Tardé en secarme casi una hora. Mercedes, haciendo honor a su palabra, no entró en mi despacho, aunque me llamó un par de veces por el teléfono interior para preguntarme si quería repasar unas facturas, que debíamos presentar cualquier día de cualquier semana, sin la menor esperanza de poderlas cobrar. En su voz se reflejaba la ilusión que le hacía recordarme que mi aspecto no era el adecuado. Se lo agradecí con la misma expresividad con que lo haría un difunto reciente.
El despacho de Billy Ray estaba acolchado con una alfombra nueva. Era una de esas alfombras que te hacen desear revolcarte en ella frente a una chimenea encendida y una mujer desnuda a tu lado.
—Ya sólo me faltaban la chimenea y la mujer desnuda… Y que Billy Ray me prestase la alfombra, por supuesto. Mi socio tenía la mirada perdida en la pantalla del ordenador estudiando quién sabe qué. Yo, en estos casos, opto por no intentar averiguarlo: vivo más tranquilo. O al menos eso es lo que pensé en aquel momento.
—Billy Ray, ¿estás despierto?
—Hhhhum…
La mirada de mi socio se apartó de la pantalla del ordenador y se fijó en el suelo, como si allí estuviese escrita la razón de todos los actos de su vida.
—Oye, Humphrey, tú que conoces a todo el mundo en este barrio, ¿sabes de algún tipo que entienda de piedras preciosas? Ya sabes, alguna persona de confianza.
—¿Te vas a meter en algún lío, socio?
—No, anduriño, no. Tengo que hacer un regalo para quedar bien, nada más.
Billy Ray me estaba mintiendo, lo cual en sí mismo no era particularmente preocupante, ya que miente mucho. Normalmente al día siguiente te cuenta la verdad y ahí se acaba el misterio. Le gusta hacerlo así. En cierta ocasión me contó que en su pueblo, allí por algún rincón perdido de Orense, si te muestras excesivamente veraz y comunicativo, la gente desconfía, y que de ahí venía la famosa costumbre galaica de contestar a cualquier pregunta con otra pregunta. Lo cierto es que no lo acabé de entender, pero como no me importaba demasiado el día que me lo confió, le respondí: «¿Por qué?». Y me largué.
—Bueno, tenemos a Valerio Añoz. Es un buen gemólogo, cuando está sereno. Lo que no sé es si en este momento anda por su casa o está de vacaciones por cuenta del Estado; normalmente, en esos casos, para por Can Brians.
—¿Y se puede confiar en él?
—Quieres decir si es discreto, ¿no?
—Ajá —me respondió.
—Ajá —le repliqué.
Luego le di el teléfono de Valerio Añoz y me largué, olvidándome de la razón por la que había entrado en su despacho. Valió la pena, aunque sólo fuese para admirar la alfombra nueva.
Mercedes estaba limándose las uñas con la concentración que da la profesionalidad. El sargento García no se había presentado, lo cual no tiene nada de extraño, ya que pasa tiempo fuera de la Agencia: en algunas ocasiones, encargándose de algún trabajo nuestro; otras veces, simplemente no está. En esos casos posiblemente está intentando amargarle el día a algún chorizo de confianza. Es su pasatiempo, cuando no tiene nada serio entre manos.
Se respiraba, por tanto, un aire de normalidad reconfortante. En la calle había dejado de llover, y desde las cloacas removidas se desprendía un olor sórdido, de mal agüero, nada nuevo en el barrio, por otra parte.
Cuando repiqueteó el aviso de llamada interior en mi teléfono de sobremesa, yo estaba repasando la colección de fotografías de mi detective de ficción preferido: Philip Marlowe. Le tenía especial cariño a una en la que Robert Mitchum componía una cara de escepticismo militante tan convincente, que no podía observarle sin llegar a la conclusión de lo inevitable que sería para cualquier rubia explosiva, con los sentimientos de bondad adecuados, el desear consolarle. Era algo que debía comentar con Mercedes en cualquier momento en el que sus uñas no la tuviesen excesivamente ocupada.
La voz de mi secretaria me susurró que un señor deseaba verme, que el señor en cuestión se llamaba Blas Recarte y que parecía estar sufriendo mucho. Ella se considera perfectamente capacitada para detectar los estados de ánimo de cualquiera que pase por su lado. Debo admitir que tiene un porcentaje de aciertos realmente notable, cuando evalúa lo que sienten los hombres que acaban de extraviarse por los abismos de su escote…
Blas Recarte era un cincuentón de voz educada, pelo entrecano suave y brillante, y manos inquietas, que vestía con elegante descuido; por lo demás, ofrecía el aspecto de un revoltijo de genes deficientemente ordenados: su boca era demasiado grande para el pequeño apéndice nasal, en una cara demasiado ancha para la estrechez de su frente. El cuerpo no estaba tan mal.
—Buenos días, señor Recarte. Siéntese, por favor.
—Gracias, señor… ¿Humphrey?
—Basilio Céspedes, señor Recarte, aunque todo el mundo me llama Humphrey, a secas. Puede usted hacerlo así, si no le molesta.
