Cuando me despierto con un problema martilleándome el cerebro maldigo la hora en que se me ocurrió dedicarme a la investigación. Aquella mañana tomé buen cuidado de incluirla en mis maldiciones. Primer problema que me martilleaba el cerebro: a Billy Ray alguien lo quería matar, o al menos él estaba convencido de ello. Segundo problema que me martilleaba el cerebro: Billy Ray estaba sacudiéndome para que me despertase y lo hacía a una hora soezmente temprana, las ocho de la mañana. Entre asesinar a mi socio o ducharme con agua fría, opté por la peor de las alternativas: me duché.
Cuando llegamos a la Agencia eran las nueve en punto de la mañana y García estaba sentado tras la mesa de Mercedes y curioseaba por sus cajones sin el menor recato.
—Si te ve revolviéndole los cajones, Mercedes te denunciará a Comisiones Obreras por mobbing o cualquier otra cosa por el estilo.
—No me acusarían de nada, eso son vicios adquiridos a lo largo de muchos años al servicio del ciudadano. Por cierto, buenos días. Vamos al despacho de Billy Ray, que es más espacioso.
—¿Qué has podido averiguar?
—Es un asunto confuso. Lo mataron después de maltratarle a conciencia, parece que le querían sacar información. Está claro que buscaban algo: la casa estaba reventada por allí donde quiera que mirases, tal como nos contó Billy Ray. La gente de homicidios está interrogando a sus compañeros de trabajo, por si descubren alguna rencilla o algún asunto sucio en el que interviniese más de una persona; ya sabéis que por aquellos andurriales se forman pequeñas mafias… No es habitual que haya violencia de este nivel, pero nunca se sabe. También están peinando el vecindario, aunque de momento lo que han visto les lleva a creer que el tipo y su compañera…
—¿Compañera?
—Sí, ahora os cuento. Decía que tanto el muerto como su compañera eran gente muy metidos en su propia vida, sin demasiada actividad social, posiblemente porque ella padece esa enfermedad rara que les hace decir tacos, hacer movimientos extraños…
—¿El baile de San Vito?
Mi socio estaba ansioso por demostrar que sus conocimientos de medicina estaban a la altura de los mejores.
—¡Qué baile de San Vito ni qué niño muerto! Es una cosa que se llama Síndrome del Torete. Yo es la primera vez que oigo hablar de él…
—Síndrome de Tourette. Es una enfermedad nerviosa.
—Sí, eso es. Bueno, pues precisamente ella está internada a espacios más o menos regulares en una clínica que trata este tipo de enfermedad. Es una fundación benéfica que experimenta con voluntarios, gente que no puede acceder a cuidados médicos por falta de medios económicos. Posiblemente su ausencia le salvó la vida.
—¿Le has contado a la policía lo de los diamantes?
Billy Ray observaba a García con clara desconfianza.
—No he dicho nada de los diamantes ni de ti a la policía, más que nada porque no me fío de nada de lo que cuentas. Yo jamás he visto esos diamantes de los que tú hablas. Primero quiero investigar yo; si luego se lo tenemos que contar a la policía, se lo contaremos. ¿Y tú, Humphrey, pudiste hablar con Valerio Añoz?
—No. En el momento en que yo llegué se lo estaban llevando dos gitanos en el coche del Tío Manuel.
—¡Jesusiño mío, eso no me lo habías dicho!
La cara de Billy Ray estaba adquiriendo un precioso color de cadáver en espera de la incineración.
—Para no preocuparte. Vete a saber, a lo mejor sólo iba a comprar droga o a venderle una aguja de corbata al Tío…
—¡Y un carallo de aguja de corbata! ¡Ese desgraciado les ha contado a los gitanos lo de los diamantes!
—¿Tú qué opinas, García? ¿Le han podido matar, los gitanos del Tío?
