Chris les esperaba en el aeropuerto de Los Ángeles. Laura había olvidado lo atractivo que era… o quizá no lo había olvidado, pero sus ojos se habían habituado, aun en tan poco tiempo, a ver hombres de otro aspecto. Así, había llegado a considerar atrayente a Mr. Choe, y ahora, mirando al norteamericano erguido y fuerte que era su marido, pensó que el mundo se encontraba dividido en dos clases de hombres y en dos clases de mujeres y que entre ambas clases únicamente estaba Kim Christopher. Bueno, en cierto modo tal vez también estuviera la misma Laura, porque desde que abandonaron Corea, Kim Christopher se había aferrado a ella, y ella había correspondido a la actitud del niño.

—¡Madre!

El muchacho pronunció aquella palabra al salir del aeropuerto, en Corea, cuando se hubieron despedido de Soonya y de Mr. Choe. Soonya se portó con absoluta corrección. Aceptó un cheque de entre tres y cinco mil dólares y apenas lo miró. No se lo guardó en el pecho ni en el bolso. Como si no significara nada para ella, lo dejó sobre la mesa junto a la cual ella y Laura se habían reunido por última vez. En el aeropuerto, la coreana dio a Kim Christopher una serie de consejos. Lo hizo en inglés para que todos los entendieran.

—Obedece a tu padre —le dijo—. Obedece también a Mrs. Winters. Ella es la honorable esposa de tu padre. Acuérdate de todo lo que te he enseñado. Ponte de pie cuando tu padre entre en la habitación. No te sientes antes que padre. Haz que sienta satisfacción por tu trabajo en escuela. Por la mañana, lo primero que debes hacer es llevar té a tu padre. Cuando comáis, espera a que él coma primero. No te olvides de nada de esto.

Soonya había querido que Laura se diera cuenta de que había enseñado cuidadosamente al niño para que satisficiera a su padre. Kim Christopher escuchó en silencio, asintiendo con la cabeza. No rompió su mutismo hasta que el avión se encontró a gran altura sobre la tierra. Entonces se volvió hacia Laura y dijo una sola palabra:

—¡Madre!

Ella se limitó a sonreírle, pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

Ahora Kim Christopher contemplaba a su padre. Le dirigió una inclinación y esperó a que Chris hablase.

—¿Qué tal? —preguntó el hombre, turbado ante la visión del muchacho.

Era su hijo, indudablemente. Su rostro…, el parecido era innegable. El corazón comenzó a latirle con extraña celeridad.

—Hombre muy alto —observó Kim Christopher amablemente.

Los dos se miraron. Chris no se movió, pero Laura cogió a Kim Christopher de la mano.

—Bueno, ¿a dónde vamos? —preguntó con la mayor desenvoltura posible.

Su marido explicó:

—He tomado una suite en un hotel de las afueras. En la playa de Laguna. Allí podremos hablar. Dispongo de un par de días para habituarme a todo…, incluso a ti. Tus cartas han sido algo incoherentes. Me parece que tenemos mucho que contarnos. En Filadelfia la cosa está que arde. Incluso aquí tendré que eludir a los periodistas. Para esto he traído a Berman. Una mala publicidad lo estropearía todo. Vámonos. Berman se encargará de vuestras maletas. Dame las contraseñas.

Laura notó húmeda de sudor la mano de Kim Christopher y la soltó. Chris andaba con vivo paso.

—No te separes de nosotros, Kim Christopher —indicó la mujer.

El muchacho, obediente, trotó junto a ella. Laura estaba acostumbrada al paso de Chris, pero para un niño resultaba excesivamente rápido. Mientras los guiaba hacia la salida, Chris parecía haberse olvidado por completo de su hijo. En la puerta les esperaba Berman, que tendió la mano a la viajera.

—Bienvenida a casa, Mrs. Winters —dijo.

Miró al chiquillo y casi inmediatamente apartó de él la vista.

—Yo me ocuparé del equipaje.

—¿Entiende bien el inglés? —preguntó Chris indicando al muchacho.

—No —contestó Laura.

—Un poco —dijo Kim Christopher sonriendo.

Era imposible no captar el valor de aquella sonrisa. Chris correspondió con otra.

—Ya aprenderás —dijo—. En la escuela aprenderás en seguida.

—¿Escuela? —preguntó Laura.

—Las explicaciones después —repuso Chris.

Laura no podía hacer otra cosa que esperar.

Dos horas más tarde, en la suite del hotel, Chris se enfrentó a Laura. En una habitación contigua, Kim Christopher, después de haber tomado el desayuno y un baño caliente, dormía.

—Ya lo he arreglado —dijo el hombre—. Es un buen colegio.

—Si llego a saber que no ibas a dejar que viviera con nosotros, lo habría dejado con su madre. Al menos no se hubiese encontrado solo.

Laura también se había bañado y había desayunado. Con su bata color de rosa, estaba muy bella, aunque Chris no dejó de advertir en ella cierta frialdad. Cuando quiso abrazarla, Laura se resistió suave pero firmemente.

—¿Qué has decidido respecto al muchacho? —preguntó.

Así comenzó aquella discusión que podría haberse convertido en una pelea de no haber tenido los dos conciencia de su mutuo amor. Sin embargo, el amor debía esperar. Así lo había decidido Laura y Chris tuvo que conformarse a regañadientes y medio riéndose de su mujer.

—¡Vaya, Laura! Si no te conociera tan bien, diría que me mantienes a raya sólo para salirte con la tuya.

Aquello lo había dicho Chris una hora antes, cuando su esposa salió del baño fresca como una rosa y rechazó sus caricias. Ella replicó, indignada:

—¡Chris, deberías avergonzarte de hablar así! Lo que sucede es que no puedo concentrarme en… en…

—En nada hasta que hayas conseguido lo que te propones. Lo sé de sobra.

La discusión continuó en el idílico ambiente californiano que Chris había creído escoger con tanto acierto para el romántico reencuentro. Se hallaban en la terraza privada de la suite, que daba a una pequeña playa arenosa más allá de la cual rompían las tranquilas olas del Pacífico. Mar y cielo eran azules, y las olas, al morir en la orilla, formaban un minúsculo encaje de espuma. A derecha e izquierda, unas montañas oscuras y rocosas avanzaban hacia el mar. Chris juzgaba el lugar idóneo, romántico y aislado. Había echado terriblemente de menos a su mujer.

Laura estaba tendida en una hamaca, junto a él. Chris le cogió una mano.

—Amor mío —dijo—. Si permites que ese niño se interponga entre nosotros…

—No está entre nosotros. Está, eso es todo. ¿Qué vamos a hacer con él?

—Lo meteremos en un internado.

—¿Y luego?

—Cada cosa a su tiempo. No hay que precipitarse.

—Muy bien, lo metemos en un internado. ¿Dónde?

—En la «Escuela Waite», en New Hampshire. Es el mejor de los colegios privados.

—¿Y las vacaciones?

—Durante las vacaciones siempre hay muchachos que se quedan en el colegio: los que tienen a sus padres en Europa, o algo por el estilo. Puede aprovechar ese tiempo tomando clases suplementarias. Así se pondrá antes al día.

—Ese colegio es un orfanato —dijo Laura.

—No, no lo es.

—Pues yo te digo que allí Kim Christopher será como un huérfano. Sigo pensando que hubiera sido mejor dejarlo con Soonya. ¡Aquí será aún más desdichado!

—Cariño, lo tomas todo por la tremenda. Piensa en lo que el chiquillo hubiera tenido en Corea. Ni una auténtica educación, ni oportunidades…, ¡nada! En América tendrá lo mejor…

—Excepto un hogar y un padre.

Chris se levantó, enfadado.

—¡Muy bien, me rindo! Me retiraré de la campaña. Instalémonos en cualquier sitio con el muchacho. Tendrá que ser un lugar desconocido donde yo pueda comenzar de nuevo, donde nada de esto tenga importancia.

—Puedo llevarlo otra vez con su madre.

El hombre se inclinó sobre la barandilla y contempló el mar brillante. Tras unos instantes, se volvió hacia Laura.

—No, no puedes.

—¿Por qué no?

—Por la misma razón que te llevó a Corea. Reconozco mis obligaciones. Sé que soy su padre y que tengo unos deberes para con él. Pero no creo que esos deberes requieran que renuncie a mi vida, a mis ambiciones y a cuanto conseguiría llevar a cabo si convirtiese en realidad esas ambiciones. En estos momentos no puedo supeditarme a una persona. No podría hacerlo aunque el chico fuera hijo tuyo y mío. Pides demasiado.

Chris había hablado apasionadamente. Laura contestó con premeditada calma.

—No pido nada, Chris. Únicamente quería saber lo que piensas hacer. Ahora ya lo sé. Y preferiría seguir ignorándolo. Preferiría no haber oído hablar nunca del muchacho. Preferiría que hubieras guardado para ti ese secreto.

En los ojos de Laura apuntaron unas lágrimas y Chris que no la veía llorar nunca, no pudo soportarlo. Hasta aquel momento no había comprendido la enormidad de lo que había hecho tantos años atrás. Analizándolo, no era nada: la soledad de un joven, la necesidad de un joven, un joven… un joven.

Chris, impetuosamente, cogió a Laura en sus brazos y la apretó contra él mientras lloraba. Al hombre le dolía el corazón.

—¡Perdóname, perdóname!

La mujer levantó la cabeza y lo miró a través de las lágrimas.

—No pienso en ti, Chris. Lo tuyo lo comprendo. No te culpo por lo pasado. Ni siquiera lo recordaría porque me hago cargo de cómo ocurrió. No me importa. Si no existiera ese hijo, la historia casi me haría sonreír. Pero el niño existe. Y se encontrará entre nosotros mientras vivamos, esté donde esté.

Laura apoyó la frente en el hombro de su marido. Durante largo rato él la retuvo abrazada. No podía decir nada, absolutamente nada. El muchacho existía. Aquello era un hecho.

Cuando volvieron a Filadelfia encontraron su hogar sumido en el silencio, pero era ya media noche y el silencio era de esperar. Laura entró sola mientras Chris pagaba el taxi y recogía las maletas. La mujer encendió la luz del recibidor. Todo estaba limpio y ordenado. Greta se había ocupado de todo. Sin embargo, no había flores. Chris no le había advertido qué día volverían porque ni él lo sabía. No lo habían sabido hasta aquella misma mañana, cuando dejaron a Kim Christopher en «Waite». Luego Chris alquiló una avioneta y el matrimonio voló de regreso a casa.

Laura se sentó y se quitó el sombrero y los guantes. Aquel era su hogar y volvía a él sin alegría. Experimentaba una extraña congoja, o quizá sólo fueran las preocupaciones. Nunca hubiese imaginado que resultara tan difícil dejar a Kim Christopher. De una manera o de otra, el muchacho había entrado en su vida, no como un deber penoso, sino como un ser humano que dependía de ella. No le había sido posible mantener las distancias. En cambio, Chris, aunque consciente de su deber, sentía impaciencia por tener al muchacho en algún lugar donde pudiera ser…, no olvidado, pero sí colocado en su nicho.

Laura oyó que su marido echaba el cerrojo a la puerta principal.

En seguida Chris entró en la sala.

—¡Qué maravilla estar de nuevo en casa… y tenerte otra vez a mi lado! ¿Cómo puede un hombre echar tanto de menos a una mujer?

Se inclinó para besarla y ella le devolvió el beso. Laura se sabía incapaz de soportar la soledad. No le era posible prescindir de su marido ni permanecer mucho tiempo enfadada con él. Tampoco estaba segura de lo que debía hacerse con el muchacho. En aquellas pocas jornadas Chris la había convencido, más que por lo que dijo, por su actitud hacia el muchacho, de que la vida de su hijo únicamente podía ser bien encarrilada por él. Después de aquel desasosegado primer día, Chris se había ganado a Laura con su conducta. Trató a Kim Christopher sin sentimentalismos, pero con auténtico cariño, y cuando llegaron a la escuela, incluso se reían juntos de los esfuerzos del chico por aumentar su vocabulario.

—¿Qué es eso, papá?

Kim Christopher no dejaba de hacer aquella pregunta señalando los objetos que veía. Comida y vehículos, letras y palabras, árboles y edificios. El muchacho absorbía vorazmente cada una de las nuevas experiencias. Pasaron veinticuatro horas en Waite comprando ropas, hablando con el director de la escuela, James Bartlett, buscando un profesor de inglés para Kim Christopher y conociendo a su compañero de cuarto, un muchacho neoyorquino pálido y rubio cuyos padres se encontraban en París tramitando el divorcio.

—Ese muchacho me ha causado una gran impresión —les dijo el doctor Bartlett cuando se iban.

Laura pensó que el director del colegio era un buen hombre, un poco distante, como correspondía a su cargo, pero no altivo ni displicente. Si captó algún parecido entre los dos Christopher, no lo mencionó. Aceptó por las buenas la explicación de que Laura, durante un viaje a Corea, se había sentido enternecida por la soledad de un niño y había decidido llevárselo a los Estados Unidos. Laura añadió que deseaban que el chico les considerase sus padres. Como ellos no tenían hijos, pensaban que Christopher aprendería el inglés más rápidamente en un colegio, rodeado de chiquillos de su edad.

El doctor Bartlett estuvo de acuerdo.

—Esto es seguro. Será cuestión de pocas semanas. Tenemos aquí un muchacho de Río que no hablaba ni una palabra y se sorprenderían…

Bartlett gritó un nombre y un chiquillo sonriente de piel olivácea y ojos extrañamente azules se adelantó hacia él. El director le acarició el oscuro y ensortijado cabello.

—Estaba diciéndoles a estos señores lo rápidamente que has aprendido inglés y que tú harás que ese nuevo compañero, Christopher, no se desaliente.

—Me encantará hacerlo, señor —fue la rápida respuesta.

Cogió a Christopher del brazo y se alejaron juntos. Un momento más tarde los dos jugaban a la pelota.

Sin embargo, no había sido fácil explicarle la situación a Kim Christopher. El muchacho no había logrado comprender que la escuela, aquello que tanto había esperado, iba a significar su separación de Laura y de Chris. Cuando ellos se preparaban para marcharse, él creyó que iba a acompañarlos. Entonces Laura tuvo que decirle:

—Kim Christopher, tú te quedas aquí.

El chiquillo se mostró sorprendido y le cogió una mano.

—Yo irme —dijo.

El siguiente esfuerzo estuvo a cargo de Chris:

—Volveremos pronto. Vendremos muy a menudo.

Kim Christopher soltó a Laura y se agarró a su padre. Permaneció callado, suplicante, con los ojos llenos de lágrimas.

—Chris —susurró Laura—, no puedo soportar esto. Acaba de encontrar unos padres y ya va a perderlos. No lo entenderá. Me siento responsable.

El doctor Bartlett intervino:

—Les aconsejo que se vayan cuanto antes. Nosotros le ayudaremos a aclimatarse. Le costará pocos días.

No tuvieron más remedio que seguir el consejo. Se libraron de las manos del muchacho, que se aferraban alternativamente a Chris y a Laura, y, sin mirar hacia atrás, huyeron, dejándole con el doctor Bartlett.

En el gran salón sin flores, Laura, al recordar aquella escena, se levantó bruscamente y se dirigió a la escalera, donde esperó a que Chris apagara las luces. En seguida, enlazada por el brazo de su marido, subió con él al dormitorio.

—Desearía haber mirado atrás —suspiró.

—¡Vamos, cariño! —dijo Chris.

—Es aún muy joven…

—Por favor, cielo.

—Lo sé —repuso Laura exhalando un profundo suspiro—. Lo sé, lo sé.

Lo que sabía era que debía olvidar, y que no lo conseguiría. Debía volver a Chris y se daba cuenta de que le sería imposible hacerlo; al menos, no lo podría hacer con todo su corazón, y… ¿para qué sirve un fragmento de corazón? No obstante, lo intentaría con todas sus fuerzas. Quizá posteriormente, cuando Chris hubiera logrado sus aspiraciones. Mientras tanto, tenía que volver a ser su esposa.

Kim Christopher, al verlos marchar, experimentó una sensación de incredulidad. Confiaba en ellos, creía que iba a estar a su lado y ahora lo dejaban allí, entre desconocidos. No era posible, pero lo hacían. Vio cómo tomaban un taxi, y hubiera corrido detrás de ellos si una mano no le hubiese agarrado fuertemente.

—Calma, Christopher —dijo el hombre que lo retenía.

No conocía al que le hablaba, aunque sabía que se llamaba doctor Bartlett. Era alto y delgado y no era joven ni viejo. Parecía amable, pero también Mr. Choe le había parecido amable y desapareció de su vida, lo mismo que desaparecían ahora su padre y Mrs. Winters. Pensó en su madre, e incluso en su abuela, que en el último momento le había echado a empujones de su casa.

—¡Vete, vete, vete! —le había gritado—. ¡Vete con tu padre americano!

Fue ella quien más le hizo alegrarse de partir. ¡Cuántas veces le había pegado! «¡Tienes que comer!», le gritaba. Y su madre, su hermosa madre, que no dejaba que la llamara así…

El niño se dijo que había sido una tontería abandonar aquel país en el que al menos comprendía lo que hablaba la gente. De pronto sintió que perdía su valor, aquel valor que le hacía insultar a los niños de Corea que le llamaban «Ojos redondos», «Americano» y «Extranjero», aquel valor que le permitía amar a su madre aun sabiendo que ella no le correspondería nunca, aquel valor que le hizo dejar lo que conocía y marchar a aquella lejana nación con una mujer blanca, la esposa de su padre. Y cuando finalmente, conoció a su padre, creyó estar seguro. No lo estaba… Volvía a encontrarse solo.

De pronto, Kim Christopher dio media vuelta, se apoyó en el alto desconocido y estalló en unos sollozos entrecortados que estremecían todo su cuerpo. De sus labios salieron confusamente unas palabras en coreano que nadie podía entender.

—Estoy solo…, estoy solo —sollozó.

El doctor Bartlett se inclinó hacia él, aunque no entendía lo que decía. En su vida estéril de hombre sin hijos aceptaba a los pequeños sin comprenderlos demasiado bien. Lo único que sabía era que los padres le llevaban sus hijos y los dejaban allí. Ignoraba cómo podían hacer aquello, pero allí estaban los hechos y algo había que hacer en favor de los chiquillos. Se les debía albergar, alimentar y educar, y él contrataba personas para que le ayudasen a hacerlo, exigiendo de ellas que fueran bondadosas y sinceras.

—Vamos, vamos, Christopher —dijo acariciando el encrespado cabello del muchacho—. Volverán, ya lo verás. Tarde o temprano, los padres siempre vuelven. Y aquí lo pasarás muy bien con los otros chicos. Dentro de unos días te sentirás feliz y contento. Supongo que tendrás hambre. Ven a tomar algo.

La panacea habitual del doctor Bartlett para los niños que lloraban era darles algo que comer y proporcionarles un par de muchachos con quienes hablar y jugar a la taba o algo por el estilo. Tenía una buena ama de llaves, Mrs. Battle, que se daba buena maña para hacer apetitosos platos que gustasen a los chicos. Condujo a Kim Christopher hasta la gran cocina donde estaba la mujer, sentada y tomando una taza de té.

—Aquí tiene un alumno nuevo, Mrs. Battle —dijo—. Necesita animarse. Lo de costumbre, excepto que no habla casi inglés. Procede directamente de Corea. Lo han traído Mr. y Mrs. Winters que viven en Filadelfia. El muchacho se quedará con nosotros. Supongo que en todo esto habrá alguna historia, pero, ¿qué muchacho no tiene una? Sea como sea, sospecho que debe de tener apetito. Se llama Christopher.

