Laura se inclinó sobre la ventanilla del reactor para obtener una última visión de Chris, que estaba en la terraza más alta del aeropuerto, agitando su bufanda marrón. Para llegar hasta aquel punto desde donde podía ver el despegue del avión debía de haber subido corriendo las escaleras. Laura nunca había pasado tres días como los últimos, tan cerca y al mismo tiempo tan lejos de su marido. Pese a no albergar la más mínima duda acerca de su mutuo amor, sabiendo que nada podía separarles, totalmente seguros de la lealtad del uno hacia el otro, se les había hecho imposible comunicarse. La noche anterior Laura había sostenido una fuerte lucha consigo misma. ¿Debía o no ir al cuarto de Chris si él no entraba en el suyo? ¿Cuánto tiempo duraría su ausencia? El que aquella última noche permanecieran separados ¿adquiriría una monstruosa significación durante los días que debían transcurrir hasta su regreso? Porque Laura se había convencido de que sólo iba a ser cuestión de días.

—Sin embargo, sentiré un gran alivio cuando estés de vuelta sana y salva —había dicho Chris—. Ten en cuenta mis sentimientos. Espero que cumplas tu promesa, ya que has conseguido que te permita hacer el viaje sola, dejándome ante sabe Dios qué. No podré comer ni dormir hasta que vuelvas. Es como cortarme por la mitad. ¡Ni siquiera sé cómo es actualmente Corea!

Volando sobre la Tierra, Laura repasó los últimos días. Había vivido en una especie de ofuscación. Greta se ocupó de la casa mientras ella se concentraba en el trabajo, consciente de que se había convertido en una válvula de escape. Lo mismo hacían los hombres: eludir las preocupaciones personales por medio de la dedicación profesional. Resultaba asombroso el sufrimiento que uno podía tolerar si tenía algo que hacer. Laura había acabado el capítulo acerca de los efectos benéficos que las plantas y los animales del océano encierran para la humanidad: la anguila eléctrica, por ejemplo, proporciona un calmante contra la excitación nerviosa; el erizo de mar, ese pequeño y delicado monstruo, acelera la actividad de los glóbulos blancos en su función protectora contra la infección y la fisalia, una medusa a través de cuyos botones urticantes se consigue encontrar la causa de algunas alergias. La disciplinada mente de Laura había encontrado su propio remedio. Un alivio bendito porque era tan profundamente emocional que no hubiera podido soportar sus incontrolados sentimientos.

El enorme jet, que temblaba a impulsos de sus propios reactores, fue elevándose más y más en el espacio. Laura se recostó en el asiento y cerró los ojos. Iba hacia un mundo nuevo. Conocía bien Europa. En cambio, Asia le era totalmente extraña. No sintió curiosidad respecto a Corea ni siquiera cuando volvió Chris, tal fue su alegría por el fin de la separación. Y, naturalmente, nunca había soñado que…

Al estabilizarse el avión, abrió los ojos. Nunca se había sentido tan sola. A fin de cuentas, ¿habría acertado al insistir en ser ella la que se enfrentara al pasado? ¿Fueron los celos los causantes de que la idea de una entrevista entre Chris y Soonya se le hiciera intolerable? Tal vez. Por esto tenía que averiguar por sí misma quién era exactamente Soonya, ver por si misma toda la medida del encanto y el poder de Soonya. Porque ni por un momento admitió que Chris hubiera podido sentirse atraído, ni siquiera superficialmente, por una joven normal, por una joven vulgar, por una joven barata, ni siquiera por una joven de rostro anodino. Chris era sutil, exigente y complejo, y a Laura la encantaban cada una de estas facetas de su personalidad. El niño… Sí, desde luego, había que pensar en él, pero primero tenía que conocer a la madre y analizarla con mayor frialdad de lo que nunca había analizado a un espécimen sacado de las profundidades del mar. Debía hacerse una idea exacta de cómo era aquella mujer que había compartido con Chris su primer emparejamiento serio.

El recuerdo de Laura volvió a su propia noche de bodas. Ella era virgen, y no preguntó si él también lo era. Hubiese querido saberlo, pero era demasiado tímida, demasiado orgullosa para preguntarlo. Y demasiado inocente. Ahora, enterada ya de lo ocurrido en aquella cabaña, en aquel hooch, como Chris decía, admitió que durante la primera noche, después del regreso de su marido, debió haberse dado cuenta de que había existido alguien como Soonya. Chris se mostró seguro y experto como no lo había sido anteriormente. Había pasado otras muchas veces por todo aquello… No, por todo no, porqué él no había amado a Soonya como la amaba a ella. No, y Soonya tampoco lo quiso, no pudo quererlo como Laura lo quería. Soonya, una ignorante muchacha coreana…

—¿A qué se dedicaba? —le había preguntado a Chris el día anterior.

Estaban en la sala, tomando un cóctel. Christopher había vuelto a casa temprano. El sol del atardecer entraba por las altas y estrechas ventanas de la vieja mansión.

Sorprendentemente, Chris enrojeció. Hasta aquel momento, Laura no había visto nunca que le ocurriera tal cosa.

—¿Quién? —preguntó, turbado.

—Esa muchacha. Soonya. ¿Qué hacía?

—¿A qué te refieres?

—Quiero decir si era maestra, enfermera o algo por el estilo.

—¡Oh, no! No creo que tuviese ninguna profesión. Había ido al colegio y tenía una voz muy bonita. Le gustaba cantar, pero los coreanos siempre están cantando. Me parecieron un pueblo musical, aunque la verdad es que no conocí mucha gente, aparte de ella.

Laura no dijo más temiendo oírle hablar de Soonya. Se esforzaba en apartar de su mente los recuerdos de la primera noche de su matrimonio, pero estaban allí, almacenados en escenas que no podía olvidar. La boda, severa y sencilla, había sido celebrada en el enorme y vetusto templo en que había sido bautizada Laura. Pero el traje de novia de la joven pertenecía al París de la época de su abuela y la etiqueta de satén llevaba bordado el nombre de Worth. También el velo, de auténtico encaje, había sido lucido por su abuela. Laura y Chris se sentían tan alegres que después de la breve ceremonia casi salieron bailando, con las manos unidas, por el pasillo del templo mientras sonaban los acordes de la gozosa música. La boda fue a un tiempo alegre y solemne. La muchacha disfrutó enormemente en la recepción ofrecida en casa de sus padre. No podía olvidar el instante en que arrojó el ramillete de azucenas desde lo alto de la escalinata. Después se fueron a Nueva Inglaterra. Desde que tenía doce años, Laura había dicho que su luna de miel la pasaría en Nueva Inglaterra, en la antigua casa donde aún vivían unos viejos tíos suyos que habían sido muy comprensivos y les habían dejado a solas durante todo el día hasta la hora de cenar. Chris y ella habían vagabundeado por los prados y las veredas, sumidos en un sueño de felicidad. Todo era nuevo para Laura, los dos eran nuevos y únicos el uno para el otro, todo, todo. Y ahora, de pronto, se encontraba con que ella no había sido la única para su marido. El caso era…

Eludió de nuevo la cuestión. Era posible que todo lo que le había dicho Chris fuese cierto. La noche anterior, cuando estaban separados en la cama, Laura había hecho acopio de valor.

—Chris, no sé por qué tengo tanto frío. Apenas logro evitar dar diente con diente.

—Déjame que te abrace.

Ella se había dejado abrazar. De repente, el hombre se apartó.

—¿Has cambiado? —preguntó.

Aquella fue su pregunta: «¿Has cambiado?»

—No, no he cambiado —había contestado ella—. Me siento… desconcertada. Me parece como si hubiera estado enferma, débil e insensible, incapaz de preocuparme por nada… Una sensación extraña… No creo que dure. Supongo que se tratará de la conmoción. Es como subir demasiado de prisa desde el fondo del océano. De pronto, uno no puede moverse ni respirar.

—Lo siento —murmuró Chris con una voz baja y dolida.

Después, cuando él se hubo marchado, Laura se preguntó, y volvía a preguntárselo ahora, si, efectivamente, había cambiado. Se contestó a si misma: «No soy yo quien ha cambiado. Es simplemente lo demás lo que ahora no es igual. Porque si Chris no es como yo lo imaginaba, resulta inevitable que todo sea distinto. De pronto me encuentro en un mundo que desconozco.»

A su memoria acudieron fragmentos y jirones de recuerdos. Su madre, la noche antes de su boda, le había dicho:

—Espero que no quieras demasiado a Chris, hija mía.

Laura la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo puedo amarle demasiado si va a ser mi marido?

—Por tu propio bien, quiero decir —aclaró su madre.

A ella, entonces, la respuesta le pareció incomprensible y no captó en absoluto la intención.

—Amarle cuanto puedo me hace feliz —aseguró.

—Eso es peligroso —suspiró la madre—. Algún día te romperá el corazón.

Y ahora comprendía. Había amado a Chris con la misma intensidad de cuerpo y alma que aplicaba a su trabajo, a su propio ser. Nunca hubo en su vida lugar para las relaciones sociales, para las charlas femeninas ni para las diversiones ociosas. Como no tenía hijos, había consagrado sus pensamientos y su tiempo a Chris y al trabajo. Otras mujeres hablaban de sus pequeños y Laura se consideraba superior a ellas. Ahora se sentía humillada. No tenía hijos, y hubiera sido mejor para ella y para Chris haber tenido por lo menos uno. Así le habría sido posible dividir su corazón entre su marido y el niño. Y Chris no hubiera sido el único en reinar en él.

Intentó imaginarse el hijo que podían haber tenido. Desde luego, se hubiera visto obligada a abandonar su trabajo. No, eso no podía ni pensarlo. Por consiguiente, tampoco podía pensar cómo sería el hijo. Sus ideas volvieron a su marido. Durante aquellos últimos días, Chris había intentado comportarse con naturalidad y, sin embargo, como Laura sabía a la perfección, había captado el cambio producido en ella y eso la hirió. En el último momento la había atraído hacia sí:

—Te quiero a ti únicamente, ahora y siempre.

Y luego la besó, con fuerza, en los labios.

Laura notaba aún el beso ardiéndole en la boca. De pronto se le ocurrió que ni Chris ni ella habían cambiado. Era tan sólo que ella no lo había conocido completamente. Durante todos aquellos años, Chris había mantenido un secreto, y aquel secreto formaba parte de sí mismo. Si Laura lo amó siempre tal como había sido, ¿no podía seguir amándolo como seguía siendo? No encontró respuesta a la pregunta que se planteaba una y otra vez. Durante veinticuatro horas permaneció suspendida en el espacio. El enorme aparato que la llevaba constituía en cierto modo una imagen simbólica de su propio ser. La tierra era invisible, oculta bajo una alfombra de blancas nubes en las que de un modo ocasional se abría algún claro por el que era perceptible un pedazo de océano, cuyo azulado color entonaba con el del cielo, allá arriba. La rutina de la vida prosiguió. Ingirió unos bocados de la comida que le ofrecieron; bebió un par de cócteles y una copa de licor con el café, después de la cena. Cuando cayeron las sombras durmió a intervalos. Al amanecer se despertó por completo. Se lavó, recompuso su pálido rostro y se cepilló el pelo. Experimentaba la sensación de un completo aislamiento. Se sentía infinitamente remota. Los seres que compartían su forzoso encierro le parecían simples autómatas. Sonrió en respuesta a las sonrisas y replicó con palabras escuetas a los saludos y comentarios de los extraños. No estaba en ningún lugar, no era nada, no era nadie. Carecía de pasado y de futuro; su pasado, construido sobre un sueño; su futuro, ignoto. ¿Y si optara simplemente por no volver? ¿Y si desaparecía? No. Se había trazado un camino y lo seguiría hasta el fin.

Al descender en Seúl, la capital de Corea, se encontró entre gentes de un mismo color, cabellos oscuros, ojos oscuros. Alrededor de ella nació y tomó auge un idioma que nunca había escuchado envolviéndola en olas de extraños sonidos. Tenía todas las direcciones, Chris se las había proporcionado. El nombre del hotel, la calle, y cómo podía llegar allí después de pasar la aduana.

Fue un alivio que el joven aduanero hablara inglés.

—¿Cuánto tiempo durará su estancia, señora?

—No lo sé.

—¿Dos semanas?

—Espero que no sea más.

—Si durase más, tendría usted que conseguir un permiso.

—No creo que sea necesario.

El joven le dirigió una sonrisa. Sus dientes eran blancos e iguales.

—Aquí tenemos muchas cosas bellas. Deseo que su estancia se prolongue.

La mujer llevaba días sin sonreír sinceramente, pero ahora lo hizo. En cierto modo el joven, al sonreír, había dejado de ser un extraño.

—Gracias —dijo Laura.

Nada sería difícil, si lograba dominar el pánico. Por encima de todo debía mantener la calma. Tomó un taxi que, según pudo observar, era un antiguo jeep cuyos costados y la capota estaban hechos con bidones de hojalata alisados y soldados. Sin embargo, era un vehículo, y el chófer, un muchacho vestido con un traje remendado de algodón al que múltiples lavados había desvanecido el color, era alegre, aunque no hablaba inglés. Reconoció el nombre del hotel, y aunque el trayecto, como sospechó Laura, fue más largo de lo debido, por fin llegaron. El jeep se detuvo bruscamente, el taxista se apeó, sacó dos maletas de la mujer y dio un grito. Un mozo salió corriendo del hotel, se hizo cargo del equipaje y esperó mientras la mujer contaba el dinero para pagar la carrera. El conductor la ayudaba, señalando con un curvado dedo las monedas adecuadas. En seguida, tras una sonrisa resplandeciente, montó de nuevo en el jeep y se perdió por la atestada calle. Laura entró en el edificio.

Chris se le había anticipado. En recepción la esperaba un telegrama, y el conserje conocía su nombre.

—En su habitación hay un ramo de flores, señora —dijo.

¡Flores! Esto únicamente podía ser cosa de Chris. Apretando en la mano el telegrama, Laura siguió a un vivaracho botones hasta su cuarto. Sí, había flores: un ramillete apretado y policromo, sin fragancia. Dio una propina al chico, cerró la puerta y abrió el telegrama.

Chris le decía:

Estoy ahí contigo. Día y noche te acompaño. Te amo.

De pronto, Laura que nunca lloraba, se puso a llorar suavemente. Las lágrimas mitigaron el dolor de su corazón. Chris la amaba; Chris la recordaba. En un país extraño había dejado de estar sola. A pesar de la distancia, podía ver su hogar y a Chris sentado tal vez ante su escritorio, sintiéndose abandonado porque ella no estaba allí. «¡Oh, hermoso hogar, que nunca seas destruido por las debilidades de los seres humanos a quienes cobijas!» Laura se dijo que debía ser paciente, que debía perdonar, sí, perdonar, porque no hacerlo resultaba intolerable. Era preciso que concediera su perdón, so pena de quedarse sin hogar. No tener hogar era quedarse sola, y quedarse sola significaba estar perdida.

Le despertó la luz del sol al aparecer sobre la cumbre de una montaña. La noche anterior Laura sólo había visto unas calles, pero ahora, al saltar de la cama y acercarse al ventanal, contempló la ciudad, una mezcla de edificios modernos y de viejos caserones agrupados en un valle rodeado de montañas. No eran las boscosas montañas de los Estados Unidos, sino unas grandes masas desnudas, de roca, sombreadas de púrpura en la base y rodeadas de un aura de dorada luz en la cima. Una belleza espectacular y, no obstante, por aquellas empinadas laderas había subido Chris trabajosamente cuando era un joven soldado dominado por la desesperación de la fatiga y la nostalgia que no sabía por qué luchaba. La piedad acongojó a Laura. Chris le había descrito aquellas horas amargas compartiendo ambos —al menos así lo había creído ella— cada una de las sensaciones que él había experimentado. Pero su marido no le había hablado de Soonya hasta que llegó la carta. A Laura se le encogió de nuevo el corazón.

Una hora más tarde bajó por la amplia escalinata y cruzó el vestíbulo en dirección al comedor para desayunar. La sala estaba llena de norteamericanos, pero había unos cuantos coreanos vestidos con indumentaria occidental. En la puerta, Laura vaciló buscando un lugar donde acomodarse. Sólo vio una silla vacía, en una mesa para dos, junto a una ventana que daba al jardín. El hombre que ocupaba aquella mesa era coreano. Alto, de mediana edad, su atractivo rostro era pálido y grave. Un camarero se acercó a Laura.

—Lo siento —se disculpó—. No hay sitio ahora.

Ella señaló la vacía silla.

—¿No podría sentarme ahí?

El camarero dudó y al fin se dirigió hacia el coreano y le dijo unas palabras. El hombre levantó la vista, sorprendido, la vio y se puso de pie.

—Tenga la bondad —le dijo.

—Gracias —contestó Laura sentándose.

Pidió el desayuno y quedó a la espera, con la vista fija en el jardín. Era un jardín rocoso. Entre las piedras había trechos de blanca arena alisada en la que, con un rastrillo, se habían trazado espirales y círculos. En las cavidades de las rocas crecían pequeñas plantas, y un retorcido árbol se inclinaba sobre un estanque. Mientras esperaba, Laura se dio cuenta de la alta y distinguida figura que se hallaba al otro lado de la mesa, pero no dijo palabra. De pronto escuchó la voz del hombre. Su inglés era muy bueno.

—¿Me permite usted que me presente?

El coreano sacó su cartera y puso una tarjeta frente a Laura. Ella leyó en voz alta el nombre.

—¿Mr. Choe Yu-ren?

—Negociante —confirmó él sonriendo—. Me dedico a la farmacia. Tengo una empresa propia.

Laura alzó la vista encontrándose con la amable mirada del hombre.

—Buenos días, Mr. Choe.

Mr. Choe dedicó una inclinación a su compañera de mesa.

—¿Viaja usted sola?

—Sí… Asuntos personales.

—¿Va a quedarse en Seúl mucho tiempo?

—Espero que no. Bueno, entiéndame. Es que estoy ansiosa por volver a casa, también por motivos personales. Lamento confesar que no dispongo de tiempo para hacer turismo. Quizá sólo me quede en Corea unos días.

Laura advertía las características del desconocido: una cordialidad agradable combinada con una actitud de mundano conocimiento. Mr. Choe dejó el tenedor sobre la mesa. Laura pensó que su desayuno no podía haber sido más norteamericano: huevos con tocino, tostadas, café y fruta.

—Dispénseme —dijo el coreano—. Espero no ser inoportuno, pero es que pasé unos años muy felices en su país, cuando era estudiante. Fue en Yale, en 1935, y ahora, debido a mis negocios, vuelvo allá muy a menudo. Mi firma tiene conexiones con importantes compañías farmacéuticas de su patria, y siempre disfruto extraordinariamente en mis visitas. Su pueblo es muy hospitalario.

Después de una breve vacilación, el hombre prosiguió:

—¿Es su primera visita a Corea?

—Sí —repuso Laura.

Mr. Choe vaciló otra vez. Ella captó la interrogación que había en sus oscuros ojos, pero no contestó a la implícita pregunta. El camarero le trajo naranja en rodajas y café, un huevo pasado por agua y tostadas. Cuando el sirviente se hubo ido, el coreano volvió a hablar:

—Disculpe mi insistencia, pero rara vez tengo la oportunidad de devolver la cortesía con que se me ha recibido siempre en su país. Si puedo serle útil en algo, le ruego acepte mi ayuda. Desearía poderle presentar a mi esposa, pero murió el año pasado y desde entonces vivo solo en este hotel, aunque los fines de semana vuelvo a mi casa, en el campo, donde vive mi madre. Mi hijo se encuentra en la Universidad, en mi misma «alma mater» de los Estados Unidos.

Laura miraba y escuchaba a su compañero de mesa y se dijo que nunca había encontrado un hombre más apuesto, aunque sólo fuera para verlo. Era alto, y su traje de tela gris oscuro era de corte inglés. Su cabello, que blanqueaba en las sienes, era castaño y sus ojos marrón oscuro. Si no hubiera sido por la forma de sus ojos, hubiera podido pasar por italiano, o tal vez por español, pero los ojos eran orientales. Su modo de hablar y su franqueza inspiraban confianza. Obedeciendo a un irreflexivo impulso, Laura abrió su bolso y extrajo la pequeña tarjeta en la que Chris había escrito la dirección de Soonya.

—¿Puede decirme donde está esto, por favor?

Mr. Choe estudió la tarjeta y volvió a adoptar una actitud grave.

—Es un sitio muy difícil de encontrar. Está muy lejos del extremo sur de la ciudad, que es donde nos hallamos ahora. ¿Cómo piensa ir? ¿En coche?

—Había pensado coger un taxi.

—¡No tendrá usted la intención de ir sola!

—Aquí no conozco a nadie.

—¿Quizás alguien de la Embajada norteamericana? —sugirió él.

—¡Oh, no! —se apresuró a decir Laura—. El asunto que me ha traído es completamente privado.

