Cuarto Suceso

Yuri Samchuk, recostado en la tumbona de la terraza de su apartamento junto al mar, en la localidad de Llavaneras, a pocos kilómetros de Barcelona, miraba el ir y venir de las olas, y se recreaba en el nostálgico recuerdo de su figura ataviada con el uniforme de coronel del ejército ruso; le sentaba bien el poder que confería aquel uniforme. Luego, con la caída del socialismo, aquel uniforme se convirtió en una carga, en una necesidad de justificaciones ante cualquier advenedizo. Y llegaron muchos advenedizos…

Escogió España, para su exilio, y resultó ser una elección acertada. En este país, según sus propias palabras, «la policía era tierna y los jueces gilipollas»; los políticos, más o menos como en cualquier otro sitio, ese nunca era el problema. Le gustaba, la palabra «gilipollas»; fue una de las primeras que aprendió del idioma castellano, y no tardó mucho en encontrar a alguien a quien adjudicársela: a los jueces españoles, por supuesto. Alguien le contó que debería leer El Quijote, para entender de qué iba el sistema judicial español. A Yuri lo de leer le parecía una forma excelente de estropear la propia agudeza visual, y la mejor manera de perder de vista asuntos tan importantes como los caminos que debía seguir para enriquecerse rápido y bien en España. O sea, que jamás tuvo la menor intención de leer El Quijote, aunque en su descargo sería necesario puntualizar que tampoco había tenido nunca la tentación de leer Los hermanos Karamazov.

Por este país pululaba una enorme cantidad de personas venidas de otras partes del mundo, muchas de ellas provenientes de países que habían sido socialistas. Algunas de ellas trabajaban —siempre hay gente dispuesta a trabajar—, y eso a él le parecía bien; de hecho, si todo el mundo tuviese como objetivo enriquecerse rápido y bien, el mundo sería, sin lugar a dudas, un lugar incómodo para vivir. De una manera nada casual, cada etnia se había especializado en una actividad delictiva distinta: algunas de ellas imaginativas, como el saqueo de industrias los fines de semana, usando métodos militares, que era la especialidad de los serbios y los croatas; otras despreciables, como la trata de blancas, la mendicidad organizada y las estafas a pequeña escala de los rumanos, esos primos hermanos de los gitanos españoles cuya única utilidad parecía ser polucionar el bello paisaje y el cálido clima del país; del resto no había gran cosa que decir, pues se trataba, en general, de gente tan estúpida que sólo una organización social benevolente era capaz de permitir que siguiesen vivos.

Yuri Samchuk era un ruso orgulloso de su condición y no tenía la menor intención de caer en ese tipo de nimiedades: lo suyo eran los diamantes. Mucha gente no lo sabía, pero en los últimos tiempos Rusia se había convertido en uno de los mayores productores de diamantes del mundo. Y él los podía comprar baratos allí y venderlos caros aquí. De hecho, si bien se miraba, él era un respetable hombre de negocios.