Tercer Suceso

Batista Romero, más conocido entre sus compañeros estibadores como el Maño, observó con interés la caja que se había caído de uno de los contenedores que estaba transportando con el toro eléctrico. Una caja rota significaba sobresueldo, para el Maño. Su contenido acostumbraba a ser fácil de vender y nadie se preocupaba de fiscalizar si la totalidad de la mercancía seguía en la caja rota; al fin y al cabo, aquello lo pagaba el seguro. En aquella ocasión, la caja contenía rodamientos a bolas provenientes de Rusia. Mala suerte —¡Joder, ya podían haber sido autorradios o relojes despertadores! O mucho mejor Discman, pues aquello se vendía como el agua bendita en Cuaresma—. De cualquier manera, y por pura curiosidad, abrió una de las cajas para observar el puto cojinete; lo cogió entre dos dedos e intentó hacerlo rodar por el suelo. Rodar sí rodaba, cierto; fue rodando hasta que la fricción logró pararlo y cayó de lado en un charco de grasa. El Maño lo miró con disgusto y se encogió de hombros. Luego contempló la caja que tenía en las manos; la parte inferior era notablemente más dura que la superior. Miró a derecha e izquierda, y al asegurarse de que nadie lo veía, rompió la caja. La parte inferior, más dura, parecía un doble fondo; lo abrió cuidadosamente y se acercó a una luz para ver mejor qué era aquello que brillaba como si fuesen diamantes. Volcó sobre la palma de su mano unas cuantas de aquellas piedras que le habían parecido diamantes. ¡Y eran diamantes! ¡Y había muchos, allí! En la palma de su mano podía ver diamantes de todas las medidas, y no había visto tantas piedras juntas ni en la cantera de su pueblo…