—Precisamente acabo de hacer unos pasteles —dijo el ama de llaves—. Yo me ocuparé de él.

Mrs. Battle acercó una silla a la mesa, sirvió otra taza de té y puso unos pasteles sobre una fuente.

—Siéntate, Christopher.

El niño obedeció secándose las mejillas con las manos. Mientras el director se iba casi de puntillas, Mrs. Battle, sonrió al chico. Permanecieron sentados sin hablar porque ¿qué podía decírsele a un muchacho que no sabía inglés? Le puso un pastel en el plato y cuando Christopher se lo hubo comido, le puso otro. El té estaba caliente y fuerte y al niño parecía gustarle. Sus lágrimas cesaron, se calmó y al fin se quedó quieto, como dominado por el sueño.

La mujer se puso de pie.

—Anda, acuéstate en el sofá —dijo ahuecando los viejos cojines deformados por el uso—. Échate aquí y Mrs. Battle te tapará. Echa una siestecita y ya verás como cuando te despiertes estás como nuevo.

Si Kim Christopher no entendió todas las palabras, al menos captó su significado. Se echó y dejó que la mujer le tapase con una colcha vieja de ganchillo de múltiples colores. Al cabo de unos minutos, rendido por el cansancio y la congoja, se durmió.

En la «Casa de las Flores», Soonya supervisaba el embalaje de sus enseres. Su partida era pausada, pero definitiva. Mr. Choe había sido muy correcto. El traspaso se efectuó por medio de un amigo del hombre, Mr. Joshua Pak, acaudalado financiero que en aquellos momentos se dedicaba a aumentar sus inversiones cancelando privadamente sus contratos con los norteamericanos y sustituyéndolos por nuevos contratos con firmas japonesas, todo ello ateniéndose a los términos impuestos por los recientes tratados comerciales con el Japón. A Mr. Pak le desagradaban los estadounidenses honrados a los que no se podía sobornar y despreciaba a los que se dejaban corromper. Con los japoneses nunca surgía el asunto de la corrupción en uno ni en otro sentido. El negocio era lo único que importaba. Además, Mr. Pak sentía una secreta furia por el hecho de que los jóvenes y estúpidos norteamericanos de las fuerzas armadas hubieran contribuido a traer al mundo una cantidad tan elevada de niños mestizos. Las muchachas coreanas se veían metidas en aquello por motivos económicos, pero los hombres eran manirrotos y tontos. Cuando estaban en lugar seguro, abogaban por que aquellos niños fueran estrangulados al nacer o, si seguían vivos, que fuesen castrados. La sangre coreana era antigua y pura y resultaba intolerable que no continuara así. A lo largo de los siglos no se habían unido ni siquiera con los chinos ni con los japoneses. ¿Por qué, entonces, tenía que producirse una mezcla con los americanos?

Cambiando confidencias con Mr. Choe, Mr. Pak había dicho abiertamente:

—Esos niños deben ser arrancados de nuestro país, aunque la única forma de lograrlo sea arrojándoles al mar.

Mr. Choe no se mostraba tan severo. En cierto modo, sus años en Norteamérica le habían suavizado, pero estaba de acuerdo en que aquellas criaturas debieran ser enviadas a la tierra de sus padres, puesto que aquel era su lugar. Los norteamericanos no sabían nada de pureza de razas. ¡Soportar aquella diversidad de colores de piel, cabello y ojos! Antes de pedirle a su amigo el favor, Mr. Choe aprovechó para decir que había colaborado en la devolución a los Estados Unidos de un niño mestizo cuya madre trabajaba en la «Casa de las Flores». En seguida rogó a Mr. Pak que sirviese de intermediario entre él y Kim Soonya. El hombre accedió, entre otros motivos porque las fábricas de Mr. Choe producían determinados productos que le convenían, y pensó que aquello podía muy bien servir de base a un intercambio de favores.

Como consecuencia de todo aquello, en la espléndida mañana otoñal un coche norteamericano esperó a Soonya frente a la puerta del edificio. En su cuarto, la mujer reunía sus cosas. Allí estaba aún el cajón de su cómoda que siempre había mantenido cerrado. Hizo salir a la criada, abrió el cajón y sacó las fotos del padre de su hijo. Mirando aquel rostro atractivo sintió una leve emoción. Había mentido a Mr. Choe al decirle que no estaba enamorada del norteamericano, aunque a veces ella misma lo creía. Ahora se daba perfecta cuenta de lo que sentía su corazón. Si los dos volvieran a unirse —un sueño ya abandonado—, ella lo amaría más que nunca. Aquel hombre era su único amor; no habría otro. Entre los dos, incluso antes de que pudieran entenderse con palabras, se había establecido una identidad de sentimientos. Él la había querido: Soonya siempre creería que fue así. La esposa ocupaba un segundo plano en el corazón del hombre. Soonya se aferraba también a aquella idea. En caso contrario no podría irse a instalar en la casa de Mr. Choe, cosa que debía hacer porque el tiempo pasaba y ella se encontraba en la cúspide de su profesión. Dentro de un año o dos comenzaría a acusar su edad y otras mujeres más jóvenes y bonitas ocuparían su puesto.

En cambio, como esposa de Mr. Choe, aunque fuera sólo una segunda esposa, su posición permanecería para siempre firme a inamovible. Miró otra vez al atractivo rostro de la foto. No, no debía guardar retratos en la casa de otro hombre. Vaciló un poco más, encendió la vela que había sobre la mesa, en una palmatoria laqueada, acercó las cartulinas a la llama y contempló cómo ardían, se abarquillaban y se convertían en cenizas.

Aún quedaba una foto: la del niño cuando tenía tres o cuatro semanas. Soonya lo tenía en brazos. Era el padre quien había tomado la instantánea. Al estudiar el retrato, Soonya se fijó, sobre todo, en su propio rostro. ¡Qué joven era y qué bonita! El niño era también muy guapo y vestía un vestido norteamericano que su padre le había comprado en algún sitio. Aquella foto había sido hecha en el pequeño jardín rocoso de la casa alquilada por Chris. Desde entonces el niño había crecido y había cambiado. A la mujer le parecía que aquel bebé que tanta ilusión le había hecho no era el muchacho flaco y de aspecto extranjero que se había ido con la norteamericana. En algún momento de aquellos años, ella había dejado de querer al pequeño. Quizás al no conseguir odiar al padre, depositó su odio en el hijo que el hombre le había dejado. Soonya se había sentido cercana al padre porque su carne y la de él estaban unidas. Pero el niño era un extraño, un intruso para quien no había lugar. También aquella foto fue destruida. Suspirando, Soonya recogió la ceniza en la palma de la mano, se puso de pie y salió al jardín. Una vez allí, sopló las cenizas y contempló cómo se diseminaban lentamente sobre el musgo, las rocas y la superficie del estanque.

Sin embargo, Soonya se daba cuenta de que no le iba a ser fácil librarse de sus recuerdos. Sabía perfectamente que en lo más íntimo de su ser había introducido a un extraño, a un hombre de otro país que en todo momento fue extranjero y que nunca volvería a Corea. Pero la parte de aquel hombre que ella había recibido tenía vida propia: era un hijo de los dos. A partir de entonces, por grande que fuera la distancia entre el hombre y la mujer, el hijo constituyó un testimonio permanente de su unión. Nada lograría destruir a aquel hijo. Ni siquiera la muerte, porque había vivido, y viviría aunque muriese. Porque lo que en tiempos ocurrió podía ocurrir de nuevo, ocurriría de nuevo, en las vidas de otros seres humanos. Nada podía ser destruido en lo que a hombres y mujeres concernía. Además, el hijo llevaba en sí dos personalidades distintas, y durante su existencia seguiría traspasando aquella característica a los hijos que hubiera de tener.

Aquellos eran los pensamientos que poblaban el cerebro de Soonya. No era simple ni estúpida. Era capaz de sentir hondamente y de sus sentimientos surgían aquellas ideas que aleteaban como pájaros sobre el mar.

De vuelta en su cuarto miró a su alrededor para asegurarse de que no quedaba nada suyo, llamó a su criada y las dos salieron de la «Casa de las Flores», subieron al coche que las esperaba, y se alejaron de allí.

—Señora —murmuró la sirvienta—. ¿No tiene usted miedo?

—¿Miedo de qué? —preguntó Soonya.

—De vivir en casa de Mr. Choe. Me han dicho que es un edificio muy grande.

—No tengo miedo —replicó Soonya—. Estoy empezando una nueva existencia.

Pero sí sentía un vivo temor. No había sido nunca esposa, y ahora debía serlo le gustase o no.

—¿De quién es esa carta? —preguntó Chris.

Era la mañana de un día de verano y estaban desayunando. Greta había colocado ante ellos los vasos de zumo de naranja, y la fragancia del tocino y el café aromatizaba el cálido ambiente.

—Es del laboratorio, de Wilton —contestó Laura—. Quiere que vuelva al trabajo, que supervise a sus investigadores en el proyecto de las algas. Le interesa especialmente la euglena.

Chris se echó a reír.

—Euglena… Supongo que no se trata de una chica.

—No, no es una chica, pero resulta muy interesante —repuso sonriendo la mujer—. Es la materia verde que puede verse en los remansos de agua dulce durante el tiempo cálido: un animal que se nutre por si mismo.

Enarcó las cejas en espera de las preguntas de su marido. Durante los primeros años de su vida matrimonial, Chris hubiese querido saber más, porque le interesaba el trabajo de su mujer y se sentía orgulloso de ella.

—No, no voy a preguntar lo que es —replicó Chris interpretando su expresión.

—Entonces, de todas maneras, te lo diré. Se trata de una planta que necesita nutrirse como un animal. En lugar de producir vitaminas, como suelen hacer las plantas, necesita que se le den. La euglena, requiere vitamina B12.

—¿Y qué?

—Pues que la investigación sobre la euglena quizá nos ayude a encontrar las incógnitas que aún existen sobre la anemia humana e incluso sobre la leucemia.

Laura notó que su marido no le hacía caso. Estaba pensando en sus asuntos.

—Preferiría que no volvieras al laboratorio —dijo Chris.

—¿Pues qué debo hacer?

—Durante algún tiempo, limítate a ser decorativa. Tengo que dedicarme activamente a la campaña política. Necesito que mi bella esposa se encuentre junto a mí.

—Ya sabes que no sirvo para ir repartiendo apretones de manos.

—Yo me ocuparé de los apretones de manos. Tú permanece a mi lado y sonríe. Recuerda tu técnica de modelo. Era devastadora.

—¡De eso hace tanto tiempo!

—Sólo unos años. Antes de que llegaras a ser la doctora Laura de Witt, licenciada en farmabiología, y estuvieras metida en todos esos asuntos científicos.

—Has sido muy paciente.

—Me he sentido orgulloso. No todos los gobernadores tienen una esposa bella e inteligente.

Laura cogió otro sobre y reconoció la letra.

—Tenemos carta de Christopher. Escribe ya muy bien.

—¿Qué nos dirá?

—Está dirigida a ti, como de costumbre. ¿Quieres que…?

Él asintió. Laura abrió el sobre y leyó en voz alta:

Querido papá: Hoy quiero escribirte. Ahora ya sé nadar y bucear. También juego al béisbol y a otras cosas. Ahora los demás chicos se van de vacaciones a casa. ¿Cuándo iré yo a casa, por favor? ¿Puedes decírmelo? Dentro de poco aquí habrá muy pocos chicos. Yo quisiera verte cada día. Quizá tú vengas. Tengo buenas notas. Tu hijo,

CHRISTOPHER.

—¡Magnífico muchacho! —comentó Chris.

Rara vez hablaban de Christopher. ¿Qué podían decir? No tenían respuesta para la pregunta que les atormentaba. Laura sabía que Chris pensaba en el muchacho, si no constantemente, al menos a menudo. Christopher, por lejos que se encontrase, era como una presencia viva en la casa.

—¿Contestarás a la carta, Chris?

—Ocúpate tú de hacerlo.

—¿Qué pasará con las vacaciones?

—Indagué sobre eso al elegir la escuela. Hay un curso de verano en una especie de campamento. Muchos de los alumnos no vuelven a sus hogares por tener a los padres separados, o viajando, o por cualquier otro motivo. También hay militares cuyas esposas les acompañan gracias a que dejan a sus hijos donde están seguros y pueden continuar estudiando.

Laura guardó el pliego de papel en el sobre.

—Un día de estos, Christopher dejará de admitir mis excusas. ¿Cómo va a entender que estés siempre demasiado ocupado para escribirle?

—¡Por favor, Laura!

Ella lo miró, sorprendida por la angustia que había en su voz. Inmediatamente suavizó su actitud:

—Perdóname, Chris. Lo que ocurre es que nosotros lo trajimos a América, no lo olvides. Se encuentra en un país extraño, entre personas con las que nada tiene en común.

—Pasaremos las Navidades con él.

—¿De veras, Chris?

—¿Por qué no? Además, sola conmigo tú no serías feliz. Ya hemos dejado de ser dos.

—Eso únicamente se debe…

Chris cortó:

—Lo sé, lo sé. La culpa es exclusivamente mía.

—No iba a decir eso, sino que el niño está muy solo. Si hubieras decidido dejarle con su madre, me hubiese olvidado de él.

—¡Eso no podía hacerlo! ¡No podía dejar que creciera en ese cochino país…!

—Es el país de Soonya.

—¿Quieres que lo devolvamos allí?

—Si tú quieres, Chris, yo misma lo llevaré otra vez a Corea.

Chris dejó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor.

—¿Hablas en serio?

—¡Claro que sí! Debe tener alguien a su lado, Chris. Alguien que le quiera.

—Laura, consigues exasperarme. El muchacho está educándose, tiene comida y casa… Va a crecer en una nación donde no le faltarán oportunidades. Puede ser lo que desee. Haré cuanto esté en mi mano porque reciba lo mejor.

—Todo, excepto lo que más necesita, un hogar.

Chris estrujó la servilleta.

—¡Muy bien! Desisto. Le diré a Berman que me retiro. Pasaremos el resto de nuestras vidas cuidando del chiquillo.

—Eso sería definitivo. Tan definitivo que tendría como resultado el divorcio.

—¡Laura!

—Tú no estás hecho para vivir así.

—No puedo decir que la existencia que llevo me guste mucho.

—¿Dices eso por mí?

Habían discutido anteriormente, pero nunca de aquella forma. Laura miró los ojos de Chris, brillantes a causa de la ira, y notó que el corazón se le encogía. ¿Cómo iba a explicarle que ahora existía un problema mucho más profundo que el representado por Christopher? ¿Cómo decirle que la auténtica angustia se la producía la intolerable duda de que él no fuese exactamente como ella le había creído, que tal vez prefiriese eludir la verdad en lugar de enfrentarse a ella aceptando menos responsabilidades de las que debía exigirle su plena dignidad de hombre, lo cual significaría, por su parte, una falta de orgullo que Laura no podría soportar?

«No es leal mi postura —pensó—. Estoy midiéndole según mis propias exigencias. ¿Reconocería yo a un hijo mío si el hacerlo significara renunciar a mis ilusiones más queridas?»

En el caso de ella, «la ilusión más querida», únicamente podía ser Chris. Si de soltera hubiese tenido un hijo y hubiera tenido que ingresarlo en un orfanato, y hubiera estado segura que Chris no lo aceptaría nunca, ¿le habría confesado su existencia? ¿O, por el contrario, lo habría mantenido oculto para siempre?

Aquello no podía tener respuesta puesto que no había tal hijo.

Además, Chris no se exponía sólo a perder una persona, sino sus más elevadas ambiciones, unas ambiciones que no le afectaban exclusivamente a él. Era demasiado noble para ser egoísta; estaba demasiado bien educado. De sus antepasados cuáqueros había heredado la tradición del servicio. Deseaba el poder, sí, pero deseaba también ser un buen gobernador porque el pueblo tenía derecho a la honradez y la devoción de sus administradores. Desde que se hizo hombre, desde que abandonó la Facultad de Derecho, se concentró en la tarea de planear reformas y mejoras para el Estado. «Probándolas a nivel estatal —había dicho—, se logrará averiguar cómo podrían resultar un día para la nación.» Nunca añadía las palabras «cuando yo sea presidente», pero éstas se encontraban allí, enmascaradas en el silencio, y los dos lo sabían. La noche anterior, Chris se había levantado de la cama y estuvo yendo de un lado a otro de la habitación hasta que al fin despertó a Laura para que oyese su última idea respecto a la reforma fiduciaria.

Ella le había escuchado, admirando la vibrante voz, los expresivos ojos, las palabras unidas al pensamiento en una oratoria fuerte y persuasiva.

—Creo en ti con todas mis fuerzas, Chris —había dicho Laura.

Entonces él la estrechó entre sus brazos y, sumergidos en el torrente de su amor, amaneció antes de que se durmieran.

Y después, unas horas más tarde, se peleaban. Ella lo amaba, pero se daba cuenta de que había surgido una grieta. Chris no le había hablado de Soonya y esto era disculpable. Pero tampoco le había hablado del muchacho, y aquello era algo que, por una u otra razón, Laura no podía perdonar. Y es que Kim Christopher no tenía la culpa de haber nacido. No había venido al mundo por su voluntad. Por esto no le correspondía una vida oculta, secreta y vergonzosa, sino una existencia en la que le fuera dado ejercer su libertad de espíritu.

Sí, había surgido una grieta, pero Laura no iba a aprovecharse de ella. Simplemente, su marido había perdido estatura moral, pero seguía siendo todo lo que ella tenía.

—¡Chris, perdóname! Te amo tanto…

Él se suavizó.

—¡Bien sabe Dios cómo te quiero yo a ti! En mi vida sólo estás tú y nadie más. ¡No vivo más que por ti, cariño! Quiero que te sientas orgullosa de mí.

Dos pasos y la tuvo entre sus brazos.

—¡Perdón!

En la puerta sonó una voz y la pareja se separó. Berman estaba en el umbral, con el rostro enrojecido.

—Lamento interrumpir una escena de amor entre marido y mujer —dijo—. Esto es algo que en nuestros tiempos no suele verse.

Chris, riendo, se echó para atrás.

—¡Pero es totalmente legal! Pasa, Joe. Sírvele una taza de café, Laura. En realidad…

Chris se sentó otra vez a la cabecera de la mesa y su mujer ocupó, recobrada la compostura, su puesto en el otro extremo.

—En realidad, Joe, estábamos a punto de decidir cómo podía ayudarme mi esposa en la campaña. Siéntate.

Berman se acomodó entre ellos.

—Para eso precisamente he venido a verte. Ya tenemos organizadas a las mujeres en clubs y en grupos por el estilo. Y quieren oírla a usted, Mrs. Winters. Le arreglaré un programa de visitas lo más apretado que me permita comenzando con los grupos locales de aquí, de la ciudad, que más adelante irá extendiéndose por todo el Estado.

Laura se asombró.

—Lo que desean es oír a Chris, no a mí. ¿De qué voy a hablarles?

Berman le dirigió una sonrisa.

—A su marido lo reservaremos para los hombres. ¿Qué cosas le interesan a usted?

Chris volvió a reír.

—¡No le preguntes eso! Le interesan las más extrañas criaturas, los bichos del fondo del mar; plantas que son animales y animales que son plantas. Las mujeres creerán que fantasea, pero la escucharán.

Berman pareció desconcertado.

