de huesos en estado de revista. Cuando se levantó de su sillón y empezaron a emerger sus dos metros de humanidad y extendió sus brazos inacabables, pensé que me iba a acunar en ellos y a pasearme por toda la comisaría… Afortunadamente, sólo quería abrazarme.

—¡Hombre, Humphrey, cuánto tiempo sin soportar tu presencia! Tenía ganas de verte. He descubierto un tío que canta jazz como los ángeles. Lástima que ya esté muerto… De hecho, sólo grabó un álbum. Ven, vamos a tomar un café ahí en la esquina.

—No me hables de muertos. ¿Cómo se llama ese fenómeno?

—Jess Belvin. Te pasaré el CD para que te lo grabes, no creo que te resultase sencillo encontrarlo por ahí…

Sentada en una banqueta de la comisaría, una monja, joven y atractiva, se miraba las manos con curiosidad. Le sonreí con cariño. —Si al Tenorio le había salido bien, ¿por qué no iba a tener yo mis opciones?—. Me miró, entresacó una lengua puntiaguda y se lamió morosamente los labios; luego cruzó las piernas bajo el hábito.

—¿Oye, Jareño, a qué orden pertenece la hermana?

—A la Muy Reverenda Orden de las Esclavas del Primero que Pague. Es su uniforme de trabajo para sibaritas, le ayuda a subir la tarifa.

—¿Ha venido por algún servicio?

—¡Qué más querría ella! Tiene diecisiete años. Bueno, cuéntame, ¿qué es lo que te preocupa, que hace que vengas a verme?

—Tienes un muerto reciente en el depósito al que me gustaría ver.

—Tengo tres: una prostituta veterana con sobredosis, un chaval que hemos encontrado en una obra con síntomas de asfixia (posiblemente asesinato, aunque podría ser alguna otra cosa; en ocasiones, si mueres en el lugar equivocado, te tiran por ahí; tiene pinta de homosexual) y, para acabar la noche, un tipo sudamericano con tres cuchilladas muy feas (no me extrañaría que fuese un ajuste de cuentas).

—El segundo.

—Buena elección, que otra cosa, es el más presentable. ¿Qué tienes que ver con él?

—Déjame mantener la discreción, por ahora. Si veo que te puedo ayudar, lo haré, aunque te adelanto que yo sé muy poco, es más curiosidad morbosa que otra cosa.

—Bueno, te acompañaré yo mismo al depósito. Vamos rápido, porque no creo que tarden mucho en empezar la autopsia. Y, si es así, valdría más que te quedases con la de la sobredosis…

Rick, muerto, tenía un aspecto desvalido y juvenil. Ahora ya conservaría su juventud para toda la eternidad.

—No veo la más mínima señal de lucha o resistencia…

—No la hay.

—¿Entonces?

—Ya te he dicho que aún no estamos seguros. La muerte por falta de oxígeno puede sobrevenir por causas naturales, lo que no es normal es que te vayas a un edificio en construcción a que te dé un ataque al corazón o cualquier otra cosa. El forense será quien nos lo aclare.

—¿Y si murió por causas naturales en circunstancias incómodas para alguien?

—Pues no te extrañe que ese alguien lo haga trasladar o lo traslade él mismo, es lo que te decía antes. ¿Tú sabes si era homosexual o si estaba enredado en algo raro?

—Sí, era homosexual, pero no sé más.

—De acuerdo, pero no me putees, tú sabes perfectamente lo que te puedes callar y lo que no debes callar. No me hagas acordar de la quinta pata del cagadero de San Pedro, que por mucho que seamos amigos te hago retirar la licencia.

—Tranquilo, Jareño, tú sabes que puedes confiar en mí.

—Sí, como del Papa conduciendo borracho un Masserati…

La imagen del Papa conduciendo borracho un Masserati como arquetipo de mi confiabilidad era poco argumentable, así que lo dejé correr. Me despedí de Jareño prometiéndole que le tendría puntualmente informado. Él, por su parte, se prometió a sí mismo no creerme.

Cuando salí a la calle me sentía razonablemente seguro de que aquel asunto iba a amargarme la existencia.

El Reposo del Guerrero, el topless propiedad de Maruchi, la Desdentá, con su particular aroma a sexualidad insatisfecha, a las seis de la tarde acostumbra a ser un remanso de paz. Las niñas, mientras comentan los últimos y trascendentales sucesos de Gran Hermano o cualquier otro bodrio televisivo, por mor del aire acondicionado que intenta con éxito poco espectacular disminuir la densidad del ambiente, se cubren las pechugas con chaquetillas de lana, que desaparecen rápidamente si la puerta se abre y un cliente hace su aparición. La puerta la abrí yo y las chaquetillas de lana siguieron en su sitio… La conversación se mantuvo en suspenso durante dos segundos y luego se reanudó sin mayores sobresaltos. Me sentí obligado a vengarme…

—¡Hey, nenas! ¿Sabéis que ha muerto Pío XII?

