Hubo una semana en la cual, alrededor de los muelles de Barcelona, se produjeron una serie de acontecimientos, todos ellos afectando a estibadores, que en el mejor de los casos podrían ser juzgados como no habituales.
Tres estibadores, a los que sin esfuerzo podría calificarse como afectos al mujerío, tuvieron la fortuna de conocer a una rubia espectacular que, tras cortos escarceos, consintió en compartir su cuerpo con el afortunado estibador. Parece ser que los tres, comentando el suceso con algún amigo, coincidieron en que la rubia espectacular tenía una rara costumbre: mientras follaba, hacía muchas preguntas.
Otros tres estibadores tuvieron suerte con la bonoloto o cualquier otro tipo de lotería, o al menos esa era la impresión que producía el verles disponer alegremente de un dinero que no era usual que se pasease por sus comúnmente vacíos bolsillos. Se desconoce si dieron alguna explicación plausible que justificase el fenómeno.
La suerte se mostró más esquiva con otros cuatro estibadores, ya que cada uno de ellos apareció por los almacenes portuarios con un muestrario de contusiones repartidas por su anatomía, que, si bien no hacían temer por su permanencia en este complicado mundo, si al menos les confería el aspecto de alguien que acaba de bajar la montaña de Montjuïc rodando.
Un compañero sensibilizado por los problemas obreros sugirió comunicar el suceso al correspondiente sindicato laboral, a fin de que se hiciese cargo del problema y pusiese en marcha las medidas pertinentes —tal vez una manifestación frente a la Delegación de Trabajo, con corte de tráfico y concierto de pitos—. Nadie le hizo el menor caso, ni él se molestó por ello.