Yuri Samchuk le soltó una hostia a un tipo treinta centímetros más alto que él. El tipo la encajó sin parpadear y se cuadró, dando la impresión de que aquello no era nuevo para él y que, de hecho, no le parecía tan inaceptable como para partir en dos a su general de toda la vida, cosa que de querer hacer no le hubiese representado el más mínimo problema.
Yuri Samchuk volteó para observar a la rubia en bikini que estaba bautizando con Coca-Cola a la ginebra que acababa de verter en un vaso largo.
—Nadhezna, si ya no eres capaz de obtener información de los hombres, ya me contarás para qué cojones me puedes resultar útil.
Nadia le hubiese podido explicar para qué le resultaba útil, le podía hacer una larga relación de toda una serie de cosas en que sí que le servía, cada vez con menos frecuencia, eso era cierto, pero vaya si le servía… Otra cosa era que Nadia hacía tiempo que conocía al general Samchuk y sabía que cuando usaba su patronímico completo, Nadhezna, en lugar del familiar, Nadia, era preferible dejar que amainase el temporal y luego argumentar lo que se tuviese que argumentar. Por tanto, se encogió de hombros y vació medio vaso de un trago. Luego lo rellenó con ginebra pura.
El tipo treinta centímetros más alto que Yuri Samchuk daba la talla de un buen pívot de baloncesto, aunque en realidad era mucho más eficiente como intimidador y asesino cuando hacía falta. Era un kazajo que había pasado directamente, a los veinte años, de la agricultura colectivizada al ejército ruso. Desde entonces había estado al servicio de Samchuk, para lo que hiciese falta, y no le había ido mal del todo: primero, en la extinta URSS, gozando de unas ventajas que sin ser nada espectacular le proporcionaban una calidad de vida infinitamente superior a la inmensa mayoría de sus compatriotas; ahora, en este extraño país que era España, al cual, a pesar de las muchas ventajas que ofrecía, aún no se había acostumbrado, pues se pasaba la vida sudando y añoraba las estepas de su Kazajstán natal. Y ahora llegaba el verano, para colmo de males…
Nadia no era tan alta como el kazajo, pero tenía unos ojos verdes como una selva brasileña, una larga cabellera de un rubio desvaído que volvía locos a los hombres, unas tetas de redondez casi perfecta y unas largas piernas a las cuales un culo de insultante descaro acababa de rematar. Hacía ya tiempo que el general la usaba de distintas maneras a cambio de una vida regalada y todo el lujo que ella pudiese consumir, que era mucho. A ella, al contrario que al kazajo, España le parecía un paraíso y los españoles deliciosamente tontos.
Tanto Nadia como el gigantesco kazajo estaban convencidos de que ellos habían cumplido con total acierto las órdenes que les había transmitido el general, pero ambos sabían que eso ahora no se podía decir. Los enfurecimientos del general pasaban por distintas fases: la primera era silenciosa y no la compartía con nadie; la presente era la segunda y en esta era mejor aguantar el temporal; en la tercera el general era capaz de dejarse convencer con argumentos, si estos existían.
Cuando Valerio Añoz salió de su encuentro con el Tío Manuel, estaba temblando; le parecía un milagro haber salido vivo de allí. Su problema, ahora, era cómo conseguir seguir vivo durante el tiempo necesario para llegar a viejo, la cual, a falta de otras ilusiones de mayor fuste, era la que mantenía contra viento y marea. El capo gitano quería los diamantes y él ya le había dicho la forma de conseguirlos. El problema es que le había dado la dirección de un muerto sin él saberlo y el gitano era un hombre demasiado desconfiado para entender, así, a las primeras de cambio, que todo aquello era tan incomprensible para Valerio como para él. Mal asunto… Muy, muy mal asunto, pero la vida estaba hecha de instantes, y en aquel preciso instante aún estaba vivo. Ahora lo que necesitaba era llegar a su casa y meterse una raya doble de farlopa, aspirar profundamente y dejar que la paz y las buenas vibraciones llenasen su cerebro; más tarde ya pensaría qué era lo que tenía que hacer, a quién tenía que acudir. Hubo un momento, durante aquel rato de pesadilla con el gitano, que estuvo a punto de revelar la identidad de Billy Ray Cunqueiro. Si ahora le preguntase alguien por qué no lo hizo, posiblemente no sabría qué responder. Aunque, pensándolo bien, sí que lo sabría: posiblemente lo hizo porque intuyó que el Tío Manuel le cargaría a él la responsabilidad de deshacer el misterio. Y, si no acudía a Billy Ray Cunqueiro, no tenía ni la más remota idea de a quién acudir. Y para lanzarle a los gitanos encima siempre estaba a tiempo… Por decirlo de alguna manera, Billy Ray era su posibilidad de salir con vida en la próxima reunión con el gitano; luego, ya se vería.
«Instante a instante. Ahora la raya doble, por Dios».
El Maño reposaba apaciblemente en la cámara frigorífica que la ciudad había puesto, con un gesto gentil, a su disposición. Es posible que, de haber podido hacerlo, se hubiese reído sin demasiada alegría de todo aquel embrollo. De cualquier forma, nadie ha visto aún que un muerto se ría. Por tanto, es inútil especular acerca de este tipo de detalles.