—¿De verdad?

—Claro, si es que el hombre era muy mayor…

—Pues a mí me da lo mismo.

—¿De qué ha muerto? De un infarto, ¿verdad?

—Nada de infartos, nenas, ha sufrido un ataque fulminante de acné juvenil.

—¡No te jode!

—¡Anda y que te follen, Humphrey!

—Y tú que lo veas, mi amor. ¿Dónde está la jefa?

—Allí. —La mano de Carmenchu, Tetas de Palo, señalaba sin demasiada alegría el reservado donde Maruchi acostumbraba a atender a sus raros servicios; lo hacía sólo en aquellos casos en que era solicitada por un cliente especial, por ejemplo alguien relacionado con la política.

Justo en aquel momento, un tipo de aspecto desagradable y traje caro —al que, sin grandes esfuerzos, le encontré una utilidad en mi vida: podría ser el protagonista de alguna de mis pesadillas— salía luciendo una expresión relajada acompañado de Maruchi, a quien el carmín la había traicionado ligeramente.

En cuanto el tipo desapareció entre sonrisas, Maruchi me dio la bienvenida:

—¿Se puede saber qué coño haces aquí?

Verán, yo soy bien recibido en cualquier momento, en la empresa; sin embargo, a Maruchi la saca de quicio que yo la vea trabajar, es algo que no puede evitar.

Supongo que el día que estaba soportando y el exabrupto de Maruchi fueron la causa de que hiciese la pregunta equivocada:

—¿Te lo has pasado bien, niña?

—¿Y a ti qué, si así ha sido? Siempre resulta más agradable si procuras aprovechar el viaje en tu propio provecho.

Como por casualidad, en la mano de Maruchi había aparecido una botella de Coca-Cola… Recordé algo leído en un manual de supervivencia: evitar, en lo posible, discutir con una mujer furiosa. Y aún más importante: evitar, sea como sea, discutir con una mujer furiosa armada. Yo estaba haciendo ambas cosas…

—Seguro, Maruchi. Creo que nos estamos poniendo los dos un poco nerviosos…

—¿Te importa que me ponga como me dé la gana?

La botella de Coca-Cola pasó a una posición de descanso sobre el mostrador, relativamente lejos de su mano.

—Supongo que lo mejor sería que lo dejásemos para otro momento… El problema es que necesito que me ayudes ahora.

—Tengo una jaqueca terrible, mi amor. ¿No podríamos dejarlo para mañana?

No pude evitar soltar una carcajada. Detrás de la barra se escucharon algunas risas nerviosas. Maruchi sonrió levemente.

—Anda, invítame a un bourbon en el bar de la esquina, aquí te costaría muy caro.

El fulano que atendía en el bar de la esquina nos miró con extrañeza el tiempo justo para pensar que la razón por la que estábamos allí no era cosa suya.

—¿Qué problema tienes, Humphrey?

—Necesito que hagas correr un rumor que llegue tan lejos y tan rápido como sea posible.

—Si sólo es eso, dalo por hecho. Mañana lo sabrán hasta los bedeles del Palau de la Generalitat, y pasado mañana posiblemente los presos de la Modelo se lo irán comentando los unos a los otros a la hora del paseo.

—Quiero que digas que Billy Ray tiene los diamantes que alguien ha perdido y que está haciendo gestiones en el exterior para colocarlos. Es importante que los chicos del Tío Manuel se enteren, también.

—Tú te has vuelto loco. Mira que te he avisado… ¿Cuántas veces te he dicho que la abstinencia sexual tan prolongada no es buena?

—Lo digo en serio, nena.

—¿Quieres que se carguen a Billy Ray y quedarte el negocio entero para ti?

—No, quiero proteger a Billy Ray. Ahora me vas a permitir que no me extienda, creo que hasta puede ser mejor para ti no saber de qué va, pero confía en mí y haz lo que te digo.

—Este es un servicio de pago, ¿lo sabes?

—Claro, como siempre.

—De acuerdo, dalo por hecho. ¿Me haces un hueco en tu cama esta noche? Este es un servicio sin cargo, puro placer.

—Billy Ray está viviendo conmigo por unos días y está muy nervioso. En cuanto te viese se acurrucaría en tus brazos y te contaría todas sus penas; ahora se lo hace a Cariño…

—¡Virgen del Amor Hermoso, qué cruz de hombres! De acuerdo, respecto a lo otro, esta misma noche empieza a correr el rumor: voy a dar las instrucciones pertinentes a las chicas. ¿Sólo diamantes?

—Sólo diamantes.

—Dile que me guarde un par.