—¡Bromeas!

Laura acudió en su ayuda.

—Soy farmacólogo marino. No permita que Chris se burle de usted, Mr. Berman.

—Pero… yo creía que era usted modelo.

—También lo he sido. Así gané mi primer dinero al salir de la Universidad.

—Limítate en tus charlas a lo de modelo, preciosa —dijo alegremente Chris—. Es lo más propio. Y no te asustes, Berman.

—No estoy asustado —protestó el hombre—. A las universitarias puede usted hablarles de sus actividades científicas, Mrs. Winters, y a las otras de su trabajo como modelo.

—¿Y de mí cuándo ha de hablar? —preguntó Chris.

—De ti hablará en todos los lugares adonde vaya. Al elemento femenino le interesará saber qué tal marido eres, si ayudas a tu esposa a fregar los platos por la noche y si te gustan los niños…

Se interrumpió.

—Es una verdadera lástima que no hayamos tenido hijos —dijo Laura, imperturbable. Berman no debía ni siquiera sospechar que la situación había cambiado.

—Laura informará de todo eso a las curiosas —dijo Chris—. Cuenta con ella, Joe. Debemos empezar a ocuparnos de las mujeres. ¿Has hecho arreglos para que hable en el National Rotary?

—Todo está dispuesto.

Laura se levantó de su asiento y salió de la habitación con tanto sigilo que ninguno de los dos hombres se dio cuenta. Fuera, en el jardín, el verano llegaba a su apogeo. Los jardines, en la ciudad, eran algo precioso. En aquel pequeño espacio, Laura había plantado unos cuantos parterres, un rosal y una mimosa que se alzaba junto al muro que separaba su casa de la contigua. Una fuente, dos sillas de hierro blancas y una mesa redonda completaban la decoración.

Era extraño lo bien que Laura recordaba el paisaje de Corea: los grandes macizos de montañas desnudas que se alzaban sobre las calles de Seúl, los curvos tejados de los palacios, la multitud, las caras de los niños como Kim Christopher, que sus ojos habían aprendido a buscar y a distinguir.

Se sentó en una de las sillas de hierro. De pronto, en las ramas de uno de los plátanos de la calle, un pájaro lanzó al aire sus trinos, Laura apenas lo oyó. Sus pensamientos se encontraban muy lejos. En la actualidad, la vida de aquella antigua ciudad de Seúl, la fuerte y vieja vida tradicional del pueblo de Corea, se enfrentaba con la pujante y extraña existencia de los jóvenes norteamericanos. Inesperadamente, el recuerdo del teniente Brown acudió a la memoria de Laura.

Un rostro siempre tenso a causa del dominio que el muchacho ejercía sobre sus propios instintos sexuales. Aquel autodominio probablemente producía en él un agotamiento mucho mayor que el que le hubiera ocasionado una vida licenciosa. ¿Quién podía decirlo? ¿Cómo iba Laura a culpar a Chris, a su apasionado, vehemente y alegre Chris, a quien no podría haber amado tan profundamente de haberse parecido al teniente Brown? ¿Cómo podía acusarle por haberse enamorado durante algún tiempo de una mujer tan bella como Soonya?

Oyó que la puerta delantera se cerraba de un portazo, como la cerraba siempre su marido y comprendió que Berman se había marchado. Entonces Laura se levantó, fue hacia Chris y se le colgó del cuello.

—Te ayudaré en lo que pueda —dijo.

Cuando Laura se apeó del taxi y entró en el vestíbulo del «The Towers» caía una ligera lluvia de verano que seguía a una fuerte tormenta. Laura empezaba a acostumbrarse a aquellas reuniones de mujeres que solían celebrarse en los lugares más distinguidos. Aquel día era en el enorme apartamento de Mrs. Henry Allen.

Laura ya no sentía miedo, y apenas un poco de timidez. Le gustaba el viejo Henry Allen tanto por su modo de ser como por lo que hacía por Chris. Lo consideraba una fuente de fortaleza para su marido y para ella, alguien en quien podía confiar, aunque no le hubiera dicho nada. A Mr. Allen le agradaba Laura y la trataba con paternal delicadeza. El anciano tenía seis hijos varones y aunque respetaba a sus nueras, echaba de menos una hija. Laura se encontraba a gusto con Mr. Allen porque advertía en él una comprensión nada corriente en los demás hombres. Comprensión que no supo proporcionarle su propio padre, un profesor de Universidad perteneciente a la vieja escuela, amable, pero que se olvidaba con facilidad de sus hijos y cuyo interés por la literatura finalizaba en la época isabelina. A Laura también la confortaba la rectitud moral de Henry Allen. Con él no había peligro de ser molestada con alguna de esas furtivas caricias a que son tan aficionados los viejos.

Laura entró en el ascensor y subió hasta el piso dieciocho. Se abrió la puerta y Henry Allen se adelantó a recibirla.

—Pase, Laura —dijo—. Ya está aquí toda la vieja guardia femenina: las mujeres de los banqueros, de los acumuladores de oro de ascendencia cuáquera, como yo. No soltarán ni un centavo, a no ser que no tengan más remedio. Debemos conseguir que no lo tengan. Hágales comprender que un neoconservador, un hombre dinámico e inteligente como Chris puede salvar a la nación de los peligros que más temen, de lo que ellas llaman «la amenaza comunista». Ya sabe cómo lograrlo. Abrirán sus corazones y sus bolsos a los jóvenes de derechas de los que Chris es el representante más destacado y progresista. Esa vieja que hay debajo del inmenso sombrero rojo podría, si quisiera, hacerse cargo de los gastos secundarios de campaña. Necesito que lo haga para que me sea posible dedicar mi aportación a las giras de Chris. Ya sabe, un recorrido por el Estado para hablar a los campesinos y visitar las capitales de condado. Y más tarde, quizás un viaje alrededor del mundo que aumente su prestigio. En esta época, todos los hombres importantes necesitan hacer un gran viaje.

Laura siguió al hombre al lujoso y enorme salón donde un centenar de damas esperaban, sentadas en pequeñas sillas doradas. Laura se sometió con calma a la general curiosidad sonriendo lo suficiente, sin exageración. El hecho de haber sido modelo la ayudaba mucho. La apostura, la actitud, la presencia, todo ello le resultaba más fácil de conseguir debido a la práctica. Y conocía aquel tipo de mujeres. No debía suscitar sus celos mostrándose excesivamente segura de sí misma. Tenía que abordarlas con una modestia atractiva y juvenil, y estar dispuesta a hablar de sí misma sólo como esposa de un político en alza. Al finalizar su corto discurso —era demasiado discreta para extenderse—, dejaría tiempo para que le hiciesen preguntas, pues por medio de unas respuestas sería más fácil concretar los puntos de interés.

Mrs. Allen, una amable y corpulenta señora con un vestido de seda gris, se levantó para presentarla.

—A las mujeres nos gusta saber cómo es la esposa de un candidato, ¿verdad? Y no sucede a menudo que resulte tan agradable de presentar como la que hoy nos visita, Mrs. Chris Winters. Muchas veces habrán ustedes visto su retrato reproducido en nuestros periódicos, porque es una joven que se toma muy en serio el trabajo de su marido y lo acompaña a todas partes. Pero la mayor parte de nosotras la vemos hoy por primera vez tal como es, en persona.

Diplomáticamente, Mrs. Allen omitió toda referencia a las actividades de Laura como modelo. En el mundo de la moda había algo que no acababa de ser completamente sólido.

—Así, pues, aquí tienen ustedes a nuestra futura primera dama.

Laura se levantó, sonriendo tímidamente. Y no era la suya una timidez simulada.

—Trato de hacer ver que estoy acostumbrada a estas cosas —dijo—, pero la verdad es que no estoy acostumbrada a ellas en absoluto. Vivo una vida tranquila. En realidad, los dos, mi marido y yo, vivimos así. Yo he venido hoy aquí porque mi esposo me ha rogado que supla su ausencia, pues tiene muchos compromisos en otros lugares. A él le hubiera encantado estar aquí, pero no le ha sido posible. Apenas se me ocurre cómo empezar. Quizá lo mejor sea que les explique cómo es Christopher Winters. Mide un metro ochenta y ocho y tiene los ojos azules, que cuando está interesado en lo que habla, o simplemente cuando se enfada, le brillan de forma extraordinaria. Juega muy bien al tenis y es un excelente esquiador y un buen jinete. A los dos nos gusta montar. A él le apasiona el golf, pero a mí no. Estudió en Harvard y se licenció con honores en Economía. Desempeñó su primer empleo en un importante Banco de Nueva York, en el que estuvo hasta que creyó que comprendía el dinero y sabía cómo utilizarlo, cómo prestarlo en calidad de crédito a empresas comerciales. Entonces volvió a Harvard para graduarse en Derecho. Cumplió sus deberes militares en Corea y después de eso… Bueno, actualmente pertenece a una acreditada firma legal de esta ciudad. Así es la parte externa de mi marido. En casa es…

Laura vaciló e inclinó, pensativa, la cabeza. Luego miró a sus oyentes con una sonrisa.

—¿Cómo puedo contarles cómo es en casa? No tenemos hijos. Nos gustaría tenerlos. Mi marido sería un excelente padre, estoy segura. Es amante de la disciplina, conservador, lógico y justo, siempre justo.

Hizo una nueva pausa. De pronto, ante ella se alzó la imagen de Kim Christopher. No, en aquellos instantes no debía pensar en él. Se apresuró a continuar:

—Políticamente, mi marido representa lo mejor de los Jóvenes Republicanos; o, al menos, eso pienso yo y también una gran cantidad de gente.

Laura siguió hablando, hábil en su aparente torpeza. Advirtió que las mujeres la escuchaban cordialmente. Ella era honrada, quería serlo, y hubiera deseado poder hablar de Kim Christopher, pero se daba cuenta de que no tenía derecho a decir lo que Chris no diría. Acabó su discurso y escuchó las preguntas con paciencia y cierta admiración. Y es que las preguntas demostraron que aquellas mujeres eran inteligentes y listas a pesar de haber vivido unas existencias cómodas y sin problemas. Conocían su ciudad y su Estado, y cuando llegara la ocasión de que tuvieran que ampliar sus conocimientos a la nación y al mundo, aprenderían. Sin saber por qué, Laura recordó una historia que su padre le había contado al regreso de una temporada de estudios en China. El hombre le había dicho:

—Los campesinos chinos no saben leer ni escribir, pero son civilizados e inteligentes. Hasta hace unos años no conocían más medios de transporte que los carros tirados por mulas. Después se tendieron las primeras líneas férreas y los campesinos montaron en el tren con un gran aplomo, llevando sus productos en cestas colgadas de pértigas de bambú. Ahora empiezan a tener aeroplanos, y, sin asombro ni vacilaciones, vuelan, como le he visto hacer a un chino ya viejo, con media docena de gallinas atadas por las patas. Cuando estuvimos en el aire, el hombre encendió su pipa de bambú y se puso a mirar por la ventanilla como si se hubiera pasado toda la vida viajando en avión. Sin embargo, mi intérprete me dijo que era su primer viaje en algo más rápido que un burro. Ni siquiera el ferrocarril había llegado a aquella parte de China.

Laura se imaginaba a aquellas elegantes damas de pelo blanco, cuyo mundo era la cómoda y opulenta ciudad donde habían nacido y vivido, pasando del mismo modo que aquel viejo chino al mundo sobre el que Chris esperaba presidir.

Una hora más tarde, Laura concluyó:

—Y creo que esto es todo. Me ha encantado encontrarme entre ustedes. He aprendido mucho de sus preguntas. Gracias, señoras.

Se volvió y fue a sentarse, pero Mrs. Allen le puso una mano en el brazo.

—Un momento, querida, deseo presentarla otra vez. Amigas, han conocido ustedes a Mrs. Christopher Winters, esposa de nuestro próximo Gobernador…, sí, sí, amiga mía, estoy segura de ello… pero ahora quiero que conozcan a otra joven. Aquí tienen también a la doctora Laura de Witt, la distinguida científica que trabaja con dos de nuestros más grandes especialistas en el campo de la farmacología marina. Y si no saben lo que es eso, no se preocupen. Yo tampoco lo sabía y tuve que buscar la palabra en un diccionario. Es la ciencia que trata de los nuevos medicamentos existentes en las plantas y en los animales del mar. ¿Es así, querida?

Laura se sintió un poco confusa, pero las damas aplaudieron cálidamente y se levantaron para ir a tomar una taza de té o un cóctel. Nadie le preguntó qué era en realidad la farmacología marina, y ella evitó con destreza el tema mientras mantenía una taza de té en equilibrio sobre la rodilla y comía un canapé de caviar.

No obstante, cuando estaba ya a punto de irse, se detuvo en la puerta.

—No ha debido usted decir a qué me dedicaba —dijo a Mrs. Allen—. Me temo que de ahora en adelante ya no les resultaré simpática.

—Querida, ya es hora de que las mujeres comencemos a enorgullecemos de nuestras compañeras de sexo que tienen cerebro —replicó Mrs. Allen con decisión.

Después besó a Laura en la mejilla, abrió la puerta y la dejó marcharse.

Querido Papá —escribía Kim Christopher—. La semana que viene es el 4 de Julio. Gran día. Los padres van a venir, y también las madres. Eso dicen. Por favor, ven a ver los cochetes. Tu amante hijo,

CHRISTOPHER WINTERS

Laura entregó la carta a Chris. Él la leyó.

—¿Ha llegado hoy?

—Sí. ¿Te preparo un cóctel?

—Sí, haz el favor. El día 4 no podremos ir porque he de pronunciar un discurso en la capital del Estado. Y por la noche se celebra la cena de los cien dólares. Tendrás que acompañarme. ¿Qué es eso de los «cochetes»?

—Cohetes, supongo. Fuegos artificiales.

—¡Ah, sí! Es una lástima, pero… Bueno, ya te dije que iríamos para las Navidades.

—Aquí tienes tu cóctel.

«Al niño le parecerá que las Navidades están muy lejos de julio», pensó Laura. Pero ya se habría acostumbrado a la situación. Al menos esto quería creer ella.

La campaña estaba en pleno desarrollo. Laura admiraba de veras a Chris y deseaba mitigar sus pequeñas e intolerables dudas dedicándose a una frenética actividad. Chris pronunciaba un discurso tras otro. La gente cada vez esperaba más de él. «Es un hombre lleno de coraje», decían. Se enfrentaba a los asuntos sin resolver, buscando soluciones a los conflictos más graves, estudiando los problemas de los países asiáticos donde tenían su origen la mayor parte de los problemas internacionales. Nadie sabía, ni siquiera el mismo Chris, lo desesperadamente que Laura deseaba que su marido también se enfrentase con valentía y coraje con problemas familiares. En su mente se conservaba vivo el recuerdo de Grover Cleveland, el cual, siendo candidato a la Presidencia, había admitido la verdad acerca del desdichado muchacho al que llevaba años manteniendo. ¿Era Chris menos hombre que Grover Cleveland? Laura hubiera dado su vida por que no lo fuese.

—Después de las elecciones me gustaría hacer un viaje alrededor del mundo —estaba diciendo Chris—. Quizá durante las vacaciones de Navidad. Tengo un tiempo muerto. Podríamos aprovecharlo.

—Pero si el día de Navidad lo pasaremos con Kim Christopher…

—Desde luego. Lo prometí.

Mientras Chris hablaba, el pensamiento de Laura no dejaba de trabajar. Faltaban diez días para el 4 de julio. El doctor Wilton le había suplicado que fuese al laboratorio para examinar un nuevo microorganismo marino que había conseguido cultivar en sus tanques experimentales.

Necesito de su aguda visión y de su rápida mente —le escribió Wilton—. Este pequeño animal —¿animal?— es un auténtico comedor autoimpulsado. Al mismo tiempo —¿vegetal?— contiene clorofila y fotosintetiza. Puede resultar un espléndido catalizador de agentes anticancerígenos. Por lo menos esto espero y por ello rezo.

—Chris —dijo Laura, mientras se tomaban los cócteles—. ¿Te importará dejarme libre uno de estos días para ir al Laboratorio Wilton? Él cree haber encontrado algo nuevo.

—Claro que no me importará.

Chris lo dijo tan rápida y espontáneamente que Laura se calló su segunda petición. Había estado a punto de pedirle que la dejase libre un día más para ir a ver a Christopher, puesto que no podrían visitarle el día 4. No, era preferible no decir nada. Quizá cuando estuviera en el laboratorio, inclinada sobre un microscopio, la cosa no le pareciera tan urgente.

—Gracias, Chris —dijo.

—Es una pequeña correspondencia —repuso él—. Muy pequeña, ya lo sé. Henry Allen me ha dicho que la otra tarde te ganaste a un montón de mujeres. Les gustaste mucho, cariño. Tienen más sentido común del que yo les concedía.

Se acercó a ella y la besó larga y apasionadamente. Seguía encontrándola excitante.

Una semana más tarde, Laura pasó dos días en el laboratorio, disfrutando, después de tantos meses, las delicias de la comunión con unas mentes como la suya. Y se sintió aún más complacida porque pudo reconocer al microscopio los nuevos organismos como un tipo de dinoflagelados que antes había visto, aunque no analizado, en una masa de plancton del mar de los Sargazos.

—Tiene usted un cerebro inexorable —gruñó el doctor Wilton—. Claro que recuerda haber visto esa cochina cosa. Aunque la hubiera visto en su infancia se acordaría… ¿Es que nunca se olvida de nada?

El doctor Wilton era mayor que ella; un hombre delgado y con gafas, sin ningún rasgo especialmente distintivo, muy masculino. Por ello, su colaboradora se limitó a sonreír.

El día siguiente, mientras conducía hacia New Hampshire, Laura pensó que tal vez una de sus mayores dificultades actuales estribara, precisamente, en que nunca olvidaba nada. Por consiguiente, recordaba cada minuto pasado junto a Kim Christopher y no podía borrar de su memoria las distintas expresiones de su atractivo rostro, ni su desilusión al enterarse de que no iba a vivir con su padre, ni su valiente silencio, ni el brillo de las lágrimas en sus ojos. No, el trabajo de los dos días últimos no había hecho que Laura relegara a un rincón de su cerebro las urgentes necesidades del muchacho. Y por su incapacidad para olvidar, la noche anterior, por vez primera en su vida, había mentido consciente y voluntariamente a Chris.

—Chris —le había dicho por teléfono—. No volveré a casa mañana, como había planeado. Voy a quedarme aquí dos o tres días más.

—¡Se te hará tarde para la cena del día 4! —exclamó él.

—Y al día siguiente estarás agotada.

—No, no te preocupes. Llegaré, como máximo, a medianoche del 3. Y puede que incluso llegue el día 2.

—Y al día siguiente agotada.

—Y al día siguiente no estaré agotada.

Chris tuvo que claudicar ante el inexorable buen humor de su esposa. Se despidieron con las habituales palabras de amor.

Ahora, después de una larga jornada de conducir a solas, Laura se daba cuenta de lo acertado de su decisión. Había concluido su tarea en el laboratorio y había dejado a sus colaboradores un breve y claro resumen de sus conclusiones. Con la paz espiritual que le producía la labor acabada y bien hecha, volvió su atención al asunto de Kim Christopher. Lentamente, en el transcurso de las horas, llegó a la conclusión de que la cosa no podía seguir pendiente por tiempo indefinido. O el muchacho se iba a vivir con ellos como hijo de Chris, o ella lo llevaría otra vez a Corea junto a su madre, si conseguía la aquiescencia de su marido. Tranquilizada ya por esta decisión, al atardecer llegó a la «Escuela Waite» para muchachos. No había anunciado su llegada a propósito. Quería ver a Christopher sin la excitación producida en él por la espera. Deseaba encontrarlo donde el muchacho estuviese, jugando o cenando. Se detuvo ante la puerta del edificio principal, una estructura colonial de madera pintada de blanco con postigos verdes y llamó. Un muchacho mayor que Christopher le abrió.