—Lo que parece claro es que, fuese quien fuese quien lo hizo, estaban buscando esos diamantes que yo no tengo constancia de que existan. Y si los gitanos van tras ellos, es una posibilidad, aunque, qué quieres que te diga, esa muerte no tiene un sello muy gitano, que digamos… De cualquier manera, esos diamantes debían de tener dueño, y ese dueño no debía de estar muy satisfecho de que sus diamantes estuviesen en poder de otra persona. Por cierto, no os lo he dicho, la causa de la muerte de ese pobre hombre fue por rotura de cuello. Alguien con la suficiente fuerza o pericia le partió el cuello. Lo hizo de esta manera —García se puso a la espalda de Billy Ray, que aún no había recobrado el color, cruzó los brazos tras su cuello y simuló un giro brusco del cuello del pobre hombre, que casi cae al suelo desmayado.
—Hombre, García, muchas gracias por la demostración, ahora ya sé la forma en que me van a asesinar… Siempre es un consuelo… ¿Y por qué no me voy una temporadiña a Orense?
—Mira, muchacho, si lo que hay en juego es la cantidad de diamantes que según tú está en juego, esos sujetos no van a tener ningún inconveniente en desplazarse hasta la mismísima China para recuperarlos. Lo deseable sería que no estuviesen tras tu pista, pero eso parece difícil que suceda… O sea, que mientras no se demuestre lo contrarío, aquí es donde más seguro vas a estar. Y si es necesario que te proteja la policía, se lo contaremos todo. ¿Estamos de acuerdo?
—Estamos de acuerdo, García. Eres un amigo.
—Muy a mi pesar, así es, aprendiz de chorizo.
—Bien, vamos a resumir la situación, si os parece. —Miré a García y a Billy Ray, que parecían haberse desconectado del verdadero problema—. Lo único que tenemos seguro es un muerto, concretamente el fulano que debía estar en posesión de los diamantes. Tenemos, por otra parte, la sospecha de que Valerio Añoz le haya podido contar al Tío Manuel que esos diamantes existen, y, por tanto, la posibilidad de que los busquen sus chicos. Tenemos la más que probable circunstancia que el dueño de los diamantes los esté buscando. Y, finalmente, cabe la posibilidad de que este, los chicos del Tío o ambos estén buscando a Billy Ray por si fuese él quien tuviese los diamantes. ¿Y todo esto dónde nos lleva?
—¿Y no podría ser que quien se cargó al pobre Batista haya encontrado los diamantes y me dejen en paz?
Billy Ray empezaba a ver una lucecita en su negro porvenir.
—Podría ser. Y, aunque así fuese, también podría ser que los gitanos no lo sepan y sean ellos los que te busquen. A García las luces parecían ponerle nervioso, prefería apagarlas.
—Bueno, señores… Ideas. Me encanta pedir ideas a los demás cuando a mí no se me acaba de ocurrir ninguna de buena. Prerrogativas de gerencia.
—¡A Orense, carallo, yo me voy a Orense!
—Yo tenía una y me he encargado de ponerla en marcha, pero ha fallado. He accedido a una consulta a la INTERPOL para detectar cualquier robo de una cantidad importante de diamantes en los últimos seis meses. Y no hay nada, nada significativo, al menos, lo cual quiere decir que lo primero que tendríamos que averiguar es la procedencia de estos diamantes; a partir de ahí, podríamos seguirles el rastro.
—Y mientras tú les sigues el rastro a los diamantes, a mí me vienen los gitanos a darme de puñaladas en el cuello.
—Sí, ese es el otro problema, pero no podemos ir a decirle a Manuel que hay un montoncito de diamantes rondando por ahí y que tú estás metido en eso, pero que lo mejor que pueden hacer es dejarte en paz. Si lo saben, ya vendrán ellos a buscarte. De momento no nos queda más opción: tú eres el cebo. Y, mientras, tenemos que mantener una conversación con el tal Valerio.
—Yo el cebo y tú un cabrito, García. Si me buscan, lo verás igual si yo estoy aquí como si estoy en Orense. Y para hablar con el chivato de Valerio bien lo podéis hacer vosotros solos.
—Oye, socio, ¿pero tú te das cuenta de que este lío es el tuyo y que nosotros lo único que estamos haciendo es intentar ayudarte?
