Capítulo Quinto

El fin de semana había pasado con más gloria que pena debido a la ocurrencia que tuvo Maruchi de asaltarme y violarme en mi propia casa… Lo hace de vez en cuando.

Ella es la dueña del topless cercano a mi domicilio. Por el barrio la conocen por la Desdentá, a pesar de que luce una dentadura perfecta que, tal como asegura ella, es más suya que la que yo luzco mía, porque la suya la pagó con sus ahorros y la mía fue un regalo que me hizo mi madre sin pensar demasiado en los detalles. Visto así, no hay nada que objetar.

La dentadura que le regaló su madre se la voló a patadas la bestia que tenía como protector cuando era joven. Luego, partiendo de la base de que una puta sin dientes no gana dinero, afortunadamente para ella dejó de protegerla. Maruchi inventó, casi sin quererlo, allí por los alrededores del Parc de la Ciutadella, la mamada más suave de Barcelona haciendo trabajar las encías. Ganó el suficiente dinero para montar su propio negocio. Y si no se retiró es porque lo suyo es vocacional, según ella misma afirma. También asegura no sentirse en absoluto culpable, porque los hombres lo único que nos merecemos es lo que ella y sus chicas les dan en el topless El Reposo del Guerrero, que, bajo mi punto de vista, es poco y deprimente. A mí me da alguna cosa más, aparte de lo del topless… Dice que soy tan impresentable que casi le gusto. Las visitas que hace a mi casa nunca me las ha querido cobrar. Sin embargo, cuando hago uso de algún tipo de información de la mucha que posee, me hace pagar por ella.

No sé si debo sentirme halagado o deprimido, con esta distinción…

El lunes llegué pronto a la Agencia. Mercedes me comunicó que Billy Ray ya me había llamado dos veces en lo que llevábamos de mañana, que no había querido dejar ningún recado y que volvería a llamar de un momento a otro. Aún no había tenido tiempo de sentarme, cuando Mercedes me avisó que Billy Ray estaba al aparato.

—¡Humphrey, carallo! Thank God I find you!

Lo dijo en un tono de voz estrepitoso, y la cosa a mí me sonó algo así: «¡Junfincarllotagojaifiyo!».

—¿Qué?

—Humphrey, tienes que venir a buscarme. Estoy en el Hotel Arycasa, habitación 502. Ven, me llamas desde recepción y yo bajo.

—¿Qué?

—¡Que me quieren matar, rapaz, que me matan!

—¿Quién te quiere matar?

—¡Y yo que sé! ¡Las bruixas no, carallo! Los tipos esos, serán…

—¿Pero qué tipos?

—Voy cagarme en todos los santos varones del cielo… ¿Me vienes buscar o no?

—¿Quieres calmarte? ¿Quiénes son esos tipos que te quieren matar? ¿Seguro que no te han puesto crack en el café?

—Mira, ya me calmé, ¿ves? ¡Y yo qué hostias sé quiénes son los maricones que me quieren matar! Y no, no me han puesto nada en el café; ni siquiera he tomado café. ¿Vienes buscarme o no vienes buscarme?

—Sí, hombre, vengo a buscarte. Pero me quieres decir qué interés tienes en que venga a buscarte en lugar de coger un taxi y presentarte aquí…

—Porque me proteges, rapaz.

—¿Yo te protejo? Mira, como venga alguien realmente peligroso, lo único que yo haré mejor que tú será correr.

—Bueno, pues corremos juntos, pero tú ven buscarme.

—¿Te has dado cuenta, socio?

—¿De qué?

—Ya no hablas en inglés, y te entiendo mejor. Me gusta, que estés asustado.

—¡Que te jodan las meigas! Anda, ven buscarme.

Cuando recogí a mi socio en el Hotel Arycasa me encontré con un Billy Ray demudado y con una oreja tumefacta.

—¿Qué te ha pasado en la oreja?

—Pues que ahí fue donde me dieron, carallo.

—¿Con qué te dieron?

—Con algo duro y que dolía. ¡Yo qué voy a saber, hombre de Dios!

Durante el viaje Billy Ray no dejó de mirar por la ventanilla, tratando de localizar a posibles asesinos. Cuando llegamos a la Agencia nos encerramos en mi despacho y Billy Ray me contó una historia infumable, una historia que no creería de nadie que me la contase. Claro que, tratándose de mi socio, todo es posible, y empecé a preocuparme…

Alrededor de las once llegó el sargento García, con cara de haber pecado gravemente y de no haber encontrado el confesionario de guardia.

—¿Cómo te encuentras, García?

—Bien. ¿Cómo me voy a encontrar? Ya te dije, cuando telefoneaste, que tenía problemas familiares, los cuales, por cierto, a ti no te incumben. Ya están solucionados.

—¿Y esa voz?

—Cazalla, coño, ahora desayuno con cazalla. Deberías probarlo, es muy sano.

—Bueno, anda, siéntate y que tu amigo Billy Ray te cuente una historia, que me parece que vamos a tener algún que otro problema.