—¿Está el doctor Bartlett? —preguntó Laura.

—Creo que aún está en su despacho, pero lo más probable es que dentro de poco salga para su casa.

—¿Puedes llamarlo, por favor? Dile que Mrs. Christopher Winters desea verlo.

Llevaba unos momentos esperando en el vestíbulo cuando vio avanzar hacia ella al doctor Bartlett, cuyas largas y rápidas zancadas correspondían a la sorpresa que resultaba evidente en su rostro.

—¡Mrs. Winters! —exclamó—. ¿Ocurre algo malo?

—No, sólo que se me ocurrió pasarme por aquí a ver cómo está Christopher.

—Muy bien; está muy bien —dijo el hombre—. Pase. Mandaré a por él.

—¿No puedo ir yo en su busca? Me gustaría cogerlo desprevenido.

Localizaron al niño en la biblioteca, que a aquellas horas no tenía más ocupante que él. Allí, en un asiento junto a la ventana, aprovechando los últimos rayos del sol, leía un gran libro.

—Christopher, aquí tienes una sorpresa —anunció el director.

El chico levantó la cabeza. Laura advirtió inmediatamente que estaba mucho más delgado que antes. Pero cuando Christopher se puso de pie, comprobó que también estaba mucho más alto.

—¡Has venido a verme! —exclamó el muchacho sin aliento.

Con gran consternación de Laura, el muchacho vaciló y, apoyando la frente contra su hombro, se echó a llorar. Ella lo estrechó entre sus brazos y dirigió una mirada de reproche al sorprendido doctor Bartlett.

—¿Es que Christopher se siente desgraciado? —preguntó.

Fue el muchacho quien contestó. Miró a Laura y sonrió entre las lágrimas que humedecían su rostro.

—Ahora soy feliz —dijo—. Has venido a verme. Gracias.

—Últimamente parecía contento —explicó el director—. Como es natural, está pasando aún por un estado de depresión. Hay que tener en cuenta que el nuestro es un país extraño para él y que, en cierto modo, incluso usted y Mr. Winters continúan siéndole desconocidos.

No habían puesto al doctor Bartlett en antecedentes acerca de la verdadera identidad del muchacho, y si bien el caso debió de resultar claro a los ojos de un director de escuela perspicaz, no se hicieron preguntas y no fueron necesarias respuestas. ¿Debía Laura contarle la verdad más tarde, cuando se encontraran solos? El doctor Bartlett siguió hablando:

—No debe usted tomar demasiado en serio esas lágrimas, Mrs. Winters. He estado varias veces en Asia, y poco después de la guerra pasé algunos meses en el Japón. Recuerdo que los orientales no consideran una vergüenza que un hombre llore. Se toma más bien como muestra de sensibilidad y de ternura. Y nuestro Christopher posee ambos atributos. Aunque quizás, además, tenga también problemas.

—Ya hablaremos de eso —repuso Laura resueltamente—. Mientras tanto, ¿puede usted conseguirme alojamiento para esta noche?

—Desde luego, ocupará usted nuestro mejor cuarto de invitados. Christopher, ¿no te parece que debes acompañarla al dormitorio del ala Este? Después pueden ustedes bajar a cenar. Dispondré que le suban la maleta, Mrs. Winters. Ahora la dejo con el muchacho. Después de todo, es a él a quien ha venido usted a ver.

El doctor Bartlett los dejó y Laura, al ver que Christopher no se consideraba demasiado crecido para ir cogido de su mano mientras recorrían el pasillo atronado por el ruido que producían multitud de muchachos, se sintió emocionada. Doblaron por otro corredor, a la derecha, y al cabo de un momento Christopher abrió una puerta y detrás de Laura pasó a la habitación, que era bastante espaciosa y muy agradable, adornada con unas cortinas de cretona y unos visillos de organdí blanco. Laura se sentó en una mullida butaca y, extendiendo la mano, atrajo hacia sí a Christopher.

—Ahora déjame que te vea —dijo—. Has crecido, pero estás muy delgado. ¿Comes bien?

El muchacho asintió con una inclinación de cabeza mostrándose repentinamente tímido. Laura vio con sorpresa que sus ojos volvían a estar llenos de lágrimas. Permaneció callada, haciéndose cargo de la tensión interna, de la inseguridad que en el chiquillo mantenía las lágrimas tan cerca de la superficie.

«Pero esto no debe seguir», pensó.

—¿Cuándo vendrá mi padre? —preguntó el muchacho.

—Ya vendrá —replicó Laura, con firmeza—. Puedes estar seguro de que para Navidad estará aquí. ¿Sabes lo que es la Navidad?

Christopher dijo que sí con la cabeza.

—Pues tu padre vendrá entonces —repitió Laura—. Ahora dime…

De pronto se le ocurrió una idea. Soltó la mano del chico y le indicó un asiento cercano.

—¿Sabes esquiar?

—Sé lo que es —contestó él sentándose—. Pero no sé hacerlo.

—Entonces tienes que aprender. Tu padre es un magnífico esquiador. Es su deporte favorito. En Navidad, cuando vengamos, habrá nieve y nos gustará ir a esquiar a las montañas de por aquí. Todos los chicos del colegio saben esquiar, estoy segura. Y tú lo harás estupendamente, como tu padre. ¿Te gustará?

Él asintió otra vez con los ojos cada vez más brillantes. Laura se sintió reconfortada.

Prosiguió:

—Dejaré dicho que te dé clase un buen profesor de esquí y encargaremos los esquíes y el resto del equipo.

—¿Tú también esquías?

—Sí, aunque no tan bien como tu padre.

Continuaron charlando y al cabo de una hora sonó el gongo que anunciaba la cena y los dos se dirigieron al comedor. Una vez allí, Laura, al ver al niño sentado en otro sitio, charlando con los demás y comiendo animadamente, decidió no revelar el secreto que Chris deseaba mantener oculto. La lealtad hacia su marido estaba antes que nada.

Aquella noche acompañó a Christopher a una representación escolar, una comedia acerca de la vida del colegio en la que los actores eran los alumnos. Al volver, se separó de Christopher en la puerta. Recordando lo a menudo que durante la velada había visto reír al muchacho, le dio las buenas noches con facilidad, sintiéndose tranquila.

—Desayunaremos juntos —dijo—. Después tendré que volver junto a tu padre.

La animación se desvaneció del rostro de Christopher.

—Buenas noches, mamá.

Hizo una pequeña inclinación y se alejó. Laura le vio marcharse por el pasillo. Cuando desapareció de su vista, se metió en su cuarto y cerró la puerta.

—Es muy sencillo. Me he sentido obligada a visitar a Christopher para averiguar si es lo suficientemente feliz como para que mi conciencia pueda descansar, al menos de momento, ya que aún no hemos resuelto nada definitivo. ¡Y tú lo sabes, Chris!

El día anterior Laura había llegado a casa tarde, cerca de medianoche. Chris la esperaba en la sala, rodeado de periódicos. Ahora, a punto de acostarse, recién bañada y con su salto de cama de seda rosa, se hallaba sentada junto a su marido en una de las hamacas de la terraza de arriba. En la mano tenía un refresco que Chris le había llevado.

—Si empiezas a marcharte por ahí sin advertirme, no sé qué voy a hacer —dijo él, preocupado—. Podrías haber sufrido un accidente de coche y yo no hubiera tenido ni la más remota idea de dónde localizarte. Probablemente, no dejaste dicho adónde te dirigías ni siquiera en el laboratorio. No, estoy seguro de que no lo hiciste, porque el doctor Wilton llamó esta mañana para hablar contigo. Si llega a llamar anoche, antes de que tú me telefonearas, me hubiera asustado muchísimo. En estos días se producen montones de accidentes. No tienes derecho a angustiarme, Laura.

—Ya sé que debí haberte dicho adonde iba, pero tenía que obrar por mi cuenta. Necesitaba ver al muchacho.

—¿Por qué?

—No podía olvidarlo.

—¿Acaso puedes ahora?

—No del todo… No hasta que sepa de una vez qué vamos a hacer con él.

Chris exhaló un profundo suspiro.

—¡Si al menos no se pareciese tanto a mí!

—Pero se parece. Y tarde o temprano tendremos que enfrentarnos con la verdad. Así debe ser y así será.

—Más adelante, cuando alcance mi meta…

—Más adelante será peor. ¿El gobernador? ¡Un escándalo! ¿Presidente? ¡El escándalo del siglo! Desengáñate, Chris, no puedes conservar el pastel y al mismo tiempo comértelo. No puedes tener a ese muchacho alejado de ti para siempre. Llegará un momento en que te verás obligado a decidir si la fama te importa más que tu hijo.

«Y si es así —pensó Laura, en silenciosa agonía—, entonces será menos hombre de lo que creía. No puede creer sinceramente lo que dice acerca de los valores humanos, y al mismo tiempo, vivir mintiendo.»

Chris se irritó.

—Ésta no es la alternativa —replicó—. Claro que deseo un hijo. Siempre lo he deseado.

No captó la crispación en el rostro de su mujer y siguió hablando sin darse cuenta de la pasión que ponía en sus palabras.

—En circunstancias normales, si yo fuese un hombre corriente, aceptaría a mi hijo y declararía ante todo el mundo mi paternidad. ¿Fama? La fama no me importa ni poco ni mucho. En la actualidad cualquier imbécil puede conseguirla. Basta con quitarse la ropa y ya la tienes.

Se volvió y miró a Laura, que vio aumentar la ira de su marido.

—¿Es posible que tú, mi mujer, no me comprendas?

—Deseas el poder, Chris —dijo Laura suavemente—. Lo deseas, y cuando lo consigas lo utilizarás bien, seguramente mejor que nadie. Y también disfrutarás de esa sensación de poder. Nada de eso es malo. Sólo que…

—¡Laura! —exclamó él con viva impaciencia—. ¿Es que tengo que explicártelo a ti, precisamente a ti? Quiero ser gobernador del Estado porque deseo ser un buen gobernador para el pueblo, no para beneficiarme yo, sino para corregir los males existentes. Si es posible, y deseo que lo sea, un día seré presidente de los Estados Unidos, y no por la fama, sino porque también en la nación veo fallos que creo poder subsanar. Lo digo con humildad, y necesitaré la ayuda de muchas personas, empezando por la tuya, Laura…

La voz de Chris se había tornado otra vez áspera. A Laura se le hizo difícil soportarlo.

Después de un breve silencio, Chris prosiguió con intensa emoción:

—Creo en mí mismo. Sé que mis motivaciones son buenas. Quiero dejar una huella de grandeza en mi tiempo y lo haré. Porque he encontrado algunos remedios y soluciones prácticas. Ahora, lo repito, ¿debo renunciar a todo esto, a mí mismo, a cuanto está en mi mano hacer por el país, porque cometí un error en Corea?

Se sentó de lado en la hamaca buscando con la mirada, a la luz de la luna, los ojos de Laura. Pero ella tenía el rostro escondido entre las manos y temblaba mientras aquella voz magnífica seguía hablando sólo para ella.

—En aquel tiempo era soldado y estaba seguro de que iba a morir. Esto hace que uno olvide sus raíces y deje de identificarse con ellas. La miseria me rodeaba. Me sentía separado de ti por una vida, por un mundo. Necesitaba desesperadamente que alguien me diera un poco de calor humano. En esto no era distinto de mis compañeros, pero intentaba permanecer alejado de las mujerzuelas que se movían a nuestro alrededor. De no haber conocido a Soonya, hubiera continuado solo. Ella también estaba sola. Y aunque la conocí en un baile, no era una prostituta. Según me has dicho, sigue sin serlo, a pesar del negocio que dirige. Tú misma has podido advertir sus cualidades. Lo que sentí por ella no tuvo nada de deshonroso. Fue algo juvenil, inconsistente, irresponsable, pero no deshonroso. No era nada, absolutamente nada, comparado con mis sentimientos hacia ti.

Laura asintió en silencio. De aquello había estado segura desde el principio, y en todo instante lo encontró consolador. Pero aún no podía mirar a Chris porque el torbellino de su corazón la abrumaba.

—Bueno, así nació el niño —prosiguió Chris—. Era lo último que yo deseaba. Me sentí asustado y culpable. Admito que hubo un momento en que me satisfizo la maravillosa sensación de haber engendrado un hijo. Sin embargo, nunca consideré que fuese de verdad mío. Ni se me ocurrió traerlo aquí. Nació en Corea, pertenecía a Corea. Y más tarde me dije, tal vez para mitigar mi sensación de culpa, que era conveniente que Soonya tuviera alguien de quien cuidar, puesto que yo iba a dejarla para regresar a casa.

Durante un minuto, ninguno de los dos habló. Después Chris dijo suavizando la voz:

—Todo esto es muy desagradable para que otra mujer lo comprenda, Laura. Por eso no me atreví a decírtelo cuando volví a casa. Y te amaba tanto, eras tan hermosa, tan inteligente y tan adorable, que la muchacha coreana y el niño se desvanecieron. A Soonya no le había prometido nada. Estábamos en paz: lo pasado, pasado. Cuando pensaba en el niño, cosa que ocurría pocas veces, lo consideraba de ella, no mío. ¿Cómo iba a saber que ella lo consideraba sólo mío y que, según la ley coreana, yo era responsable de él? Pero nuestro pueblo no admitiría nada de esto en un hombre que aspira a ser gobernador… y algún día presidente de los Estados Unidos. La gente es dura. Sé hasta dónde puede llegar su crueldad y su injusticia. ¿Debo renunciar a vivir una existencia útil exponiéndome a esa crueldad y a esa injusticia? No estoy dispuesto a hacerlo. No quiero arruinar mi existencia, porque eso significaría arruinarla también para la comunidad. ¿Vanidad? No, dedicación.

Laura lo escuchaba atentamente. Pero se daba cuenta de que Chris no hablaba sólo para ella. Estaba exponiendo su caso ante un tribunal invisible: el pueblo, la nación, el mundo, o quizá, simplemente, la vida.

Laura comprendió, pero no dijo nada porque nada podía decir. Se levantó, fue hacia él y, arrodillándose a su lado, apoyó la cabeza en su pecho. Bajo la mejilla notó los fuertes y rápidos latidos del corazón de Chris.

Los meses transcurrieron en un caleidoscopio de brillantes días y noches, de horas de cansancio tan exhaustivo que Laura a veces creía encontrarse en una tierra desconocida, entre personas extrañas cuyo idioma no conocía. Tenía el rostro rígido de tanto sonreír y la mano magullada de estrechar los centenares de manos que se extendían hacia ella, mientras su cuerpo esbelto se tornaba cada vez más frágil a causa de la pérdida de peso producida por la fatiga. Era una vida que nada tenía que ver con la Vida. Chris y ella eran actores, acróbatas, comediantes. Laura debía cambiarse constantemente de ropa porque las fotografías dejaban anticuado un traje en una noche, en una hora. Chris no acusaba el cansancio. Estaba excitado, sostenido por la exaltación, por una especie de sentido misional. Mientras se esforzaba en convencer al pueblo de que él estaba predestinado a ser su líder y su gobernador, se convencía también a sí mismo, más plenamente aún, de que ningún otro hombre podía servir a la comunidad tan bien como él.

Los tiempos eran críticos. Tensiones entre diversos países, guerra en el sudeste asiático y una pugna entre las naciones más poderosas creaban una viva preocupación allí, en los Estados Unidos. Laura pensó que la tensión era el fuego que consumía a las naciones. Una llamarada en cualquier remoto lugar enviaba chispas flamígeras a todas partes, y aquellas chispas producían nuevos incendios y conflagraciones en los puntos más alejados.

—Chris —suspiró una noche Laura—. Los tiempos son malos. Me gustaría que hubiésemos nacido en otra época.

—¡Tonterías! —rechazó él con voz firme—. Ésta es la época más apasionante que ha existido nunca.

—Las posibilidades, desde luego, son enormes —concedió Laura—, pero muy condicionadas: si la gente hace esto, si la gente hace aquello…

—No pienso dejar las decisiones en manos del pueblo. Intento guiarle, paso a paso, hasta donde quiero que llegue.

—¿Dónde?

—Hemos tenido ya todos los grupos disociadores que necesitábamos: sindicatos, hermandades, grupos nacionales, grupos raciales…, cada cual por su lado. Las gentes se olvidan de ser norteamericanas. ¡Al cuerno con la nación, mientras nosotros logremos beneficios! Fíjate…

Levantó un dedo con un gesto doctoral y dirigió a Laura una animada sonrisa.

—Cuando me encuentre en el sillón de gobernador, verás en acción a un dictador benevolente.

—A Berman no le gustaría que dijeras eso en público —repuso sonriendo Laura.

—Hay momentos en que conviene hablar y otros en los que resulta mejor callarse. No voy a ser tan estúpido como para hablar antes de tiempo. Mantendré los principios del patriotismo ahora y haré las definiciones después, cuando haya ganado la batalla.

Al acercarse los últimos días, lo que más temían eran las murmuraciones que pudieran circular por lugares donde ellos no pudieran combatirlas. De algún lugar de su fabulosa memoria, Laura extrajo el recuerdo de una historia que su padre le había contado sobre el presidente Harding, de quien sus enemigos habían hecho circular la especie de que tenía sangre negra. De aquello hacía dos generaciones, y, sin embargo, el prejuicio contra la mezcla de sangres continuaba tan violento como siempre. Era cierto que Harding había sido elegido, pero con una sombra sobre él, fuese o no cierto el rumor. Y Grover Cleveland, después de reconocer a un hijo ilegítimo también fue elegido. Pero las murmuraciones sobre Chris, si existían, serían doblemente explosivas, porque se referían simultáneamente a los dos prejuicios. Laura, sobre ascuas, no volvió a visitar a Kim Christopher, y únicamente le envió postales sin firmar por miedo a que algún periodista suspicaz estableciese alguna conexión entre ellos.

Los días otoñales les acercaban a noviembre. Comenzaron a producirse las primeras heladas. Los árboles se volvieron rojos y amarillos y en seguida fueron perdiendo sus hojas a impulso de los gélidos vientos. Laura descubrió que en Chris se estaba produciendo un cambio alarmante. Se pasaba los días enteros con Joe Berman. Al fin, ella expuso sus temores.

—Chris, ¿pasa algo malo?

—No —replicó él escuetamente—. Se trata de la maquinaria. Había decidido ignorarla y más tarde combatirla. Pero ahora me encuentro con que, si quiero ser elegido, tengo que utilizarla. Y cuanto más avanzamos, más fea se pone la cosa.

—¿Qué dice Berman?

—Lo que viene diciendo desde el principio: que hay que otorgar puestos de favor y ceder contratos a los hombres que han ayudado. La gente hace ya cola para la gran cena final, en la que el cubierto costará un mínimo de mil dólares. Y los que están dispuestos a dar más ya tienen extendidas las manos para conseguir los lugares preferentes. No sé por qué, creí que no me sería necesario capitular, pero me equivocaba. Y estoy demasiado furioso para abandonar. Mientras tanto, ya sabes el examen a que estoy siendo sometido: mi religión, mi moral, mis escapadas del colegio, mis asuntos comerciales, el coste de la campaña electoral… Todo lo ponen bajo el microscopio y lo analizan con la suspicaz mirada de los enemigos políticos. Nuestro país sólo se porta decentemente durante las guerras a gran escala. ¿Quieres provocar una para mí, Laura?