—Muy bien, Humphrey. Permítame que entre directamente en materia: quiero que me devuelva usted a mi amante.
—Me temo que no la tengo yo, señor Recarte. —Lo dije sonriendo.
El señor Recarte me devolvió una sonrisa desvaída, consciente de lo innecesario que era el hecho de que el resto del mundo compartiese su dolor.
—No es ella, Humphrey, es él, y sé perfectamente dónde está. Vive en mi propia casa, comparte mi cama y usa mi mismo baño, pero es su corazón el que se ha alejado de mí. Y ese sí que no sabría decirle dónde está. Usted debe decírmelo y hallar los argumentos necesarios para que regrese a mí. Me resulta muy difícil vivir sólo con su cuerpo…
—¿Sospecha usted de alguien?
—Un corazón doliente siempre sospecha de alguien, pero me temo que lo más exacto sería decir que ninguna de mis sospechas resulta demasiado fiable; son más una necesidad de reflejar mi dolor en un objeto concreto, en un nombre, en una cara.
Aquel tipo hablaba como la presentadora de un programa del corazón en horario de mañana, aunque yo seguí componiendo mi mejor expresión de comprensión y solidaridad. Mis clientes, si son pagadores responsables, pueden tener el aspecto de un médico brujo zulú y expresarse como Drácula tras vampirizar a un tipo atiborrado de mala ginebra, si así lo desean, sin que yo muestre el más mínimo rechazo.
—Creo que puedo ayudarle, señor Recarte, aunque necesitaría que usted me facilitase todos los detalles que pueda.
—Rick es mi mejor oficial en la peluquería de la cual comparto la propiedad con mi esposa.
Me tendió una tarjeta en la que, en caracteres góticos, se leía: «Blas y Emilia, Estilistas y Asesores de Imagen», y una dirección de una zona residencial de Barcelona.
—Está usted casado, pues.
—¿Le sorprende?
—Relativamente, pero me conviene saberlo. Lo que de alguna manera me sorprende es que usted esté casado y comparta baño con Rick.
—Mi esposa y yo hace tiempo que hemos llegado a lo que podríamos llamar un pacto de no agresión. El negocio lo levantamos juntos y ahora da unos rendimientos magníficos; tenemos muy buena fama en la ciudad y cada día mejora. Posiblemente haya oído hablar de nuestra institución.
Moví negativamente la cabeza, mientras dudaba si había de confesarle o no que le estaba dando vueltas a la idea de cortarme yo mismo el pelo «al uno» con una de esas maquinillas de autoservicio que venden en los bazares pakistaníes. Finalmente decidí que no había necesidad de ofender a nadie.
—Debo entender que su esposa y usted no comparten domicilio.
—Efectivamente, así es.
—¿Ha tenido usted la previsión de traer una fotografía de Rick?
—Una de las más queridas. En ella está adorable, véalo usted mismo.
El adorable Rick que mostraba la fotografía era un tipo de unos veinticinco años, pelo negro con mechas rubio platino, que apoyaba su cuerpo en una pared de ladrillos como si alguien lo hubiese atornillado allí; miraba al cielo retándole a que encontrase alguien más bello: «Cielito, cielito, tú que lo ves todo, ¿hay alguien más bello que yo, aquí abajo?». Realmente deprimente, en un día lluvioso como aquel, todavía sintiendo una ligera humedad residual en mis pies…
—Cierto, es un joven con una magnífica apariencia física.
—¿Cuándo se pondrá usted a trabajar? Piense que mi vida en este momento es un sufrir continuo…
—De inmediato, si no tiene usted más datos que aportar…
—Me temo que no. Sólo advertirle que todo el mundo adora a Rick.
Asentí con un comprensivo cabeceo, haciendo votos para ser yo la inmediata excepción de la regla.
—Mi secretaria le informará de la tarifa y le extenderá un recibo por el adelanto para gastos de una semana.
Informé a Mercedes que debía aplicar la tarifa estándar para personal exento de dificultades económicas, guardé mis fotografías de Marlowe en su carpeta y decidí irme a casa y adelantar el paseo de mi perra Cariño, quizás por la noche estuviese siguiendo al «adorable Rick», si este, una vez más, decidía romper el corazón de su amante…
El cielo se había abierto lo suficiente para que entre unos jirones de nubes sucias unos rayos de sol huyesen sin saber con exactitud dónde debían posarse. El suelo, aún mojado, estaba resbaladizo. Una mujer enorme, que pasó rozándome, se estaba jugando la integridad física corriendo hacia la parada cercana del autobús, donde una unidad se disponía a partir. Sentí un pánico irracional al imaginar el daño que me podía causar el culo de la gorda si llegaba a colisionar con mi cadera, e hice una hábil finta que me obligó a apoyarme en un tipo joven que miraba un escaparate. El tipo me miró asombrado y luego se rascó la nuca como si estuviese pasando cuentas con su cuello por alguna ofensa súbitamente recordada. Me disculpé avergonzado, maldiciendo interiormente al culo de la gorda.