Billy Ray repitió la historia que me acababa de contar a mí. La cara de García fue pasando de un fingido aburrimiento a una contenida excitación.

—¿Y dices que ese sujeto no le había contado a nadie más lo de los diamantes?

—No, no que yo sepa. Estaba un poco asustado y confiaba en mí para que le resolviese el asunto de la estrategia.

—El asunto de la estrategia… Humphrey, ¿cuántas veces te he dicho que este aprendiz de mafioso te iba a meter en un lío? Bueno, veréis, la solución es sencilla. En primer lugar esposo a Billy Ray y se lo llevo al comisario Jareño empaquetado para regalo; que le acusen de perista y sospechoso de homicidio, luego ya se verá si voluntario o involuntario… Luego, una vez en la cárcel…

—Una vez en la cárcel y una vez que me hayan violado todos los degenerados de este país, haya pillado el sida y me haya suicidado, se demuestra que soy inocente. ¿Ves, Humphrey?, ese gorila que tienes de ayudante lo único que quiere es acabar conmigo.

—Tómatelo con calma, Billy Ray, ya sabes que está bromeando. Y tú, ¿ya has disfrutado bastante, García?

—No, pero de momento me puedo conformar. Tendremos que empezar a trabajar rápido. Voy a pasarme por comisaría para que me cuenten todo lo que sepan de esta muerte, quizás ellos han visto algo que nos pueda servir. Luego habrá que hablar con ese tal Valerio, porque si tú no le has dicho nada a nadie y suponemos que el muerto no le dijo nada a nadie, lo cual de entrada es mucho suponer, pero no nos queda más remedio que hacerlo, el único que nos queda es el tal Valerio. ¿Te encargas tú, de eso, Humphrey?

—De acuerdo. Lo solaparé con lo que estoy haciendo ahora, no creo que me cree muchas dificultades.

—Cojonudo, rapaces, planificáis que da gloria bendita veros, pero yo tengo una preguntiña para haceros: ¿mientras vosotros jugáis a los detectives, el tonto del haba de Billy Ray qué hace, se pone en la plaza de Cataluña con un cartel que diga: «Tiro al blanco?».

—¿Crees que corre peligro circulando por ahí, García?

—No tengo ni idea. Quizás le golpearon por estar allí en el momento menos oportuno, aunque después de lo que nos ha contado tampoco sería tan descabellado pensar que si no han encontrado lo que buscaban seguirán buscando, y temprano o tarde pensarán en él. No sería mala idea que se fuese a vivir con alguien unos días…

García lo dijo apartando la mirada, interesadísimo en un cenicero de cristal de Murano con forma de rana. Yo aparté la mirada buscando algo interesante en donde esconderla el rato que hiciese falta. Billy Ray fue paseando la suya del uno al otro, hasta que finalmente se quejó:

—¿Y por qué no lo hacéis a suertes? El que pierda carga conmigo.

García sacó una moneda de euro, la tiró al aire y me dijo:

—Pide.

—Cara.

La moneda tintineó en el suelo el tiempo suficiente para que Hitchcock quedase satisfecho del plano. Luego cayó mostrando un enorme uno y la silueta de una parte de Europa: Billy Ray vendría a vivir conmigo.

García la recogió del suelo, nos miró y sentenció:

—Hoy es mi día de suerte.

Luego sufrió un acceso de tos.

A Billy Ray parecía habérsele pasado el ataque de dignidad ofendida, aunque masculló:

—Peor que a un trasto viejo, me tratan… Ya lo dicen en mi tierra: «Cría cuervos y te sacarán los ojos».

—Por capullo, Billy Ray, eso te pasa por capullo.

Creo que lo dijo García. De lo que estoy seguro es de que, si no lo dije yo, estaba pensando lo mismo.

A las cuatro de la tarde fui a visitar a Valerio Añoz. En la puerta de su casa una Merced tan larga como un Boeing y tan negra como el alma de un traficante de esclavos estaba aparcado casi en medio de la calle. Yo conocía aquella forma de aparcar y conocía al tipo al que le gustaban aquel tipo de coches discretos. Se llamaba Manuel y era el nuevo Tío del barrio, aunque tal vez me equivocase y fuese el repartidor de pizzas con un coche prestado. Como no tenía ganas de charlar con Manuel recordando viejos tiempos, me aparté discretamente, entré en un supermercado y me quedé pegado al cristal en el espacio entre las cajas de cobro y la salida; era un buen sitio, siempre podría decir que estaba cuidando los carritos…