Chris se echó a reír con tristeza y después de una breve pausa prosiguió:

—En esta elección he gastado más de un millón de dólares y no podrán descubrir ni un solo centavo que no haya salido de mi bolsillo. ¡Y ahora arman un escándalo porque dicen que es antidemocrático que los electores gasten su propio dinero porque eso hace que únicamente tengan acceso al Gobierno los ricos! Todo porque mi honorable rival es de clase pobre mientras yo soy más afortunado. Bueno, haré lo que deba hacer hasta que pase la elección. ¡Ya faltan pocas semanas!

Llevaban mucho tiempo sin hablar de Kim Christopher, y tampoco lo mencionaron entonces.

El doctor Bartlett, en su despacho, repasaba los cuadernos de calificaciones que tenía que enviar a los padres de los alumnos la semana siguiente. Conocía bien a cada uno de los ciento cincuenta muchachos de la escuela y estaba pendiente de sus progresos. De pronto oyó una voz que pedía permiso para entrar.

—Adelante —dijo.

Se abrió la puerta y apareció Kim Christopher. Se acercaba el fin de la jornada y el director había pensado marcharse pronto de la oficina, porque era el cumpleaños de su esposa y aún tenía que entregarle su regalo. No obstante, sus alumnos tenían siempre primacía, y sobre todo aquel muchacho.

—Siéntate, Christopher.

El muchacho se sentó cuidadosamente en el borde de la silla que estaba al otro lado del escritorio.

—¿Le molesto, señor? —preguntó.

Su inglés había mejorado tanto y tan de prisa que en el siguiente semestre lo más probable es que fuese casi perfecto. El doctor Bartlett comenzaba a creer que aquel muchacho espigado que crecía con tanta rapidez sería uno de sus discípulos más aventajados.

—No me molestas en absoluto, Christopher —repuso afectuosamente el profesor mientras ordenaba las calificaciones que había examinado—. Acabo de ver tus notas. ¡Excelentes! Estoy muy satisfecho. La Historia y el inglés aún flojean un poquito, pero las matemáticas compensan esa deficiencia.

—Me gustan mucho las matemáticas. He venido para saber si el próximo semestre podré estudiar alguna asignatura científica.

El doctor Bartlett frunció el entrecejo.

—Por lo general, eso lo dejamos para el segundo año.

—Me gusta mucho la ciencia.

—¿Qué ciencia?

—La física.

El doctor Bartlett se retrepó en su sillón y miró fijamente al chiquillo.

—¿Qué edad tienes?

—Doce años, señor.

—¿Has cumplido años desde tu llegada al colegio?

—Sí, señor, la semana pasada.

—¿No se lo dijiste a nadie?

—No, señor.

—Pues has hecho mal. Nos gusta estar enterados de los cumpleaños para que Mrs. Bartlett haga un pastel. Prométeme que la próxima vez me lo dirás. O, mejor, anotaré ahora mismo la fecha.

—Veintiséis de octubre.

Ninguno de los dos habló de la familia del muchacho, pero los dos se dieron cuenta de ello. Kim Christopher guardó silencio, remiso a marcharse, aunque tampoco decidido a quedarse.

—¿Algo más, Christopher? —preguntó, amable, el doctor Bartlett.

—¿Puedo preguntarle otra cosa, señor?

—Lo que quieras, muchacho.

—Es sobre mí mismo.

—¿Qué te ocurre?

Kim Christopher vaciló un momento. Después susurró:

—¿Puede decirme quién soy yo, por favor?

El director lo miró sorprendido.

—Eres uno de mis alumnos.

Christopher insistió:

—Para mí mismo, ¿quién soy?

El doctor Bartlett se frotó la barbilla. ¿Qué podía contestar?

—Eso me lo tienes que decir tú a mí, Christopher.

—No lo sé, señor. Creo que soy el hijo de mi padre, que se llama Winters, como usted sabe. Pero no estoy seguro. Quizá sólo sea hijo de mi madre, que se llama Kim.

—¿Dónde está tu madre, Christopher?

El doctor Bartlett comprendía que pisaba un terreno espinoso y que quizá le estuviese vedado, pero los problemas de sus alumnos eran siempre lo primero para él.

—Está en Corea, señor. Es coreana.

—Háblame de ella.

Kim Christopher se sonrojó.

—Sé muy pocas cosas. Sólo sé que es mi madre y que es muy bella. También tengo una abuela coreana, muy vieja y no muy buena conmigo. Me reñía mucho por comer demasiado y por otras cosas. Pero mi madre no es como ella. Es muy paciente, aunque a veces…

El niño movió la cabeza y se calló. El doctor Bartlett lo acució suavemente:

—¿A veces, qué?

Christopher apartó la mirada.

—A veces me parece que me odia.

—Eso no puede ser —rechazó el doctor Bartlett dándose cuenta de que había tocado una profunda herida.

—Me odia —repitió Christopher—. Creo que es porque soy norteamericano como mi padre. En Corea soy norteamericano. Pero aquí no estoy seguro. Parece que aquí soy coreano. Allí me llamaban «Ojos redondos». Aquí me llaman «Ojos oblicuos».

—¿Quién te llama eso? —preguntó el doctor Bartlett pensando que tenía que evitar aquello a toda costa.

—Algunos chicos. Pero esto no tiene importancia. Lo que me importa verdaderamente es saber lo que soy.

El director sintió que el corazón le latía apresuradamente. ¡Cuántas veces acudían los niños a él para confiarle un pesar o un temor! No era fácil para un chiquillo enfrentarse con su vida de adulto sintiendo una desesperación o un desconcierto. Pero el problema que le planteaba aquel muchacho tenía un cariz especial. ¿Cómo hacerle comprender a Christopher lo que era? Las ideas del profesor se confundían y le costaba ponerse en el caso de su alumno.

—Como te interesa la ciencia, Christopher, voy a explicarte tu situación en términos científicos, o al menos en términos biológicos. Quiero contarte algo acerca de ciertas valiosas e interesantes criaturas de las Ciencias Naturales. Son las nuevas especies, los eslabones que unen los distintos reinos. Cuando se encuentran en un medio ambiente vegetal… ¿Sabes lo que quiere decir medio ambiente?

—Sí, señor… Lo he visto en el diccionario.

—Bien. Pues en un medio ambiente vegetal funcionan como vegetales, mientras que en un medio ambiente animal se convierten en animales. Tengo entendido que Mrs. Winters es una experta en tales criaturas. ¿Has hablado con ella de tus aficiones científicas? ¿No? Bueno, es igual. Lo cierto es que esas criaturas son un eslabón que enlaza los reinos vegetal y animal. En lo que respecta a los distintos medios ambientes, tomemos como ejemplo a la libélula. ¿Sabes qué es una libélula?

—En Corea hay muchas, señor.

—Aquí también. Pues mira, las libélulas comienzan su vida en el agua. Supongo que piensan, si es que pueden pensar, que son criaturas acuáticas. Pero un día sienten la necesidad de subir a la superficie. Allí cambian de piel y, de pronto, se encuentran con que tienen alas. Hasta entonces ni siquiera han conocido la existencia de las alas, pero en cuanto se encuentran con ellas alzan el vuelo y ya no vuelven nunca a su ambiente inicial acuático. Lo que pretendo que entiendas es que en toda la Naturaleza existen esos valiosos eslabones entre los reinos, entre las especies y ahora entre las razas. Y digo que son valiosos porque logran la unidad de la Creación. Las divisiones no son nunca permanentes.

—¿Habla usted de mí, señor?

—Sí. Algún día habrá tantos hombres como tú en todos los lugares del mundo que nadie te considerará anormal. Es un proceso natural y no se detiene. Tú eres importante. Eres esencial. No te puedo explicar por qué naciste siendo una de esas personas eslabón, porque no conozco tu historia. Pero algún día tú mismo lo comprenderás. Mientras tanto, recuerda que eres valioso y que tu nacimiento obedece al eterno propósito de la Naturaleza: primero diversificar y luego unificar convirtiendo la vida en un manantial continuo.

Aquéllas eran unas palabras que el muchacho no podía entender. Sin embargo, el doctor Bartlett prefirió no aclarárselas. Que el joven cerebro analizara y superase su propio desconcierto. Kim Christopher lo miraba, con ojos pensativos. De pronto el director se dio cuenta de que eran unos ojos muy bellos. Se puso de pie.

—Tengo que irme a casa, Christopher. Hoy es el cumpleaños de mi esposa y quiero cenar con ella.

Kim Christopher se levantó y haciendo una profunda inclinación salió del despacho.

Aquella noche, mientras cenaban, después que el doctor Bartlett hubo entregado a su mujer, como regalo, un bello broche antiguo, contó la historia de Kim Christopher. Mrs. Bartlett, que ya se había puesto el broche, escuchó atentamente desde su extremo de la mesa.

A veces, su marido olvidaba su cumpleaños, en cuyo caso ella no hacía mención del hecho, puesto que la máxima devoción del hombre estaba dedicada a la atmósfera en que vivía, y, en realidad, un cumpleaños no tenía importancia. Sin embargo, resultaba agradable que se acordase y así se sentía feliz aquella noche. Por consiguiente, prestó un interés mayor del habitual al relato de su marido.

—No hay duda acerca de la identidad del muchacho —dijo Mrs. Bartlett, con su acostumbrada seguridad—. Chris Winters es su padre, y la cosa debió de ocurrir durante la guerra de Corea; eso es todo. Lo que no entiendo es por qué el chiquillo está aquí, en América, en unos momentos como los presentes. En cuanto al motivo de que nos lo hayan confiado está bien claro… Ha llegado en unas circunstancias muy embarazosas. Un candidato a gobernador del Estado no puede sacar a relucir un hijo medio oriental, ¿verdad?

El doctor Bartlett la miró y, pensando en voz alta, dijo:

—¿Y cuándo podrá un hombre así presentar al mundo un hijo como ése?

—Éste es el problema —convino su esposa—. Ninguna circunstancia será buena. Si Winters resulta elegido… ¿cómo va un gobernador a presentar, de repente, un hijo de doce años? Si pierde… No sé, no creo que pierda. Está produciendo un gran impacto en todo el país. Es un orador muy brillante y los periódicos de todo el país reproducen sus discursos.

El tono del doctor Bartlett era grave:

—¿Qué será de ese muchacho?

—Es difícil decirlo —repuso Mrs. Bartlett—. Lo indudable es que no puede pasarse toda la vida escondido.

Kim Christopher, en su cuarto, reflexionaba sobre su situación separando los aspectos favorables de los desfavorables. Podía comer todo lo que quería, le gustaba la escuela, tenía amigos, llevaba buenas ropas, le agradaban los deportes, sus profesores eran buenos con él y adoraba al director, tanto, que querría que fuese su padre. Habría sido una enorme suerte que al llegar a aquel extraño país hubiese encontrado un padre como el doctor Bartlett. Según estaban las cosas, sus impresiones acerca de su verdadero padre eran un poco confusas. Se sentía atraído por aquel hombre alto y aún bastante joven. Sin embargo, notaba que él no lo quería. ¿Le gustaría volver a Corea con su madre? No, porque ella también lo relegaba a un segundo término. Sus recuerdos de la infancia estaban constituidos por los súbitos arrebatos afectivos de su madre y por sus igualmente repentinas e inexplicables actitudes de odio e incluso de crueldad. Por lo menos, en Norteamérica nadie le pegaba ni lo maldecía. Si no era amado, tampoco se sentía exactamente odiado. Y respecto a la esposa de su padre, a la que le gustaba llamar mamá, pero que nunca le llamaba hijo, no sabía qué lugar ocupaba en su vida. Se portaba bien con él pero tampoco parecía ser del todo suya. Y aún más, ¿qué parte desempeñaba él en la existencia de los Winters, si ni siquiera sabía donde vivían y no podía comunicarse con ellos más que por carta? Y ahora ni cartas le llegaban. Vivía en una especie de crepúsculo. La comparación se le ocurrió mientras contemplaba una puesta de sol tras las distantes montañas.

Al ponerse aquel mismo sol tras Rittenhouse Square, Laura se hallaba agradablemente acomodada frente a la chimenea, con un libro entre las manos. Era uno de los raros momentos en que las presiones de la campaña electoral cedían lo suficiente para que pudiera disfrutar unos momentos de sus placeres privados. Abrió el tomo por la página 218 donde había dejado el punto. Su constante preocupación por Kim Christopher la había llevado, en busca de algún alivio, ya que no de una solución, a consultar unas obras de antropología. La que ahora estaba leyendo era El más peligroso mito del hombre. El sofisma de la raza. Su autor, Ashley Montagu, decía:

«A este respecto se ha dicho que de una mezcla no se puede sacar más de lo que en ella se ha metido inicialmente, lo que constituye una de esas fáciles generalizaciones que son admitidas con excesiva rapidez por los que carecen de sentido crítico. Cuando combinamos oxígeno con hidrógeno, obtenemos agua… Cuando combinamos cobre con estaño, obtenemos una aleación, el bronce, que es mucho más fuerte y posee cualidades superiores a las de los elementos simples que la componen. Esto es, indudablemente, sacar de una mezcla más de lo que se ha puesto en ella. Cuando dos variedades puras de plantas o animales se unen para producir vástagos, éstos muestran muy a menudo características y cualidades más deseables que los elementos de donde provienen. Es evidente que las variedades que el hombre presenta en sus distintas formas étnicas tienden a sugerir que en la mezcla de los elementos se ha producido algo más de lo que originalmente se puso en la asociación.»

Laura dejó el libro, dándose cuenta repentinamente de algo que debió haber comprendido hacía meses. Aunque aquel muchacho, un híbrido, fuese el primero que ella había visto, resultaba indudable que la historia estaba llena de ellos, producidos al extenderse los hombres más allá de sus fronteras y conocer a mujeres de otros pueblos. Por primera vez y con un sentimiento de vergüenza, Laura comenzó a pensar en Christopher en términos de sus propios potenciales. Hasta entonces el muchacho había sido una especie de prolongación de Chris, un ser que debía ser encajado de uno u otro modo en sus vidas, en la de ella y en la de su marido. Pero… ¿y si Chris, sin darse cuenta, hubiera dado vida a un ser humano importante por sí mismo?

La idea asumió tales proporciones en su mente que Laura se sintió dominada por una gran sensación de culpabilidad. ¿Y si aquel muchacho fuese realmente un tesoro? ¿Y si tuviera una misión que cumplir en el futuro, cuando ella y Chris fueran viejos e inútiles? En este caso, ¿qué estaban haciendo a fin de preparar para ese futuro a la criatura a quien su marido había dado un padre norteamericano y una madre oriental? Laura comprendió que Kim Christopher podía llegar a ser más importante que el propio Chris, aunque este último se convirtiera en presidente de los Estados Unidos y esto se aplicaba tanto a los términos biológicos como a los humanos. Su mente científica, que tan innecesaria en una mujer le parecía durante las giras en que acompañaba a Chris de ciudad en ciudad, se puso en acción y comenzó a considerar a Kim Christopher como un tipo distinto de personalidad, apasionante y abrumadora a la vez. Engendrar un hijo constituía siempre una responsabilidad: la de crear un nuevo ser que debía pasar alegrías y pesares. Pero crear a Kim Christopher estaba más allá de lo que Laura había advertido en un principio. El muchacho se encontraba a la entrada de un futuro del que ella y Chris lo ignoraban todo. ¡El muchacho podía pasar toda su juventud en una escuela!

—No, no es posible —dijo en voz alta, aunque estaba sola en la biblioteca—. No puede ser, Chris, no es suficiente alimentarlo, darle cobijo y poner los medios para que reciba una educación. Hay que hacer algo más por él, mucho más.

Pero… ¿cuándo podría decirle aquello a su marido? En aquellos momentos no, desde luego. El altercado de julio no debía repetirse. Las elecciones estaban sólo a unos cuantos días de distancia, y todo iba bien. La diáfana honradez de Chris y su total dedicación, combinadas con su atractivo y su vibrante voz, encantaban a los que lo oían. Joe Berman respiraba ya más desahogadamente. Hasta aquel momento no había circulado ningún rumor acerca de Kim Christopher.

—Lo conseguiremos —le había dicho unos días antes Joe, mientras esperaban a Chris después de uno de sus impresionantes discursos—. Me sentía morir de miedo al pensar que algún entremetido podía oler… Bueno, ya sabe a qué me refiero, pero creo que estamos seguros. Sin embargo, debe usted tener cuidado. Confío en usted, Mrs. Winters.

—No estoy segura de poder evitar chismorreos. No pondría la mano en el fuego ni siquiera por la gente de nuestras oficinas. Las facturas…

—Usted misma se encarga de pagar el colegio, ¿no?

—Sí, yo me encargo de todos esos detalles, pero en la escuela nadie sabe la verdad, ni se encuentra, por consiguiente, en guardia. Para ellos no tendría nada de extraño que alguien quisiera hablar con un muchacho por el que los Winters mostramos un interés especial.

—Eso no debe ocurrir —dijo Berman.

Ella lo miró. Berman era un político marrullero, del tipo de los que Laura tenía que hacer un esfuerzo para no despreciar, y, sin embargo, era también un hombre, y a ella le constaba, completamente leal a Chris. Una de las habilidades de su marido consistía en ganarse a las gentes, sin distinción de sexo. Laura estaba acostumbrada a oír decir a las mujeres que Chris era el hombre más atractivo que habían visto en su vida, pero era más chocante aún saber que un tipo como Joe Berman, tosco, sin demasiados escrúpulos y casi deshonesto, era capaz de sacrificarse por Chris. En cierto modo, aquello le desagradaba y no pudo contener sus deseos de demostrar aquel desagrado.

—Sin embargo —dijo—, la cosa tiene que salir a la luz algún día. Un secreto no puede permanecer siempre oculto, y menos tratándose de un hombre como Chris. Lo que no sé es cómo él puede soportarlo y despertarse todos los días pensando…

Berman la interrumpió:

—Esa es una de sus cualidades, que si quiere, puede no pensar. Desde la mañana sabe lo que tiene que hacer durante el día. Lo demás lo aparta de su mente. Es un don. No se angustia ni poco ni mucho.

Joe estaba en lo cierto, naturalmente. Ella era la angustiada, no Chris. ¿Sería también ella la encargada de resolver el problema de Kim Christopher? Laura deseó no haber comenzado a pensar en el muchacho de aquella manera. Christopher se hallaba siempre allí, en el fondo de su cerebro. Debía esforzarse en mantener las puertas cerradas para no verlo, como le veía, esperando siempre en el umbral.

En el rincón del cuarto que se reservaba para él, Kim Christopher se dedicaba a una actividad privada. En su vida había habido muy pocas horas de esparcimiento puro y absorbente. En Seúl, formando parte de «la nueva gente», había aprendido que su lugar se encontraba siempre al margen de la multitud. En los juegos, si se acercaba a los jugadores, era rechazado de mala manera. En cambio, en la escuela donde vivía ahora, que él había tomado por un orfanato hasta que descubrió que otros muchachos recibían la visita de sus padres y que durante las vacaciones se iban para volver al iniciarse el curso, Christopher disfrutaba plenamente de las distracciones en que era alentado a tomar parte. Al principio no podía creer que él también podría correr tras un balón, que él también podría tirar y recoger la pelota de béisbol. Era tímido por naturaleza y por la costumbre adquirida durante años y años de sentirse rechazado, pero ya había aprendido a gritar y alborotar. Durante el día hacía vida en común con sus camaradas y era plenamente aceptado por ellos. Por la tarde, en el tiempo libre que había entre los deportes y la cena, prefería trabajar en sus marionetas.