Mr. Choe le devolvió la tarjeta, y ella la guardó otra vez en su bolso. El hombre permanecía silencioso, recapacitando, mientras Laura acababa su huevo y tomaba el café. Luego el coreano hizo a un lado los platos.

—¿Me dejaría acompañarla? —propuso súbitamente.

Laura se quedó desconcertada.

—No puedo permitir que haga eso. Estará usted ocupado.

—Soy dueño de mi tiempo. Sólo tengo que telefonear a la oficina. Créame, no debo consentir que una dama norteamericana vaya sola a esa parte de la ciudad. Si lo prefiere, daré instrucciones a mi secretaria para que venga con nosotros. Al fin y al cabo, usted no me conoce. No debí olvidarlo.

—No es eso —protestó ella.

—¿Desea resolver sus asuntos estrictamente en privado? En este caso la esperaré en el taxi mientras usted…

Laura se sentía cada vez más turbada.

—En realidad, no se trata de un asunto mío particular, sino de algo que concierne a mi marido.

—Entonces está usted casada.

—Sí, soy Mrs. Winters, Mrs. Christopher Winters.

—De…

—Filadelfia.

Mr. Choe sonrió y su rostro, en cierto modo severo, se dulcificó con sintomática rapidez.

—¡Ah, Filadelfia! Conozco esa bella ciudad. Solía pasar allí las vacaciones de Navidad, con el doctor Harmsworth y su esposa. ¿Lo conoce?

—¿El gran orientalista?

—¡De modo que lo conoce!

—Únicamente nos han presentado.

—Entonces lo recordará, porque cuando se le ve resulta imposible olvidarlo. Yo le llamo mi padre norteamericano. Ahora es un anciano, claro, pero cuando voy a su país nunca dejo de visitarle. Me llama su hijo coreano. Y mi propio hijo, que ya le he dicho que se encuentra en Norteamérica estudiando, continúa la tradición y pasa sus vacaciones universitarias allí, en aquella antigua y bonita casa. Desgraciadamente, la señora ya no vive. Murió mientras yo me encontraba en la escuela graduada.

Repentinamente, Laura confió en el hombre, y al tomar aquella decisión se sintió segura y confortada. Tenía un amigo.

—Acompáñeme, por favor —dijo pausadamente.

—Cuando acabe usted su desayuno —repuso Mr. Choe.

Durante el recorrido por las calles de Seúl, Laura decidió no dar ninguna explicación a su acompañante. Mucho tiempo atrás, cuando era aún una niña, se acostumbró a no explicar sus actos. Cuando su madre la reprendía, guardaba un completo silencio. No pedir explicaciones y no darlas había creado una atmósfera de paz en su juventud, en su matrimonio, en su hogar. Ahora, mientras cruzaba las atestadas vías y parques de Seúl, guardaba un silencio total, pues Mr. Choe era demasiado cortés, demasiado elegante, para hacer preguntas. Se limitó a detallarle los edificios y los monumentos frente a los cuales pasaban, expresando la esperanza de que Laura tendría tiempo de visitar los palacios de los reyes ya muertos y le permitiría acompañarla al nuevo museo antes de regresar a su país.

Ella sonreía deseando que todo aquello fuera posible. Abstraída, admiraba el atractivo perfil del coreano. Laura estaba acostumbrada a los hombres, pues en sus investigaciones científicas trabajaba entre ellos, pero el tipo de Mr. Choe resultaba nuevo para ella. En otras cosas, aparte de su aspecto, tenía la calidad del viejo marfil, suave y opaco, sólido aunque precioso, muy complejo y difícil de abarcar. Había sentido el impulso de confiar, pero ahora dudaba. Con la paciencia adquirida durante sus largas horas de trabajo en el laboratorio, estudió al oriental. Su aspecto era viril y, no obstante, poseía una gracia felina. Era directo y carente de timidez, aunque Laura se dio cuenta de que, mientras hablaba, muchas cosas quedaban sin ser dichas. También advirtió la agudeza de sus preguntas.

—¿Es usted artista, Mrs. Winters?

—No. ¿Por qué?

—Tiene usted clase, estilo. Parece a un tiempo distante y sensible.

—Soy científica.

Mr. Choe se sintió enormemente interesado.

—¿Una mujer científica? ¿No es eso una contradicción?

—En mi país, no, aunque admito que tampoco es corriente. Soy oceanógrafa, y farmacóloga, como usted, sólo que dedicada a los estudios marinos.

—¿Y efectúa expediciones oceánicas en busca de material para uso médico? Los coreanos utilizamos también elementos marinos como arma curativa.

—Sí, a veces intervengo en expediciones. Aunque no con tanta frecuencia como antes de casarme.

—¿Qué expediciones, por ejemplo?

—Bueno, la última fue a las costas de Panamá. Deseaba recoger plancton.

—No iría usted sola, imagino.

—No, me acompañaban otros tres científicos. Estudiábamos al océano en sí: el fondo, sus formas y contornos, el agua marina, sus características físicas y químicas, las corrientes, la vida vegetal y la animal, todo lo posible. Cada uno de nosotros tenía una responsabilidad. La mía era, y sigue siendo, estudiar ese tipo de vida que fluctúa entre la planta y el animal y que puede ser las dos cosas o ninguna.

—¡Ah, las criaturas-eslabón! Sí, son muy importantes. Pero… ¡me asombra usted!

Laura no contestó porque el coche se había detenido frente a una pequeña casa de ladrillo situada entre otras dos de mayor tamaño. Mr. Choe dijo algo al taxista, que asintió con la cabeza.

—Hemos llegado, Mrs. Winters —anunció él—. Si me autoriza, la esperaré aquí.

Ahora que había llegado el momento de la entrevista, Laura no se sentía capaz de enfrentarse sola a la situación.

—Entre conmigo, por favor. No podré entender lo que me digan. Le explicaré lo que ocurre: he venido en busca de un niño y de su madre.

—En este caso…

Mr. Choe se apeó del coche y con la mano hizo una seña al chófer para que esperara.

—Ahora, Mrs. Winters —prosiguió el coreano—, permítame que vaya delante. Haré unas cuantas averiguaciones. ¿El apellido, por favor?

—Miss… No, Mrs. Kim. Y el nombre, Soonya.

Mr. Choe la escuchó impasible, firme en su decisión de no delatar ni interés ni curiosidad. En seguida, tras golpear con los nudillos en la entornada puerta de madera, tosió ruidosamente. Abrió una vieja que vestía una falda de algodón remendada y un corpiño verde, Mr. Choe le preguntó algo y la mujer asintió con la cabeza. El hombre habló de nuevo y ella hizo ademán de negación. El coreano se volvió hacia Laura:

—Mrs. Winters, Miss Kim está durmiendo. Trabaja por la noche en…, bueno, trabaja por la noche y se despierta tarde. Ésta es su madre. La invita a pasar. Despertará a su hija.

Laura, sobreponiéndose a su repugnancia, inquirió:

—¿Hay también un niño?

El coreano tradujo la pregunta, que fue contestada por la vieja.

—Sí, un muchacho —dijo Mr. Choe.

—¿Está ahora en la casa?

El hombre volvió a servirle de intérprete. La madre de Soonya movió la cabeza y estalló en una furiosa parrafada. Mr. Choe alzó una mano para silenciarla y tradujo:

—En estos momentos no se encuentra aquí. La mujer asegura que el chico es un problema. Se escapa y nadie sabe donde se mete hasta que vuelve a casa hambriento. Dice que no pueden hacer carrera de él. Es un chiquillo muy revoltoso. Tiene once años.

—Entraré —decidió Laura—. Quiero ver a la madre del pequeño y hablar con ella. Si está cansada, lamento que tengan que despertarla, pero he hecho un largo viaje y deseo volver a casa lo antes posible.

—Me hago cargo —asintió Mr. Choe.

Entraron en un pequeño cuarto, muy limpio, aunque el suelo era de tierra apisonada. Una mesita baja, unos cuantos libros, unos almohadones y, en una pared, un pergamino con un paisaje pintado. No había más muebles. La vieja mulló un almohadón.

—La invita a sentarse —aclaró Mr. Choe.

Los dos tomaron asiento y la vieja desapareció. Mientras esperaban en silencio, Laura se preguntó si sería conveniente explicar a su compañero porqué estaba en aquel lugar. Al fin, una vez más, se decidió en contra de las explicaciones. Unas horas antes ni siquiera conocía a aquel hombre, y quizás, ahora que ya había cumplido con la misión de conducirla hasta allí, no volvería a verlo nunca. Le dirigió una mirada y sonrió con gravedad, agradecida. Él comenzó a disculparse.

—Esta casa es muy pobre. No sé cómo se gana la vida Miss Kim. Tal vez esté casada, y en este caso me imagino que su esposo estará empleado en una tienda, en Correos o en algún sitio parecido. Dudo que sea maestro, a no ser que ejerza su labor en una escuela elemental. Probablemente, Miss Kim ayuda en un bar o en algún sitio así. La mayoría de las mujeres de bar están casadas y trabajan de noche, cuando los maridos pueden quedarse en el hogar. Claro que en este caso la mujer ha de cuidar de su vieja madre, y quizás el marido trabaje también de noche porque la vida es difícil.

Laura no contestó. Le fue imposible hacerlo porque en aquel momento se abrió suavemente una puerta y Soonya apareció en el umbral. Laura la reconoció en seguida. Aquella mujer, aunque había dejado de ser joven, estaba en la plenitud de su belleza. Llevaba un vestido coreano: una falda larga de color oscuro y un corpiño blanco cruzado sobre el pecho. Llevaba el negro cabello recogido en la nuca, y en el rostro pálido los ojos pardos miraban con expresión benévola e interrogante. Era una cara tan agraciada, y la mujer resultaba tan femenina y tan frágil, aunque perfectamente torneada que, aunque se lo propuso, a Laura no le pudo desagradar. Daba mucha importancia a las primeras impresiones, ya fueran de agrado o de disgusto y había decidido que basaría su decisión en el impacto de aquel instante. Tampoco se había ocultado a sí misma su íntimo deseo de que Soonya le causara mal efecto.

—No me preocupare de la mujer —le había dicho a Chris—. A ella no le debo nada. Pero al muchacho sí, porque es tuyo, y quiero que reciba educación. No aquí, Chris, sino en su propio país.

Chris la había mirado inexpresivamente.

—Supongo que, en efecto, se trata de su país. ¡Resulta extraño pensarlo!

Soonya entró en el cuarto pisando silenciosamente con sus pequeñas zapatillas de goma de punteras algo vueltas hacia arriba. Se detuvo frente a Mr. Choe y habló con él con voz suave y aguda, casi infantil. Mr. Choe la escuchó con creciente asombro y frunció los labios.

—¿Qué dice? —preguntó Laura.

—Me había visto antes —declaró el coreano sin dar más explicaciones.

Laura esperó y al ver que él seguía sin decir nada, insistió:

—¿No puede darme más detalles?

—No —replicó el hombre con firmeza—. Ahora recuerdo quién es.

Laura vaciló sintiéndose extrañamente desplazada e incluso ignorada. Mr. Choe invitó a Soonya a tomar asiento y ambos continuaron su conversación, él formulando preguntas y ella contestando con voz intensa y apresurada. La vieja, que había vuelto, se sentó recostándose contra la pared. En la puerta, un grupo de chiquillos que se empujaban unos a otros para ver mejor lo que ocurría. Mr. Choe alzó la mirada, frunció el ceño y les gritó algo. Los niños echaron a correr hacia la calle, pero poco a poco, al ver que continuaba la conversación, volvieron a acercarse.

Laura esperó lo que le pareció muchas horas, aunque tal vez no fue más de treinta minutos. Finalmente, Mr. Choe se disculpó:

—Perdóneme, por favor. Esta mujer tiene problemas con el casero. Su hijo es muy difícil y el casero desea que se vayan de aquí. Según parece, el muchacho roba a veces a los vecinos. Además, ella no tiene marido. Se mantiene a sí misma, a su madre y a su hijo.

—¿Dónde trabaja? —preguntó Laura.

Mr. Choe pareció turbado. Con un gran pañuelo se secó la frente y las palmas de las manos.

—Se lo diré más tarde —contestó—. Mientras tanto, le explicaré cuál es la mayor de las dificultades a que se enfrenta Miss Kim.

Hizo una pausa y prosiguió:

—El muchacho… no es un chico normal. Es hijo de un norteamericano a quien ella conoció aquí hace doce años, después de la guerra. Hicieron vida juntos durante más de un año. Miss Kim esperaba que se casaran y él prometió volver. Cuando el niño tenía un mes, el norteamericano se fue a su país. Desde entonces ella no ha recibido noticias del padre de su hijo. Ha tenido que ocuparse del niño, aunque no estaba obligada a hacerlo.

El corazón de Laura aumentó el ritmo de sus latidos. No traicionaría a Chris. Que los demás pensaran que había ido allí sólo como amiga, no como esposa.

—¿Cómo no va a estar obligada? —dijo con firmeza—. Es la madre del niño.

Mr. Choe la miró fijamente, manteniendo las manos sobre las rodillas.

—Aquí, el responsable de un hijo es el padre. Cuando no hay padre, no hay familia. El muchacho está desplazado. No puede ir a la escuela, ni obtener un trabajo, porque el padre no ha registrado su nacimiento. Por lo que a nosotros respecta, el niño ni siquiera ha nacido. No tiene familia, nadie le respalda. Por consiguiente, no existe.

Laura se vio acometida por un reconfortante acceso de indignación:

—¡Esto es absurdo! El niño está. Existe.

—Legalmente, no —replicó Mr. Choe.

Laura no pudo responder. Se encontraba en un mundo que no había imaginado, entre unas gentes que no conocía. Con una expresión casi suplicante, se volvió hacia Soonya. ¿No existiría, al menos entre ellas, el vínculo de ser mujeres?

Y Soonya, como respondiendo a la mirada, se levantó y buscó en un cajón de la mesita baja que había en el centro del cuarto. De un sobre envuelto en seda extrajo dos fotografías que entregó a Mr. Choe, murmurando con su suave voz unas explicaciones. El hombre examinó las fotos y se las tendió a Laura.

—El padre del niño.

Ella no deseaba mirar aquellos retratos y hubiera dado la mitad de su vida por poder rechazarlos, pero los miró. Sí, aquel era Chris, el joven Chris del que ella se había enamorado con un primer amor inseguro y temeroso, que temblaba de dicha y se escondía en la ingenuidad y en la espera. En una de las fotos, Chris aparecía de pie, con un brazo sobre los hombros de una Soonya muy joven que miraba con exultante rostro a su sonriente compañero. En el segundo retrato Chris tenía a su hijo en brazos y Soonya se recostaba contra él.

«Nunca le he visto con un hijo mío en los brazos» —pensó Laura. Y dominando el fuerte aguijonazo de dolor que sentía en el corazón devolvió las fotos a la coreana. Ahora se daba cuenta de que tenía que hablar con aquella mujer.

—¿Habla usted inglés? —preguntó.

Soonya movió la cabeza.

—Muy poco.

Mr. Choe la alentó:

—No seas tímida. Es amiga tuya: Ha venido buscándote.

Soonya se puso sobre el pecho una mano pequeña y delicada.

—¿Usted me busca a mí?

—Sí —dijo Laura—. He hecho un largo viaje.

De pronto se interrumpió. ¿Cómo iba a seguir si no era diciendo la verdad? Su mirada fue de un coreano a otro. Desconcierto, cortés pero claro; paciencia amable, velada curiosidad, silenciosa espera. Todo esto expresaban aquellos ojos orientales y la posición de aquellas manos. Soonya cogió la tetera, vio que estaba caliente y llenó las tacitas que había encima de la mesa baja. Mr. Choe alzó su taza y bebió sorbiendo ruidosamente. Soonya se sentó en el suelo, con los brazos cruzados sobre el regazo. Ella y Mr. Choe esperaban con la vista fija en Laura.

Por fin ella, comprendiendo que había llegado el momento de la revelación, abrió su bolso, sacó de él una pequeña cartera portarretratos de cuero, la abrió y miró el retrato de Chris, su Chris, tal y como era entonces su marido. Estudió su mirada ¿Era sincera? ¡Claro que lo era! Sin decir una palabra, tendió la cartera a Soonya.

Soonya la cogió, miró el retrato, lo volvió a mirar más fijamente y alzó la vista fijándola en Laura.

—Es él —dijo en un susurro.

Laura asintió inclinando la cabeza. Soonya entregó la foto a Mr. Choe. El hombre examinó la fotografía.

—Dice que es el padre de su hijo.

—Lo sé —asintió Laura con aparente calma.

Se sentía débil, la sangre golpeaba sus sienes y el corazón le latía a velocidad doble de la normal.

Mr. Choe se volvió hacia Soonya y le hizo una pregunta en coreano.

—Chris-to-pha Winters —contestó Soonya, pausadamente.

Mr. Choe cerró la cartera y se la devolvió a Laura.

—Mrs. Winters, es usted una mujer muy valiente y generosa.

A pesar de su fortaleza, a Laura se le llenaron los ojos de lágrimas que no tardaron en resbalar por sus mejillas. Buscó su pañuelo y no pudo encontrarlo. Mr. Choe le tendió el suyo de seda y ella lo aceptó y se secó las lágrimas.

—Me gustaría hablar con usted —le dijo Laura al hombre—. Volvamos al coche.

—Como usted quiera —repuso él.

Luego, volviéndose a Soonya, pronunció unas palabras que la mujer escuchó atentamente. En seguida, la coreana, se puso de pie, y echó a andar, vacilante. De pronto, como decidiendo que no debía asustarse, se detuvo junto a Laura. Pareció a punto de decir algo, pero se contuvo. Tendió el brazo y Laura notó sobre su mejilla el roce de una mano tan suave como el ala de una mariposa.

Mr. Choe miró a su compañera, sentada a su lado en el coche, con las manos enguantadas sobre el bolso de cuero que tenía en el regazo. Desde que salieron de la pequeña casa de Soonya, la mujer no había dicho ni una palabra. Ahora, al advertir la mirada del oriental, Laura intentó sonreír y no pudo. A pesar de estar otra vez a solas con Mr. Choe, le era imposible expresarse. La gente de las concurridas calles, los extraños letreros de las tiendas, las desnudas montañas que se alzaban más allá de la ciudad, todo le resultaba abrumador. El hombre que se hallaba a su lado era un desconocido. ¿Adónde podrían ir para hablar? Después de todo, ¿podía confiar plenamente en el coreano? Nunca había sido capaz de confiar a nadie sus cosas. Había sido una niña callada, era una mujer callada, y solía ser una esposa callada que expresaba el amor más con el gesto y el contacto que con las palabras. Pero aquella mañana Christopher se encontraba muy lejos de todo aquello. En Seúl no tenía a nadie, a nadie más que un hombre al que había conocido por pura casualidad aquella misma mañana y al que ahora se aferraba, quizá sólo por que hablaba inglés.

—Está usted fatigada —dijo Mr. Choe—. Es más de mediodía. Debería tomar un poco de té y comer algo, ¿no le parece?

Se calló y después de una pausa, enarcó las cejas.

—¿Por qué no? Es usted norteamericana, y yo he hecho frecuentes visitas a hogares norteamericanos. ¿Quiere venir a mi casa a tomar el té y comer algo? Allí podremos hablar. Aunque mi anciana madre no sabe inglés, se sentirá muy satisfecha de conocerla. Está muy agradecida a los norteamericanos por las amabilidades que tuvieron conmigo cuando era joven y me encontraba lejos. Y por las amabilidades que tienen ahora con mi hijo.

—Me sentiré encantada de saludar a su madre —murmuró Laura.

El coche avanzó haciendo sonar el claxon, dividiendo a la gente como la quilla de un barco divide las olas. Al parecer, Mr. Choe era muy conocido, pues muchas personas le llamaban por su nombre. Laura no dejó de oírlo pronunciar una y otra vez a través de la ventanilla abierta. El coreano se mantenía muy erguido, ignorando a la gente, y no habló hasta que salieron a una carretera que terminaba en un tranquilo prado en el que crecían unos álamos que comenzaban ya a reverdecer. En el fondo del prado una amplia arcada con una puerta de madera pintada de rojo se alzaba en medio de un alto muro gris de ladrillo. El taxista dio una voz y la puerta se abrió lentamente al tirar de ella un viejo.

—Esta es mi casa solariega —explicó Mr. Choe.

Condujo a Laura a un jardín amplio y tranquilo que rodeaba una casa de un piso y un porche sostenido por unos pilares rojos.

—Un lugar apacible —observó Laura.

—No lo ha sido siempre —replicó Mr. Choe—. En los muchos años que duró el dominio nipón, estuvo ocupado por un general japonés. Cuando llegaron los norteamericanos, aquí vivió un general estadounidense. La propiedad no nos fue devuelta hasta hace diez años.

Una sirvienta esperaba en la entrada para quitarles los zapatos y sustituirlos por zapatillas de fieltro. Mr. Choe le habló en voz baja y la mujer asintió con la cabeza y desapareció. El hombre condujo a Laura al interior de la casa.

