La concatenación de los distintos Sucesos provoca acontecimientos no del todo previsibles

Billy Ray llevaba esperando más de una hora a que el Maño se presentase en la Agencia para informarle acerca de las gestiones que había hecho con el fin de colocar los diamantes en el mercado. Lo cierto es que las conexiones de Billy Ray Cunqueiro con personajes capaces de mover una cantidad de dinero de esa magnitud eran tangenciales, cuando no inexistentes; sin embargo, conexiones con vividores y chanchulleros de todo tipo y pelaje no era lo que le faltaba a Billy Ray. De esa manera, entre una cosa y otra, había conseguido apalabrar la posible venta de una docena y media de diamantes que, si había suerte, se podían convertir en tres o cuatro docenas. Teniendo en cuenta que el Maño llevaba toda una vida apañándose con la venta de algunos Discman, teléfonos móviles y artículos de poco precio, sacados subrepticiamente de los almacenes portuarios, podría decirse, sin temor a exagerar, que el negocio marchaba por buen camino.

El teléfono del Maño hacía una hora que no contestaba, y teniendo en cuenta que era sábado, y por tanto que era un día no laborable, el fulano debería estar disponible, debería estar sentado delante de él, debería estar asintiendo a las propuestas económicas de Billy Ray, debería estar agradeciéndole la gestión y debería estar marchando a buscar las piedras y entregándoselas para que él pudiera cumplimentar los pedidos y cobrar el primer dinero. Pero no estaba haciendo nada de esto. De hecho, sencillamente no estaba.

Decir que Billy Ray se estaba poniendo nervioso sería menospreciar el estado de nervios de Billy Ray, que, en honor a la verdad, estaba más que harto de esperar. Tras marcar de nuevo el número del Maño y recibir una vez más la información de una voz aséptica que repetía: «Amena, información gratuita. Le comunicamos que el teléfono solicitado está apagado o fuera de cobertura…», se levantó y salió a la calle en dirección al domicilio de su socio.

El Maño vivía en una de esas calles que aún conservan el aroma de otros tiempos y los malos olores de aquellos tiempos así como de los presentes. En su edificio la puerta hacía años que no cerraba correctamente, lo cual, según la opinión de la mayoría de vecinos del inmueble, era una ventaja evidente, ya que de esta manera no era posible que se estropease y tuviese que venir el cerrajero a repararla. Y, de cualquier manera —seguían razonando los vecinos—, las puertas deben cerrarse cuando hay algo valioso que esconder o cuando falta la necesaria confianza mutua; el primer caso no se daba, en aquel edificio, y el segundo tampoco, posiblemente debido al primero.

Billy Ray empujó la puerta y se dirigió hacia el pequeño tramo de escalones que conducía al sótano. En cuanto acabó de bajar los tres escalones y dobló el pequeño recodo que conducía a la entrada del habitáculo donde vivía su socio, el edificio entero se derrumbó sobre su cabeza, sin darle tiempo a encomendarse a su madre, que allí en el pueblo siempre le recordaba los peligros de una ciudad tan poco cristiana como Barcelona.

Despertó, poco rato después, moviendo las manos con grandes aspavientos, tratando de librarse de los cascotes que le cubrían, y tardó unos segundos en darse cuenta de que ningún cascote le cubría. Estaba tendido en el suelo de una habitación que parecía un accidente de aviación en el basurero municipal: cajones rotos se amontonaban mezclados con ropa de toda clase; un jarro había dejado escapar un rastro de arena, en el que debían haber estado clavados unos tulipanes de plástico que se esparcían un poco más allá; un montón de papeles se mecían levemente impulsados por una corriente de aire que venía de algún punto poco claro en su mente; unas cajas de discos compactos mostraban sus fauces abiertas —los discos estaban repartidos por toda la habitación—; un televisor, de respetable ancianidad, mostraba sus interioridades descuajaringado en un rincón; platos, vasos y otros enseres de cocina se amontonaban sin orden sobre los restos de un sofá, al que alguien se había entretenido en destripar; el relleno de un venerable colchón de algodón se repartía por doquier…

El Maño estaba recostado en la pared, mirándole atentamente. Un hilo de sangre corría desde su boca entreabierta hasta la pechera de una camiseta sucia, que mostraba la imagen de unas palmeras verdes en una playa roja, aunque quizás la playa únicamente era roja por efecto de la sangre, que ahora le pareció abundante.

Billy Ray nunca había visto a un tipo recién asesinado, pero, por algún conocimiento atávico o porque nadie que esté vivo tiene la cabeza doblada en el ángulo en que la tenía el Maño, supo, sin lugar a dudas, que acababa de perder a un socio, un montón de diamantes, un yate del que estaba enamorado y dos —o quizás tres— putas a bordo.

Antes de salir corriendo de allí, aún tuvo tiempo de ver, en un flash, que a su socio le habían roto todos los dedos de las manos, que una mancha sanguinolenta se esparcía bajo su entrepierna y que una mordaza aún le rodeaba el cuello. De una forma totalmente improcedente se preguntó, mientras corría, la razón por la que le habían bajado la mordaza una vez muerto, ya que, si hubiese estado vivo, sin aquella mordaza ciñéndole la boca, los gritos se hubiesen podido escuchar desde alta mar.

Una vez en la calle intentó calmarse para no llamar la atención y casi grita al comprobar el dolor que radiaba su cabeza desde el lugar donde le habían golpeado.