El teléfono interior nos interrumpió. La voz de Mercedes anunció una visita para Billy Ray. Era una señorita que decía llamarse Anastasia y no quería decir cuál era el asunto que quería tratar con él. ¿Quería Billy Ray recibirla?
Anastasia retrocedió un paso al entrar en mi despacho y ver a tres personas; luego pareció recuperarse:
—¿El señor Billy Ray?
Mientras mi socio nos presentaba y comentaba de una forma más o menos convincente la necesidad de que García y yo asistiésemos a la conversación, yo intentaba detectar las anomalías en el sistema nervioso de la chica. Lo único que pude constatar fue que su físico estaba lejos de presentar anomalías visibles… Le cedí mi silla y fui a apoyarme cerca de la ventana. Lo había visto en una película, y en aquel momento el resultado me pareció muy plástico: un rayo de sol incidía en el actor que hacía de tipo duro y el contraluz le favorecía mucho. Me prometí a mí mismo hacerlo en la primera ocasión que se presentase, y el Destino me estaba ayudando…
Anastasia nos miró con unos ojos redondos por el asombro que le producían los acontecimientos que se estaban produciendo en su vida, y nos sonrió como lo haría cualquier persona que ha perdido la confianza en su futuro.
—Señor Billy Ray, ¿usted sabe quién soy?
Billy Ray asintió con la cabeza sin decir palabra.
—¿Y sabe usted por qué estoy aquí?
—No, en realidad no.
—Verá, yo necesito y quiero…, quiero…, quiero…, quiero… —Sus manos se aferraron al brazo del sillón y respiró hondo tratando de controlarse—. Disculpen, esta situación no me está ayudando en nada…
—¿Necesita usted que le traigan alguna cosa, señorita?
—No se moleste. Sufro una enfermedad exótica que en ocasiones me provoca algunos comportamientos que pueden resultar molestos hacia quien está conmigo…
—No se preocupe. Usted quería contarnos algo, si no estoy equivocado…
—Usted es el señor Humphrey, si no me confundo…
—Humphrey. A secas, por favor.
—Bien, supongo que puedo confiar en todos ustedes. Estoy tan confundida, que en alguien deberé confiar… Esta mañana, por pura rutina, abrí el buzón de nuestro piso. Junto a los folletos de propaganda de siempre, encontré en su interior un sobre con una nota escrita por mi primo. Me decía que tal vez nuestros problemas se habían acabado para siempre, que seríamos muy ricos, pero que algo que había podido escuchar en los muelles le tenía preocupado, y que, en caso de que algo le sucediese, me pusiese en contacto con el señor Billy Ray en esta dirección, que él sabría lo que hacer y me ayudaría en todo lo que pudiese.
No pude evitar pensar que Batista había acertado en uno de los supuestos, ya que efectivamente algo le había pasado, y errado en el siguiente, porque dudaba mucho que mí socio fuese capaz de ayudarla en algo.
—Dentro del sobre también encontré esta llave…
Sus labios formaron una serie de palabras que no permitió que resonasen fuera de su garganta. A mí me pareció leer en sus labios algo así como: «Llave, mierda de detective capullo, rebullo, rebullo mucho». Si de algo estoy seguro es de que, fuese lo que fuese lo que dijo, no era necesario tenerlo muy en cuenta…
García fue quien primero tendió la mano para recogerla.
—Es una llave de la consigna de la estación de autobuses de Arco de Triunfo. Podemos, si la señorita lo permite, ir a ver qué hay dentro. Si accede, me gustaría que nos acompañase.
—Como ustedes digan.
La mano de Anastasia estaba abriendo y cerrando, una y otra vez, uno de los cajones de mi mesa. Me alegré de que no hubiese escogido el cajón donde guardo la fotografía donde mi abuela me mira arrobada mientras yo, en mis tiernos tres añitos, abrazo un conejito de peluche. Hay cosas que no acaban de ligar con la imagen de un tipo duro…
La llave abrió una modesta taquilla de la consigna de la estación de autobuses. Dentro, y metida en una bolsa de supermercado, encontramos una no menos modesta caja de galletas danesas de alto contenido en mantequilla. Regresamos a la Agencia y cerramos la puerta de mi despacho para evitar que Mercedes se colase a curiosear, tanto ir y venir la tenía sobre ascuas.