—La doncella nos anunciará a mi madre —dijo—, y mientras tanto, descansaremos. No tenga prisa. Aquí puede contemplar el jardín y el estanque. Ésta es la estación en que la vida renace, después del invierno. Que eso sea un buen presagio para usted.

La habitación era grande y el mobiliario, occidental: sillones y sofás, una alfombra color verde hierba cubría el suelo y cortinas de dorado satén en las ventanas. A un lado, un biombo de papel. Laura no pudo adivinar qué había detrás. Se acomodó en uno de los asientos, un confortable sillón tapizado de raso. Desde allí se divisaba un sinuoso sendero de espaciadas losas que cruzaba el césped y terminaba en un estanque sobre el que caía una cascada. Más allá se veían nuevos tejados curvos.

Mr. Choe, que también se había sentado, abrió una negra caja de laca con adornos de madreperla y ofreció un cigarrillo a Laura. Al rechazarlo ella con un ligero movimiento de cabeza, el coreano encendió uno para él. Una criada entró con una tetera y unas tazas, y acto seguido otra doncella hizo su aparición con una bandeja de pasteles y dulces.

—Repóngase —dijo Mr. Choe—. Aquí puede reposar. Está nerviosa y fatigada.

Bebieron el té silenciosamente y, poco a poco, Laura notó un relajamiento de la tensión que la dominaba. Dejó la taza sobre la mesita y Mr. Choe volvió a llenarla. Entonces sus miradas se cruzaron. La de Laura, interrogante; la del coreano, confortadora.

Así alentada, la mujer habló casi bruscamente:

—¿Me equivoco al imaginar que conocía usted a Soonya?

—Todo el mundo la conoce —contestó él—. Tome un dulce de estos. Están hechos con una receta especial de mi madre. Nos gustan mucho.

Laura cogió de la bandeja un pequeño pastel relleno y lo probó.

—¡Delicioso! —dijo—. Pero, ¿por qué conoce todo el mundo a Soonya?

—El famosa por la casa que regenta —explicó Mr. Choe—. Soonya es lo que podría llamarse una madame, y, sin embargo, no se parece a esa clase de mujeres. Ya ha visto la modestia con que vive. Yo mismo ignoraba esa faceta suya. No estaba enterado de que vivía allí, ni la conocía por el nombre de Kim Soonya. Profesionalmente utiliza otro nombre. Y su negocio, llamado «La Casa de las Flores», tiene fama por su riqueza y por las bellas y selectas muchachas que hay allí. Ella las adiestra en todas las artes. Canta y baila admirablemente, aunque ya no practica sus aptitudes. Únicamente acepta clientes coreanos, y como sus precios son muy elevados todos son hombres de fortuna.

Laura observó que el oriental no había dicho «somos». ¿Significaba aquello que él frecuentaba «La Casa de las Flores»? No obstante, conocía a Soonya. Pero… ¿qué le importaba eso a ella, si el motivo de su presencia allí era únicamente Chris?

Volvió a empezar sumergiéndose otra vez en la maraña de los hechos y de sus sentimientos.

—Mi marido estuvo aquí hace doce años. Fue entonces cuando conoció a Soonya, que por aquellas fechas era muy joven. Tuvieron un hijo. Durante todos estos años nunca me dijo nada. Éramos, y seguimos siendo, un matrimonio muy feliz. Supongo que no había ninguna razón para que debiera habérmelo contado, pero yo había supuesto que no teníamos secretos el uno para el otro. Y ahora el niño ha escrito una carta diciendo que no tiene posibilidad de ir a la escuela. Estoy aquí para…

Mr. Choe se inclinó hacia ella.

—Querida señora, ¿quiere usted decir que su marido la ha enviado sola a Seúl para…?

—He venido por mi propia voluntad —le interrumpió Laura—. Es un momento muy difícil para nosotros. A él le ha sido imposible venir. Además, la decisión que se deba tomar respecto al muchacho también me afecta a mí. No quiero que el hijo de mi marido sea un ignorante y…

Laura era irremediablemente sincera y, aunque de mala gana, prosiguió:

—Admito que he querido ver por mí misma cómo podía haber ocurrido aquello.

—Nada más natural —dijo suavemente Mr. Choe—. Usted ama a su marido. En cualquier país el corazón de una mujer se siente herido al conocer una infidelidad del esposo.

—Éramos recién casados.

Laura miró al coreano y en sus almendrados ojos vio una profunda comprensión, una piedad que era más de lo que ella podía soportar. Le temblaron los labios e intentó sonreír.

—Debe usted saber que seguimos casados. Incluso este…, esta experiencia no nos ha separado. Parece imposible, pero cada uno comprende lo que siente el otro y hacemos…, bueno, cada cual intenta mitigar, o compartir…

—Entiendo —dijo él con gravedad—. Sin embargo, su amor propio, señora, está herido y sólo él mismo podrá curarse. De modo que vino usted a Corea para conocer a la mujer, en primer lugar, y luego al muchacho, ¿no? Bueno, ¿qué le ha parecido la mujer?

Laura meditó un instante.

—Apenas lo sé. No es tanto una cuestión de pareceres como de sensación. Creo que es dulce y sensible.

—Es dura como el hierro —replicó Mr Choe.

—Me acarició una mejilla.

—Sí, también puede sentir piedad.

—¿Piedad de mí?

—Piedad de cualquier mujer. No se hace ilusiones respecto a los hombres. Debiera oír los consejos que les da a sus muchachas…

Hizo una pausa riendo y luego prosiguió:

—La conozco…, sí, la conozco muy bien. En realidad, soy uno de sus clientes. Soonya es muy famosa, ya se lo he dicho. Se venga de…, bueno, digamos de la vida, no permitiendo que ningún hombre que no sea coreano entre en su «Casa de las Flores». Ningún occidental, y especialmente ningún norteamericano, puede trasponer esos umbrales. «Que vayan a los antros de tercera clase; ahí está su sitio.» Ésta es su venganza. Los coreanos, si pueden pagar sus precios, tienen la seguridad de encontrar únicamente muchachas que no se relacionan con las clases bajas ni con los extranjeros. Sabemos que las muchachas de Soonya son selectas y bien educadas. Y por encima de todo, sabemos que son coreanas.

Laura escuchó aquellas palabras sintiendo en su interior un tumulto de sensaciones: indignación, extrañeza… mezcladas con una especie de divertida estupefacción. ¡Pobre Chris!

—¿Siempre fue así? —preguntó.

—¿Siempre? ¡Oh, no! Cuando la conocí…

Hizo otra pausa y carraspeó ligeramente.

—¡Por favor, no se avergüence! —le instó Laura—. Ya hemos superado eso, ¿verdad? Aunque nos conozcamos desde hace muy poco, nada impide que seamos sinceros.

Él se echó a reír.

—Es usted comprensiva. Bueno, cuando la conocí, Soonya no tenía local propio. Cantaba y bailaba en un establecimiento muy conocido y decente. Me sentí atraído por la profunda tristeza que emanaba de ella aunque estuviese cantando alguna cancioncilla alegre o bailando. La invité a tomar una copa y pronto entablamos conversación, como hoy nos ha ocurrido a nosotros. Me contó que tenía que sostener a su anciana madre y a su hijo. Posteriormente me enteré de parte de la historia del niño, al menos de que el padre era norteamericano y de que Soonya seguía soñando en ponerse en comunicación con él. Le había escrito, pero no tuvo respuesta:

»Recuerdo haberme sentido un poco celoso y, como me parecía evidente que Soonya nunca iba a conseguir contestación, la insté a que abriera un local suyo. De hecho, yo le presté el dinero, aunque ella me lo ha devuelto todo. Es una excelente mujer de negocios.

Laura lo escuchaba maravillándose del azar que la había conducido a aquel hombre, tan extrañamente ligado a ella y a Chris a través de Soonya. Antes de que pudiera pensar en un comentario o en una réplica a las palabras de Mr. Choe, la criada apareció en la puerta con un recado.

—¡Ah! —dijo el coreano—. Mi madre está ya dispuesta para recibirnos.

Siguieron a la sirvienta que los introdujo en la habitación central de la casa. Allí, en medio de aquella exquisita decoración —suelo brillante, almohadones de terciopelo carmesí y raso negro, una mesita baja y unas cajas de laca negra con incrustaciones de madreperla— hallábase sentada una mujer menuda de pelo blanco y rostro delicioso, a pesar de su avanzada edad. En su cara, pálida y con arrugas, ideal para un camafeo, los grandes ojos negros brillaban juveniles. Los labios de la anciana eran finos y no sonreían.

Mr. Choe se inclinó hacia su madre y dijo algo en coreano. La señora asintió y dirigió una mirada a su visitante. Luego, con voz suave, apenas audible, hizo una pregunta. Mr. Choe tradujo:

—Mi madre desea saber si tiene usted hijos.

—No, lo siento —replicó Laura.

Los grandes ojos no parpadearon. La anciana pronunció otras palabras.

—Mi madre dice que es usted bonita, pero no le gusta el color de sus ojos ni el de su cabello.

Laura se echó a reír.

—¡A mí tampoco! Siempre he deseado ser morena, pero… ¿qué voy a hacer? Debo conformarme con ser como soy.

Aquellas palabras, al ser traducidas, llevaron una pálida sonrisa al marfileño rostro. La dama dijo unas frases en tono bajo.

Mr. Choe se rió, y cuando su madre habló de nuevo hizo hizo una inclinación. Volviéndose hacia Laura, el coreano anunció:

—Debemos retirarnos. Mi madre tiene cerca de noventa años y se impacienta con facilidad. Le damos gusto en todo y nos sentimos orgullosos de su avanzada edad. Es la mimada de la casa.

Laura se inclinó también, y Mr. Choe, después de correr uno de los frágiles tabiques movibles de papel shoji para evitar que se produjera una corriente de aire con el jardín, la condujo otra vez hacia la puerta de la casa, frente a la cual aguardaba el coche.

—Después de esta pesada mañana debe de sentirse usted fatigada —dijo—. ¿Le parece que regresemos al hotel y volvamos a vernos mañana? Si puedo serle útil en algo…

Laura montó en el coche y el coreano se acomodó junto a ella. Durante la media hora que el taxi invirtió en volver a la ciudad permanecieron callados. Laura se sentía auténticamente fatigada, tantas eran las conmociones que habían sufrido su cerebro y sus sentidos durante la jornada, y se alegró del silencio. Una vez en el hotel, Mr. Choe la acompañó hasta el ascensor y, con rostro inescrutable, le dedicó una protocolaria inclinación. La mujer subió a su cuarto. Lo encontró tal como lo había dejado, pero encima de la mesa había un pequeño ciruelo metido en un tiesto verde que antes no se hallaba allí. La planta, en plena floración, era como una pincelada de blanco en el sol de la tarde que se filtraba por la ventana.

Laura miró la tarjeta que acompañaba al tiesto. Era de Mr. Choe. De una o de otra manera, el coreano había encontrado tiempo para comprar el obsequio. O tal vez se hubiera limitado a dar la orden a alguna de las criadas de su casa. De cualquier modo, recordando que su nueva amiga se encontraba sola, decidió enviarle un ciruelo, el símbolo de la vida persistente. ¿Vida? Laura había experimentado demasiadas impresiones aquella mañana, se sentía cansada y deseaba escapar. De encontrarse en su casa, se hubiera refugiado en el laboratorio, o quizás incluso en las frías profundidades verdes del océano. Verdaderamente cansada, se quitó la ropa, se tumbó en la cama y quedó instantánea y profundamente dormida.

Se despertó el día siguiente por la mañana. De momento, la tenue claridad que se filtraba por la ventana le hizo pensar que era la tarde del día anterior. Pero aquella luz era, sin lugar a dudas, la del amanecer. Laura se levantó, disgustada al pensar en las horas perdidas de sueño, pero en seguida se dio cuenta de que estaba descansada y tranquila y que ya no sentía ningún miedo. Ni siquiera tenía prisa. Volvió a la cama y permaneció echada, reposando durante una hora; luego se bañó y se vistió. Experimentaba una asombrosa sensación de paz. Seguía siendo muy temprano; sin embargo, bajó y entró en el comedor, en el que sólo se encontraban tres jóvenes, sin duda huéspedes del hotel. Evidentemente, era muy pronto para que Mr. Choe se hubiera levantado. A Laura casi le agradó la idea de no verlo aquella mañana. Podía incluso dar un paseo sola y, a la vuelta, escribir a Chris. Después… Bueno, después haría lo que considerase más adecuado.

Mientras desayunaba, nadie más entró en el comedor. Después, en vez de volver a su cuarto, Laura salió a la calle. La gente parecía ya atareada: empleados que se dirigían a su trabajo, mujeres que iban al mercado, niños que se encaminaban a la escuela. En las calles se observaba una mezcla de pobreza antigua y de nueva prosperidad, si a aquello podía llamársele prosperidad. Frente al hotel, una pequeña zona ajardinada marcaba la división entre dos calles opuestas. Laura cruzó para ver qué hacían allí dos viejos. Sin duda se trataba de jardineros municipales y, sin duda también, discutían acerca de las flores que debían plantar. El más joven, para demostrar su razón, sacó un plano. La mujer, mirando por encima de su hombro, pudo ver un esquema coloreado lleno de cuadrados y estrellas que supuso serían las indicaciones para colocar las plantas. Se sintió ligeramente sorprendida por aquella discusión, que podía haberse producido en cualquier país. En apariencia, el más viejo quedó convencido, si bien contra su voluntad, pues gruñó algo, arrancó las plantas y comenzó de nuevo su tarea. Cuando Laura iba a seguir su camino, notó que le daban un tirón en la parte de atrás de la chaqueta. Al volverse, se encontró con cinco o seis golfillos desharrapados que le tendían las manos en espera de una limosna.

—No se te ocurra dar nada a los mendigos —le había advertido Chris—. Sobre todo, si son niños. Si los atiendes, te amargarán la vida.

Laura recordó el consejo y estuvo a punto de alejarse, pero entonces vio a una niña que se mantenía aparte, una niña muy menuda, casi esquelética, cuya edad no podía adivinarse. La mujer se detuvo, haciendo caso omiso del alboroto que hacían los otros chiquillos. Extendió la mano derecha, alzó el rostro de la pequeña y la miró. ¡No era oriental! Sin embargo, los ojos eran asiáticos, almendrados, grandes, encantadores, pero no oscuros. En el pardo de las pupilas se advertían venillas azules. El cabello de la niña no era negro, sino castaño claro. Y el cuerpo de la criatura, aunque descarnado, era de recia estructura, muy distinto de la delicadeza de los pies y las manos, genuinamente orientales.

Se inclinó hacia aquella menuda y exquisita criatura, que, a pesar de aparecer sucia y demacrada, constituía una especie de quintaesencia de la belleza.

—¿Quién eres? —susurró, aun sabiendo que la pequeña no iba a entenderla.

Los otros chiquillos habían dejado de pedir y se arremolinaban, curiosos, en torno a Laura y la niña. Uno de ellos, el que parecía mayor, intuyendo que la pequeña tenía alguna ventaja sobre los demás, le cogió la mano y la obligó a extenderla. La niña se resistió. No estaba dispuesta a mendigar. Repentinamente, se apartó y, tras abrirse paso por entre el grupo de muchachos, escapó corriendo calle abajo.

—¡Voy a perderla! —exclamó Laura.

Y apartando a los mendigos, corrió tras la chiquilla, que se había escondido en los callejones de detrás del hotel. Durante un rato la mujer continuó la búsqueda sin desanimarse. De improviso, al doblar una esquina, vio a lo lejos a la niña, junto a lo que supuso que era una entrada posterior del hotel. Parecía esperar a alguien. Temerosa de que volviera a escapársele, Laura permaneció inmóvil tras un árbol retorcido. Pronto resultó evidente que, en efecto, la pequeña esperaba algo. Laura comprendió lo que era. Un empleado salió del hotel con un cubo de desperdicios que vació en un cajón de madera situado junto a la puerta. La niña, al verle llegar, se había escondido tras una pared, pero cuando el hombre se hubo marchado abandonó su refugio, miró a derecha y a izquierda y, no advirtiendo la presencia de nadie, se inclinó sobre el cajón, comenzó a revolver los desperdicios con sus manilas, encontró unos restos de comida y se los llevó a la boca.

¿Qué podía hacer Laura? Si dejaba que la viese, la niña huiría. Y si lograba atraparla, ¿cómo la iba a ayudar? Debía de haber infinidad de niños así. Laura había viajado hasta Seúl en busca únicamente de uno y lo había encontrado. Al menos, sabía dónde estaba. No debía ocuparse de otros. Laura descendía de una prudente familia bostoniana. Es mejor cuidar primero de lo propio y después…

¡La niña la había visto! Con las manos llenas de restos de comida, echó a correr, ligera como una gacela, hacia un estrecho callejón por el que desapareció. Y Laura, después de la espera, no pudo hacer otra cosa que volver a la calle, pero ya sin ánimos para continuar su paseo. Se metió en el hotel y, una vez en su cuarto, escribió a Chris.

La carta le llevó mucho tiempo. Antes de que pudiera acabarla, el sol ascendió lentamente hasta su cénit. Y, sin embargo, no fue extensa. Sólo resultó larga por la cantidad de tiempo que le costó escribirla porque resultaba muy difícil explicar a Chris lo de Mr. Choe y expresar las sensaciones que en ella había suscitado Soonya, unas sensaciones aún muy vagas, producto del contraste entre la suave mano en su mejilla y el firme comentario de Mr. Choe: «Es dura como el hierro.» Además, aún no había visto al niño. A pesar de todo, la carta le hizo bien, porque al menos indicaba en ella, de una manera muy resumida, la vaguedad de sus sentimientos.

Aún es muy pronto, pero ya he comenzado. He conocido a Soonya, aunque no he hablado con ella. Hoy me propongo ver al niño. Se me ocurre que quizá la madre no quiera separarse del pequeño. Compadezco al muchacho por tener que vivir con su vieja abuela Soonya…

Laura tachó el nombre. No, aún no le diría nada a Chris de la «Casa de las Flores». Por consiguiente, tampoco podía hacer otra cosa que mencionar de pasada a Mr. Choe. El día anterior habían sucedido demasiadas cosas y demasiado rápidamente. Tampoco le contó lo de la niña hambrienta. ¡Todo era tan difícil! Escribió las dos palabras que realmente importaban, «Te amo», y cerró el sobre.

Lo primero que haría sería volver a casa de Soonya. Iría sola y establecería su propia comunicación. Quizás el muchacho estuviera allí. Debía darse prisa, porque resultaba muy probable que por la tarde Soonya se marchaba a la «Casa de las Flores». El sol calentaba ya bastante y Laura consideró acertado llevar sombrero. A punto ya de salir advirtió que el ciruelo se estaba marchitando. Palpó la tierra del tiesto. Seca. Laura dejó el bolso encima de la mesa, fue al cuarto de baño, llenó un vaso con agua y lo vació en la maceta.

No fue difícil encontrar la casa de Soonya. Tenía un excelente sentido de orientación y siempre era ella, cuando Chris conducía, quien estudiaba los mapas y las carreteras a seguir. Aquella mañana pudo dar instrucciones al taxista, de manera que llegaron a la pequeña construcción de ladrillo en mucho menos tiempo que el día anterior. Al menos así se lo pareció a la mujer. Soonya salió a su encuentro. Cuando el coche se detuvo y de él descendió Laura, la coreana estaba a punto de irse, pero al reconocer a su visitante dejó el bolso y la sombrilla y la hizo pasar. En el interior de la casa no había nadie; ni a la vieja ni al niño se les veía por ninguna parte.

Laura no se sintió cómoda al encontrarse a solas con Soonya, aunque se daba cuenta de que aquella soledad podía beneficiarlas a las dos. Pero… ¿hablaría Soonya suficiente inglés? Al no permitir la entrada de norteamericanos en la «Casa de las Flores», no habría tenido oportunidad de practicar el que aprendiera en tiempos, muchos años atrás. El día anterior no había dicho más que unas pocas palabras en inglés confiando en Mr. Choe como traductor. Laura siguió a Soonya hasta una habitación que no había visto en su visita anterior y que, según parecía, era el dormitorio de Soonya: un cuarto amueblado con un estilo agradable, extrañamente norteamericano. En la ventana, unas cortinas de color de rosa con flores estampadas; en el fondo, una enorme cama cubierta con una colcha de la misma tela, y en el centro unos almohadones-asientos tapizados. Sobre el tocador, un retrato de Chris. Al ver aquel rostro joven, sonriente y seguro de sí mismo, Laura tuvo que reprimir un súbito impulso de llorar. ¿Habría ocurrido todo en aquella habitación?

Soonya, siguiendo su mirada, fue hacia el mueble y volvió la foto contra la pared.

—Hace mucho tiempo —dijo en inglés—. Mucho, mucho tiempo. Ahora él no es el mismo hombre. Él es tu marido. Tengo recuerdos; nada más.