A los diez minutos Valerio Añoz salió escoltado por dos gitanos. Ninguno de los dos era Manuel. A uno de ellos yo lo conocía: era un fulano al que llamaban el Buenafuente, por la costumbre que tenía de orinarse los pantalones cuando se emborrachaba; también tenía fama de navajero experto y poco cuidadoso en evitar clavar su navaja allí donde pudiese hacer daño. Valerio no parecía estar asustado y entró en el coche con absoluta tranquilidad, lo cual, dada la compañía, no era lo más predecible. Podía hacer un esfuerzo por seguirles, pero no valía la pena. Conociendo las costumbres de la casa, viendo el coche de Manuel que le recogía y viendo quién le acompañaba, no me quedaba duda de que iba a ver a Manuel. Y si un payo iba a ver a Manuel, sólo podía ser por dos razones: o bien Manuel sacaba un provecho directo de ello, o bien el tipo tenía que dar muchas explicaciones y muy convincentes para que no le hiciesen un orificio nuevo en el cuerpo. Por la tranquilidad que mostraba el gemólogo y por la falta de tensión que mostraban sus dos acompañantes, debía ser lo primero. La consecuencia de aquella escena era fácil de deducir, lo cual no quería decir que fuese cierta.

Le abrí —por enésima vez en los últimos diez minutos— la puerta a una señora que empujaba un carrito de compra. La dama en cuestión me miró con una expresión que recordaba tiempos mejores. Salí detrás de ella, pero en dirección contraria.

A las seis de la tarde ya estaba frente al salón de belleza de mi cliente. No había pasado una hora cuando vi salir a Blas y Emilia. Iban acompañados de un tipo elegante que les explicaba algo con aire mundano, mientras ellos asentían, al parecer encantados de la conversación tan brillante del tipo. Me fijé, con cuidado, en aquel fulano y me llamaron la atención dos cosas: la primera fue la fea cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de la cara, afeando una expresión que sin ella hubiese sido virilmente llamativa; la segunda fue que, en aquel momento, no hacía ningún esfuerzo por rozar la mano de Emilia, supuse que la necesidad de hacerlo se la debían de provocar los ascensores del Hotel Princesa Sofía.

Los tres se alejaron charlando amigablemente. Yo me quedé allí esperando próximos acontecimientos. De cualquier manera, me llenó de satisfacción verles tan bien avenidos; lo único que me supo mal fue que, si iban a tomar una horchata, no invitasen a Rick. Una familia bien avenida es la base de cualquier tipo de civilización. Si no están convencidos de lo que les digo, fíjense en los osos: no tienen una estructura familiar definida y, ya ven, deben pasarse media vida durmiendo para no matarse los unos a los otros. Lo pueden preguntar a cualquier etólogo.

Al cabo de una media hora Blas, y Emilia regresaron al salón de belleza. Iban conversando animadamente: él gesticulaba con cierta excitación, ella asentía con aire entre pensativo y risueño. Media hora más y salió Emilia, sola; paró un taxi y se fue. Quince minutos más, y salieron juntos Blas y Rick. Mi cliente parecía excitado. Rick tenía un aire más lánguido que en la ocasión anterior. —No sé si lo defino bien si les digo que en lugar de ofrecer la estampa de una guerrera vikinga recordaba más a la Dama de las Camelias—… Entraron en un aparcamiento y tardaron en salir el tiempo justo de desaparcar el coche. Ni pensar en seguirles, lo último que vi antes de que su vehículo se perdiese más allá del semáforo fue a Rick apoyando coquetamente la cabeza sobre el hombro de mi cliente. Si aquello no era una reconciliación en toda regla y hasta la próxima, yo no entendía nada de los asuntos con los que habitualmente me ganaba la vida…

Le daba a mi cliente dos días para que fuese él quien cancelase el contrato. Si no lo hacía, le llamaría yo. Aquello estaba empezando a resultar tan aburrido como una conferencia sobre anatomía femenina sin diapositivas…

Llegué a casa y casi me asusté cuando al introducir la llave en la cerradura la puerta se abrió desde el interior. Ya no recordaba que Billy Ray era mi invitado…

—¿Todo bien, socio?

—De fantasía, hombre. Aquí, esperando que vengan esos tipos a matarme mientras tú andas por ahí con cualquier asunto más importante que salvarle la vida a tu amigo.

—No sé por qué me parece que vas a tener los mismos inconvenientes de una esposa sin ninguna de las ventajas. ¿Ha llamado García?

—Sí. Mañana, a las nueve, tenemos que vernos los tres en la Agencia.

—Bien, voy a sacar a Cariño a pasear un rato.

—Yo vengo.

—No, hombre. En este momento nadie sabe que estás aquí; si empiezas a entrar y salir a todas horas, pronto lo sabrá todo el barrio.

—Pues no tardes.

—No, mi amor, ya sabes que sólo pienso en ti.

Fuck you.

—Te vas recuperando… Eso de «fayu» suena a esa cosa que tú llamas inglés…

La noche preludiaba el verano que se avecinaba.

La temperatura invitaba a pasear y una luna llena intentaba colar su luz por los resquicios entre edificios para acabar muriendo en la opacidad del asfalto. Cariño olfateó en dirección a la montaña de Montjuïc y ladró alegremente: ella aún era capaz de oler la naturaleza cercada por la ciudad.