Aquella tarde, tras el paseo, compartí con Cariño una ración doble de macarrones al pesto, aunque rechacé su posterior ofrecimiento de compartir su escudilla de pienso enriquecido con minerales y vitaminas; preferí requemar un bistec y comérmelo, ignorando las miradas acusadoras de mi perra. Hice la digestión valorando la noticia en televisión acerca de la rotura de aguas intelectuales de un tipo guaperas, famoso por sus continuos cambios de pareja. La noticia fue tratada con un interés tan desaforado, que temí que fuese a producir un crash en nuestro mercado de valores. Lo impidió Wall Street, que con su proverbial insensibilidad hacia los problemas no domésticos abrió al alza.
Cuando me dirigí hacia Blas y Emilia, Estilistas y Asesores de Imagen, eran las seis de la tarde. Tras cruzar Barcelona en transporte público, llegué a la zona alta a las seis cuarenta. El establecimiento de mi cliente estaba situado en los bajos de un lujoso edificio nuevo, cubría lo que en principio debieron ser dos locales y una enorme cristalera permitía ver una recepción digna de una sucursal de banca privada; el interior quedaba resguardado de la mirada de los viandantes por una serie de biombos japoneses que oficiaban de pared.
Desde una cafetería cercana podía cubrir a la perfección toda la recepción. No sabía qué era exactamente lo que esperaba ver, pero cualquier cosa sería nueva para mí y en un futuro podría serme de utilidad. Mientras paladeaba una naranjada con sabor a antibiótico —que afortunadamente aún lucía un sugerente color a naranja recién exprimida—, pude observar a una mujer que hacía frecuentes visitas a la recepcionista. Esta la trataba con evidente respeto, lo cual me hizo pensar que debía de ser Emilia, la copropietaria del negocio y esposa de mi cliente. Observándola, no pude evitar pensar que lo de mi cliente debía de ser de nacimiento, ya que el físico de Emilia no era de los que incitan a la homosexualidad. Debía de andar por el metro setenta, aparentaba treinta y cinco —lo cual, teniendo en cuenta el negocio en el que se movía, me hacía pensar que rondaría la última recta de los cuarenta—, había conseguido repartir las curvas de su cuerpo en los lugares más indicados y aún a distancia su cara transmitía esa especie de sensualidad que provoca que los hombres, a esa clase de mujeres, deseemos acunarlas con una mano mientras con la otra mano las vamos desnudando. Claro que, a todo eso, aún no había podido ver a Rick…
Cuando estaba a punto de pedir una segunda naranjada poco hecha, vi que la mujer que hacía visitas a la recepcionista salía por la puerta. Me levanté y me dirigí a Blas y Emilia, Estilistas y Asesores de Imagen. La chica que atendía la recepción, una pelirroja con un bronceado que desmentía el color de su pelo, me miró observando mi corte de pelo. Por la expresión de su rostro, creo que suspendí.
—Buenas tardes. ¿Está Emilia, por favor?
—No, pero acaba de salir. Quizás pueda usted alcanzarla, si se da prisa… ¿O prefiere que le deje algún recado?
—No, no, gracias. Voy a ver si la alcanzo.
Salí lo suficientemente rápido como para ver que Emilia daba la vuelta a la esquina. Hice un amago de buscar a alguien y no encontrarlo —en beneficio de la recepcionista, que me estaba observando—, y eché a andar tras la esposa de mi cliente. Claro que, en principio, eso no era lo que yo debiera estar haciendo, pero no tenía muchas cosas mejores que hacer… A la infame naranjada que en mi estómago se resistía a ser metabolizada, no le sentaría mal un paseo, y, por favor, no me malinterpreten, pero caminar tras aquella mujer era un espectáculo lúdico de primer orden. Y nunca se sabe, en este oficio…
Ella se paró en un escaparate de lencería imaginativa. Yo la adelanté y me paré en un escaparate de un comercio dedicado a la comercialización de chucherías de difícil clasificación. Ella se paró a comprar una revista en un puesto de periódicos. Yo crucé a la otra acera. Ella siguió andando por la misma calle un trecho hasta que giró a la derecha. Yo volví a cruzar la calle y la seguí por su misma acera, recuperando la perspectiva más sugestiva de su nalgatorio.