—También tienes al niño —replicó Laura.

Soonya la miró a través de los entornados párpados.

—¿Vas a llevártelo?

—No.

—¿Por qué estás aquí entonces?

Laura movió la cabeza.

—Yo misma quisiera saberlo. Pero como el muchacho escribió a su… a mi marido, nos pareció que lo único que podíamos hacer era asegurarnos de si era cierto que estaba creciendo sin recibir educación.

Soonya levantó rápidamente una mano.

—¡La culpa no es mía! No puede ir a colegio porque no está registrado. Y los niños se ríen de él. Le dicen cosas feas. Porque su padre es americano. Él me pregunta por qué su padre es americano. ¿Cómo puedo explicarle una cosa tan difícil? Pero él recibe alguna educación. A veces le he puesto profesores privados… ¿se llaman tutores?

El rostro de Soonya había enrojecido ligeramente. Estaban sentadas en unos cojines, con una mesita baja entre ellas. Uno de los tabiques de papel estaba corrido, dejando ver un jardín rocoso. En la rama de un árbol un pájaro desgranaba una serie de notas dulces y penetrantes. Laura se volvió a mirarlo. El trino era mayor que el minúsculo cuerpo del pájaro, que tenía el cuello hinchado y las alas ahuecadas.

—¿Y por qué es norteamericano su padre? —murmuró Laura.

Se produjo una larga pausa antes de que Soonya contestara.

—Al principio es verdad que yo no estaba enamorada de él —dijo al fin—. Yo era muy pobre. Después de la guerra todos éramos muy pobres. Mi padre estaba muerto y la casa rota por las bombas. Yo era sólo una niña. Había muchas como yo. Lo único que podíamos hacer era cantar y bailar y vivir con hombres americanos. Al principio yo quería sólo cantar y bailar, no hombres.

—¿Qué edad tenías?

Soonya abrió mucho los ojos.

—Entonces yo tenía sólo dieciocho años; diecisiete por la cuenta americana. Pero era tan alta como ahora. Me daban miedo los hombres, todos los hombres. Cuando un hombre me miraba, yo apartaba la mirada. Una noche vi un hombre más bueno que los otros.

—¿Más bueno?

—Sí, muy alto, muy guapo, muy triste. No reía ni gritaba como los otros. Estaba callado y triste. No miraba a las chicas. Luego, un muchacho que hacía mucho ruido, que bebía mucho, creo que es de Texas, me cogió y me llevó a un lado. Yo grité fuerte. El hombre alto se levantó, hizo que el otro me soltara y me llevó a su mesa. Yo estaba llorando aún y él me dio su pañuelo.

Aquello no era lo que Chris le había contado. Ni había ido a proteger a Soonya ni la había llevado a su mesa. O la mujer soñaba o confundía a Chris con algún otro, de antes o de después. ¿O era Soonya quien decía la verdad? ¡Qué corrosiva resultaba la duda! Mientras tanto, la coreana parecía revivir la escena, y con un pañuelo se secó unas lágrimas. Eran lágrimas auténticas, según Laura pudo comprobar.

—Era muy dulce —sollozó Soonya—. La gente no es tan dulce conmigo nunca. La noche siguiente volvió. Al principio no estaba y me dio miedo que no viniera. Pero luego lo vi y corrí a su mesa, porque con él me sentía segura.

Hizo una pausa, movió la cabeza y se llevó el pañuelo otra vez a los ojos. Fuera, el pájaro cantó de nuevo, tres notas, tres veces, con la misma dulzura.

—¿Y después?

—Luego, unos días fuimos de excursión en la montaña y unos días bailamos por la noche. Y hablamos. Yo no sabía que él estaba casado. Tenía muchos sueños. Es culpa mía; siempre sueño. Soñé que él se casaba conmigo y me llevaba a América. ¡América, país maravilloso! Así nos besamos, él me enseñó, y luego encontramos pequeño hooch. Cuando llegó invierno y había mucha nieve no podíamos ir a la montaña y tampoco podíamos ir a bailar si había mucha nieve y el viento era muy frío. Y así pasó todo.

—Comprendo —dijo Laura—. ¿Y nunca te dijo que se casaría contigo?

—No, nunca. Sólo eran sueños míos.

—¿Y qué ocurrió cuando comprendiste que estabas embarazada?

Soonya se cubrió el rostro con las manos y en seguida las dejó caer en su regazo. Quedaron allí, inertes, con las palmas hacia arriba, como flores de loto.

—Yo no quería un hijo, lo prometo. Pero luego él me pidió que tuviera un niño suyo.

—¿Cómo?

No, aquello no podía ser. Chris nunca hubiera…

—Pero… ¿por qué? —insistió Laura.

Soonya enarcó las cejas.

—Él dijo que quizá moriría antes de poder volver a su hogar. La guerra estaba parada, pero no había terminado. Podía morir y no quedaría nada vivo de él.

—¡Y tú le diste un hijo!

—Porque le amaba mucho.

Laura dirigió una penetrante mirada a los oscuros ojos de Soonya. La coreana no apartó la vista. Lentamente dijo:

—Pensaba siempre que él no podía abandonar un hijo suyo y que me llevaría con el niño a América. Si tenía un hijo suyo sería igual que su esposa. Entonces, un día llegó una carta.

—¿Qué carta? —preguntó Laura conteniendo el aliento.

—Carta tuya —replicó Soonya—. Lo supe porque la leí. Cuando él dormía yo leí la carta porque se la quité del bolsillo. Tú querías que volviera a casa contigo. Cuando vi la carta comprendí que él se iría. Dejé la carta en su sitio. No dije nada. Sólo lo amé más que antes. Y tuve esperanza. Pero esperanza no sirve. Él escuchó tu llamada. Un día se fue. El día siguiente su amigo me dio dinero y carta de él. En la carta me decía dónde estaba su hogar, dónde vivía con su padre y su madre por si yo tenía problemas.

—Ahí vivimos nosotros ahora —explicó Laura—. Sus padres han muerto. ¿Tienes la carta?

—La tengo —replicó Soonya—. La guardaré siempre.

Abrió la puerta de un pequeño armario, tiró de un cajón, revolvió unos papeles y se volvió, asombrada.

—¡No está! ¿Entonces dónde está? ¡Ya lo sé! ¡Ese niño travieso la ha cogido! A veces yo se la leo. ¡Siempre hace preguntas ese chico! «¿Quién es mi padre? ¿Dónde está mi padre? ¿Por qué no escribe? ¿Por qué no viene?» Por esto le leo carta. «No la toques», le digo. Así es como averiguó adonde tenía que escribir.

Laura lo comprendía todo. Pero ¿qué había podido decirle ella a Chris para que abandonase a Soonya y a su hijo? ¿Y cómo lo había compensado ella luego? ¡No le había dado ningún hijo!

Los suaves sollozos de Soonya cambiaron el curso de sus pensamientos.

—No llores, por favor —dijo—. No puedo culparte. La culpa es de él. Debió tener más consideración, debió pensarlo mejor.

Soonya alzó la cabeza con repentina vivacidad.

—La culpa no es de él. La culpa es tuya…

—¿Mía? ¡Pero si yo no estaba enterada!

—La carta que le escribiste —concluyó Soonya.

Entonces Laura recordó la carta. La escribió el mismo día en que cumplió veintitrés años. Un gélido día de noviembre. Había subido a su cuarto, en casa de sus padres, en Nueva York, para vestirse para la fiesta que su madre había organizado en su honor. La ventana de su dormitorio daba a Gramercy Park, y la visión de la lluvia repiqueteando en el cristal y difuminando el vacío parque hizo que un escalofrío de soledad recorriera su cuerpo. Tres años antes, Chris y Laura habían caminado juntos por aquel parque. Entonces ella tenía veinte años y habían paseado cogidos de la mano por primera vez. Los dos se sentían tímidos, inmersos en un remolino de sentimientos, aferrándose el uno al otro. Pero era demasiado pronto. Laura temía comprometerse antes de volver a su soñada carrera, y Chris no hablaba más que para preguntar secamente si le escribiría a la Universidad.

No pensaban en Corea. No sabían nada acerca de aquel pequeño país, agitado y distante. Laura cumplió su promesa, aunque no muy bien. Sus cartas fueron frías, breves, envaradas. Por entonces estaba totalmente bajo la influencia de Don Lawson, el famoso oceanógrafo, que intentaba persuadirla para que los acompañara, a él y a otros tres científicos, a una expedición marina, la primera de Laura, para recoger algas del fondo del océano. Aun siendo tan joven… Pero ¿había sido alguna vez realmente joven? Aquél era el precio que pagaba una mujer por tener lo que los hombres llamaban «un cerebro masculino». Nada la irritaba más que la idea de que la inteligencia les correspondiera sólo a los hombres, como si la Naturaleza repartiese la capacidad mental obedeciendo al sexo en vez de hacerlo por azar y por designios genéticos. ¿Era acaso culpa suya que la muchacha fuera la más brillante de su familia?

Sí, Laura recordaba aquel vigesimotercer cumpleaños. Sentada junto a su ventana, con la mente nublada por sombrías ideas, se sintió presa de una crisis de añoranza por su marido cuyas últimas tres cartas no había contestado porque en ellas no se decía nada. Súbitamente, obedeciendo a un impulso, se levantó, fue a su mesa y le escribió una apresurada nota en la que puso una pasión sin precedentes.

Querido Chris, amor mío: Hoy cumplo veintitrés años, ¿lo has olvidado? No he tenido noticias tuyas y durante todo el día no he dejado de esperarlas. Incluso esperaba que telefonearas, aunque sé lo difícil que es eso. ¿Has pensado hoy en mí? Llueve y hace frío, y el viento hace volar las hojas secas del parque. ¿Cuándo volverás? Me pregunto cómo serás a tu regreso. ¿Habrás cambiado? ¿He cambiado yo? No lo creo. Únicamente soy mayor y estoy más segura de lo que deseo. Si sé pronto de ti, no participaré en la expedición subacuática que he planeado con Don y los otros… ¡Escríbeme una auténtica carta, Chris! ¿O es que has decidido volver a alistarte? De ser así, acompañaría a Don.

Laura recordaba la nota casi palabra por palabra. No obtuvo respuesta y el corazón fue encogiéndosele. Hizo el viaje con Don, y mientras el científico buceaba en busca de algas, recogió plancton en una red atada a una cuerda de nylon que, a su vez, estaba sujeta a la popa del yate que un millonario amigo de Don les había prestado. Hora tras hora, día tras día, permaneció sentada en cubierta, vistiendo un traje de baño, siendo, en opinión de los hombres, la viva imagen del investigador. Pero ella sabía que no era así. ¿Por qué no escribía Chris? Cada tres días telefoneaba a su casa.

—¿No ha llegado carta, mamá?

—De Corea, ninguna, hija.

Después, cuando volvió a casa, Chris estaba allí. Había regresado, simplemente. Admitió que había pensado en solicitar una prórroga de servicio en Corea, ya que no reengancharse, pero la carta de Laura le indujo a volver. Ahora, once años más tarde, la mujer comprendía el porqué de la extensión en vez del reenganche. Lo último hubiera significado Europa en vez de Asia, y era Asia lo que él deseaba; Asia, que en aquellos momentos se encontraba frente a ella en la forma de una extraña y hermosa mujer.

—Él me dejó por ti —dijo Soonya, con un suspiro.

Sumida en unas meditaciones que Laura no pudo adivinar, hizo unos pequeños pliegues en la seda de su falda. Las largas pestañas proyectaban su sombra sobre unas mejillas levemente sonrosadas. Un viejo temor volvió a reavivarse en el corazón de Laura. ¿Sería cierto que los hombres, Chris incluido, preferían a las mujeres que podían y lograban dedicarles todo su ser en cuerpo y alma? Habían discutido acerca del tema en más de una ocasión, encontrándose ella en sus brazos, siendo totalmente suya y, sin embargo, no siéndolo nunca del todo, como sabían los dos. Porque, dejada atrás la hora del amor, se suscitaba en Laura la cósmica curiosidad del cerebro superior, el eterno interrogante, que no sabía de sexo ni de ego, sino únicamente de la precisión de descubrir las verdades del Universo. Podía olvidar a su marido durante horas y más horas, y de hecho lo olvidaba. Podía pasar incluso días sin pensar en él.

Pero Chris la tomaba a broma.

—¿Te acuerdas de mí, preciosa? ¡Soy tu marido! ¿Te importa dar un descanso al viejo océano? ¡Vámonos en avión a las Bahamas!

Palabras como aquellas le producían una sensación de culpa contra la que se rebelaba, pues tenía el mismo derecho que su marido a la individualidad. Cuando se encontraba metido en una de sus campañas, Chris se olvidaba de su mujer sin remordimientos. Y si algún día llegaban a la Casa Blanca, como Laura estaba casi segura de que ocurriría, Chris, siendo como era, se vería obligado a descuidarla, y ella lo comprendería, lo mismo que lo comprendía ahora. No le importaba que la relegara a un segundo término, debía ser franca consigo misma. Incluso, le agradaba que fuera así porque de este modo tenía ocasión de hacer lo mismo y de dedicarse a su propio trabajo.

Salió del profundo ensimismamiento en que le había sumido el comentario de Soonya al escuchar fuera de la casa una voz destemplada, la vieja que gritaba palabras coreanas como si regañara a alguien. Laura oyó otra voz, clara y juvenil, que respondía en tono risueño.

Soonya alzó la cabeza y Laura fijó la mirada en sus grandes ojos.

—Quiero ver al niño —dijo.

La coreana se puso de pie y fue hasta la puerta del jardín. Bajo la larga falda, sus pies apenas produjeron ruido. Se detuvo en el umbral y se volvió para mirar a Laura.

—Yo me marcho —dijo—. Él vendrá solo a verte.

Se alejó, y Laura vio su flotante falda roja moviéndose entre los árboles hasta desaparecer detrás de unos sauces llorones que crecían junto a un pequeño estanque oval.

Laura no sabía cuánto tiempo llevaba esperando. «Es como si hubiera esperado durante toda mi vida» se dijo. Pero quizá sólo habían transcurrido unos minutos. El jardín estaba en silencio. El pájaro que lo animaba con sus trinos había volado. Laura permanecía sentada, tensa e inmóvil. ¿Llegaría el muchacho por el jardín o por la puerta interior? La casa permanecía también en silencio, como si ella fuese su única ocupante. ¿Y si Soonya la hubiera engañado llevándose al niño y dejándola allí para que esperase hasta que el desaliento la hiciera marcharse?

Entonces lo vio. Venía de uno de los lados del edificio y se detuvo frente a ella. A Laura se le cortó la respiración. El niño podría haber sido el mismo Chris a los doce años, alto recio, descalzo y con las piernas desnudas. Llevaba un pantalón corto azul y una camisa blanca de sport, ambas prendas muy usadas y no demasiado limpias. Pero el pelo, negro y liso, estaba bien peinado y aún húmedo. Laura pensó que era igual que Chris, excepto por los ojos, la tez olivácea, y la boca, que era de suaves líneas, como la de Soonya.

—Buenos días, señora —dijo.

Se mantuvo quieto. Tímido, pero no incómodo, su expresión era de un interés controlado. ¿Un chiquillo muy inteligente para su edad? En todo caso, ya no podía considerársele un niño.

—Buenos días —contestó Laura—. Lo siento, pero no sé como te llamas.

—Tengo el nombre de mi padre: Christopher. Soy Kim Christopher.

—Hablas muy bien inglés.

El chiquillo acabó de entrar en el cuarto y se sentó en el cojín donde había estado Soonya. Era un chico modoso y muy atractivo, pero llevaba una especie de máscara, quizá como protección. Si la cosa resultaba difícil para ella, también debía de serlo para él.

—Recibimos tu carta —prosiguió la mujer—. Mi… Bueno, a tu padre le hubiera gustado venir; pero ahora está metido en una campaña política que no puede abandonar. Yo estoy aquí en vez de él.

Laura decidió no tratarle como a un niño, aunque no tenía la certidumbre de que la comprendiese. Si no fuese así, Kim Christopher ocultó la ignorancia tras la cortesía.

—Mi padre… ¿está bien?

—Sí, muy bien.

—¿Tiene usted un retrato suyo reciente?

—Sí.

La mujer abrió el bolso y sacó la misma foto de Chris que había enseñado a Soonya. Laura renovaba el retrato cada cumpleaños, y como el último había sido hecho un mes antes, el rostro, resuelto y alegre, era idéntico a la realidad. Kim Christopher lo cogió ansiosamente con las dos manos.

—¡Tiene el pelo blanco! —exclamó.

—Sólo un poco en las sienes.

—Pero aún no es viejo.

—No. Claro que tampoco es demasiado joven.

—Es guapo —murmuró el chiquillo.

Y en seguida alzó sus bellos ojos para preguntar:

—¿Puedo quedarme el retrato?

Venciendo la inicial negativa, Laura accedió:

—Sí, si lo deseas. ¿O prefieres que te mande otro mayor?

—Éste me gusta mucho —repuso mirándole fijamente—. ¿Él no me quiere?

Laura contraatacó:

—¿Deseas dejar sola a tu madre?

La respuesta del muchacho fue atinada.

—También quiero a mi padre.

—¿Cómo podemos arreglar eso? —preguntó Laura.

En cierto modo, le sorprendía que el muchacho hablase tan bien el inglés.

—Lo que mi padre dice, yo lo hago. Yo soy de mi padre, no soy de mi madre.

—Sin embargo, tú eres todo lo que ella tiene.

—Ella es mujer. Debe hacer lo que él dice. Si él quiere que yo vaya, ella tiene que obedecer.

—¿Y si él desea que te quedes con tu madre?

El muchacho extendió las manos con un gesto de desesperación.

—Aquí no soy nada, nada. Aunque mi padre envíe dinero para la escuela, aún no soy nada. No soy coreano. Soy extranjero. Mi padre es americano. ¿Por qué he nacido?

Así podría haber hablado Chris, juvenil y rebelde, impetuoso y conmovedor. Laura le tocó el brazo.

—Lo único que sucede es que no sabemos qué hacer. Dime, ¿quieres a tu madre? ¿Es buena contigo?

El muchacho se apartó.

—No la quiero, la odio.

—Es muy buena. ¿Por qué la odias?

Kim no contestó. Tenía la vista fija en el jardín. Más que triste, parecía estar dominándose. ¿Qué trataba de dominar, qué furiosas palabras y rencores? ¿Y contra quién iban dirigidos?

—¿Quieres decirme lo que piensas? —preguntó Laura.

—No —repuso el muchacho con firmeza.

Se levantó bruscamente y saludó con una breve inclinación a Laura.

—Si usted no tiene que decirme nada más, por favor, perdóneme, señora.

Echó a correr hacia el jardín, y su desaparición fue tan súbita que pareció como si nunca hubiera estado allí. Laura esperó unos momentos. Después se puso de pie. En el mismo instante, como si la hubieran estado observando, se descorrió otro de los tabiques, dando paso a la madre de Soonya. Seguida por la vieja, salió a la calle, y se metió en el taxi, que la aguardaba.

—Volvemos al hotel —dijo.

El día primaveral se había convertido en veraniego. Laura llegó al hotel cansada y agobiada por el calor. El ambiente era opresivo. Desde la ventana del cuarto se divisaban negras nubes de tormenta suspendidas sobre la cima de la montaña. La mujer se sentía infinitamente lejos de Chris. Un incontrolable impulso la llevó al teléfono. Después de media hora de esfuerzos pudo hablar con la telefonista del servicio trasatlántico, pero aquello fue todo lo que consiguió.

—Lo siento —dijo la muchacha coreana—. Tenemos dificultades de comunicación.

¡Dificultades de comunicación! Doblegándose ante lo inevitable, Laura desistió de la idea de escuchar la voz de Chris, y meditó sobre si resultaría adecuado escribirle. No, aún era pronto. Sabía muy poco acerca del muchacho para opinar sobre él. Tal vez ni siquiera volviese a verlo.

Un trueno resonó en los cielos. Dormir, aquella era la única solución; un baño caliente y en seguida una buena siesta. Una hora más tarde, bañada y refrescada, con el pelo cepillado y recogido en trenzas, se acostó y no tardó en quedar profundamente dormida. Mientras, la tormenta se desencadenaba sobre la ciudad.

Cuando despertó era de noche. Los truenos y la lluvia habían pasado y Laura se sentía descansada y hambrienta. Recordó que no había comido nada desde la mañana. Se levantó, se vistió y bajó al comedor. Era tarde y el servicio de la cena casi había terminado, pero dos jóvenes vestidos con uniformes norteamericanos se encontraban sentados a una mesa, junto a una ventana. Al entrar ella, alzaron la vista, la observaron con interés, y, mientras tomaba asiento a una mesa contigua la siguieron con la mirada. Los dos hombres terminaban ya de cenar, pero hicieron durar sus respectivos cafés hablando de su vecina. Ella, adivinándolo, sonrió. Uno de los hombres captó su sonrisa. Inmediatamente, él y su compañero se levantaron y fueron hacia ella.

