Capítulo Cuarto

El sargento García tenía un tremendo resfriado, treinta y nueve grados de fiebre, la nariz moqueante y una voz enronquecida con tendencia a finalizar las frases con un acceso de tos violenta. Su esposa, la única persona en el mundo capaz de evitar que García se liase a hostias al grito de «¡porque me tocan los cojones!» con cualquiera que intentase obligarle a hacer algo que no fuese su intención, le había forzado a quedarse en la cama, aunque le prometió que no diría, en la Agencia, cuál era el motivo por el que no se presentaba a trabajar ya que, al exsargento, la idea de presentarse al mundo como alguien aquejado de las mismas flaquezas que el resto de los seres humanos le resultaba abominable —él presumía de que una enfermedad leve no era motivo para que un hombre dejase de cumplir sus obligaciones laborales—. Se lo prometió, y cumplió su promesa, al menos la cumplió durante los primeros diecisiete minutos de conversación con Mercedes; luego, la tentación la venció.

Mercedes también le prometió que no iba a comentarnos la verdadera razón de su ausencia. Tras arduos esfuerzos, tardó siete minutos remoloneando a mi alrededor hasta que, entre risas, encontró la forma de descubrir los verdaderos males del pobre García. Yo la miré severamente, mientras me prometía a mí mismo que no telefonearía a García para regodearme deseándole una pronta recuperación hasta al menos la primera hora de la tarde.

Blas Recarte no me había pedido que le presentase pruebas de la infidelidad de su amante, me había pedido que se lo devolviese, lo cual podía tomarse como una licencia poética; sin embargo, en alguna ocasión esas peticiones no eran algo descabellado. En cierta ocasión el demostrar a un esposo descarriado que su amante tenía más relaciones que una base de datos de última generación bastó para que volviese al hogar y conviviese felizmente con su esposa hasta que ella, al cabo de dos años, le denunció por maltrato doméstico. Afortunadamente, yo cobro al contado una vez termino mi intervención.

En otro caso, seguí a una mujer que se había escapado de casa con su verdadero amor. Descubrí, sin mayores esfuerzos, que el tipo era un ludópata sin remedio. Les acompañé en unas vacaciones pagadas a Montecarlo, y mi única tarea al cabo de dos semanas, cuando el dinero de los dos se había acabado, fue acompañar a la esposa fugada de regreso al hogar pagándole el billete de vuelta, con cargo a la cuenta de gastos del marido, por supuesto. Su verdadero amor no puso mayor objeción al abandono que reclamar que también le pagase su billete de vuelta a cargo de la cuenta de gastos. Me negué rotundamente.

En el caso de Blas y Rick tenía la sensación de que la solución no iba a resultar tan sencilla. La única opción que yo tenía era averiguar la mayor cantidad de detalles de las relaciones de Rick, lo cual significaba una serie de días de pegarme a sus talones y a los talones de cualquiera que pudiese aportar perspectivas nuevas al caso, lo cual, traducido, quería decir trabajo cómodo, rutinario y decentemente remunerado para este que suscribe. No me sentía mal, la verdad es que no me sentía nada mal, un poco hastiado, en todo caso, pero ya saben ustedes que la vida nunca ha sido perfecta. Y si algún enamorado reciente les dice lo contrarío, excúsenle, ya se le pasará.

Aquel mediodía averigüé el horario de almuerzos de Rick y sus preferencias en cuestión de dieta. Nada reseñable, en este aspecto.

Por la tarde estuve esperando hasta que Rick salió. Minutos antes había salido Blas —no me vio, ni yo hice nada para que me viese—, Rick miró el reloj, hizo un gesto de contrariedad y paró un taxi. Yo llevaba toda la tarde echando monedas a un parquímetro, con mi coche aparcado cerca de una esquina estratégica. Seguí a Rick, quien se dirigió al domicilio de Blas.

Tras dos horas de plantón sin que Rick o Blas volviesen a aparecer, decidí que aquel día ya me había ganado el sueldo. Aún le debía el paseo a Cariño…

Aquel día fuimos a pasear siguiendo las inclinaciones de Cariño; eso quiere decir que yo la suelto y voy detrás de ella siguiendo la ruta que marcan los rastros olfativos que más la seducen. El rastro que mayor interés despertó en mi perra nos condujo a un callejón sin salida que me pareció el lugar ideal para que a alguien se le ocurriese asesinarme: allí podías pasarte media hora berreando y no aparecerían ni las almas benditas del purgatorio, para socorrerte… Alguna hiena de dos patas para recoger los despojos, tal vez… En mi barrio aún hay sitios así. Con harto dolor de su corazón la saqué de allí y volví a confiarme a sus caprichos olfativos…

Nuestra próxima parada fue una visita de cortesía a un bóxer desnutrido que montaba guardia en la puerta de un almacén de productos asiáticos. Di un vistazo al local: derrumbe inminente era una frase adecuada para describirlo. Mientras mi perra y el bóxer comentaban los últimos acontecimientos del barrio, me senté en un banco de madera lo suficientemente alejado del local para salir huyendo al oír el primer crujido que anunciase el derrumbe.

En noches como la que nos ocupaba era extraño que Cariño no acabase llevándome a su parque favorito. Allí hay niños jugando hasta bastante tarde y mi perra se une a ellos y comparte sus juegos siguiendo sus propias reglas. Los niños acostumbran a aceptar a Cariño mejor que sus mamás a un servidor en los casos en que sus encantos me tientan… Esa noche no había niños ni mamás. Posiblemente los había ahuyentado un tipo rubio, de aspecto feliz, que hablaba solo mientras le sonreía a un columpio infantil vacío. Me sorprendió la actitud del tipo. Luego pensé que tal vez yo nunca le había sonreído a un columpio infantil vacío con el debido respeto y admiración. Tal vez él estuviese en posesión del secreto de la felicidad y esa tuviese que ver con columpios infantiles y productivas charlas con ellos al anochecer.

Fue un paseo largo que me provocó un apetito feroz y no me apetecía ponerme a cocinar los exiguos restos de mi nevera. Fuimos a un restaurante en el que aceptan que Cariño se siente a los pies de una mesa en el rincón más alejado. Sentía un hambre tan acuciante, que no pude evitar observar el aspecto apetitoso del camarero que me atendió… Con un esfuerzo opté por el menú del día: una sopa juliana más que aceptable y un pincho moruno de sabor indescriptible, que recuerdo con verdadero rencor en cada ocasión en que me ofrecen a uno de sus congéneres…