Algo reclamó su atención desde las profundidades de su bolso de mano. Rebuscó en él y sacó un móvil. Se paró en la entrada de una ferretería para protegerse del rumor del tráfico mientras hablaba. Yo la adelanté de nuevo, y pocos pasos más allá crucé a la otra acera y me paré a comprar un paquete de palitos de pan en una panadería —mi perra me lo agradecería—. Me demoré tanto como pude sin dejar de controlarla; en un par de minutos cesó la conversación. Cuando hundió de nuevo el móvil en su bolso, una sonrisa flotaba en sus labios. Lamenté no haber comprado un televisor de plasma en lugar del paquete de palitos —lo podría haber intentado colar en la nota de gastos.
Tras un corto paseo de unos diez minutos, pareció decidirse por un rumbo determinado, que finalizó en el Hotel Princesa Sofía. Entró, dio un rápido vistazo y se dirigió hacia los ascensores sin pasar por recepción. Un tipo elegante, que estaba sentado en uno de los sofás del vestíbulo, se levantó dándome la espalda y se dirigió hacia los ascensores. Yo, mientras, ponía cara de no haber roto un plato en mi vida ni de estar meditando la conveniencia de hacerlo. Al llegar a la puerta del ascensor, el tipo elegante rozó la mano de Emilia. Ella sonreía; a él no pude verle la expresión. Estaba claro que Emilia también disfrutaba de sus ratos de ocio. El ascensor subió hasta el tercer piso y luego bajó de nuevo, ocupado por una pareja octogenaria, debían de ser otros; ellos no creo que envejeciesen tanto, en tan corto espacio de tiempo…
Entre esperar un par o tres de horas ociosamente para determinar cuánto rato necesitaban aquellos pájaros para hacer el amor —cosa que, de hecho, nadie quería saber—, o intentar ganar tiempo en lo que realmente importaba, me decidí por esto último. Así que regresé al salón de belleza justo a tiempo de ver salir a la recepcionista a la que mi corte de pelo no acababa de convencer. Me zambullí en un portal para que no me reconociese, y cuando pasó me aposté de nuevo frente al local, que permanecía abierto.
Rick tardó media hora en salir, cerró la puerta tras conectar una serie de alarmas situadas junto al puesto de la recepcionista y echó a andar. Faltaban pocos minutos para las ocho y media de la noche. En persona, Rick resultaba tan adorable como en la fotografía —especialmente para los homosexuales cincuentones deseosos de recobrar una parte de su juventud aunque fuese en el cuerpo de otra persona—. Los mechones rubio platino habían sido sustituidos por unas greñas rojizas repartidas por la media melena de Rick, que le conferían un aire de guerrera vikinga que le sentaba francamente bien. El paseo fue corto y sin complicaciones. El tipo se movía con unos pasos elásticos y sin pararse en ningún sitio; se contoneaba ligeramente sin llegar a perder la sensación de masculinidad y mantenía la cabeza erguida, consciente de su belleza. Yo añoraba a Emilia y la cadencia de su culo.
El bar en el que entró se llamaba Yellow Mood y tenía el aspecto de un pub de lujo, de los muchos que poblaban la zona. La puerta, de madera noble enmarcando un cristal helado, no permitía echar una ojeada al interior, pero no resultaba difícil adivinar que si entraba tras él no iba a tener la menor opción de pasar desapercibido. Lo más útil que encontré por los alrededores fue un banco de madera en el que alguien se había dejado un periódico deportivo.
El día había sido poco agradable, pero ahora, la oscuridad, adueñándose paulatinamente del asfalto, auguraba una noche particularmente desagradable. Daba la impresión de que en cualquier momento un jirón de nube baja se colarla en mis zapatos; esa impresión venía reforzada por los restos de una luz macilenta, poco fiable.