—Disculpe —dijo el más joven, que era pelirrojo—. ¿No nos hemos visto en algún sitio?

Laura, comprensiva, amplió su sonrisa.

—No creo… Llegué ayer.

—Entonces, podemos conocernos ahora.

—¿Por qué no? Soy Mrs. Christopher Winters.

El hombre lanzó un gruñido.

—Lo sabía. ¡No tenemos suerte! Yo soy Jim Traynor, y éste es el teniente Lucius Brown. Estamos destinados aquí, y aunque no nos está permitido ir a los hoteles… Bueno, ya nos ve usted… ¿Por qué? Porque la carne es excelente, importada de Japón. Veo que come usted pescado. ¡Un error, señora!

—¿Podemos sentarnos? —inquirió amablemente el teniente Brown.

Era un muchacho correcto, parco en ademanes y en palabras. Llevaba encima la marca de su educación bostoniana. Jim, por el contrario, debía de haberse criado en las calles de alguna populosa ciudad, tal vez Chicago. En sus momentos de ocio se convertía inmediata e inevitablemente en «Jim» sin que importase su graduación militar.

—Me harán un favor —contestó Laura—. Precisamente me preguntaba qué podía hacer esta noche.

Los dos amigos se sentaron.

—¿Ha estado usted en «Walker Hill»? —preguntó Jim.

—No he estado en ninguna parte.

Los oficiales intercambiaron una mirada.

—Entonces la llevaremos a «Walker Hill» —dispuso Jim.

—«Walker Hill» —asintió Brown.

Una hora después, Laura se encontraba sentada otra vez entre los dos jóvenes, pero… ¡en qué lugar tan distinto! Una sala muy grande, llena de mesas pequeñas ocupadas por norteamericanos solitarios, emparejados, en grupos de cuatro o acompañados por muchachas coreanas. La música, alta y penetrante, luchaba con el ruido de platos y voces procedente de la barra. En un extremo se contorsionaba una bailarina medio desnuda. Laura advirtió que era coreana, pero imitaba con grotesca gracia los movimientos de una watusi. En la pista, unos soldados norteamericanos bailaban con nativas que lucían ceñidos y cortos atuendos occidentales. Las chicas llevaban el pelo rizado y apilado con una gran exageración sobre las cabezas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Laura, desconcertada.

Jim se echó a reír.

—No haga caso de las chicas, señora. Creen que así parecen americanas. Ven las viejas revistas de cine e intentan imitar a las estrellas de Hollywood. También procuran portarse como ellas, pero…

El joven movió la cabeza.

El teniente Brown continuó por él.

—Es un fenómeno interesante, Mrs. Winters. Estas muchachas, que no han visto nunca auténticas norteamericanas, imaginan que las mujeres estadounidenses son como las reinas de la pantalla. Por eso se maquillan como las actrices de nuestro cine. Luego, creyendo que esas actrices deben obrar de acuerdo con su aspecto, se comportan con una libertad que nuestras chicas no soñarían ni siquiera en Hollywood.

—El otro día una muchacha me gritó desde el otro lado de la calle… —comenzó Jim.

Al notar la mirada de su amigo, se cortó bruscamente.

En aquel momento una coreana exquisita como una madona, se acercó a ellos y, pegándose a Jim, susurró:

—Yo cuerpo caliente.

—¡Largo! —rezongó el hombre entre dientes.

Laura se echó a reír.

—¡Realmente parece que es usted irresistible!

Su risa rompió la reserva de los dos amigos. Aquella era una señora, una norteamericana con la que podían hablar.

—Bueno, Mrs. Winters, no se hace usted idea —dijo Jim—. En cuanto un individuo sale a dar un paseo, las mujeres acuden a él como moscas. Incluso una vez una chica que pasaba cerca de mí por la calle me bajó la cremallera…

—No hacen falta detalles —le interrumpió rápidamente el otro—. Pero es cierto. Mrs. Winters. No se puede echar toda la culpa a los hombres, se lo aseguro. Yo resisto bien las tentaciones. Yo estoy comprometido con una estupenda muchacha de Boston, pero Jim…

Brown sonrió.

—¡Cierra la boca! —gruñó Jim.

El teniente prosiguió:

—Los soldados que acaban de salir de pequeños pueblos o de granjas y cuyas edades oscilan entre los dieciocho y los veinticinco años, no pueden resistirse. Ceden, eso es todo. No sólo porque las coreanas sean tentadoras, sino también porque los muchachos experimentan un sentimiento de rebeldía y están dispuestos a cualquier cosa. No les gusta Corea, no saben porqué se encuentran aquí y sienten añoranza. Fíjese en ése.

El soldado aludido era un joven huesudo que aún no habría cumplido veinte años. Pasó por delante de ellos abrazando a una bonita nativa que se apretaba mucho contra él y que le apoyaba la cabeza en el hombro.

El teniente Brown continuó:

—A ése, en su pueblo, ninguna muchacha lo miraría; al menos, ninguna de las que a él le gustan. Es un tipo vulgar.

—Vulgar como una rata —puntualizó Jim.

—Seguramente en su tierra siempre anda detrás de la chica más bonita y popular —prosiguió el teniente—, precisamente la que no podrá conseguir nunca. En cambio, fíjese en ese bomboncito al que abraza ahora.

Jim intervino:

—Esa coreana le ha dicho que lo considera el hombre más atractivo con el que se ha cruzado en su vida. Y él la cree. Desde que estaba en párvulos y la vecinita de enfrente le escupía a la cara ha deseado que le dijeran algo por el estilo.

Laura escuchaba pensativa.

—El asunto no tendría importancia, si no existiera la posibilidad de que nazca un hijo —dijo.

—Hijos de esos los hay a millares —dijo Jim—. Debiera verlos en los pueblos.

La música desaforada ensordecía a Laura. Una muchacha cantaba en una especie de inglés una canción ligera.

—¿Entiende lo que está cantando? —preguntó Laura.

Jim movió negativamente la cabeza.

—Ni palabra. Ha aprendido la canción como un papagayo, escuchándola una y otra vez en un disco.

En medio del ruido de la canción, del desafinado piano y del ruido de los pies, sobre el pavimento, Laura permaneció en silencio. ¿Debía o no explicar a aquellos dos hombres por qué estaba allí? ¿Podrían ayudarla? Y en caso afirmativo, ¿cómo iban a hacerlo?

Antes de que encontrara una respuesta a sus preguntas se sintió sorprendida al ver que Mr. Choe, alto y elegante, entraba en la sala. Permaneció en la puerta, inmóvil, escrutando el local con la mirada, hasta que la descubrió. Entonces se dirigió rápidamente hacia ella eludiendo con gracia las colisiones con las parejas de bailarines que permanecían ajenas a todo menos a sus propios movimientos.

—¡Ah, está usted aquí! —exclamó al llegar junto a Laura—. La he estado buscando…

—¿Cómo ha dado conmigo? —preguntó la mujer.

—En el hotel me han dicho donde podía encontrarla.

El coreano esperó que Laura le presentara sus acompañantes.

El teniente Brown le estrechó la mano y Jim le hizo una inclinación de cabeza.

—¿Quiere sentarse? —preguntó Laura.

Mr. Choe permaneció de pie.

—Se me ha pedido que le haga una invitación y que le ruegue que la acepte.

—¿De veras? ¿Quién le ha pedido eso?

—Kim Soonya la invita a ver su actuación en la «Casa de las Flores». Será la primera persona de nacionalidad norteamericana que entre en el local.

Laura se levantó en seguida.

—¿Me disculpan, caballeros? Tengo un motivo especial para aceptar esa invitación.

—Desde luego —aprobó el teniente Brown poniéndose de pie para despedirla.

—Claro, claro —dijo Jim levantándose también.

Cuando iba a salir de la sala, Laura volvió la cabeza y advirtió que los sorprendidos tenientes seguían mirándola.

—Temía no encontrarla antes del toque de queda —dijo Mr. Choe.

Subieron a su lujoso automóvil y el chófer condujo abriéndose difícilmente paso por entre la multitud.

—Menos mal que en el hotel me indicaron dónde estaba usted. Siempre saben dónde se encuentran sus huéspedes extranjeros.

—¿Por qué?

—Vivimos tiempos muy agitados. En caso de surgir un repentino problema como, por ejemplo, un golpe de Estado, debemos conocer el paradero de todas las personas que no sean nativas del país. Es por su propia seguridad.

—¿Esperan un golpe de Estado? —preguntó Laura.

—Puede ocurrir cualquier cosa. Yo, particularmente, creo que estaremos seguros durante un año más, como mínimo. Pero nunca se sabe lo que se fragua bajo la superficie de nuestra nación. La época es mala, Mrs. Winters. Nuestro régimen político tradicional era la monarquía, que fue destruida al apoderarse del país los japoneses y obligar a nuestro príncipe a casarse con una princesa nipona. Durante muchas décadas estuvimos sujetos a una cruel dictadura militar por parte de los japoneses. Ahora, siguiendo el consejo de los norteamericanos, intentamos establecer un Gobierno que no comprendemos del todo, una democracia que nos es extraña. Inevitablemente, existe una pugna entre los hombres ambiciosos, cada uno de los cuales tiene sus propios seguidores en el Ejército. La paz está muy lejos. Nuestros jóvenes se muestran rebeldes, sobre todo desde los pactos comerciales con el Japón. Se sienten tentados por la propaganda comunista procedente del Norte, que aboga por la unificación del país a toda costa.

Mr. Choe estuvo hablando largo rato. Laura lo escuchaba con atención comprendiendo sus razones, pero tan preocupada de su misión que sus ideas sólo podían concentrarse en un muchacho que era hijo de su marido.

—En este caso, ¿qué les ocurriría a los niños como Kim Christopher?

Sin vacilar, Mr. Choe replicó:

—Los matarían. Muchos han muerto ya.

—¿Qué quiere decir?

—En los últimos diez años, Mrs. Winters, hubo un período durante el cual muchos de esos niños, hijos de norteamericanos y coreanas, desaparecieron misteriosamente.

—¿Desaparecieron?

—Sí. Murieron de muchas maneras. Además, bastantes de los niños varones fueron castrados. No sólo aquí, sino también en Japón. Es cierto. Ocurrió. A usted le parecerá abominable y, efectivamente, lo es, pero no olvide que somos un pueblo muy viejo y muy orgulloso. En realidad, sólo tiene que ver lo que ocurre en su propio país cuando dos razas distintas se unen por lazos de sangre. Muchas muertes…

Laura miró al pálido y severo perfil, atractivo y remoto como el de un dios oriental, Mr. Choe contemplaba con fijeza la iluminada calle. En aquel instante la mujer, impulsada por el horror, tomó una decisión:

—Entonces, Mr. Choe, debe ayudarme a sacar a Kim Christopher de este país.

—Para la seguridad del niño, esto será lo mejor —admitió el coreano.

El coche se detuvo delante de una puerta brillantemente iluminada que se abría en una pared de ladrillo decorada con flores pintadas. Dos muchachas vestidas con trajes coreanos y con ramilletes de flores naturales en las manos, salieron al encuentro de la pareja.

—¡Vaya! Parece que nos esperan —dijo Mr. Choe.

Se apearon del coche. Las muchachas avanzaron hacia ellos ofreciéndoles los ramilletes.

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! —saludaron una tras otra.

—Gracias —dijo Laura.

Y con los brazos cargados de flores, las siguió por el patio y la escalinata de mármol que conducía al vestíbulo. Este vestíbulo, en apariencia, atravesaba toda la casa, y tenía unos tabiques separadores y movibles de papel shoji a derecha y a izquierda. En un extremo y dirigiéndose hacia ella, Laura pudo ver a Soonya, atareada con una falda de brocado y un corpiño de tono oro viejo. Llevaba el oscuro cabello recogido sobre la cabeza. A medida que se acercaba, el corazón se le encogió a Laura. Sin ninguna duda, tenía delante de ella la mujer más bonita que había visto en su vida. Debía de ser mucho más bella ahora que cuando Chris la conoció. Pero el cutis terso y suave, las clásicas facciones orientales, los grandes ojos oscuros… No, todo aquello no podía haber cambiado.

Soonya, suavemente, le quitó las flores y se las entregó a una muchachita vestida con una falda de seda verde y el corpiño tradicional.

—Muchas flores —dijo—. No la dejan respirar. Venga, por favor.

Con una delicadeza extrema cogió a Laura de la mano y la condujo a una amplia sala en la que había varios hombres sentados en unos almohadones. Al lado de cada hombre había una muchacha que le servía comida, le encendía los cigarrillos y lo abanicaba de vez en cuando, riéndose de sus bromas y alentando sus caricias. En un rincón veíase un asiento de terciopelo rojo con respaldo negro. Soonya invitó a Laura a que se acomodara en él. Según parecía, era el sitio que solía ocupar la coreana. Como Laura intentase protestar, Soonya, con gran delicadeza, la obligó apoyando las dos manos sobre sus hombros, por lo que Laura no tuvo otro remedio que sentarse. Mr. Choe se situó al lado de ella, y una muchacha le sirvió, lo mismo que a los demás hombres.

Soonya se dirigió con digno paso a una pequeña tarima, se subió a ella y quedó a la espera. No podía adivinarse a quien esperaba, pero, fuera a quien fuera, la dueña del local no tardó en impacientarse y dio una palmada. Inmediatamente entró un muchacho vestido con blancas ropas. En la cabeza llevaba una peluca de pelo negro y liso y un sombrero alto, de tejido de crin. En las manos sostenía una especie de laúd de un tipo desconocido por Laura. El muchacho tomó asiento en el suelo, con las piernas cruzadas, y comenzó a tentar las cuerdas del instrumento. Tras un breve preludio, Soonya inició una canción. Tenía una rica voz de soprano, pura y limpia, y la ondulante melodía coreana le brindaba amplias oportunidades de lucimiento.

Laura la escuchó extasiada, al mismo tiempo que sentía una especie de comezón. ¿Cómo iba a competir con aquella mujer? ¿Por qué había Chris ocultado a Soonya entre sus recuerdos durante tantos años? Si no hubiese tenido nada que ocultar, ¿no le habría hablado de ella? En medio de aquellos angustiosos pensamientos, Laura advirtió que el muchacho, mientras sus dedos seguían ocupados con las cuerdas del laúd, había levantado la cabeza y la mirada. Entonces Laura le vio los ojos. Eran los de Kim Christopher.

—¿Por qué me ha traído usted aquí? —preguntó a Mr. Choe.

—Ella me lo ha pedido.

—Pero… ¿por qué? ¿Por qué?

Mr. Choe señaló con una mano hacia Soonya.

—Escuchemos la canción —dijo.

Y se sumió en el más absoluto silencio.

—¿No había usted visto nunca al muchacho que acompañaba con su música a Soonya?

Laura hizo aquella pregunta a Mr. Choe cuando volvían al hotel en el coche del coreano. Para marcharse de la «Casa de las Flores» Laura esperó a que Soonya acabara de cantar. Entonces, antes de que la mujer se uniera a ellos, había indicado que deseaba irse.

Mr. Choe protestó:

—Después de estas veladas suele haber una pequeña fiesta.

—Puedo volver sola —replicó ella.

—No, no.

El coreano estuvo de acuerdo en marcharse. La muchacha que lo atendía le llevó al automóvil el gabán y el sombrero. Él la compensó con cierta cantidad que la chica agradeció dedicándole un sinfín de inclinaciones.

—No, no lo había visto nunca —contestó Mr. Choe a aquella pregunta de Laura.

—Es el hijo de mi marido.

Mr. Choe hizo un gesto de asombro.

—¡No puede ser! ¡Ese chico es coreano puro!

—Esta noche, Soonya ha hecho que lo pareciera. ¿Qué motivo habría tenido para obrar así?

—Es muy astuta —dijo el hombre—. Generalmente las mujeres bellas son siempre astutas.

—¿Cómo piensa utilizar a su hijo?

—¿Quién sabe? Quizá lo nombre gerente de su casa. O tal vez le encomiende la misión de encontrar clientes.

Laura preguntó sin ambages:

—¿Es el local de Soonya algo más que un burdel?

Como a disgusto, el hombre explicó:

—Quizá… Bueno, quizá podría llamársele así. Sin embargo, debe comprender que nosotros, los pueblos viejos, empleamos un lenguaje mucho más sutil que el suyo. O tal vez sea simplemente, que nos gusta una sociedad ordenada, y para conseguir un orden permanente hemos basado nuestras leyes y costumbres en la realidad. En su país, las leyes son correctivas, mientras que las nuestras buscan estar de acuerdo con la naturaleza humana. Sabemos, por ejemplo, que los hombres necesitan mujeres y que las mujeres no necesitan hombres. Los hombres somos fáciles de entender. Necesitamos mujeres para que se conviertan en nuestras esposas y en madres de nuestros hijos. Pero también las necesitamos como instrumentos sexuales. Muy rara vez ambas funciones pueden ser cumplidas por una sola mujer. Nos enfrentamos a este hecho y permitimos que las mujeres se dividan entre sí. Las que desean disfrutar de la estable existencia de esposa y madre, se entregan sólo mediante el matrimonio. Las que, por distintos motivos en concordancia con sus propios caracteres, no necesitan esa estabilidad, pasan fácilmente a la prostitución. Por cierto que el termino que utilizamos nosotros no es tan fuerte. Al referirnos a las profesionales del amor, las llamamos más comúnmente flores que prostitutas.

La réplica de Laura fue inmediata:

—Una prostituta es una prostituta.

Suavemente, él preguntó:

—¿Importa acaso cómo se las llame?

Laura captó la irónica mirada del hombre.

—Para nosotros, sí. Nosotros llamamos al pan, pan.

—¡Ah, sí, ya recuerdo! Sin tener en cuenta los sentimientos.

—La verdad no puede esconderse.

—Tampoco la naturaleza humana —asintió él—. Por esto creo que somos más sinceros que ustedes. Aceptamos la prostituta como parte de la sociedad. Tiene su lugar reconocido. Al mismo tiempo, tenemos en cuenta su dignidad. Le damos el nombre de flor.

Terminaron el viaje en silencio, pero al llegar al hotel el coreano retuvo a Laura en el vestíbulo, que en aquellos momentos se encontraba vacío, excepción hecha del conserje.

—¿Qué se propone hacer con el muchacho? —preguntó Mr. Choe.

—Cuando llegué a Seúl tenía la intención de meterlo en un internado para que se educase… Deseaba únicamente capacitarle para ganarse la vida de forma honorable.

—Pretendía convertirlo en un coreano —la corrigió él.

—Es coreano, ¿no? Nació aquí.

—Usted puede llamarle coreano, pero nosotros no consideramos que lo sea. Para nosotros, el niño es hijo de su padre y, por consiguiente, norteamericano. ¿Por qué no lo reclama su marido? Entonces, se solucionarían todos los problemas.

¿Cómo podía ella explicarle a aquel hombre…?

—Usted ha vivido en mi país… —comenzó a decir.

—En su país hay una gran mezcla de nacionalidades —protestó él—. El ser parcialmente coreano no puede representar una desgracia. Para nosotros no es lo mismo. Somos el pueblo más viejo, del mundo, el más civilizado. Cuando sus antepasados vivían en cuevas, los míos eran artistas y filósofos.

—¡Oh, ya lo sé! —se apresuró a admitir Laura—. No crea que no estoy enterada. Lo he leído. No es eso. Es…

El hombre permanecía serio, digno, con la susceptibilidad a flor de piel. Laura se sintió traspasada por la firme y penetrante mirada del oriental. No podía eludirlo.

Se sintió inclinada a confiar en él.

—Mi marido se presenta candidato al cargo de gobernador de nuestro Estado. A sus rivales les encantaría utilizar la historia de ese niño. Y no me parece justo que una espléndida carrera quede totalmente destruida por un error juvenil estúpido cometido en unos momentos en que un hombre se encontraba solo y casi convencido de que no iba a volver nunca a su hogar.

—Esto quiere decir que no desea llevar a ese muchacho junto a su padre, al lugar que le corresponde.

—Para nosotros resulta posible que su lugar esté aquí.

—¿Acaso es justo que ese chico, un ser humano, se encuentre prisionero de esas posibilidades e imposibilidades? Mrs. Winters, sería mejor que se enfrentara usted a la realidad.

Les interrumpió la entrada en el vestíbulo de los tenientes Brown y Traynor. Estaban borrachos.

—¡Hommbbre… aquí la tenemos! —gritó Jim—. La hemos buscado por todas partes.

—Por todas partes —repitió el teniente Brown, con su grave y profunda voz.

—Permítame acompañarla a su habitación, señora —se apresuró a decir Mr. Choe.

Se interpuso entre ella y los norteamericanos y, cogiéndola del brazo la condujo hasta el ascensor y en seguida, hasta la puerta de su habitación.

—Muchas gracias —dijo Laura sonriendo levemente, entre irritada y divertida—. Gracias por salvarme de mis compatriotas.