Con la puerta cerrada y hallándose John Barstow, su compañero, en algún otro lugar, con sus amigos, Kim Christopher quitó la tela que tapaba una gran caja, revelando así un pequeño escenario en el que aparecían tres marionetas que él había tallado en madera de cerezo. Una representaba a su madre coreana y las otras dos a su padre y a la esposa de su padre, aquella mujer a la que le gustaría considerar su madre, cosa que, por razones desconocidas, no podía hacer. De una bolsa extrajo una cuarta figura, un muchacho vestido con ropas occidentales. Como los otros, aquel muñeco estaba tallado en madera de cerezo. La madre coreana llevaba indumentaria oriental, mientras las otras dos marionetas lucían trajes occidentales. Christopher abrió el pequeño y afilado cortaplumas que utilizaba como herramienta y se puso a trabajar, perfeccionando la cabeza del muñeco que no estaba acabada todavía.

Al muchacho no le era posible recordar cuándo comenzaron a gustarle las marionetas. En Seúl no había muchos espectáculos de aquella clase porque la gente prefería ir al cine y al teatro, pero él conoció a un viejo que tallaba marionetas y que llevaba cuarenta años o más trabajando con ellas; al menos esto le había dicho un día que él se acercó a verle modelar la figura de una vieja campesina. A las preguntas de Christopher, el anciano contestó en un susurro:

—Sí, llevo en esto cuarenta años o más, aunque ahora a nadie le interesa ver las representaciones, ni siquiera las de esa gran obra tan antigua, Gogdu. Gagsi Noreum.

—Yo quiero verla —dijo Kim Christopher.

El viejo se subió las antiparras hasta la frente y le sonrió.

—Podrás verla, porque mañana por la noche, en el templo budista, la representaré, al menos en parte, porque es muy larga y está dividida en muchos actos.

Con el tiempo, Kim Christopher acabó conociendo todos los actos de aquella obra, constituida por seis historias distintas. El muchacho, cuando aún estaba en Corea, comenzó a soñar en crear una obra de marionetas. Por aquel entonces no tenía ni material ni herramientas, así que la cosa continuó siendo únicamente un sueño. Sin embargo, allí, en la escuela, en la clase de arte, le permitían tallar figuras y, aunque no le había explicado a su maestro el argumento de su obra, puesto que apenas había empezado a imaginarlo, aquél le alentó a seguir con sus tallas. El relato que prefería de las seis que componían la vieja representación vista en Seúl, trataba de un hombre humilde y solitario llamado Yeongno, que se burlaba de un noble, un yangban. A pesar de que Kim Christopher no sentía deseos de burlarse de nadie, siempre sintió una gran simpatía hacia Yeongno, y se consideró a sí mismo muy semejante a él porque tampoco lograba encontrar su sitio en el mundo.

Aquella noche trabajó con gran cuidado y afán en la figura que lo representaba a él. Aún no sabía cómo terminaría la complicada historia de aquellos cuatro personajes que pertenecían a su propia vida. No veía ningún final y, por tanto, no podía decir qué iba a sucederle a aquel pequeño muñeco en el que trabajaba con tanto ahínco. De repente sonó el timbre que anunciaba la cena, se abrió la puerta y entró su compañero de cuarto. Sin que ninguno de los dos dijese nada, John se acercó por detrás a Christopher.

Después de un momento de silencio, exclamó:

—Eso está muy bien. Se parece a ti.

—Soy yo —replicó distraídamente Kim Christopher.

—¿Y quién son esos tres?

—Mi padre y mi madre.

—¿Y ésa?

—Tengo dos madres.

—No puedes tener dos madres. Nadie las tiene.

Kim Christopher no supo qué contestar.

—¿O sí? —insistió John.

—En Corea, sí —dijo Kim Christopher.

Cerró el cortaplumas y envolvió la figura del muchacho en un pañuelo, la guardó y tapó el pequeño escenario. Le gustaba hacer aquellas marionetas, aunque no podía explicar su significado. La historia le preocupaba. ¿Cómo terminaría, si no parecía haber un final posible?

—Cada cosa a su tiempo —dijo Chris.

Laura y él se encontraban en su dormitorio. Laura estaba muy bella, vestida con un traje de noche blanco. El blanco le sentaba muy bien y Chris la contemplaba con orgullo por el espejo mientras se hacía el lazo de la corbata. Laura era esbelta y su pelo rojo-dorado flameaba. Se conducía con delicada arrogancia, haciendo gala de un atractivo que encantaba a Chris, aunque no ignoraba que además de aquella mujer brillante y bulliciosa había otra grave y tranquila, de gustos simples y cerebro profundamente analítico.

Las palabras de Chris habían sido en respuesta a la pregunta de Laura:

—¿No piensas nunca en el pequeño Christopher?

La verdad era, como había observado Berman, que a Chris no le gustaba pensar, o que al menos no le agradaba pensar como Laura. Así como ella no podía evitar preocuparse, él rechazaba los problemas, confiando en la intuición. Durante todo el día olvidaba cuanto no tenía que ver con el programa previsto, y luego, por la noche, antes de dormirse, se enfrentaba con los asuntos que debía resolver el día siguiente. Para encontrarles una solución vaciaba su cerebro, esperaba un impulso que le pareciera adecuado y lo escogía. Sin embargo, nunca se permitió sentir ningún impulso respecto a Christopher, por miedo a que cristalizara en una decisión prematura.

—Cada cosa a su tiempo —repitió.

El lazo había quedado a su gusto, porque detestaba los lazos confeccionados y extendió la mano hacia la chaqueta de su smoking.

Laura insistió:

—¿Cuándo considerarás oportuno decidir el porvenir del chiquillo?

Sabía que no debía preguntar aquello, que su marido no estaba aún preparado para responder. Pero su nuevo concepto de lo que el muchacho podía llegar a ser y la necesidad de explicárselo a Chris, la inducían a abordar el tema. Por esto, mientras se preparaban para la gran cena, la de mil dólares el cubierto, formuló la pregunta.

—No lo sé —replicó Chris—. Esos cuandos no pueden decidirse así como así. Cuando llegue el momento, lo sabré. Entonces, como en un relámpago, intuiré lo que debo hacer.

Laura suspiró. Sí, sería como en un relámpago. Lo único que deseaba era que el relámpago se hubiese producido ya. No obstante, ella no podía acelerar el proceso normal. Sabía como funcionaba el cerebro de su marido y que ninguna de sus decisiones era tan repentina ni impulsiva como parecía. En una y otra ocasión había visto surgir ante Chris importantes asuntos, como aquél del hijo, sin que hiciera más que dirigirles una rápida mirada hasta que de improviso, al parecer sobre la marcha, tomaba una determinación. A Chris le impacientaban los largos y minuciosos razonamientos de Laura. No era amigo de la lógica convencional. Tenía un genio propio, vivía a tope de tensión, escuchaba a todo el mundo, sondeaba todos los criterios, acumulaba información y dejaba que las soluciones se presentaran por sí mismas. Y acostumbraba a acertar tan a menudo que Laura confiaba en él. ¡Ojalá ahora consiguiera hacer lo mismo!

Estaba segura de que aquella noche presenciaría una nueva muestra de la intuición de su esposo. Dudaba de que Chris tuviera una idea clara de lo que iba a decir ante sus partidarios y amigos; pero cuando se pusiera de pie, cuando se viese frente a ellos, el mismo auditorio le proporcionaría la inspiración. Luego, del pozo de sus ideas y conocimientos, sacaría lo que ellos esperaban, lo que deseaban oírle decir, las palabras justas. Y no diría más que la verdad. Su genio consistía en parecer, no en ser, amigo de todos, aunque a la hora de las conclusiones, éstas fueran las suyas. Estaba convencido de que sería un buen gobernador y de que, algún día, llegaría a ser un gran presidente.

Una hora más tarde, desde su sitio en la presidencia de la mesa, junto a Chris, el homenajeado, Laura contemplaba el gran salón de baile, adornado con flores y lleno de gente. A su derecha estaba Henry Allen, que parecía muy cansado.

—¿Cómo irá la elección? —preguntó Laura al banquero.

—La tiene en la mano —repuso el viejo—. Y precisamente a tiempo. Yo no hubiese podido soportar otro día de campaña. Sin embargo, a Chris nada parece fatigarle. Mírelo, está fresco como un muchacho. No pueden con él.

¿Podrían? Una palabra susurrada, una pregunta hecha en un momento inadecuado, en el lugar indebido, y… ¿se salvaría Chris? ¡Si al menos Kim Christopher hubiera sido sacado de las sombras y expuesto a la luz donde la verdad desarticulaba las calumnias! Laura, experimentando una enorme tensión interna, permanecía tranquilamente sentada. Observaba la multitud, escuchaba la música. Berman también estaba sobre ascuas, o eso le parecía a ella. Se hallaba junto a Chris, serio y silencioso, aunque nerviosamente alerta. Aquella noche, si algún enemigo se ponía de pie y hablaba, la estructura tan cuidadosamente construida por tantas personas durante tantas semanas podía venirse abajo. De suceder tal cosa, los millones de dólares habrían sido gastados en vano. Laura, siempre propensa a imaginar desastres, casi podía ver a Chris espiritualmente derrumbado. Si aquello ocurriera…

—Esta noche está usted muy pensativa, Laura —dijo Henry Allen.

—Sí —admitió ella—. Una ocasión como ésta la hace a una pensar aunque no quiera. ¡Es mucha responsabilidad!

—Chris puede soportarla. Alguien ha dicho que el genio es la capacidad infinita de hacer uso de todos y de todo. Nuestro hombre tiene ese don. Y no pretendo que sea voluntario. Simplemente, atrae la vida hacia sí, se nutre de ella y luego reparte ese alimento con los demás. Se trata de una especie de fotosíntesis espiritual.

—Me asusta pensar lo que ocurrirá si no gana.

Inmediatamente, Laura comprendió que sus palabras no eran del todo ciertas. Si Chris volvía a ser un ciudadano corriente, Kim Christopher podría entrar en su hogar. Pero… ¿cómo podría Chris ser un hombre corriente, si nunca lo había sido?

—Conseguirá la victoria —afirmó Henry Allen con energía—. No creo que usted lo dude.

—Siempre puede suceder algo.

Laura deseaba confiarle sus temores al banquero.

—Nada que él no pueda superar. El pueblo le respalda masivamente. Su campaña ha sido magnífica. No hay ni un solo condado que no haya visitado su marido al menos tres veces. Ha tratado plenamente todos los temas y no ha eludido nada. La gente confía en él porque sabe cuáles son sus propósitos. Es el único hombre capacitado para oponerse al actual gobernador.

Hizo una pausa y luego siguió:

—¿Sabe una cosa? Viéndole desenvolverse, me doy cuenta de que Chris posee la técnica de un artista creador. Se trata de algo más que de una técnica. Además, es un gran progresista. No se encuentra sometido a la tradición clásica. Un artista comienza su cuadro o un autor su libro sin tener ni idea de lo que va a pintar o escribir. La inspiración emana del material que posee y se produce una obra de creación. Así trabaja Chris con la gente y con las ideas. Están con él, las ve, las comprende, las utiliza… y en cierto modo, crea un orden donde antes no lo había.

Fueron interrumpidos por Berman, que había dejado su asiento para acercarse a susurrar algo al oído de Henry Allen.

—¡Ha llegado el momento de presentar al candidato, Mr. Allen! Tiene usted diez minutos.

Henry Allen se puso de pie.

—No tardaré tanto.

—Tómese tiempo, tómese tiempo —musitó Berman—. Debe producirse un gran clímax. Es lo que el público espera.

En el amplio salón de baile, los comensales movían sus sillas y los camareros se apresuraban a retirar los platos de las mesas. La luz de veinticuatro arañas iluminaba los múltiples colores de los vestidos femeninos y hacía relucir las joyas, cuyos reflejos se proyectaban en el blanco y negro de los smokings de los hombres. La banda, que había estado interpretando piezas suaves, al dirigirse Henry Allen hacia la tribuna, atacó una marcha y de pronto dejó de tocar. En el silencio, la clara voz del banquero llegó hasta los últimos rincones de la sala.

—Esta noche tengo el privilegio de contarles la historia de un hombre, de un hombre nacido en nuestra comunidad, perteneciente a una familia famosa en todo Filadelfia, un hombre educado en las tradiciones de nuestro pueblo.

A medida que Henry Allen iba hablando, Laura se daba cuenta de que su discurso era magistral. Había empezado con voz pausada y fría, eminentemente razonable y pausada. Pero en seguida introdujo en sus palabras una sutil fogosidad, una penetrante carga emocional basada en la lógica y en los hechos. Mencionó incidentes de la infancia de Chris, de su juventud, de su carrera en Harvard, de su brillante actuación como abogado en Filadelfia… De conducta impecable, de altos ideales, brillante, buen amigo y buen compañero… La personalidad de Chris fue tomando una fuerte y definitiva forma: se trataba de un hombre capacitado e idealista que podía convertir en realidad todos los sueños.

Al fin, Henry Allen concluyó:

—Y ya no me queda más que presentarles a ese hombre excepcional: Christopher Winters. Nos ha servido bien en nuestra ciudad, y ahora se brinda a servirnos en más altas esferas.

El banquero se hizo a un lado y Chris se adelantó, confiado y afable, modesto y orgulloso. Una enorme ovación hizo vibrar el cristal de las arañas y resonó en las paredes de la inmensa sala. Chris esperó mostrando su famosa sonrisa y luego, con voz firme y melodiosa, empezó:

—Amigos míos…

Laura, que lo escuchaba con el corazón encogido, adivinó que aquél iba a ser su mejor discurso.

Ya muy avanzada la noche, Chris, Laura y un puñado de personas se hallaban en la oficina de Chris, siguiendo los resultados de la votación, que les eran comunicados desde la central de la campaña. Al amanecer era ya evidente que Winters sería el vencedor. De un total de cinco millones y medio de votos, había ganado por setenta y cinco mil.

—¡Felicidades, gobernador! —gritó la enronquecida voz de Berman.

—¡Felicidades…! ¡Felicidades…!

Los presentes se congregaron alrededor del político, que sonreía, un poco aturdido. Laura advirtió que se encontraba exhausto, pero dichoso. El hombre estrechaba las manos que se le tendían, las manos de aquéllos que habían trabajado para él, el equipo de su oficina, sus colaboradores durante la campaña electoral. Laura permaneció aparte, esperando, permitiéndoles a todos que obtuvieran su recompensa. Después se acercó a su marido y le besó en la mejilla.

—Serás un gran gobernador —dijo.

Cuando, finalmente, Laura pudo tenderse en su cama, la luna estaba oculta por las nubes, o se había puesto ya, o quizá no hubiera luna. La mujer tenía la sensación de que hacía muchísimo tiempo que no tenía un momento para contemplar la luna cuya luz siempre la había ayudado a concentrarse en sus meditaciones. Acostada en aquel mismo lecho, antes o después del amor, o durante las pausas en que Chris se encontraba demasiado absorto en sus asuntos para pensar en el amor, Laura había mirado muy a menudo la luna a través de la ventana. Aquella noche, después de la excitación de la victoria, Chris había claudicado repentinamente ante el agotamiento. Nadie lo hubiera supuesto. Incluso Laura, por una vez, se dejó engañar por la cordialidad de las maneras del hombre, por su alegría, adecuadamente combinada con una amable sencillez, al recibir los parabienes. Al confirmarse su victoria, los periodistas se apresuraron a entrevistarle, pero Chris se libró de ellos diciéndoles, sonriente y con un tono de disculpa:

—Mañana, amigos… No, aún no he reaccionado. No sé lo que siento. Tendré que averiguarlo.

Después, acompañado de su mujer, se dirigió a su casa. Una vez en su habitación, se derrumbó. Laura casi tuvo que sostenerle para que no se cayera.

—¡No, no! —protestó él—. No pasa nada. Todo va bien. Es que estoy molido.

Subieron a los dormitorios. Mientras él se duchaba, Laura le preparó el pijama y la bata. Más tarde le ayudó a meterse en la cama. Cuando acabó de abrir las ventanas, Chris se había dormido ya. La mujer salió del cuarto y cerró la puerta de comunicación entre ambos dormitorios para que ningún ruido molestase a su marido. Ella no tenía sueño. La carrera estaba ganada. ¿Qué harían con la victoria? Laura se bañó sin prisas, se cepilló el cabello y se acostó. Inmóvil en la total oscuridad, recordó lo que Henry Allen había dicho acerca de que Chris era un artista, y que trabajaba como lo hacían los artistas, con su material y, al mismo tiempo, dejando que aquel material tomara su propia forma.

Laura tendría que esperar, dejar las cosas como estaban… Sí, si era preciso, esperaría hasta después de Navidad. Cuando Chris visitara a Kim Christopher, cuando los tres se encontrasen juntos, su marido, basándose en aquella nueva experiencia, en aquel nuevo material, sabría lo que ella debía hacer, lo que debían hacer, porque la vida de ella era la del propio Chris. Esta idea le produjo una sensación de paz que la ayudó a dormirse en unos momentos.

—Se ha aclimatado muy bien —dijo el doctor Bartlett.

Se hallaban en la sala de recibo de la escuela, esperando a Christopher. Las vacaciones de Navidad habían comenzado el día anterior. La mayor parte de los muchachos se habían marchado ya, y el edificio estaba en silencio. Fuera, la nieve caía mansamente, en unos grandes copos blancos que contrastaban con el gris invernal.

—Probablemente, estará tallando sus marionetas —explicó el director.

—¿Marionetas? —preguntó Laura.

—Se da mucha maña —afirmó el doctor Bartlett—. Me gustaría que mostrase la misma diligencia en todas las materias, pero no debemos ser exigentes. En pocos meses ha aprendido muchísimo.

—¿Lo quieren sus compañeros? —preguntó Chris.

—Los que le son simpáticos, lo quieren. Los otros lo respetan. El muchacho se porta bien. Por cierto, su inglés es excelente. Tiene facilidad para los idiomas. Y posee una voz espléndida. El profesor de música le ha puesto en el coro. A Christopher eso le ha gustado.

—¿Qué tal se le dan los deportes?

—Los violentos, como el rugby, no le gustan. Yo diría que se dedicará al tenis. Tampoco es mal jugador de béisbol. Carece de instinto de competición, y eso es una desventaja, puesto que utilizamos los deportes precisamente para desarrollar ese instinto, tan esencial en nuestra sociedad. Le gusta hacer las cosas bien, pero no le importa perder o ganar.

En este punto fueron interrumpidos por la aparición de Kim Christopher.

Laura había dicho poco antes, camino del colegio:

—Llamémosle Christopher, sin el Kim. ¿No crees que debemos hacerlo?

—Como te parezca —había contestado Chris.

Durante el transcurso de las últimas horas habían hablado poco y apenas habían tocado el tema del muchacho. Parecían haber acordado que era mejor ver en qué se había convertido Christopher.