Tras hora y media de intentar interesarme por las descripciones de pases estratosféricos de Ronaldinho —yo había estado viendo el partido y el pase fue un fallo aprovechado con suerte por un compañero— y de otra serie de convincentes ejemplos de los altos niveles que ofrece nuestro periodismo deportivo, Rick salió del local. Iba solo. Paró un taxi y se largó, mientras yo pensaba en la suerte que tienen los detectives de las novelas de serie negra, siempre con un segundo taxi a mano en el momento preciso.
Un tipo alto, con un mostacho enorme, anchos hombros y aspecto peligroso, estaba dirigiendo una mirada fiera a un par de adolescentes minifalderas que pasaban riendo; luego entró en el Yellow Mood. Pensé que si aquel tipo era cliente del local no había razón para preocuparse; no creí que mi presencia les molestase.
El local era un espacio reducido, que se abría en círculo alrededor de una barra amplia en forma elíptica. Estaba decorado con lujosa aunque recargada elegancia. Los tonos morados, resaltados por luces indirectas, convertían el ambiente en el interior de una gema delicada. Tres sofás de cuero del mismo color se oscurecían en los ángulos que dejaba libre la barra. El tipo de mirada fiera que acababa de entrar se recostaba lánguidamente en el hombro del barman, que le susurraba al oído algo que le tenía muy interesado; cuando el de la barra le acabó de susurrar, se separó, puso un brazo en jarras sin soltar el brazo del barman y dijo:
—Así que esa mala puta acaba de salir, ¿eh? Pues mira, chico, que le den. Bueno, no, que le den no, que eso es lo que él está deseando… Para mí se acabó Ricky. Si no me pide perdón y muy bien pedido, tú ya me entiendes, se puede ir a que le consuele su jefe, el abuelo ese.
Un chavalín de no más de veinte años, con una camiseta imperio de cuero negro que resaltaba una musculatura bien trabajada en el gimnasio, le replicó, sin dejar de chupetear un vaso largo con algo dorado en su interior:
—Venga, Pablito, si dentro de dos días le estarás comiendo el culo… No te pongas macho, que no te sienta… ¡Pues vaya noticia, enterarse ahora de que esa es una putona que se va con cualquiera! Tú eso ya lo sabes, pero te pierdes en cuanto aparece por aquí meneándose como una bailarina egipcia.
—Celos, es lo que tú tienes. Ya te gustaría, a ti, tener el tirón de Ricky…
El barman se dio cuenta de mi presencia y se acercó hasta mi posición, dirigiendo una tierna mirada a mi bragueta y sonriendo tentativamente:
—Hola, cielo. ¿En qué podemos servirte?
—Verás, yo creía que había quedado aquí con un amigo, pero me parece que no…, que no voy bien…
—¿Por qué? Aquí puedes hacer todos los amigos que quieras. ¿Seguro que te has equivocado?
—Hombre, mi amigo me está esperando con dos pibitas… Supongo que me he equivocado de calle.
—Creo que sí, que te has equivocado, chato. Pero más que de calle, de número. Aquí no somos tan convencionales…
El chaval de la camiseta de cuero había entrelazado las manos formando un arco cóncavo y apoyaba la barbilla en él, mirándome con ojos soñadores.
—Supongo que sí. ¿Me disculpáis por la intromisión?
—Claro, hombre, y ven cuando quieras. Pero sin pibitas, que son muy cotillas, ¿vale?
En ocasiones la información parece que venga a buscarte. Sin demasiado esfuerzo me había hecho con una aproximación a la personalidad de Rick. Acababa de comprobar que las sospechas de mi cliente no eran delirios de enamorado paranoico y sabía que Emilia tenía sus propios medios de distracción, aunque esto último no era relevante ni veía en qué podía influir para que yo lograse devolverle, a mi cliente, su amor.
En la calle se había hecho de noche y una luna llena enorme intentaba, con relativo éxito, tragarse la oscuridad que la rodeaba.