Mr. Choe le dirigió una inclinación y quedó a la espera. Laura enarcó las cejas.

—Deseo escuchar cómo cierra usted la puerta —explicó el coreano.

—Oh, gracias de nuevo. Y buenas noches.

Laura, una vez dentro del cuarto, echó el cerrojo. Súbita e inesperadamente, el abatimiento de su profunda soledad cayó sobre ella haciendo que se sintiera como cuando se encontraba sumergida en el fondo del océano, rodeada únicamente por criaturas extrañas e inhumanas. En aquel mundo sumido en la penumbra, moviéndose entre especies de vida que no eran la suya, el pánico la podía dominar, aunque había aprendido a vencerlo. Para seguir su camino como oceanógrafa le había sido forzoso aceptar aquel tipo de soledad. Lo único que nunca había hecho era bajar a las profundidades sin alguien que la acompañara. Ahora, al recordar, evocó cierta tarde. Junto con un colaborador, John Wilton, nadaba a veinte metros de profundidad, cerca de la isla llamada Saboga, para recoger algas. Las agitadas frondas de algas constituían un verdadero bosque en miniatura que se movía al ritmo de las mareas. El fondo marino parecía una maravillosa región llena de árboles encantados, frágiles como sombras, pero en la que Laura podía muy bien ser atacada por alguna criatura marina, barracuda o escualo. Alerta, continuó su trabajo, que consistía en recoger múltiples formas de plantas, cuyas cualidades medicinales podían muy bien garantizar una inacabable fuente de antibióticos. Y, además, extrañas enzimas, como hormonas, capaces de cambiar la vida misma, incluso el sexo.

Se había dejado caer en un sillón, abstraída, cuando, de pronto, recuperó la conciencia de su situación.

¿Qué estaba haciendo allí, en un mundo que no conocía y que no lograba comprender, sola, sin Chris, entre extraños que no podían ayudarla? No estaba capacitada para desenvolverse en aquel ambiente, y mucho menos para resolver un asunto que, en primer lugar, no era suyo y que, además, parecía no tener solución. Luchó contra el acuciante impulso de irse, de volver a casa, de declararse vencida. Después de todo, aquel no era más que uno de tantos problemas derivados de la guerra y del hecho de que pueblos extraños se viesen forzados a convivir.

En aquel instante, como si Laura hubiera extendido los brazos en busca de auxilio, sonó el teléfono. La mujer cogió el receptor. Una voz coreana preguntaba en mal ingles:

—¿Mrs. Christopha Wintah, poh favoh?

—Sí…

—Sehvicio trasatlántico. Momento, poh favoh.

Antes de que Laura reaccionara, la voz de Chris llegó desde el otro lado del océano, iluminando la noche. Sonó con milagrosa claridad, como si se encontrara en la habitación de al lado, fluctuando sólo levemente a impulsos de las variaciones atmosféricas.

—Laura…

—¡Oh, Chris, es maravilloso oírte! Empiezo a añorarte…

—¿Cuándo vuelves?

—No… no lo sé. Acabo de llegar. He encontrado al muchacho.

—¿Qué tal es?

—¡Exacto a ti!

Se produjo un silencio. Laura lo rompió, angustiada:

—¡Chris!

—Sí, te escucho…

—No sé qué hacer.

—Mete al chico en algún internado y vuelve. Te necesito. Parece que voy a conseguir el nombramiento.

—¡Esto es espléndido!

—Pero aún queda mucho camino que andar. ¿Tienes suficiente dinero?

—Sí, mucho. Apenas he gastado… También he visto a Soonya.

—¿Quiere dinero?

—No ha dicho nada de eso.

—Si tienes algún problema, recuerda que debes acudir a los de la Embajada norteamericana. Para eso están.

—No son exactamente problemas… Es que no sé qué hacer.

—Vuelve.

—No, ya que estoy aquí, debo ayudar al muchacho.

—¿Quieres que vaya?

—No. Lo que se tenga que decidir, lo decidiré yo.

Parecía haberse dicho todo, pero Laura se aferró al teléfono, ansiando que Chris siguiera hablando con ella.

—Chris, no me dijiste lo hermoso que es esto… aunque resulta extraño. Y respecto a la gente, no la entiendo en absoluto. ¡Piensan de modo tan distinto a nosotros…!

—Busca la ayuda de los norteamericanos.

—Lo que tú digas, Chris.

De pronto, la voz del hombre se desvaneció. Chris continuaba hablando, pero Laura no podía oírle.

—¡Chris, Chris! —gritó.

No hubo respuesta.

No tuvo más remedio que colgar e irse a la cama.

A la mañana siguiente le pareció un sueño haber charlado con Chris a través del océano. Sin embargo, la conversación estaba clara en su memoria. «Consigue la ayuda de los norteamericanos», le había dicho. Laura se levantó dispuesta a seguir el consejo.

—¿Dónde está la Embajada norteamericana? —preguntó en conserjería una hora después.

—Al otro lado de la calle, señora —repuso el conserje.

Laura se dirigió a la Embajada y estuvo entrando y saliendo de distintas oficinas hasta llegar a la de una fría mujer de mediana edad que hablaba con un acusado acento de Ohio.

—¿Mrs. Winters? Tome asiento. ¿En qué puedo ayudarla?

Laura se sentó.

—He venido en busca de un niño medio norteamericano. Miss…

—Pitman. ¿Hijo de su marido?

—¿Cómo lo sabe?

—No es usted la primera. Tampoco es que haya muchas como usted. A veces es el hombre quien viene a conocer a su hijo. Ninguno de los dos casos es frecuente. La mayoría de esos niños se quedan aquí para siempre. Así es más sencillo.

—¿Y nuestro Gobierno no hace nada por ellos?

—No, señora. No existe ninguna línea a seguir con respecto a su cuidado. En estos momentos, nuestros soldados se encuentran repartidos por siete países de Asia y no…

—¿Qué ocurrirá con esas criaturas?

—No le puedo contestar. No hay una línea a seguir…

—Eso ya lo ha dicho.

Miss Pitman comenzó a arreglar los papeles de su escritorio.

—Si puedo ayudarla en algo…

—¿Qué debo hacer?

—Depende de cuál sea su intención.

—Es que ignoro…

—Sólo tiene dos opciones, Mrs. Winters. Puede dejar al niño aquí, o llevárselo a los Estados Unidos.

—Si lo dejo aquí, ¿qué será de él? Lo ingresaré en un internado, desde luego…

—Aquí no hay internados. A no ser…, ¿qué edad tiene el niño?

—Doce años.

—Entonces, no hay ningún colegio para él. No puede ser considerado huérfano, naturalmente.

—Entonces, ¿qué hago?

—Olvídelo. Eso es lo que hacen la mayoría de los norteamericanos. Existen millares de niños como ese.

—¿Qué será de ellos?

—Depende de lo que suceda en Corea. Si se produce una invasión comunista, lo cual, si nos vemos tan comprometidos en el Vietnam como para tener que sacar de aquí un excesivo número de soldados podría muy bien ocurrir, lo más probable es que la mayoría sean asesinados, o que se conviertan en comunistas, ya que no despiertan el interés de nadie.

Mientras Miss Pitman se absorbía en la ordenación de los papeles que llenaban su mesa, Laura la observaba.

—Miss Pitman, ¿le preocupa a usted ese problema?

—No. No hay nada que yo pueda hacer.

—¿Yo tampoco puedo hacer nada, al menos por ese muchacho en particular?

Miss Pitman la miró por encima de las gafas.

—Si su marido reconoce su paternidad, puede usted llevarse al muchacho a los Estados Unidos y hacer de él un ciudadano norteamericano.

—¿Así de fácil?

—Así de fácil.

Laura se levantó.

—Muchas gracias.

—De nada.

Aquello era, pues, todo lo que podía hacer: olvidar al niño y volver a casa, o pedir a Chris que declarase su paternidad y que ella tuviera el derecho de llevarse a Kim Christopher a los Estados Unidos. Volvería al hotel y escribiría a su marido, explicándole lo sencillo que sería para él limitarse a decir la verdad haciendo así posible la entrada del niño en Norteamérica. ¿Para que viviera con ellos? ¿Pareciéndose tanto físicamente a Chris?

Desde su ventana del hotel, situada más arriba que la de Laura, Mr. Choe había observado la ida de la mujer a la Embajada. Después esperó hasta verla regresar. En aquellos momentos, Mrs. Winters debía de encontrarse en su habitación. Mr. Choe no trataba desde hacía mucho tiempo a ninguna norteamericana y el encuentro con Laura había evocado en él vagos recuerdos. Hacía mucho tiempo, cuando estaba en su último año de Universidad, se enamoró profundamente de una muchacha que ahora volvía a su mente a causa de su extraordinario parecido con Mrs. Christopher Winters. Si bien aquella joven no era pelirroja ni quizá tan bella, al hombre, en aquella lejana época, le pareció la mujer más hermosa que había conocido. Escribió a sus padres pidiéndoles permiso para contraer matrimonio con una norteamericana, pero ellos contestaron con una cantidad tal de angustiadas súplicas, con tales amenazas y con tantas lágrimas manchando ostentosamente el papel de la carta, que él abandonó su propósito, terminó el curso y volvió a su país para casarse con la novia que su familia había elegido para él, muchos años antes. Su esposa coreana le dio una serie de hijas y, como remate, un hijo. La mujer casó a las hijas a su debido tiempo, crió al hijo hasta la edad adulta y después murió dejando a Mr. Choe en su presente situación de libertad. Encontrándose solo y necesitado de distracciones, se debatía en la atracción que sobre él ejercían la bella cortesana Soonya y Mrs. Winters. El coreano era un hombre sensato y no pensaba en contraer matrimonio con ninguna de las dos. No es necesario casarse con una cortesana, si bien debía reconocer que sus avances hacia Soonya no había conseguido ninguna respuesta más satisfactoria que una simple sonrisa; y que, desde luego, no podía unirse a una norteamericana ya casada, aunque le apeteciera hacerlo. Sin embargo, las dos mujeres le atraían grandemente, quizá por la asombrosa conexión de las dos con el mismo hombre occidental, un hombre que debía de poseer personalidad muy peculiar y que aparentemente en aquellos momentos luchaba por conseguir el poder político. También le fascinaba el contraste entre aquellas dos mujeres: una, la perfecta cortesana, tan femenina, y la otra, una de aquellas esbeltas mujeres-hombre que, en su opinión, únicamente podían encontrarse en Norteamérica, mujeres que, con los cabellos magníficamente arreglados, ojos brillantes y soberbia figura, tenían el cerebro de un hombre. Aquel tipo de contraste era el que Mr. Choe había intentado describir a Mrs. Winters la noche anterior. Ella lo había escuchado con tanta atención que el hombre llegó a pensar en la posibilidad de seguir conversando en términos más íntimos después de acompañarla hasta su habitación. Sin embargo, la extranjera no se había dado cuenta de sus intenciones y él tendría que aguardar hasta que su espía en la Embajada norteamericana le informase de la razón que había llevado a Mrs. Winters allí. Para entretener la espera, decidió visitar a Kim Soonya. Además, si le era posible, conocería a aquel chiquillo medio norteamericano del que su madre unas veces parecía avergonzarse y otras hacer ostentación.

Una hora más tarde, el hombre se hallaba sentado en la sala de estar privada de Soonya en la «Casa de las Flores». A petición suya, la mujer estaba contándoselo todo respecto a Christopher Winters. Soonya hablaba el coreano con una elegancia que Mr. Choe admiraba y que atribuía al hecho de que la mujer únicamente se trataba con vangban, hombres coreanos de la clase alta, como él mismo.

—No es posible explicar cómo ocurrió —dijo Soonya.

Permanecía sentada en un almohadón y apoyaba los codos en la mesa baja que había entre ambos. Llevaba una falda verde y un corpiño amarillo pálido cuyas mangas dejaban ver unos bien torneados brazos de un tono blanco lechoso. Las manos eran deliciosas, pequeñas y delicadas, de afilados dedos y uñas que parecían de pulida madreperla.

—En primer lugar, como usted ya sabe, yo no procedo de la baja extracción social a que pertenecen la mayoría de las muchachas que aceptan norteamericanos. Mis padres eran gente educada. Mi padre era maestro, y yo fui hija única. Ya le he hablado de cuando nuestra casa fue bombardeada y mi padre murió, y de cuando mi madre y yo, sin recursos y aterrorizadas, recorríamos las calles buscando abrigo y comida. Y también sabe que los soldados extranjeros cayeron sobre la ciudad como langostas sobre un campo. Ninguna de nosotras escapó, ni siquiera mi madre…

Por un instante se tapó los ojos con una mano. Luego siguió:

—No me gusta recordar aquello. Pero yo tenía que salvar a mi madre. Me uní a otras muchachas a quienes la guerra había dejado huérfanas y gané algún dinero cantando y bailando. Alquilé una habitación donde mi madre pudiese alojarse mientras yo me ganaba la vida. Resulté más delicada que las otras chicas y me puse enferma con frecuencia hasta que tuve que dejar de trabajar en absoluto. Las demás eran muy buenas y me daban parte de su comida, pero no podía esperar de ellas que cuidaran también de mi madre. Una noche, aunque llena de temor, fui a un local en el que los norteamericanos se reunían para bailar —los norteamericanos eran lo que más miedo nos daba— y vi a un hombre sentado solo a una mesa. Tenía un rostro atractivo y triste, era muy joven y no bailaba. A mi me parecía horrible la forma como bailaban aquellos hombres. Durante la danza hacían cosas que otros hombres hacen únicamente en la cama. Pensé que si me sentaba junto a aquel joven solitario, los otros no se me acercarían. Y mi amiga Dolly me dio la razón. Así comenzó todo.

Soonya guardó silencio durante largo rato. Al ver que no continuaba, Mr. Choe comentó:

—Con ese principio, ¿cómo fue que tuvisteis un hijo?

Soonya se recostó en el respaldo del asiento y dejó reposar las manos en el regazo.

—Me daba miedo dejarlo escapar —confesó—. Sucedió lo que había previsto: él me protegió de los jóvenes toscos y vocingleros. Si me veían con él, no se me acercaban y así, al fin, acabamos viviendo juntos en una pequeña casa. Él pagó ciento cincuenta dólares norteamericanos al dueño del edificio, que dedicó la cantidad a hacer préstamos quedándose con los intereses. Cuando Chris decidió volver a su patria el hombre le devolvió el dinero. Para mantenernos, Christopher compraba productos en el PX. ¿Sabe lo que es el PX?

Mr. Choe asintió con la cabeza.

—Después yo vendía esos productos en el mercado negro y compraba nuestra comida y todo lo que necesitábamos. Es lo que acostumbran a hacer las mujeres que viven con norteamericanos. Además, él tenía dinero que le mandaban sus padres por carta. No le gustaba dármelo. Decía que en Seúl estaba prohibido utilizarlo, porque había hombres del Norte que venían aquí, al Sur, como espías, y compraban los dólares norteamericanos para gastarlos en otros países en beneficio propio. El dinero de los Estados Unidos tiene valor en todos los lugares del mundo.

—Aún no me has explicado lo del hijo —observó Mr. Choe.

Soonya enrojeció. Su piel era tan pálida que hasta el más leve rubor se advertía, y el sonrojo de ahora no era precisamente leve.

—Aprendí a amar al norteamericano —explicó tímidamente—. Se convirtió en algo necesario para mí. Antes no había amado a ningún hombre. Él era bueno conmigo y no vivía con otras mujeres; yo era la única. Le pedí que nos casáramos y él dijo: «Quizá», aunque la verdad es que nunca se comprometió a hacerlo. Entonces se me ocurrió que si tenía un hijo suyo nos llevaría a los dos, al niño y a mí, a su patria. Cuando le anuncié que estaba embarazada, se enojó conmigo y al mismo tiempo se mostró preocupado, por lo que no pude estar segura de si mi iniciativa había sido buena o mala. Cuando di a luz y vi que era un niño, seguí sin estar segura. A veces el padre parecía satisfecho y feliz, y otras se mostraba triste. Un día se fue. Durante todo aquel tiempo, yo no había vivido con mi madre ni permití que ella viese al norteamericano. A él le dije que era huérfana.

—¿Por qué?

—Porque deseaba que creyera que dependía únicamente de él. Imaginé que no me dejaría sola. Sin embargo, lo hizo. Lo que no le he dicho es que me escribió desde Norteamérica. Una carta. Me comunicaba dónde vivía, y me decía que me echaba tanto de menos que quizás algún día volvería de pronto, sin avisar. Guardo la carta en mi cuarto, en casa de mi madre.

—Pero él no te hizo ninguna promesa.

—No. Nunca.

—¿Sabías que estaba casado?

—No.

—¿Se lo preguntaste?

—Creía que él me lo hubiera dicho. Quizá preferí no saber si era libre o no por miedo.

—¿Y aún lo amas?

—No —afirmó Soonya—. Hace mucho tiempo que dejé de quererle.

—¿Entonces?

—Tendrá que pagar bien por su hijo.

Al otro lado de la pared de shoji, escondido entre unos arbustos, Kim Christopher escuchaba. Nunca había oído la historia de su nacimiento, e incluso el nombre de su padre lo conocía desde muy poco tiempo antes. Entonces sólo sabía que su padre era americano y que esto lo convertía a él en extranjero, en uno de los nuevos hombres de Corea.

«¿Qué vamos a hacer con esos nuevos hombres?»

Aquello era lo que se preguntaban en las calles y en las tiendas. A veces las conversaciones iban más lejos, llegando incluso a asustarlo. Un día, en medio de una multitud, un orgulloso viejo gritó: «¡Si no hay otra forma de librarnos de esas nuevas gentes, tendremos que arrojarlos al mar!» Kim Christopher no podía ir a la escuela y, aun así, los colegiales coreanos se reían de él y le señalaban con el dedo. «Tu madre es una puta porque tu padre es americano», le gritaban. «Sólo las putas se acuestan con americanos», decían también, y le llamaban «Ojos Redondos» o «Nariz Grande», aunque sus ojos no eran redondos, ni su nariz grande. Desde que tuvo uso de razón, Kim supo que en aquel país no había lugar para él, aunque tuviese una abuela que un día era buena y el siguiente lo trataba con crueldad y una madre a la que amaba por su belleza; pero a la que también odiaba porque vivía su vida dejándolos a ellos aparte. Hasta la tarde anterior no había él entrado en la casa de su madre, llena de hermosas muchachas. Soonya, una vez allí, le hizo bañar, lavarse la cabeza y cortar el pelo. Luego le anunció que a partir de aquel momento la ayudaría en la «Casa de las Flores». Su madre le había dicho que lo adiestraría en el negocio, pero… ¿qué significaban exactamente sus palabras? Aquello era algo que aún no le había sido posible descubrir. Le gustaba cantar y tocar el laúd. Había aprendido ambas cosas sin que le enseñaran, y era por esto por lo que amaba a su madre, porque ella cantaba tan dulcemente. A veces, Kim ganaba algo barriendo las aceras de frente a las entradas de las tiendas. Con aquel dinero, se compró un laúd barato y de no muy buena calidad, pero un laúd, al fin y al cabo. Y la noche anterior se había sentido muy orgulloso cuando su madre le pidió que cantase para los huéspedes.

Cuando concluyeron las atracciones, llegaron muchos hombres a ver a las muchachas y se metieron con ellas en pequeñas habitaciones cuyas puertas cerraron. Pero ninguno entró en el cuarto de su madre. Él tampoco durmió allí, sino en el departamento del portero, un viejo que se pasó las horas roncando. Más tarde, por la mañana, el hombre alto llamado Mr. Choe llegó a ver a su madre. Kim se había escondido en el jardín para oír y observar. Ahora Mr. Choe se iba. El niño esperó, silencioso como un conejo, a que el visitante se fuera. Cuando su madre se quedó sola entró una vieja a ofrecerle té. Soonya, en un tono que él nunca le había oído, gritó:

—¡Vete! ¡Déjame en paz!

Ahora también la vieja se había ido y Kim oía sollozar a su madre. Atisbo por encima de los arbustos y la vio sentada en el almohadón con los brazos apoyados en la mesa y la frente sobre ellos. Lloraba suave y silenciosamente. Despacito, el muchacho se acercó a ella.

—Ahora ya lo sé —dijo en coreano.

Soonya alzó la cabeza.

—¿Qué sabes?

—Quién soy —contestó el niño.

—Eres mi hijo. ¿Es que no lo has sabido siempre?

—Sé el nombre de mi padre americano —siguió él.

—¿Y qué importa cuál sea su nombre, si no te reconoce? Nunca ha enviado dinero para ti. Ni siquiera se ha interesado por si vivías.

El chiquillo dirigió una mirada inquisitiva a su madre. ¿Estaría enterada o no de lo de la carta?

—Sé su dirección en América —dijo.

Soonya le gritó, furiosa:

—¡Y le escribiste una carta! ¡Registraste mis cosas, robaste su carta y le escribiste hablando mal de mí!