En seguida se dieron cuenta del cambio experimentado por el niño. Era completamente distinto a cuando lo dejaron en el colegio. Incluso Laura, que lo había visto hacía menos tiempo, lo advirtió. El chiquillo llegó a la puerta y se quedó quieto un instante en el umbral. Laura y Chris notaron que había crecido mucho. Llevaba una camisa azul oscuro y pantalones largos, lo que le hacía parecer de más edad y más alto, aunque para Laura y Chris fue evidente que lo que en realidad le hacía parecer mayor era una especie de gravedad que no llegaba a ser tristeza. Quizás una más profunda capacidad de comprensión que no le permitía ya tener la fácil sonrisa ni la luminosa mirada de la infancia.

Ninguno de los tres habló a Christopher. El doctor Bartlett se abstuvo intencionadamente de hacerlo, porque deseaba que el chiquillo abordase a su manera a las dos personas a quienes pertenecía y que, en cierto modo, le pertenecían a él, una relación que el director creía entender, pero que seguía pareciéndole intrigante. El muchacho decía «mi padre», pero con menos soltura que al principio de su estancia en la escuela. Tampoco escribía a Winters con la frecuencia inicial. Al consultar al encargado de los dormitorios, el doctor Bartlett averiguó que su alumno llevaba varias semanas sin mandar carta alguna, y que recibía postales. Nada de aquello había sido explicado aún.

Laura también callaba. Durante el largo viaje había decidido que Chris debía abordar el primero a Christopher. Padre e hijo tenían que resolver el problema de su relación. Ella se limitaría a ser un silencioso testigo. Por eso permanecía inmóvil en su silla, con los guantes en la mano y la chaqueta de visón sobre las rodillas, esperando, sin dirigir a Christopher más que una sonrisa.

Christopher la contempló con inseguridad, correspondió a la sonrisa y fijó su grave mirada en el rostro de su padre. Llevaba esperándolo todo el día, porque nadie estaba enterado de cuando iban a llegar. No había salido de su habitación más que para comer. Sin embargo, no permaneció inactivo. Se entretuvo tallando su nueva marioneta, un niño de rostro redondo y facciones coreanas. La madera, lo mismo que la de las otras figuras, era dura, y, como se trataba de su última pieza, Christopher le había dado forma lenta y cuidadosamente. Una vez se le escapó la navaja y se cortó el pulgar. Se vendó la herida él mismo con un trozo de tela blanca.

Chris miró al director y a Laura, como si esperase que hablaran. Al ver que seguían callados dijo, con franca cordialidad:

—¡Hola, Christopher! ¡Pasa, muchacho!

Extendió el brazo y el chiquillo penetró en la estancia. Padre e hijo se estrecharon las manos, Chris retuvo un instante la de su hijo entre las suyas.

—Has crecido —dijo.

—Como carne todos los días —repuso Christopher.

Retiró la mano suavemente, se sentó en una silla y guardó silencio. Sin embargo, no creó una sensación de incomodidad, pues su mutismo era un acto de respeto hacia los adultos. Christopher recordaba que Soonya le había aconsejado que no hablase nunca antes que su padre. También le había dicho que debía permanecer callado hasta que él le preguntase, en cuyo caso debía contestar claramente y con el menor número de palabras posible.

—Eso es bueno —comentó Chris—. Durante el crecimiento, los muchachos tienen que comer carne a diario, ¿verdad, doctor Bartlett?

—Esta es nuestra opinión —afirmó sonriendo el director.

Y dirigiéndose a su alumno, dijo amable y sinceramente, no por condescendencia hacia el niño:

—Acabo de explicarles a tu padre y a Mrs. Winters que has demostrado poseer un notable talento para tallar figuritas de madera. Quizá te gustase llevarles a tu cuarto y enseñarles tus obras.

El pálido rostro de Christopher enrojeció.

—No valgo tanto como quisiera —dijo—. Me da vergüenza enseñar mis marionetas. Nunca me había dedicado a ese trabajo.

—Estamos deseando verlas —intervino Laura—. Después quizás el doctor Bartlett te permita cenar con nosotros en el restaurante.

Miró al director del colegio y agregó:

—Lo traeremos pronto.

—Pueden ustedes llevarse a Christopher —dijo el director.

Se levantó, aliviado.

—Les dejo, Mrs. Winters. Nos gusta que los muchachos se acuesten a las diez, pero como estamos en vacaciones, no es preciso ser demasiado estrictos.

—Lo traeremos antes de las diez —aseguró Chris—. Me siento algo cansado.

—Su campaña ha sido excelente. Le felicito por su victoria.

Chris sonrió.

—Me parece que los problemas no han hecho más que empezar. Tengo muchas cosas pendientes de arreglo y gran cantidad de promesas que cumplir.

—Estoy seguro de que lo solucionará todo —dijo cortésmente Bartlett al salir de la estancia.

Chris se puso de pie.

—¡Hala, muchacho! Vamos a ver tus obras. Llévanos a tu habitación.

El matrimonio Winters siguió al chiquillo. Laura observó que Christopher caminaba con una gracia peculiar, oriental. Recordaba que los coreanos le habían producido la impresión de que andaban con un paso muy elástico, moviendo los pies con una gran precisión. El muchacho tenía la cabeza pequeña, armónica, y el pelo liso, sin remolinos. La forma del cuerpo era norteamericana, occidental, fuerte, de esqueleto firme, huesos bien articulados y manos grandes. Laura pudo ver aquellas manos en acción unos minutos más tarde, en la habitación de Christopher, porque el muchacho descorrió la cortina que tapaba una gran caja convertida en pequeño escenario que había en un rincón. Dentro de la caja aparecía una reproducción en miniatura de una sala de estar familiar, un cuarto confortable muy parecido a la estancia que acababan de abandonar, con un diván, unos sillones y una mesa redonda. En las butacas había sentados un hombre y una mujer; el primero leía un libro y la segunda cosía. Laura advirtió el parecido de las figuras con ella misma y con su marido.

—¡Christopher! —exclamó—. ¡Son magníficas! Fíjate, Chris, el hombre es idéntico a ti.

Laura cogió la figura. Quizá midiera veinte centímetros de alto, y todos los detalles estaban claros: los ojos muy separados: el liso y auténtico cabello, conseguido pegando pelo por pelo; las ropas, hechas con precisión y minuciosidad.

—¡Buen trabajo! —dijo Chris.

Experimentaba una sensación extraña, no demasiado cómoda, al reconocerse en aquella marioneta.

El niño, en silencio, aceptó el elogio sin sonreír. Cuando lo hubieron visto todo, haciendo comentarios sobre los distintos detalles, Christopher corrió el pequeño telón.

—Así que aquí es donde vives y duermes, ¿eh? —comentó Laura, observando el cuarto.

—Una mitad es mía; la otra es de John —explicó Christopher.

—Las dos mitades son muy distintas —repuso ella—. Adivino las diferencias que hay entre vosotros.

Dos aspectos de una misma habitación, y, sin embargo, podía señalarse sin temor a errar, cuál era la de Christopher. En un lado del dormitorio había dibujos y fotografías, no de chicas, sino de aviones a reacción y artefactos nucleares. En el otro, las paredes estaban desnudas. Sólo aparecía en ellas un dibujo no muy grande de una montaña que se elevaba sobre las nubes.

—¿La tuya? —preguntó Laura.

Christopher asintió con la cabeza.

—Tenemos un artista —dijo ella volviéndose hacia Chris.

—Al principio, casi todos los chicos parecen artistas —replicó él—. Yo dibujaba barcos. A mi madre la entusiasmaban.

En la atmósfera se captó una nota de frialdad. Laura se apresuró a disiparla.

—Vamos a cenar —dijo—. Tengo hambre.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Laura mientras se vestía, la mañana siguiente, en la habitación del hotel.

—Excesivamente callado —contestó Chris.

Ella se volvió con indignación hacia su marido.

—¡Claro que es callado! No sabe aún lo que va a ser de él.

Chris, en pijama, se tendió en una de las camas gemelas.

—¿Lo sabemos nosotros?

Laura le corrigió:

—¿Lo sabes tú? Quien ha de saberlo eres tú, no yo. Resuelvas lo que resuelvas, yo te seguiré, pero lo que no voy a hacer es decidir por ti,

—¿Qué harías en mi caso?

—No puedo ponerme en tu caso —replicó Laura tan rápidamente que su marido se echó a reír.

—Me lo tengo ganado, por decir lo que no debo. No creas que el muchacho no me preocupa, Laura. Sé que es mi hijo. Pero las dificultades siguen en pie. Quizá cuando yo haya demostrado que soy un gran gobernador pueda introducirlo gradualmente en nuestras vidas. A fin de cuentas, los prejuicios van perdiendo fuerza. Existe una gran cantidad de muchachos medio norteamericanos, y la gente comienza a admitirlo. Sin embargo, en estos instantes, no habiendo estabilizado aún mi situación política, sería un suicidio que presentase en público a Christopher. El sentido de la oportunidad lo es todo. Dame tiempo.

—El muchacho crece muy de prisa, Chris. Piensa y siente. Su alma se cristaliza. Pronto será ya demasiado tarde.

—¿Qué quieres decir con eso de que pronto será demasiado tarde?

—Si esperamos mucho, tal vez no logremos acercarnos a él. Nos rechazará porque sabrá que lo rechazamos.

—¡Vamos, Laura! Esas palabras son viejas y están gastadas. Los siquiatras les han sacado ya todo el jugo hace mucho tiempo. El chico debe comprender que se encuentra en unas circunstancias especiales, o al menos poco frecuentes, y que tiene que aceptarlas. Durante su vida se verá obligado a explicar una y otra vez quién es, incluso a sí mismo. Ha nacido, existe, es distinto. Cuanto antes acepte esta realidad, mejor para él. Aunque ahora mismo se viniera a casa con nosotros, jamás sería el hijo que podríamos haber tenido tú y yo.

—De acuerdo, pero si lo aceptamos nosotros, lograremos que se acepte él.

—Por lo visto, a pesar de insistir en que no eres tú quien tiene que tomar una decisión, has decidido ya lo que debe hacerse.

Ella hizo marcha atrás.

—No, sólo trato de colocarme en lugar de Christopher. Por otra parte, es posible que para él resulte todo más fácil si no tiene que explicarse nuestra posición. En este caso tal vez esté mejor solo.

—No está solo.

—Sí, en lo esencial, lo está.

—Si vamos a mirar así las cosas, básicamente lo estamos todos.

—Pero no a su edad, ni en un país desconocido.

—Lo que intentas decir es que sería preferible que lo mandásemos otra vez a Corea. ¿No es eso?

Ella negó con la cabeza.

—No podemos devolverlo a Corea. Aunque físicamente le enviáramos allí, Christopher no sería el mismo de antes. Parte de él está ya en los Estados Unidos. Sabe que eres su padre. En Corea sería un extraño. Siempre lo fue, porque los coreanos no le querían, pero ahora él lo sabe. Antes, no. La cuerda ha sido cortada, Chris. El chiquillo se encuentra en medio del océano deseando llegar a la orilla.

Chris se levantó de la cama.

—¿No te parece que será mejor que nos dediquemos a disfrutar del esquí?

No resultó difícil. El día era luminoso y frío, el aire estaba en calma y la nieve era perfecta. Desayunaron y fueron a buscar a Christopher, que los esperaba ya preparado junto a la entrada del edificio principal, con los esquíes en la mano. Su actitud era de cauta animación; la de un niño que había sufrido desilusiones y que, aun en medio de lo bueno estaba dispuesto a aceptar lo malo. Laura le encontró muy atractivo. Sus ojos eran de un oscuro azul-violeta, y su tersa piel olivácea contrastaba con el rojo del anorak que vestía. Sin duda, más adelante tendría problemas con las mujeres. Las circunstancias de su nacimiento, ¿llegarían a separarle de la muchacha a quien pudiera amar? Laura se dijo que era tonto preocuparse por lo que pudiera ocurrir dentro de tantos años.

—¿Te gusta el esquí, pequeño? —preguntó Chris.

Laura tuvo la sensación de que su marido había estado a punto de pronunciar la palabra «hijo». Pero Chris utilizó otra menos significativa. ¿Sería circunstancialmente, o para siempre?

—Me gusta —repuso Christopher—. Aunque no es lo que más me gusta.

—¿Y qué es lo que más te gusta? —quiso saber Laura.

Se encontraban ya junto al coche colocando los esquíes en la baca. Luego montaron. El matrimonio, delante; Christopher, en el asiento posterior.

—¿Qué es lo que más te gusta? —repitió Laura.

El niño meditó cuidadosamente la respuesta. Laura no pensó que contestara con rapidez. En él había una profunda cautela, una falta de fe en la vida.

—Lo que más me gusta es cantar —dijo al fin.

—Hazlo para nosotros —le pidió Laura—. Nunca te hemos oído. Ni siquiera sabíamos que supieses cantar.

Christopher dejó pasar unos segundos, y luego, sin comentarios, levantó la cabeza y entonó una canción coreana. Laura y Chris lo escucharon cambiando miradas. Aquella no era una manera de cantar ordinaria, sino un sonido puro como el de un caramillo. Una voz de adolescente, como de soprano, pero no aguda. Tenía fuerza. Laura quiso gritar: «Chris, ¿vas a permitir que este muchacho se desperdicie?», pero se contuvo y cuando Christopher acabó, se limitó a decir:

—Gracias.

Y como Chris guardara silencio iba a pedirle que siguiera cantando… Pero en aquel momento habló Chris:

—Oigamos ahora una canción norteamericana.

Sin vacilación Christopher se puso otra vez a cantar:

Oh, hermosa por tus amplios cielos[3]

Mientras escuchaba, Chris conducía con la mirada fija en la carretera y en las montañas, cubiertas de nieve. Cuando la canción terminó, el hombre, tras unos instantes de silencio, dijo:

—Esa canción es una de mis favoritas, Christopher. Me alegro de que la sepas.

Durante los siguientes quince kilómetros no hubo más conversación. Cuando llegaron a las pistas de esquí, no tuvieron tiempo más que para ponerse los esquíes, sentarse en el telesilla y ascender sobre las blancas laderas hasta ser depositados en lo alto de la montaña.

—Tú esquiarás entre nosotros, muchacho —dijo Chris—. Laura saldrá primero. Yo bajaré detrás para recoger los pedazos, si es necesario.

Repasó a fondo las correas y el equipo del chiquillo, evidentemente preocupado por él. Cómo no conocía hasta qué punto sabía esquiar, le dio toda una serie de consejos.

—¿Estás seguro de que sabes girar? Mira a Laura… Sí, llámala Laura, te doy permiso, y, si quieres, puedes llamarme Chris. Somos amigos, ¿no? ¡Adelante!

Comenzaron el descenso. Laura no se atrevió a volver la cabeza hasta que llegaron al pie de la primera rampa pronunciada. Entonces, reduciendo velocidad, miró hacia atrás. Christopher estaba haciendo un slalom, cauta y resueltamente, con perfecto estilo. Más arriba, Chris adquiría velocidad. Los tres se reunieron al pie de la montaña. Tenían las mejillas enrojecidas por el frío y los ojos brillantes. Chris había olvidado sus problemas. Puso una mano en un hombro de Christopher.

—¡Serás un esquiador magnífico muchacho! —gritó.

—Gracias, papá —dijo Christopher.

Sus miradas se encontraron. Chris parecía divertido y turbado a la vez. Christopher estaba serio.

—Muy bien —dijo Chris.

Era imposible no dejarse ganar por la Navidad. Laura y Chris no habían comprado nada para ellos ni para Christopher. Hasta aquel momento, la Navidad fue una fiesta irreal a la sombra de importantísimos asuntos y resoluciones. Ahora todo aquello se desvanecía en el resplandor del sol sobre la nieve de un día radiante tras otro. En cambio, la Navidad cobraba cuerpo.

—El chico necesita unos esquíes mejores —dijo una mañana Chris mientras se vestían—. Estas fiestas le regalaré unos y le enseñaré a cuidarlos.

—Y yo le compraré un anorak nuevo —decidió Laura—. El que lleva es uno viejo que le ha prestado un compañero. Le está bien, pero no es suyo. Además necesita unas buenas herramientas para tallar. El otro día, en esa tienda especializada de la esquina, vi un estuche espléndido hecho en Dinamarca.

Cuando comenzaron a prepararse para la Navidad, la animación no dejó de aumentar ni un solo instante, una animación tan vieja como la tradición misma. Tiempos atrás, Chris se había mostrado cínico, diciendo que las ciudades y los negociantes habían convertido la fiesta en un auténtico circo. Allí, sin embargo, en la sencillez de los pequeños grupos de casas rústicas y de las tiendas de una aldea de montaña, no había ninguna nota falsa. Los abetos eran cortados por padres e hijos y decorados por la familia. Para asombro de Laura, el día de Nochebuena por la mañana Chris anunció que Christopher y él irían a la pequeña montaña de detrás de la escuela para elegir un árbol adecuado. Luego los tres lo decorarían. Laura debía encargarse de buscar los adornos. Mientras el padre y el hijo estaban fuera, ella fue a comprar embellecedores. Como no le gustaban los árboles sobrecargados, fue parca en sus adquisiciones, volvió a casa y esperó.

«Mis dos hombres», como les llamaba mentalmente, volvieron al cabo de una hora. Chris colocó el árbol en una base hecha por él, y Laura comenzó a colgar los adornos. Christopher no había visto nunca un árbol de Navidad. Estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, contemplando los movimientos de Laura, y de pronto cogió el papel dorado que había servido para envolver los ornamentos y comenzó a hacer con él mariposas y pájaros.

—Son preciosos —dijo Laura—. Los pondremos también en el árbol.

Chris, que se había puesto un cómodo batín, observaba a su hijo y a su mujer y permanecía pensativo. Su cerebro jugaba con las distintas posibilidades. ¡Posibilidades, no sólo imposibilidades! Laura advertía aquello en los ojos de Chris, lo notaba en su sonrisa. Se dijo que quizás entonces por primera vez se atisbaba la posibilidad de una solución para su problema. Cuando volvieran a Filadelfia acaso Chris estuviera dispuesto a dejar que las cosas siguieran su curso natural.

Estaban en Navidad, y si bien Chris había asegurado siempre que carecía de sentimentalismo, era evidente que se permitía disfrutar de las fiestas en una aldea que parecía la materialización de una postal navideña. Luces pascuales iluminaban los abetos colocados frente a las casas. La Nochebuena era ambientada más aún por la nieve que caía mansamente al tiempo que Christopher y Laura adornaban el árbol colocado en un rincón de la sala de estar de la suite del pequeño y limpio hotel. Aquélla era la primera Navidad del muchacho y Chris no perdía de vista a Christopher mientras Laura le contaba lo que significaban aquellos días.

—Se celebra el aniversario del nacimiento de un hombre muy grande y muy bueno, tanto que se llamaba a sí mismo, y era llamado por otras personas, Hijo de Dios.

Christopher escuchaba atentamente, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, cerca del árbol iluminado ya por guirnaldas de luces.

—¿Qué es Dios? —preguntó.

—¿No te lo han explicado en la escuela? —preguntó Laura.

—He oído su nombre.

—El nombre es lo único que conocemos —dijo Laura—. Nadie ha visto su rostro. Sólo podemos hablar de Él y creer que existe porque hay unos mundos y debieron ser creados por alguien. Pero el que se llamaba a sí mismo su hijo nació en la Tierra…

Le contó la vieja historia, y el niño la escuchó con un interés cada vez mayor.

—Y así ocurrió que el Hijo no tuvo ni siquiera dónde reposar la cabeza —acabó suavemente Laura.

Christopher suspiró, cruzó los brazos y comenzó a moverse oscilando hacia delante y hacia atrás.