La caja de galletas danesas de mantequilla rezaba que su contenido era de mil gramos; nosotros allí dentro sólo encontramos, según calculamos al peso, quinientos gramos de diamantes. Bueno, en principio no era para quejarse… El único pero era que alguien estaba dispuesto a matar, no sabíamos si para recuperarlos o para conseguirlos; aunque, de hecho, y según cómo lo mirases, daba lo mismo que te matasen por una cosa o por la otra…
Anastasia miraba a los diamantes sin decir palabra. Estaba tan sorprendida como si estuviese viendo a una piara de cerdos interpretando la «Misa Solemne en Re Mayor» de Beethoven. Billy Ray movía lentamente su mano derecha arriba y abajo. García suspiró y soltó uno de sus imaginativos carajos. Yo simplemente tenía la precaución de mantenerme apartado de la chica, ya que antes, mientras entrábamos en la Agencia con la bolsa de supermercado y yo le mantenía la puerta abierta, me pellizcó el brazo con tanta fuerza que no pude evitar soltar un respingo. Enrojeció y se excusó de inmediato:
—Deberá disculparme, Humphrey. Imagino que no sabe nada del Síndrome de Tourette… Es algo difícil de explicar, pero, a fin de que sean capaces de disculparme más fácilmente, lo intentaré. La mayor parte del día mí cerebro sufre un zumbido constante, un caos de pensamientos, imágenes mentales cruzadas que me provocan un hormigueo que no tarda en hacerse irresistible; entonces me siento impelida a hacer algo, algo que para ustedes carecerá de cualquier lógica: en ocasiones es soltar un exabrupto que no puedo reprimir, en otras puedo acercarme a alguien y besarle el hombro, por decir algo… A usted, Humphrey, no he podido evitar pellizcarle el brazo…
Le aseguré que no tenía por qué preocuparse, mientras contenía unos fuertes deseos homicidas. Para mi coleto juré que antes me comería un camión de residuos orgánicos que acostarme con una chiquilla con aquellos síntomas…
Tras una larga conversación, en la cual nadie fue capaz de aportar una línea de actuación demasiado convincente, decidimos alquilar una caja de seguridad en el banco más cercano, con instrucciones de que no podría ser abierta sin la presencia de Anastasia junto a Billy Ray o yo mismo. A continuación, depositamos las llaves en la caja de la Agencia. A partir de aquí, Anastasia debería esperar que le comunicásemos cuáles serían los próximos pasos a tomar. Ella, por su parte, no tomaría decisiones por su cuenta sin consultarnos previamente.
Se despidió de nosotros ejecutando unas fulgurantes torsiones de cuello que, de repetirse con frecuencia, hubiesen resultado preocupantes para su integridad física.
Nosotros tres convenimos en que al día siguiente deberíamos poner sobre la mesa, cada uno de nosotros, alguna propuesta de línea de actuación. García, por su parte, advirtió a Billy Ray que si su propuesta era la de emigrar a Orense le iba a dar tantas hostias que le tendrían que enyesar desde las rodillas hasta las orejas.