Él empezó a tartamudear como le ocurría cuando su madre lo asustaba. Al advertir el miedo en los ojos del chiquillo, Soonya lo abofeteó repetidamente en una y otra mejilla. El muchacho se dejó caer al suelo. Siempre había querido convencerse de que no temía a su madre. ¿Por qué, entonces cuando era ya casi tan alto como ella lo atemorizaba? Se trataba simplemente de que si ella no lo amaba, ¿quién podría amarle? Kim Christopher se sentía profundamente solo en un mundo extraño porque él era distinto. De cuclillas en el suelo, protegiéndose la cabeza con los brazos, el muchacho sintió que Soonya le daba puntapiés en las posaderas.

—¡Vete de mi vista! —gritó la mujer—. ¡Después de todo lo que he hecho por ti, me odias!

Él se levantó sorbiéndose las lágrimas.

—No te odio.

—¡Sí! —insistió ella—. Quieres a tu padre al que nunca le ha importado si vivías o estabas muerto.

Quedaron frente a frente. De pronto, el muchacho notó que en su sangre germinaba la fuerza de una nueva ira.

—¿Quieres que sea un don nadie? —preguntó—. ¿Qué voy a ser cuando me haga hombre? ¿Trapero? ¿Mendigo?

—Me ayudarás en esta casa —replicó Soonya—. Harás lo que yo te diga.

—¡Criado!

—¡Sí, criado! —gritó la mujer—. ¡Si no vales más que para eso, eso serás!

Permanecieron largo rato observándose. De repente, el muchacho comprendió lo que nunca había comprendido: que también era hijo de ella. El rostro que tenía frente a sí era como el suyo. Captó el parecido, pese a que el mucho soñar con su padre le había hecho sentirse norteamericano.

—¿Qué quieres que sea? —preguntó Kim Christopher.

La ira se desvaneció. Soonya lanzó un suspiro y volvió a sentarse.

—Puedes entrar en el negocio conmigo. Tienes una bonita voz y tocas muy bien el laúd.

—Eso es cosa de mujeres —murmuró él.

—Tocarías y cantarías solamente al principio —dijo Soonya.

¿Quién podría imaginar que era la misma que le había gritado poco antes?

—Puedes aprender contabilidad y llegar a ser gerente del negocio. Cuando me retire, te quedarás con él.

Kim reflexionó. No era un niño; nunca lo había sido, y sabía que chicos más jóvenes que él y de su misma procedencia remoloneaban alrededor de los campamentos norteamericanos y por una comisión ofrecían sus hermanas a los soldados. Un muchacho así era su mejor amigo, si es que podía decir que tenía algún amigo. El día anterior, cuando jugaban a la taba junto a la entrada de la valla que rodeaba el campamento, se interrumpieron porque tres jóvenes norteamericanos salieron al exterior y el compañero de Kim se puso de pie para gritarles:

—¡Eh, eh! ¿Queréis muchacha? ¡Muchacha bonita, sexy, sexy!

Los soldados lo apartaron y los dos chicos continuaron el interrumpido juego. Pero a veces los norteamericanos se detenían. Incluso a veces intentaban hacerse amigos de los chicos. Kim Christopher recordaba a uno de ellos que le había ofrecido dinero para que le introdujese en la «Casa de las Flores». Pero él no había estado nunca allí y temía demasiado a su madre. Y por lo tanto se negó.

—¿En qué piensas? —preguntó Soonya.

Kim se encogió de hombros y, sin contestar, salió de la habitación. Con renovada ira, Soonya gritó:

—¡Vuelve! ¡Contesta! ¡Te daré una paliza!

El muchacho no hizo caso. De pronto había dejado de temer a su madre y se daba cuenta de que nunca volvería a inspirarle miedo. Ahora sabía lo que ella quería que fuese: un criado suyo, un alcahuete. Debía encontrar a su padre a cualquier precio.

Laura estaba tendida en la cama cuando oyó que llamaban a la puerta. Fue una llamada insegura, vacilante. Abrió los ojos y permaneció inmóvil. Sentía un gran cansancio y su fatiga nada tenía que ver con el cuerpo. Era su decaimiento moral lo que le producía aquel desmadejamiento. La llamada se repitió con más fuerza. Entonces se levantó y fue a abrir. Era el muchacho. Nunca hubiera imaginado Laura que quien llamaba fuese él. Kim estaba allí, muy quieto, mirándola. Aquella mañana vestía su indumentaria habitual, camisa y pantalones cortos. Llevaba las piernas desnudas y, en los pies unas sandalias de esparto.

—Pasa, Kim Christopher —invitó Laura, vacilante y sorprendida.

El chiquillo obedeció mirando a su alrededor.

—Siéntate, por favor —le indicó la mujer.

Kim se sentó en una butaca y Laura lo hizo en la otra. La luz que entraba por la ventana cayó sobre el rostro de Kim Christopher, revelando las rojizas huellas de unas bofetadas.

—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó Laura.

—Mi madre…

—¡Oh, no!

Impulsivamente, se levantó del sillón y se acercó al muchacho. Extendiendo la mano, le tocó la mejilla. La piel era delicada y suave. Laura pensó que aquélla era su parte coreana.

—¿Por qué te ha pegado?

Kim Christopher no estaba seguro de hasta dónde llegaba su inglés. Hizo un esfuerzo.

—Mi madre… ella pide… dice que yo me quede con ella.

—¿Quieres decir en la «Casa de las Flores»?

Él asintió con la cabeza.

—Trabajando.

—¿Y tú no quieres trabajar allí?

—No.

Laura lo miró fijamente deseando adivinar sus pensamientos.

—¿Quieres a tu madre?

Evidentemente, el muchacho entendía el inglés mejor que lo hablaba.

—A veces —contestó.

—A veces —repitió Laura—. ¿Es buena contigo?

Él dudó.

—No escuela.

—¿Y tu abuela? ¿Es buena?

Kim Christopher se levantó de un salto e imitó la acción de pegar.

—Ella hace esto a mí.

Volvió a sentarse y dobló los brazos sobre sus huesudas rodillas. Miraba el suelo, con una expresión impasible. Sus largas y negras pestañas proyectaban sombras sobre las mejillas. ¡Qué parecido y, al mismo tiempo, qué distinto era a Chris! ¿Qué iba a ser de él?

—¿Y si yo te hiciera ingresar en una escuela de aquí, Kim Christopher?

Con su decisión característica, el muchacho movió negativamente la cabeza. Laura preguntó:

—¿No?

Él la miró.

—América —se limitó a decir.

Laura suspiró. Comprendía el problema de aquel muchacho nacido en una época demasiado temprana del mundo.

—¡Mi padre, por favor! —dijo Kim Christopher.

—Lo sé —murmuró Laura—. Lo sé, lo sé.

Incómoda, se puso de pie y fue hasta la ventana, desde donde observó largamente aquella extraña ciudad. Sí, Kim Christopher tenía razón, pero aquél no era un asunto que pudiera ser resuelto por un niño. Había que pensar en Chris, eso sin mencionarla a ella. Bueno, lo suyo era distinto, puesto que a su vida de científica el público no tenía acceso, y en su otra vida, en su vida con Chris, lo que la gente pensara carecía de importancia. Pero Chris, cuya carrera dependía de los caprichos, los prejuicios y la estrechez de miras de los electores… ¿Qué diría la sociedad si Laura metía en su casa a un muchacho que se parecía lo suficiente a Chris como para desencadenar una ola de chismorreos, no ya en el Estado, sino incluso en la nación? Aquella ola destruiría la existencia de su marido. De todos, el muchacho era el único inocente.

Impulsivamente, Laura se volvió, se acercó a Kim Christopher y le cogió la mano. ¡Qué harapientas eran las ropas que llevaba! Debía comprarle un traje decente. Después lo llevaría a almorzar al comedor del hotel para que disfrutara de una comida completa. El chiquillo estaba muy delgado. Las costillas se le marcaban acusadamente debajo de la piel, aquella piel suave y exquisita, de color crema pálido, el don que le había hecho Asia.

—Kim Christopher, voy a comprarte ropa. Llévame a una tienda.

Laura tocó la camisa del chico y movió, desaprobadora, la cabeza.

—¡Ah! —exclamó él, encantado.

Y cogiendo a Laura de la mano, la llevó escaleras abajo. Al salir del hotel señaló hacia la parte alta de la calle.

—¿Ropas? —preguntó ella.

—Sí, sí —repuso ansiosamente Kim Christopher.

Una hora más tarde el muchacho estaba perfectamente equipado: tres mudas completas, un traje y un suéter rojo para los días fríos.

—Ponte esto —le pidió Laura.

Y cuando Kim Christopher lo hubo hecho, ella tomó con el índice y el pulgar las prendas que el muchacho se había quitado y las echó a un lado.

—Esto es para tirar —dijo—. No más andrajos.

Kim pareció asustado, pero ella se mostró inflexible y le hizo salir triunfalmente del probador, orgullosa de su aspecto. ¡Si Chris pudiera verlo ahora!

Intentó dominarse. No debía dejarse llevar del entusiasmo. En verdad, el chiquillo era muy guapo; pero eso era de esperar siendo Chris su padre y… —sí, tenía que reconocerlo— y Soonya su madre. Sin embargo, no cabía duda de que en el caso de Kim Christopher se había producido una alquimia especial, puesto que Laura no había visto ningún niño coreano tan bello como aquél. Y tampoco lo eran los niños con los que ella había crecido. No se trataba únicamente de los rasgos y de la coloración. Era una gracia supletoria, quizás una combinación de gracia y fuerza. Kim Christopher era más agraciado que los chiquillos norteamericanos y más fuerte que los coreanos. Laura pensó en sus plantas marinas, aquellas criaturas-eslabón cuya delicadeza se encontraba en la frontera misma de la vida animal.

Salió de su abstracción. Kim Christopher la miraba con tranquila paciencia, en espera de su juicio.

—Bien —dijo ella—. Ahora estás guapo de veras.

—¿Americano? —preguntó el muchacho, con un tono vivo de esperanza.

—Sí —concedió Laura, sincera y falsamente a la vez. Muy norteamericano allí en Corea. Pero cuando le llevase a los Estados Unidos, si lo llevaba, no cabía duda de que su aspecto resultaría marcadamente oriental. ¿Dónde, dónde estaba su país?

—Vamos al hotel a almorzar —decidió Laura.

Cuando entraron en el comedor, Laura advirtió la presencia de Mr. Choe, sentado, como de costumbre, al lado de la ventana. La mujer sonrió, le dirigió un saludo con la mano y se acomodó en otra mesa donde podría estar sola con Kim Christopher. Una vez hubieron tomado asiento, Laura se divirtió con las miradas francamente interesadas que Mr. Choe les dirigía. Y no era él el único. Los turistas, americanos y europeos, también los observaban. Laura se imaginó sus comentarios, llenos de curiosidad y de conjeturas. Incluso experimentó un placer vagamente maternal producido por el atractivo muchacho que se sentaba frente a ella, al otro lado de la mesa. En cambio, Kim Christopher no se daba cuenta de nada, porque estudiaba atentamente los movimientos de su compañera al utilizar el cuchillo y el tenedor. La servilleta le tuvo confuso hasta que vio que la mujer desdoblaba la suya para limpiarse los labios. El muchacho copió cada uno de sus ademanes, resuelto a adquirir la misma corrección de Laura.

Cuando Mr. Choe terminó de comer no pudo resistir más la curiosidad y al marcharse pasó junto a la mesa a que se sentaba Laura y el chico. Allí se detuvo.

—¿Cómo está usted hoy, señora? —preguntó, con su habitual cortesía.

—Muy bien, gracias. He ido de compras con Christopher.

Laura se sintió sorprendida al notar que era la primera vez que usaba el nombre del muchacho sin anteponerle el de Kim.

Los penetrantes ojos de Mr. Choe parecieron velarse.

—¡Ah, sí, claro! —dijo—. Tiene un espléndido aspecto; casi parece un muchacho norteamericano. ¿Piensa llevárselo a los Estados Unidos?

Ella sonrió a Christopher.

—¿Te gustaría?

—Por favor… —rogó el niño, sin aliento.

—Su madre debe dar el consentimiento, ¿no es así? —quiso saber Mr. Choe.

—Espero que lo dé —replicó Laura, y se sintió aún más sorprendida de sí misma que antes. No creía haber tomado ninguna decisión; pero algo en la voz y en la actitud de Mr. Choe la había inducido a hablar de aquella forma.

—Esperémoslo —dijo amablemente el coreano, antes de abandonar el comedor.

La tranquila seguridad de sus maneras preocupó a Laura y al mismo tiempo la confirmó en su decisión. Cuando Christopher hubo dado fin a la enorme copa de helado con que coronó el almuerzo, a la mujer le resultó difícil dejarle marchar. Sin embargo, ¿qué podía hacer con él allí? Aún quedaba demasiado por determinar y por hacer.

—Vuelve mañana, Christopher —le dijo en el vestíbulo, al entregarle la caja con las ropas nuevas—. Vuelve mañana por la mañana.

—Sí, señora.

Laura estuvo a punto de pedirle que no la llamara señora, pero… ¿cómo debía llamarla, si no? Mrs. Winters resultaba excesivamente frío; Laura, demasiado íntimo. El muchacho tenía madre, y el indicarle que le diera este nombre sólo valdría para confundirle. Decidió que sería mejor dejar las cosas como estaban. Todo dependía de lo que más adelante se decidiera.

—Adiós —dijo.

Tuvo que contener un vivo impulso de besar en la mejilla al chiquillo.

De vuelta en su habitación, Laura encontró una larga carta de Chris, la primera que recibía. Llevaba pocos días en Seúl; pero, sin embargo, le parecían semanas. Cogió la carta, se acomodó en un sillón y se olvidó de todo lo demás. Chris comenzaba:

Mi querido y único amor: Tu brevísima carta…

—Sí, cariño, pero aún no tenía nada que decirte —murmuró Laura conteniendo el aliento.

… me puso muy nervioso. Estuve a punto de dejarlo todo y coger el primer avión que saliera, pero esto te hubiera creado un problema nuevo. A estas alturas ya habrás visto al muchacho.

—¡Cómo me gustaría que tú también lo vieras! —se dijo ella—. Esto haría la decisión mucho más fácil. O quizá no…

Tal vez el que Chris conociera a su hijo dificultaría aún más las cosas.

Espero que la mujer no te ocasione ningún conflicto.

Aquellas líneas bastaban a Chris para tratar de los asuntos con los que su mujer se estaba enfrentando. Después pasaba a una entusiasta descripción de la campaña política. Laura podía imaginárselo corriendo de una cita a otra, hablando por Televisión… Era muy fotogénico. Los ojos de Laura bebieron el contenido de las páginas. Las adhesiones llegaban a millares. No obstante, los de la vieja guardia presentaban una fuerte oposición. Habían contratado unos detectives particulares para investigar los antecedentes de Christopher Winters, para que indagasen cada uno de sus actos desde su niñez. Un asunto sucio, pero se trataba de un esfuerzo inútil. Su juventud le ayudaba.

—Y tu extraordinario atractivo, cariño mío —susurró Laura.

Henry Alien es una auténtica roca. Su posición es inconmovible, no sólo en el Estado, sino en toda la nación. El hecho de que me apoye lo dice todo. Aunque, naturalmente, esto implica una gran responsabilidad. Tengo que estar a la altura de sus esperanzas y llevar a cabo una campaña totalmente limpia. Pero eso lo haría en cualquier caso. Sería incapaz de obrar de otra forma.

«Desde luego» —pensó ella con orgullo. Besó la carta, la dobló y se la guardó en el pecho. Después se permitió el lujo de pensar en su marido. Se echó para atrás, cerró los ojos, y su imaginación voló hacia Chris—. En una época en que el amor era minimizado y exaltado únicamente el sexo, ¿cómo había podido ella tener la suerte de encontrar un hombre que comprendía el amor? Y que puede amar y ama a una mujer como yo, y que me desea tal como soy sin pretender convertirme en un apéndice de sí mismo en mayor grado de lo que él es un apéndice mío. Una felicidad tan poco frecuente no iba a ser echada a perder por un hijo nacido en el otro extremo del mundo, un muchacho que no pertenecía a ningún sitio, que había sido fruto del azar… Sí, una criatura encantadora, adorable, pero no debía permitírsele que arruinase una espléndida vida que podía ser de utilidad a miles de personas, e incluso a millones, si la carrera de su marido no era detenida por unos cuantos enemigos que buscaban exclusivamente el beneficio propio sin importarles en absoluto la moral que profesaban y de que eran portavoces. De pronto, Laura pensó en Henry Alien con súbito desaliento. ¿Debía contarle Chris al banquero lo de su hijo? Y si no lo hacía, ¿sería honrada su conducta? Aquéllas eran las pavorosas exigencias del honor.

Cariño —escribió Laura con su letra grande y clara—, ¿crees que debes explicarle a Henry Alien lo de Christopher? ¡Qué lástima que no seamos unos sencillos ciudadanos normales! Entonces no tendrían por qué importarnos las opiniones ajenas. Hay millares de criaturas nacidas de la misma manera que Christopher, y podríamos llevárnoslo a casa y decir que habíamos adoptado un huérfano de la guerra de Corea y que la gente pensara lo que quisiera. No sería asunto suyo. Pero ahora, con el brillantísimo futuro que se abre ante ti, una no sabe qué hacer. Yo no puedo —sinceramente, no puedo— pedirte que renuncies a ese futuro por un error…

Laura tachó repetidas veces la palabra error de modo que él no la pudiese leer, la sustituyó por experiencia y siguió:

Resulta difícil desear que el niño no hubiera nacido. Es un magnífico muchacho, muy parecido a ti y, sin embargo, muy distinto, porque tiene su propia y marcada personalidad. No sé lo que siente hacia su madre, pero desea con todas sus fuerzas reunirse contigo. Hoy le he comprado ropa nueva…

Laura terminó la carta y hasta el final no se dio cuenta de lo mucho que había escrito de Kim Christopher: cinco páginas enteras. No creía saber tantas cosas acerca de él. Cerró el sobre y lo envió por correo aéreo.

Luego se sintió dominada por una añoranza tan profunda de Chris que se dejó caer en la cama y se echó a llorar. El motivo de sus lágrimas no era sólo Chris, sino también su hogar y la vida que conocía y amaba. Recordó su casa, en la tranquila calle tan próxima a la plaza, el edificio espacioso con su fachada de mármol blanco, y el fresco vestíbulo en el interior y la señorial escalera de mármol también. Mucho tiempo antes, un antepasado de los Winters se había enamorado de una dama francesa que se negó a abandonar su château hasta que él le prometió modificar su casa de Norteamérica para dotarla de un espíritu francés como el del hogar de su amada. A un precio exorbitante que aumentaba de volumen en los relatos de cada generación, el hombre modificó completamente la vivienda convirtiéndola en un réplica exacta del château francés… «Añoro la casa —pensó Laura—, y los árboles de la calle.» Incluso echaba de menos a los vecinos, a quienes antes apenas había prestado atención, porque no era de esas personas que gustan de relacionarse con cualquiera. Tenía la cabeza siempre llena de planes relativos a su trabajo. Y por las noches ella y Chris preferían estar solos, o, al menos, con invitados de su gusto.

Ahora, a millares de kilómetros de distancia, en el extraño hotel de una ciudad asiática, su hogar le parecía un sueño. Pero Chris se encontraba allí, y Laura debía correr a reunirse con él. Esto podía conseguirlo en pocas horas. Chris había insistido en que en el bolso tuviera siempre un billete de regreso, al lado del pasaporte y los cheques de viajero.

—Nunca se sabe lo que puede ocurrir —había dicho—. No olvides que Seúl se encuentra a unos ciento cincuenta kilómetros, más o menos, de las fronteras enemigas. Debes estar preparada para abandonar el país en cualquier instante.

Laura sintió la tentación de marcharse en aquel mismo momento. Sí, podía bajar a la calle, coger un taxi, ir al aeropuerto y salir en el primer reactor. Se imaginó a sí misma ejecutando aquellas acciones, pero al mismo tiempo comprendía que aquello no era posible. Pero no era de las que desisten de una empresa. No. Tenía que limitarse a pensar en lo que debía hacer a continuación. Como dando respuesta a sus reflexiones, de pronto sonó el teléfono.

—Diga —contestó con el receptor en la mano.

—¿Mrs. Winters? —dijo la vibrante voz del teniente Brown—. Jim y yo nos preguntábamos si le agradaría dar una vuelta y terminar en «Walter Hill» para cenar y bailar un rato.

—Me encantaría —replicó Laura dejándose llevar por su desesperación.

—Bien —dijo la voz—. Nos reuniremos con usted dentro de media hora, en el vestíbulo.

—De acuerdo.

Los dos hombres, con sus uniformes recién planchados, tenían un aspecto magnífico. Verlos juntos siendo tan distintos producía una extraña sensación de contraste.