—A veces yo tampoco tenía ningún sitio donde reposar la cabeza. Cuando mi abuela se enfadaba conmigo me escapaba. Y por la noche dormía en la calle.

La mirada de Laura buscó los ojos de Chris en una elocuente interrogación. ¿Podemos exponerlo otra vez a eso?

El atardecer había dado paso a la noche. Los tres envolvieron sus obsequios y los fueron colocando, por turno, al pie del árbol. Todo aquello resultaba nuevo y excitante para Christopher. Su rostro había perdido la habitual expresión de tristeza. Le brillaban los ojos, aquellos ojos que parecían negros y eran azules. Olvidó su aire de dignidad y rió e hizo una inacabable serie de preguntas.

—¿Es así? ¿Es así?

Estaba envolviendo una pequeña caja.

—No, es así —repuso Chris—. Ahora tienes que poner una tarjeta con el nombre de la persona a quien está dedicado el regalo.

—Es para ti —gritó Christopher riendo—. ¡Es sólo para ti! Te gustará mucho. ¿Te lo enseño ahora?

—No, no, hasta mañana por la mañana, no. Entonces abriremos los paquetes. Será muy divertido.

Aquellas palabras produjeron en Christopher un repentino impulso. Chris notó que los brazos de su hijo se cerraban en torno a su cintura y bajó la mirada al desconocido rostro del niño, rebosante ahora de sentimientos.

—¡Te quiero demasiado, papá!

—No puede ser demasiado —corrigió él pasando el brazo sobre los firmes hombros de Christopher.

Luego se soltó con suavidad. Podía ser demasiado. Si decidía dejar al muchacho allí sería, indudablemente, demasiado.

—Ya es hora de que nos acostemos —dijo—. ¡Santo cielo, si es casi medianoche!

Sin embargo, fue a la mañana siguiente cuando Chris comprendió que realmente sería demasiado. Tomaron el desayuno que les sirvieron y, al concluir, abrieron los paquetes y admiraron los regalos. Entre los suyos, Chris encontró una caja tallada, pequeña pero exquisita, construida por Christopher.

—La hice para mí —admitió el muchacho con franqueza—, para guardar sellos, pero quiero dártela.

—Precisamente necesitaba una caja como ésta para los botones de los cuellos de mis camisas —dijo Chris.

Christopher estaba ya dominado por la alegría que le producían sus nuevos esquíes.

—¿Para mí? —preguntó—. ¿Sólo para mí?

Cuando le aseguraron que así era, no pudo resistir la tentación de ponerse las botas y sujetarse a ellas los esquíes. Las campanas de la iglesia sonaron anunciando el servicio de la mañana. Los Winters aún no habían abierto todos los regalos, pero tuvieron que apresurarse, porque Christopher cantaba en el coro. Salieron del hotel muy abrigados para protegerse del viento cortante de la mañana, que les llenaba los rostros de nieve. Anduvieron unas cuantas travesías por la calle, ahora llena de gente que seguía su mismo camino, y entraron en la iglesia. Entonces Christopher los dejó para dirigirse rápidamente a la sacristía, donde, como otros muchachos de la aldea y de la escuela, se puso una túnica blanca. En seguida fue a ocupar su puesto en el coro. Desde allí escrutó la masa de feligreses hasta encontrar a los dos a quienes en cierto modo pertenecía, aunque no acababa de saber de qué forma. Pasó el rato y llegó el momento, inmediatamente después del sermón, en que debía cantar su solo. Entonces se puso de pie, avanzó unos pasos y, con las manos enlazadas a la espalda, comenzó a cantar como nunca lo había hecho antes.

—«¿Quién es ese niño…?»

Su voz ascendió hasta el techo abovedado, y Laura, cogida de la mano de Chris, tuvo que soltarse para abrir su bolso y sacar el pañuelo. Chris volvió la cabeza para mirarla y vio que tenía los ojos húmedos de lágrimas.

—Chris… —susurró ella—. ¿Quién, quién es este niño?

Él no contestó.

—¿Quieres hablar con Henry Allen? —preguntó Laura.

El día de Navidad había pasado y se encontraban de nuevo en casa, pero ella se daba cuenta de que Chris estaba muy lejos, errando por algún lugar que sólo existía en su imaginación. En los cuatro días transcurridos desde su regreso no habían hablado más que de temas cotidianos. Chris tuvo mucho trabajo en su oficina tomando las disposiciones necesarias para trasladarse a los edificios del Capitolio. En cuanto a Laura, también preparaba la mudanza. Aquella casa, que era su auténtico hogar y que siempre lo sería, iba a quedar exactamente tal como estaba. Greta se encargaría de su cuidado. Durante los fines de semana y las vacaciones volverían allí, pero, a partir de la semana siguiente, los días laborables los pasarían en otro sitio. Todos los años ofrecían una gran fiesta de Nochevieja a sus amigos, y para ello únicamente faltaban dos fechas.

Chris no contestó a la pregunta de su esposa. Estaban solos, una circunstancia rara y preciosa que a partir de entonces se daría muy pocas veces. En la chimenea de la sala de estar del piso alto ardían unos troncos. Laura ocupaba su butaca de terciopelo rojo. Chris estaba frente a ella, con su batín corto azul. Al no recibir respuesta, Laura siguió trabajando en la vieja labor de punto que comenzara años atrás y que ahora había reanudado sin intención ni esperanza de terminarla, sólo por dar algo que hacer a sus manos, ya que teniendo a Chris al lado no le era posible leer.

Al cabo de un rato, Laura volvió a romper el silencio:

—Sé que estás preocupado por algo, y me parece adivinar que se trata de Christopher. ¿Me equivoco?

—No.

—Entonces, si no quieres hablar conmigo porque crees que me inclino en favor del muchacho, cosa que comprendo…, ¿por qué no consultas con Henry Allen?

—Porque prefiero tomar yo mis propias decisiones.

Laura se dedicó a su trabajo con calma. ¿En qué pensaba su marido? Se sentía alejada de él, relegada, arrinconada. Así, aquellos estúpidos y extraños celos volvieron a suscitarse en el fondo de su espíritu. ¿Estaba Chris con Soonya? ¿Se encontraban Soonya, Christopher y él unidos en sus pensamientos? Exhaló un suspiro y dejó a un lado la labor.

—Será preferible que me acueste. Estoy cansada.

—¿Te encuentras mal?

—No. Quizá debiera volver a mi trabajo de investigación.

—Para ti, eso es una válvula de escape.

—Tal vez. Todos necesitamos una válvula de escape, ¿no te parece, Chris?

La voz de Laura era intencionadamente fría. Chris la advirtió y cuando ella pasó por su lado le cogió una mano.

—¡No te enfades conmigo, cariño!

—Claro que no me enfado… ¡llevo tanto tiempo a oscuras!

—Tengo que hacer esto a mi manera.

—Todo lo haces a tu manera.

—Eso es lo que siempre has deseado, ¿no?

Laura, sintiéndose tan alejada de su marido, tuvo el impulso de retirar la mano, pero no lo hizo, sino que se sentó en el brazo de la butaca de Chris.

—Generalmente es lo que deseo —admitió—. ¿Acaso no me he esforzado en que te sintieras libre? Pero, no sé por qué, en lo referente a ese niño creo tener derecho a saber qué piensas. En cierto sentido, también es hijo mío. No tiene más madre que a mí. Cuando me lo llevé del lado de Soonya, cosa que no hubiera hecho nunca de haber visto que ella lo quería o que podía llegar a quererle… no, de veras, no hubiera podido hacerlo, asumí la responsabilidad de convertirme en su madre, en una madre postiza, naturalmente; en una mujer que tomaba el lugar de otra, un lugar que en la vida de Christopher nunca había estado de veras ocupado. Por todo esto me parece que debes compartir conmigo tus ideas.

A Chris, mientras la escuchaba, le brillaban los ojos, pero al fin movió negativamente la cabeza.

—Lo siento —dijo—. Aún no estoy en condiciones de decirte nada. Debo estudiar con detenimiento lo que una resolución, en un sentido u otro, puede representar para mí. No sé lo que haré, pero estoy seguro de que poco a poco, paso a paso, la decisión llegará. Se trata de mi carrera, de mi vida.

—Henry Allen… —le interrumpió Laura.

—Quien debe decidir no es Henry Allen, sino yo —replicó Chris.

Ella miró aquellos azules ojos y se vio reflejada, muy pequeña, en las oscuras pupilas.

—¿Has pensado que, según la decisión que tomes, puedo llegar a… despreciarte?

—¡Qué le vamos a hacer! —murmuró él con tristeza.

Laura se levantó, le dio un ligero beso en la frente y se fue a su cuarto. Una vez allí, tras unos segundos de vacilación, se acercó a la puerta que comunicaba los dos dormitorios que, como de costumbre, estaba abierta, la cerró y echó el cerrojo. Dudó nuevamente. Al fin descorrió el cerrojo.

Dos noches más tarde, la casa rebosaba de animación, bullicio y risas. La alegre música de una orquesta de baile invadía las salas abiertas. Laura había decidido adornar la casa con combinaciones de flores y los invitados, en distintos corros, admiraban su labor. A ella la encantaban aquellos efectos decorativos, y planearlos con ayuda de una florista mantuvo ocupado su cerebro mientras esperaba no sabía qué. No habían recibido carta de Christopher… O de Kim Christopher, como Laura volvía a llamarlo mentalmente, preparándose para el caso de que Chris decidiera…

—¿Qué tal, Laura? —saludó Mrs. Allen.

Laura se volvió para recibir a los Allen. La mujer vestía, como de costumbre, un traje de tafetán negro, y el banquero llevaba el smoking que se había hecho en Londres años atrás y que formaba unas arrugas concéntricas sobre su ya prominente estómago.

—Está usted bellísima con ese vestido blanco, querida —dijo Mrs. Allen, estrechando la mano de Laura—. Todo está aún más bello que de costumbre. El año que viene echaré de menos esta fiesta.

—¡Pero si la daremos! —exclamó Laura impetuosamente—. Seguiremos dándola todos los años.

El matrimonio, sonriendo, siguió su camino. Laura dedicó su atención a otros invitados, otras parejas, que ya comenzaban a llenar las tres grandes habitaciones. En el comedor, los camareros se preparaban para empezar a servir en las bien abastecidas mesas. En el salón ya había gente bailando y en la biblioteca ella y Chris… ¿Dónde estaba Chris? Un momento antes se hallaba en el dormitorio, a punto de bajar a reunirse con ella, y ahora no se le veía por ningún sitio. Miró en todas direcciones. No, no estaba. Debía de encontrarse con Berman, en el estudio. Entre dientes, Laura murmuró: «Chris, ¿es que no puedes olvidar tus asuntos ni un momento?» Deseó dar con él en seguida, pero no lo logró. Los invitados llegaban continuamente.

—¿Y Chris?

—No veo a Mr. Winters.

Laura se excusó una y otra vez:

—Estará por aquí. Lo encontraré en seguida.

De pronto, Chris apareció en la puerta que daba al vestíbulo. Su actitud era confiada y enérgica. Tenía las mejillas enrojecidas, como si viniese de la calle. Inmediatamente se acercó a su esposa.

—Chris, ¿dónde has estado?

—Más tarde lo sabrás.

No pudieron seguir porque se vieron inmersos en el torbellino de los invitados.

—Una fiesta espléndida. Lo has hecho todo magníficamente —le dijo Chris después, mientras bailaban.

Luego, alguien los separó. Laura veía a su marido de vez en cuando, aquí y allá, bailando, charlando, haciendo de anfitrión con su desenvoltura acostumbrada. Ya estaban allí los invitados. Laura pensaba que serían unos doscientos, casi tantos como invitaciones habían mandado, y no dejaba de consultar el reloj. ¡Faltaban únicamente treinta minutos para el nuevo año! La medianoche del año que se iba era siempre un momento solemne, pero nunca tan solemne como iba a resultarlo en aquella ocasión. ¿Qué les traería el nuevo año? La vieja pregunta era ineludible. Laura se libró de sus deberes de anfitriona para aislarse unos minutos. Aquel año que estaba a punto de nacer significaría para Chris más que una nueva vida como gobernador. Y para ella también significaría más que seguir siendo su esposa y la primera dama del Estado. Aquel año disiparía las dudas que atenazaban a su marido. Hiciera lo que hiciese, ella le seguiría amando, pero ¿resultaría aquel sometimiento suficiente para los dos? ¿Y si se producía la disminución que tanto miedo le inspiraba? ¿Y si Chris no estaba a la altura en que ella lo había colocado?

«Soy injusta —se dijo—. Lo soy porque, al situarlo a tanta altura, le obligo a actuar de una forma determinada. Y a eso no tengo derecho.»

De pronto, en la puerta que comunicaba con el vestíbulo se produjo una conmoción. La orquesta dejó de tocar. ¡Pero si era demasiado pronto…! Aún no había dado la medianoche, y, por lo general, el baile se animaba cada vez más hasta que sonaban la doce campanadas y se iniciaba el Vals de las velas.

—¡Amigos!

Chris se encontraba en el umbral de la puerta del vestíbulo y su voz era perfectamente audible en las tres salas. Laura salió de detrás de un macizo de plantas. Nunca había visto a Chris de aquel modo, ni siquiera cuando pronunció su discurso aceptando el cargo de gobernador.

—Me dirijo a ustedes como a mis amigos, pero también les hablo como a hombres y mujeres que me han apoyado en mi ambición de convertirme en gobernador de nuestro Estado. No puedo ocultarles lo que para mí significa ese puesto. Soy ambicioso y tengo grandes sueños. Continuaré teniéndolos. Quiero ser un buen gobernador. Quiero servir bien a nuestro pueblo y a ustedes. Creo que soy capaz de conseguirlo. Pero esta noche deseo que conozcan una parte de mi vida de la que no tienen la menor idea…

Laura comprendió en el acto lo que su marido estaba a punto de hacer y mientras lo escuchaba conteniendo el aliento, las lágrimas humedecían sus mejillas y el corazón le latía aceleradamente. Chris, con enérgicas palabras, describía la situación de los jóvenes alejados del hogar, perdidos en guerras que no comprendían, librando batallas contra enemigos humanos e inhumanos.

—Ésos son nuestros hombres, nuestros hermanos, nuestros hijos. En estos momentos viven y mueren en siete países de Asia. Son muy jóvenes, dolorosamente jóvenes. Han crecido en hogares como los nuestros, cálidos, confortables, seguros. Actualmente se sienten muy solos. ¿Cómo lo sé? Porque hace muchos años fui uno de ellos en un país llamado Corea.

Hizo una pausa, se mordió los labios y continuó:

—Nuestros jóvenes buscan el alivio que pueden y donde pueden. No los culpo ni les defiendo. Yo fui uno de ellos. Se aferran a la vida con ambas manos porque no saben en qué momento llegará la muerte. Yo fui uno de ellos. Se reúnen en las salas de baile. No disponen de otros lugares. Conocen muchachas. Compran el amor que les sale al paso. Sí, se dan cuenta de que es un amor triste y hasta despreciable, pero no está en sus manos encontrar otra cosa. Viven a la sombra de una terrible amenaza y buscan refugio en los brazos de una muchacha, una extraña, pero una mujer. Yo fui, repito, uno de esos jóvenes, sólo que más afortunado que la mayoría, porque lo que encontré, aunque fuera transitorio, no tuvo nada de vergonzoso. Sin embargo, la historia no acaba en esto. Si fuera así no merecería la pena contarla. De esas breves uniones, que muchas veces terminan el día siguiente con la muerte, hay ocasiones en que surge una vida, la vida de un niño. En esos siete países de Asia donde nuestros hombres viven, luchan y mueren, nacen también muchos niños que normalmente no hubieran nacido. ¿Qué significado tienen? Éste. Son los nuevos seres humanos, los hombres del futuro, venidos al mundo demasiado pronto, antes de que se esté dispuesto a aceptarlos. Nadie los quiere, ningún país, ningún hombre, ninguna mujer. Nacen apátridas. ¿Se enteran sus padres de su existencia? Unas veces, sí; otras, no. Lo que, desde luego, no saben es que en Asia los varones son los únicos responsables de sus hijos. Yo era uno de los que lo ignoraban… hasta que tuve uno de esos hijos. Ahora lo sé.

Se produjo un largo silencio, un silencio que a Laura le pareció interminable. Chris tenía la mirada fija más allá de las cabezas de los invitados y las mandíbulas muy apretadas. En la sala no se oía ni una tos, ni un susurro. De pronto, Chris Winters se volvió y extendió la mano para hacer entrar a Christopher en la sala. Los dos, el hombre y el niño, permanecieron uno junto al otro. El hijo miró al padre y el padre sonrió al hijo. Era imposible no captar el parecido: los mismos ojos, la misma boca, el mismo perfil.

—Christopher —dijo Chris—, estos señores son amigos nuestros. Quiero que los conozcas y que te conozcan porque este es tu hogar y vas a quedarte en él. También quiero que me conozcan a mí y por esto les he hablado de tu existencia.

El muchacho no se movió. Continuó mirando a su padre. Chris hablaba nuevamente a sus invitados, al pueblo, pero ahora alegremente, como sintiendo un repentino alivio.

—Amigos, éste es mi hijo, nuestro hijo, porque mi esposa está a mi lado en todo esto. Ella fue a Seúl a buscar a nuestro pequeño, a nuestro hijo Christopher. El chiquillo tiene una voz espléndida. Quiero que cante para ustedes. ¡Canta, Christopher!

Christopher adelantó un paso y, alzando la cabeza, comenzó a cantar:

Mi país, que es el vuestro…

Laura sollozaba suavemente, pensando:

«Oh, Chris… ¿Cómo he podido dudar de ti? ¿Quién podría…?»

Tenía que dominarse, porque cuando la canción acabara tenía que colocarse junto a su marido y a su hijo. Pero no fue lo bastante rápida. Antes de que le fuera posible llegar adonde se proponía, Mr. y Mrs. Allen, cogidos del brazo, se adelantaron hacia el muchacho.

—¡Bien venido, Christopher! —dijo Mrs. Allen con su dulce voz—. Nos alegramos de que estés al fin en tu hogar.

—¡Bien venido, muchacho! —repitió Mr. Allen cogiendo las dos manos de Christopher y estrechándolas entre las suyas.

Luego, se volvió hacia Chris:

—Felicidades, Winters. Tiene usted un hijo espléndido, realmente espléndido. Me alegro de que lo haya encontrado. ¡Me alegro… de todo!

Los invitados permanecían inmóviles, indecisos. Después, súbitamente, decidieron seguir el ejemplo del anciano matrimonio Allen que había sido siempre su guía. Laura atravesó corriendo el vestíbulo y ocupó su lugar junto a Chris. En medio de los apretones de manos, de las miradas curiosas y de las diferentes sonrisas, encontró el momento de susurrar:

—¿Y qué pasará ahora, amor mío?

Él sonrió levemente.

—¡Quién sabe!

—Al menos —musitó ella—, ahora somos tres.

—Hasta aquí muy bien —convino Chris.

—Hasta aquí muy bien —repitió ella.

Y buscó la mano derecha de Christopher.

Cuando en el reloj comenzó a sonar la hora mágica, las voces de los amigos que los rodeaban se unieron en la canción. Entre ellas, Laura distinguió la de su hijo Christopher: «Si los viejos amigos son olvidados…» No, ella no olvidaría nunca. Pero Soonya, Mr. Choe, Corea, todo pertenecía al pasado, y era ya un nuevo año.