Por la tarde estuve dudando si debía llamar a Blas Recarte o esperar que fuese él mismo quien me comunicase que mis servicios se habían hecho innecesarios. Decidí esperar hasta el día siguiente, para hacerlo. Para justificar un día más de facturación, determiné que no estaría de más pasearme un rato por delante del Yellow Mood; me evitaría sorpresas inesperadas… Fui caminando un buen trecho aprovechando la bonanza. En el aire se hubiese respirado la inminencia del verano, si el humo de los innumerables tubos de escape no lo hubiese impedido…
Llegué frente al Yellow Mood cuando aún no habían abierto y me camuflé de la manera más conveniente posible en un bar cercano, desde el cual se divisaba la puerta del local. El camarero, un tipo con aspecto de rinoceronte homosexual, me hizo morritos y me sonrió sin alegría al preguntarme qué deseaba tomar. En un rincón, dos niñas que hubiesen hecho la alegría de cualquier varón heterosexual se besaban apasionadamente. Al darse cuenta de que las estaba mirando, me sacaron la lengua y siguieron en lo suyo entre risas. Alguien me había hablado de una zona rosa por aquellos andurriales; me había olvidado de ello hasta aquel momento… Por mis barrios las zonas rosas no son necesarias, allí la gente no es partidaria de la exclusividad, bastantes problemas tienen para ir sobreviviendo… En cierta ocasión, el padre Carballo, el párroco del barrio y entrenador del equipo de fútbol juvenil, un tipo de sabiduría práctica debida al desencanto permanente que le provoca el choque de la realidad con lo que deberían ser las prioridades de su apostolado, me dijo: «Mira, Humphrey, lo he comprobado, en cabeza ajena, pero lo he comprobado: si la sexualidad funciona bien, el ser humano tiende a crear a su alrededor una relación que esté a su altura. Y en este barrio la gente está tan necesitada de algo que le funcione bien y está tan cerca de la sexualidad, que se acoge a ella en cualquiera de sus formas. Y, qué quieres que te diga, ya casi hasta me parece razonable».
—Le veré en el infierno, padre.
—Sí, hijo, cuando yo vaya de visita.
Estuve más de tres horas alternando mi atención entre la puerta del Yellow Mood y la pareja de ninfas sáficas. Al Yellow Mood accedieron cuatro personas, ninguna de las cuales me resultaba conocida. La pareja de ninfas le crearon a mi libido toda clase de magulladuras de dificultosa curación hasta que se largaron, las manos enlazadas y un sinfín de arrumacos entre sus cuerpos. A mí no me hacía caso ni el tipo con aspecto de rinoceronte…
Pagué y me largué. La erección que me habían provocado las dos jóvenes lesbianas tardó tres travesías de bajada y dos en dirección sureste en desaparecer. Nada suficientemente importante para optar a un récord, de cualquier forma.
En casa, Billy Ray me esperaba con mala cara y la noticia de que García había estado intentando localizar a Valerio Añoz sin que le acompañase el éxito. Una vecina de rellano le dijo que le había visto salir solo y que no le había oído regresar. El exsargento había estado vigilando hasta cerca de las once de la noche y Valerio Añoz no había aparecido. La vecina, a las preguntas de García, comentó que, a pesar de que ella no era de las que se pasaban la vida escuchando lo que podía o no podía suceder en el piso de al lado, le podía asegurar que desde las cuatro y media de la tarde, una hora aproximadamente después de almorzar, en que Valerio había salido de su casa, con apariencia normal, sin ninguna clase de equipaje, vestido correctamente, solo, sin nadie que le esperase en la calle, en el piso no se habían podido escuchar los ruidos habituales de un habitáculo con presencia humana.
Cenamos en casa. Yo, tras la cena, me encerré a escuchar los lamentos bluseros de Elkie Brooks, una cantante inglesa que, sorprendentemente, en su único álbum de blues, lograba unos registros más que apreciables. Los lamentos de mi socio se encargó de escucharlos Cariño. Y ni siquiera le mordió.
Antes de retirarme a dormir les vi: Billy Ray le contaba a mi perra que, si no le mataban los gitanos, le mataría cualquier hijo de puta que no tuviese nada mejor que hacer aquel fin de semana, y que, mientras tanto, sus amigos se entretenían pergeñando tonterías y no le permitían que se largase a Orense, que era donde estaría más seguro. Cariño, por su parte, tendida en el sofá, la cabeza apoyada en un cojín, se ofrecía, espatarrada, para que mi socio no tuviese la menor dificultad en rascar su barriga peluda. Un cuadro tan familiar y enternecedor que medité la conveniencia de adoptar a Billy Ray, quizás desgravase…