—¿Eran ustedes ya amigos antes de venir aquí? —les preguntó de improviso Laura, mientras Jim enfilaba el coche hacia las afueras.

—No… Nos conocimos cuando Jim me salvó la vida —explicó el teniente Brown—. Una noche, una multitud de estudiantes coreanos recorría las calles protestando contra el nuevo tratado con el Japón, que, debo admitirlo, les obligábamos a aceptar contra su voluntad. Yo volvía a mi puesto y era el único norteamericano que ellos tenían a la vista. En aquel momento salía de la base. Se metió entre la multitud y me rescató. Pero me dieron una buena paliza.

—No sabía nada —dijo Laura—. ¿Por qué no quieren los coreanos el tratado?

—Es natural —repuso el hombre—. Durante más de medio siglo, Japón los tuvo sometidos a un dominio muy duro. Hasta entonces los coreanos habían sido un pueblo libre y tan orgulloso como pueda serlo el nuestro. Los japoneses todo lo hacen a conciencia. Intentaron destruir la cultura coreana y que su propio idioma fuera el único empleado en las escuelas y cosas por el estilo. Aquí la gente no confía en ellos y lo más probable es que nunca lo haga. Creen que los nipones volverán a conseguir el control económico total que les permitirá ejercer un dominio completo. Tal vez tengan razón. El caso es que…

Laura le interrumpió:

—¿Qué ocurrirá con los niños medio norteamericanos?

—Bueno, lo pasarán muy mal —dijo el teniente Brown.

—¿Mal? —rectificó Jim con una risa sarcástica—. No olvides que muchos han sido ya asesinados.

—¡Oh, no! —exclamó Laura, horrorizada.

—Claro que sí —insistió Jim—. ¿Por qué no vemos a ningún adolescente medio norteamericano? Porque apenas quedan. Se deshicieron de ellos durante los años cincuenta. Los mataron a centenares. Y otros fueron castrados.

—¡Cierra la boca, Jim!

—Es que lo fueron. Conozco a un tipo, ayudante del general, que vio chicos con sus partes…

—¡He dicho que te calles! —gritó el teniente Brown.

Jim esquivó un bache con el auto y guardó silencio. Durante largo rato, nadie habló. Teniendo delante aquel magnífico panorama sumido en la tranquila calma del anochecer, pensaban en el destino de los hijos de la guerra. El valle se encontraba ya cubierto de sombras porque el sol estaba a punto de desaparecer detrás de unas crestas. Las montañas tenían un tono púrpura, mientras las planicies eran verdes. Aquí y allá, álamos de hojas que amarilleaban otoñalmente, se elevaban, como antorchas encendidas, contra la oscuridad de las rocas y los riscos. Entre los campos veíanse pequeñas aldeas. Ocasionalmente Laura pudo distinguir la figura erguida de algún hombre con blancas vestiduras y alto sombrero de negra tela de crin, que iba dignamente de un pueblo a otro. O a una mujer con una amplia falda y un corpiño ceñido con la airosa y regia figura erguida bajo el peso del bulto que llevaba sobre la cabeza. ¡Kim Christopher! Quizá debiera estarle agradecida a Soonya por haberlo mantenido con vida… ¡o tal vez no debiese agradecérselo en absoluto!

De pronto expuso en voz alta sus pensamientos:

—Lo que no comprenderé nunca es cómo pueden nuestros hombres… asociarse con esas mujeres y permitir que nazcan niños…

Jim la interrumpió rápidamente, con los ojos fijos en la carretera.

—Yo ando con una chica, Mrs. Winters. Es una muchacha espléndida. No va más que conmigo. Pero ya se lo he dicho: «Mira, el día en que me vengas diciendo que estás encinta, yo me largo.» Así sabe a qué atenerse. Sabe que seré bueno con ella mientras haga lo que yo le diga.

—Y recurra a los abortivos —comentó con acritud el teniente Brown.

—Eso es asunto suyo —replicó Jim.

—Algunas de esas mujeres tienen ocho o nueve abortos al año.

—Yo de eso me lavo las manos —dijo Jim.

Tres chiquillos desharrapados salieron de pronto a la carretera, delante del coche. Su aparición fue tan imprevista que Jim tuvo que desviarse bruscamente y le faltó poco para chocar con un pequeño templete que había junto al camino. Los niños les gritaban pidiendo limosna con las pequeñas y sucias manos extendidas hacia los ocupantes del auto.

—Hablando de críos… —murmuró Jim, rebuscando en sus bolsillos.

—Son mestizos —dijo el teniente Brown.

—Los pueblos están llenos de ellos —comentó Jim—. ¡Aquí tenéis, chicos!

Arrojó unas cuantas monedas al suelo y los niños cayeron uno encima de otro para recogerlas, escarbando en el pardo polvo y empujándose entre sí como perros que se disputaran un hueso.

Laura los miró. Sí, los tres eran medio norteamericanos. Un muchachito era pelirrojo y tenía la cara llena de pecas. La niña, tenía una carita de ángel enmarcada por una sucia cabellera castaña, gritaba y con los puños cerrados golpeaba a sus compañeros.

—Vámonos —dijo Laura—. Ya he visto suficiente.

Habían acabado de cenar y tomaban el café charlando. A Laura no le apetecía volver a su hotel. Temía encontrarse sola e insegura acerca de lo que debía hacer. La enorme sala de «Walter Hill» aparecía llena de militares norteamericanos y de muchachas coreanas vestidas a la moda occidental. Laura no quiso bailar porque le disgustaba unirse a la apretada masa de Ja pista. Jim no tardó en emparejarse con una de las animadoras, una muchacha muy esbelta y más alta que él.

—Ten cuidado —le recomendó su amigo—. Parece tuberculosa.

—No le pasa nada —replicó Jim secamente.

—Muchas de ellas están enfermas de los pulmones.

Pero Jim danzaba ya entre las otras parejas.

—¿No intentan curarse? —preguntó Laura.

—No pueden —repuso el teniente Brown—. Han de seguir trabajando. Y la mitad, por lo menos, de los niños también están tuberculosos.

—¡No pueden ser tantos!

—¿Por qué no? ¿Qué le importa a nadie lo que les ocurra?

Laura comenzó a sospechar que bajo aquella capa de sarcasmo existía un hombre sensible, de rígidos principios, muy severo, en primer lugar consigo mismo.

—Me parece que a usted le preocupan esas criaturas —dijo ella suavemente.

—No puedo permitirme ese lujo.

En aquel instante, el presentador salió a la plataforma que había en un extremo de la sala. Cesó la música y los bailarines se detuvieron. El hombre sonrió ampliamente y anunció con voz fuerte:

—Esta noche tenemos un gran espectáculo. Aquí está la bailarina del vientre llegada de San Francisco y famosa en toda América. Por favor, fíjense en sus habilidades. Cuando ella termine, habrá más espectáculo. Miss Kim Soonya cantará, accediendo a nuestra petición.

Laura hizo un movimiento de disgusto.

—¿Sabía usted que esa mujer actuaba aquí?

—No, no sabíamos nada —replicó el teniente Brown—. A veces ha cantado en este local, pero muy de tarde en tarde. La última vez fue cuando vinieron unos visitantes de mucha importancia. Es muy difícil de contratar. Al menos eso dicen. Se considera una especie de honor, un honor a su propio nivel claro, conseguir que trabaje en algún sitio que no sea su propio local.

—¿Su nivel no es alto?

—Pues, aunque parezca raro, su nivel personal sí lo es. Todo el mundo sabe que ningún hombre puede conseguirla.

—¿Ni siquiera un coreano?

—Ni un coreano.

Apareció la danzarina del vientre, una rubia teñida de descomunales proporciones. Llevaba una cantidad mínima de ropa: un reducido taparrabos y una pequeña borla dorada sobre cada pecho. Los bailarines volvieron a sus mesas; los hombres se retreparon en los asientos y las muchachas se situaron cerca de la plataforma para ver bien el espectáculo. Se inició la música y la joven comenzó su danza, una extraordinaria serie de movimientos musculares, mientras su cuerpo permanecía inmóvil. Su esqueleto era la armazón sobre la que la carne oscilaba, se retorcía y volvía a su posición normal, se tensaba y se distendía. El estómago y los senos eran independientes, moviéndose el primero como una boa constrictor, a la vez que los pechos, cada uno con autonomía del otro giraban de un modo frenéticamente bajo las borlas doradas. Laura, observando aquella extravagancia física, se sintió movida a risa, pues sobre aquel cuerpo convulso el rostro de la mujer era una máscara maquillada tan carente de expresión que no era posible creer que estuviera enterada de lo que ocurría por debajo de ella. Los ojos azules miraban sin ver y la boca, un detonante brochazo rojo, permanecía totalmente quieta.

Laura echó un vistazo a su alrededor. Todos los norteamericanos reían. Los orientales permanecían serios, observando sombríamente aquel espectáculo occidental. A Laura la invadió una sensación de embarazo que llegaba casi a la vergüenza. ¿Quién era aquella mujer? ¿De qué familia procedía y por qué no había permanecido en su ambiente natal en vez de dedicarse a errar por aquellas viejas tierras?

Una vez acabado el número, los norteamericanos estallaron en fuertes aplausos que no fueron secundados por los asiáticos. La bailarina se inclinó bruscamente y abandonó el escenario. El presentador se adelantó:

—¡Damas y caballeros, Miss Kim Soonya!

Se produjo un profundo silencio y Soonya hizo su aparición. Llevaba un vestido coreano, como era habitual en ella, una falda de brocado rosa y un corpiño plateado. Tenía el largo cabello recogido en una trenza que le caía por la espalda. Calzaba unas zapatillas plateadas con las puntas vueltas hacia arriba, detalle este que en cierto modo recordaba a sus antepasados que procedían del Asia Central.

Con las manos entrelazadas, la artista esperaba que comenzara la música. Al fin sonó interpretada por una pequeña orquesta en la que los instrumentos de cuerda sonaban al ritmo marcado por un tambor suavemente batido. Después de una breve pausa, Soonya levantó la cabeza y empezó a cantar. No era una canción coreana, sino Sólo el corazón solitario, de Tchaikovsky. Ahora no se produjeron estruendosas risas, ni los ojos asiáticos miraron con menosprecio. Aquella música era universal, comprendida lo mismo en Oriente que en Occidente. En el silencio, la pura voz de soprano ascendía y bajaba, tan pronto convertida en un susurro como en un lamento desesperado. Cuando Soonya terminó hubo una pausa, una estática pausa, y en seguida una salva de aplausos. La artista se inclinó y abandonó el escenario andando con tal delicadeza que, más que andar, parecía deslizarse. Siguieron las ovaciones, pero Soonya no volvió a aparecer. De nuevo se adelantó el presentador:

—Miss Kim Soonya da gracias al público, pero ruega que la disculpe. No repite nunca sus canciones.

Al principio Laura había escuchado con sorpresa a Soonya, luego con admiración y, finalmente, con profunda curiosidad. ¿Por qué había escogido Soonya aquella canción? ¿Y cómo la había aprendido? ¿Pretendía establecer con ella una comunicación? Pero, ¿comunicación con quién, sino con Laura? No obstante, ¿cómo podía Soonya saber que ella estaba entre el público? Había demasiadas preguntas por responder. Ante todo, ¿qué clase de mujer era aquella Soonya?

Impulsivamente, Laura se levantó de su silla.

—Excúsenme —rogó a los dos hombres—. Tengo que ver a Soonya inmediatamente.

Salió del salón y se metió por detrás del escenario. Allí, en un pequeño camerino, encontró a Soonya. Estaba sentada delante de un espejo, pero no se contemplaba en él. Había dejado caer la cabeza sobre los brazos y sollozaba sin contenerse.

Laura se detuvo un momento en la puerta; luego entró en el camerino y puso una mano en el brazo de la coreana.

—Soonya —dijo—, soy yo.

Soonya alzó la cabeza y recompuso su actitud con una rapidez que dejó a Laura asombrada.

—¿Por qué has venido aquí? —preguntó Soonya.

Las lágrimas humedecían sus mejillas y perlaban sus pestañas.

—Cantas… cantas maravillosamente, pero…

Laura vaciló, pero se rehízo en seguida.

—Esa canción… ¿Por qué…? ¿Quién te la enseñó?

—Eso no te importa.

La voz de la coreana era hosca.

—No sé. Creo que, en cierto modo, sí me importa.

Laura expresaba en voz alta sus pensamientos ante Soonya, sin darse cuenta de que lo hacía y sin poder tampoco evitarlo.

—Tú y yo tenemos que entendernos. No quiero herirte. Espero que tú no quieras herirme. Quizás unidas podamos decidir algo respecto a tu hijo. Temo no haber pensado mucho en ti; sólo en mí misma y en mi… y en el padre del muchacho.

Soonya se secaba los ojos con un pañuelo fino de seda que había sacado del escote de su corpiño. Se levantó y fue a cerrar la puerta. En seguida señaló una silla a su visitante y se sentó ella también dando la espalda al espejo. Se mordió el labio inferior y empezó a hablar.

—Yo no soy una mujer valiente. Sólo hablo como valiente. Amo a tu… Lo amo mucho. Aprendí esa canción porque dice lo que pienso, lo que siento. Yo sueño mucho. Sueño que un día él vuelve a mi lado. Yo no puedo amar a otro hombre.

—¿Intentas decirme que quieres quedarte con el niño? —preguntó Laura.

Soonya movió negativamente la cabeza.

—No, eso no es. El chico es como el padre. Ahora yo sé que él no me quiere; nunca me ha querido.

Los hermosos labios temblaban. La coreana volvió a mordérselos con fuerza.

—¡Por favor! —dijo Laura—. ¿Qué deseas? Intentaré conseguírtelo, si puedo.

Las lágrimas volvían a brotar, pero Soonya se las secó decididamente con el pañuelo.

—Ahora, únicamente quiero dinero —dijo al fin—. Quiero dinero para mí.

—¡Dinero! —repitió Laura.

Soonya miró fijamente a su interlocutora.

—Quiero vivir sola en una casa —dijo—. No más «Casa de las Flores». No más chicas. No quiero nada más. Yo sola en mi casa. Mis criados cuidan de mí, de todo. Si él no me quiere, que me dé una casa para mí.

—¿Y Kim Christopher?

—Si no me das dinero, me quedaré con él para que me ayude en la «Casa de las Flores» —repuso la coreana, con sencillez—. Si me das dinero, te lo llevas.

—Me lo llevaré —afirmó Laura con instantánea decisión.

A punto de marcharse, vaciló, compadecida en cierto modo de aquella mujer tan bella y tan sola. En otro lugar, en otra ocasión, pudieran haber sido amigas. Lo que las separaba no era la raza ni el idioma, sino el amor, el amor hacia un mismo hombre y el hecho que en vez de paz hubiera guerra.

Laura puso una mano sobre el hombro de Soonya.

—Lo siento… Lo siento de verdad —murmuró.

La coreana se libró de la mano.

—Tú eres afortunada —dijo con indiferencia—. Yo soy desgraciada.

Y como si no hubiera llorado ni hubiese renunciado a su hijo, se inclinó hacia el espejo y con un lápiz de labios procedente de un PX norteamericano, pero comprado en el mercado negro, corrigió cuidadosamente el perfil de su bonita boca.

Por consiguiente, Laura ya sabía lo que tenía que hacer. De una o de otra manera, tenía que convencer a Chris de que el muchacho no podía quedarse en Corea. Era forzoso llevarle a Norteamérica.

No hay que precipitarse, cariño —escribió Laura aquella noche, en su cuarto del hotel—. No veo claro el futuro, nada claro. El problema sigue siendo el mismo. ¿Qué hacer? Sin embargo, tengo que llevarme al niño a casa. El proceso es muy simple. Debes mandarme un reconocimiento de paternidad. La gente de la Embajada comprenderá el caso y nos ayudará. Declara que Kim Christopher es hijo tuyo y de Soonya, que yo soy tu esposa y que deseas que me lo lleve conmigo. Yo me encargaré de los demás detalles. Si me envías ese documento tan pronto recibas esta carta, dentro de una semana podré estar de vuelta. Espéranos en San Francisco. Naturalmente, habrá que pagar a Soonya.

Describió la escena con la coreana. ¿Cuánto dinero? Chris lo sabría. Pero debía quedar bien claro que no habría nuevas entregas. Cinco mil dólares, quizá. Eso, prestándolo a interés, daría a Soonya lo suficiente para vivir. O diez mil, si era necesario. No, aquello no era comprar el muchacho. Era remplazarlo con el dinero que podría haber ganado de quedarse con su madre.

Soonya quiere dinero —escribió Laura—, pero por un motivo razonable. Desea abandonar la vida que está llevando. Se propone vivir sola. Me hace sentir culpable por ser tu esposa y encontrarme en una posición que ella desearía tener con todas sus fuerzas. Me parece que sigue enamorada de ti.

Laura hizo una pausa y borró las últimas palabras. No, nunca comprendería exactamente lo ocurrido y era mejor no recordárselo a Chris ni siquiera en aquellos momentos.

En la «Casa de las Flores», Soonya hablaba con Mr. Choe.

—Admitirá usted que no puedo seguir siempre así —decía la mujer.

Movió una mano abarcándolo todo, la habitación, con su exquisito mobiliario, las macetas, el pergamino de la pared, la solitaria orquídea en un esbelto búcaro.

Mr. Choe la escuchaba con simpatía. Se daba perfecta cuenta de los problemas de la vida de Soonya y de lo que la mujer quería decir. Al cabo de pocos años su voz perdería su admirable timbre, su rostro quedaría desposeído de su suave belleza y ella ya no podría ser considerada una artista prestigiosa. Entonces quedaría reducida al simple papel de dueña de una casa de prostitución.

—Te comprendo perfectamente —dijo el hombre.

Mr. Choe recordó una idea a la que ya había dado vueltas anteriormente. Si Kim Soonya cerraba la «Casa de las Flores» y comenzaba una vida honrada, no sería imposible que él la tomara por esposa. La gente nunca espera que una segunda mujer sea de la categoría de la primera. Además, Soonya tenía cierta fama como artista. Cantaba muy bien y aquello le prestaba una gran consideración. A pesar de todo, la influencia de los norteamericanos había sido liberalizadora. Cuando las estrellas de cine estadounidenses, las actrices y las mujeres del estilo de Soonya, realizaban una gira por Asia, los norteamericanos esperaban que se las recibiera con honores. Además, ahora existía la posibilidad de que el niño mestizo, con su aspecto tan occidental, fuese enviado al otro extremo del mundo. Sin el muchacho, que era la prueba evidente de que Soonya había tenido en tiempos un amante norteamericano, todo quedaría borrado. Podía meter a Soonya en su casa sin ninguna preocupación de índole privada. Antes de hablar, Mr. Choe tosió discretamente.

—Te aconsejo que mandes a tu hijo con su padre —dijo—. Eso te dejará con una reputación totalmente limpia. Has hecho bien manteniéndole oculto en casa de su abuela. Doy por descontado que nadie conoce su relación contigo.

—Nadie —replicó Soonya—. Sólo ha venido aquí una vez, y lo hizo como sirviente.

—¡Ah! —exclamó el hombre, aliviado—. Por fortuna, se parece a su padre, y no a ti. La tosca sangre norteamericana prevalece siempre. Que se vaya lejos lo antes posible. Acepta lo que te ofrezcan, aunque sea menos de lo que mereces por tus sufrimientos.

Mr. Choe se permitió mirarla con una expresión de ternura y continuó:

—Tengo planes para ti… y para mí mismo. Hay posibilidades. Cuando el muchacho esté al otro lado del mar debes olvidarle. Has de olvidar el pasado y pensar únicamente en el futuro. Estás muy sola. Y lo mismo me ocurre a mí.

Mr. Choe pensó que ya había dicho bastante y se puso de pie. Soonya también se levantó. Intuía lo que el hombre había querido decir y se lo agradecía, aunque estaba triste. No obstante, sabía que mientras viviese debía pasar muchas horas de tristeza. Era una mujer de corazón cálido y si bien respetaba a Mr. Choe, nunca podría amarle. Una vez, hacía mucho tiempo, un joven norteamericano había despertado su femineidad y ahora, como castigo, se veía obligada a comparar a todos los hombres con aquel primero. Irrazonablemente, durante todos aquellos años había abrigado la esperanza de que su amado volviese. Ahora tenía ya la certeza de que aquello no ocurriría nunca porque en su lugar había enviado a su esposa, y su esposa era muy bonita. Era una belleza dorada, extraña, pero real y Soonya se inclinaba ante ella reconociendo su poder. Su propia gracia, su naturaleza sumisa, no había resultado suficiente para retener al padre de su hijo. Tal vez los norteamericanos, tan libres, tan imperiosos, tan exigentes, únicamente podían vivir con sus fuertes mujeres. Tal vez deseaban que el amor fuera una guerra en vez de una paz profunda y confortadora.

No contestó a Mr. Choe, pero le siguió hasta la puerta. Allí ella le despidió con unas profundas reverencias a las que él correspondió con una inclinación de cabeza.