Sonó el timbre del teléfono.

—¿Quién será ahora? —murmuró Greta.

Se alisó el pequeño delantal blanco y cogió el auricular. La voz de su señora sonó clara y musicalmente en su oído.

—Buenos días, Greta. Aún estoy en Nueva York. ¿Ha bajado ya Mr. Winters?

—No, Mrs. Winters, todavía está arriba.

—Bueno. No debe levantarse, Greta. Y si lo hace, no ha de salir. El doctor me llamó anoche para decirme que mi marido tenía una fuerte gripe. Tiene que quedarse en cama y no tomar más que líquidos durante todo el día.

—Pero… yo no puedo hacer que Mr. Winters se quede en cama. No me hará caso. Usted volverá hoy como dijo, ¿verdad?

—Ésa era mi intención, Greta, pero no podré. Los farmacéuticos se reúnen y yo debo suplir la vacante de uno que no ha podido venir.

—Sí, Mrs. Winters.

A través del hilo telefónico, la voz de Mrs. Winters tenía un tono persuasivo al decir:

—Tiene usted que evitar que mi marido se levante, Greta.

—Haré lo posible, pero… ¡Oh, vaya, aquí viene!

Se volvió hacia la puerta.

—Mr. Winters, su esposa quiere hablar con usted.

—¡Espléndido! —dijo Christopher Winters—. Una manera excelente de empezar el día.

Cogió el receptor y antes de hablar se vio dominado por un fuerte acceso de tos. En su oído, la voz de su mujer sonó, reprobadora:

—¡Cariño, parece que estás peor!

—No, al contrario, estoy muy mejorado.

—¿Adónde piensas ir? ¿No puedes quedarte en casa?

—Imposible. Berman vendrá después del desayuno y en seguida saldremos hacia la central de campaña.

—¿Te ha visto el médico?

—Anoche.

—No te olvides de llamarme, cariño. A las siete estaré de vuelta en el hotel. Y si no te has portado bien tomaré el primer avión y me presentaré en casa.

—No te preocupes.

—¡Chris!

—¿Qué cariño?

—¿Estás seguro de que sabes todo lo que te quiero?

—¿Acaso no me lo has dicho?

—Eso intento hacer a diario.

—Entonces, lo sé. Porque, además, sé lo mucho que te quiero yo.

—Me gusta que me lo digas al empezar el día.

—¡Tonta!

Chris colgó para que su mujer no oyera su nuevo acceso de tos. A pesar de lo que había dicho a su mujer, se encontraba muy mal. Por esto, contra su costumbre, no se había vestido antes de desayunar. En vez de hacerlo, después de afeitarse y de tomar una ducha, se había puesto el viejo batín de lana. Al dejar el teléfono, se sentó a la mesa y bebió un gran vaso de zumo de naranja. Cuando el ácido líquido pasó por su inflamada garganta, hizo una mueca.

—Café, Greta —pidió.

—Ahora mismo. No cabe duda de que tiene usted una gripe, Mr. Winters…

—No estoy peor que ayer. ¿Ha llegado el correo?

—Iré a ver.

La mujer llenó la taza de Chris con el humeante café que había en la cafetera de plata y se dirigió a la puerta principal. Chris recibía la mayor parte de la correspondencia en su despacho, pero aquel día, entre las cartas dirigidas a Mrs. Christopher Winters II, había una para él. Era un sobre muy delgado y llevaba sello extranjero. Greta dejó el correo encima de la mesa.

—Aquí tiene, Mr. Winters. Hay una carta para usted. ¿Le importaría guardarme el sello? ¿De dónde es?

Él miró el sobre grisáceo.

—De Corea.

—¿Corea? ¿Conoce usted a alguien allí?

—A casi nadie. Pero estuve en el país hace unos doce años, cuando la guerra.

—¡Es verdad! Y ahora tal vez le gustaría vivir allí, ¿no, Mr. Winters?

—No… Bueno, sí y no. Me alegré de volver a casa.

—En aquella época, ¿estaban ya casados usted y la señora?

—Sí, hacía tres días.

Hizo una pausa y preguntó:

—¿Y mis huevos fritos con tocino?

—¡Ah, sí!

La mujer se encaminó rápidamente a la cocina, mientras Chris examinaba el sobre con detenimiento. En el ángulo superior izquierdo había un nombre coreano. Kim… Kim, ¿qué? En algún punto del trayecto seguido por la carta el agua había emborronado el resto del nombre. Chris abrió el sobre con el cuchillo de la mantequilla, sacó una fina hoja de papel de arroz y la desdobló. Las palabras estaban toscamente escritas, pero en inglés. Leyó el encabezamiento:

Querido Papá Americano…

La siguiente línea era clara.

Mi madre dice no te escriba nunca.

Comprendió en el acto. Dejó la carta sobre la mesa y la cubrió con el resto del correo. Greta volvía ya con el tocino y los huevos fritos.

—Gracias, Greta.

La mujer salió de la habitación y él se quedó solo otra vez. Tenía que mantenerse sereno. No volvió a coger la carta. Comenzó a comer lentamente con movimientos deliberados. Aquello era, desde luego, muy posible. Cuando él había zarpado hacia América, el niño tenía sólo un mes. Chris hizo cuanto estuvo en su mano por quedarse. Esto, al menos, era evidente.

—No llores, Soonya. ¡No llores, pequeña!

Podía escuchar su propia voz, joven y angustiada, a través de los años hasta llegar al tranquilo comedor de su bello hogar, donde él y Laura habían sido felices a pesar de no tener hijos. ¿Habían sido felices? Lo eran ahora y lo serían siempre. Pero la habitación se desvaneció y lo que él había supuesto definitivamente enterrado se materializó en una monstruosa realidad. ¡Parecía increíble que hubiera sido tan insensato a los veinticuatro años…! Incluso a esta edad, y aun haciendo todas las concesiones posibles a la conmoción que implicaba el brusco traslado de un mundo a otro, debió haberse comportado con más cordura. Chris había nacido allí, en Filadelfia, como su padre y su abuelo, en aquella elegante y vieja mansión situada junto a Rittenhouse Square. Todo en su vida había sido seguridad, sin que nada le preparase para el repentino cambio de ambiente que supuso verse de pronto en la viejísima Asia. Los acontecimientos se precipitaron de tal modo que no le dejaron siquiera tiempo de meditar: seis meses de entrenamiento básico y en seguida su batallón recibió orden de intervenir en las últimas y enconadas batallas que se desarrollaban en Corea.

Sin embargo, tuvo suerte. Entró en la lucha poco antes del desenlace y cuando llegó el armisticio él dispuso de tiempo. Tiempo para sentir la soledad y añoranza. Escribió a Laura y Laura le contestó, pero las cartas no fueron una ayuda. Estaban desesperadamente enamorados, desde luego. No obstante, Chris, que no sabía cuándo iba a poder regresar, no logró explicarle a su esposa los detalles de su extraña vida, ni ella pudo, desde tan lejos, imaginarla siquiera. El recuerdo de su breve matrimonio se disolvió en miedo, el mismo miedo que Chris había experimentado antes de la boda. ¿Miedo al matrimonio, o a la misma Laura? No lo sabía. Estaban casados, pero hubo momentos, cuando yacía sobre el barro, con el fusil preparado y los nervios en tensión, alerta contra el fantasma de la muerte, en que llegó a preguntarse si aquella boda se había celebrado, si habían existido en realidad aquella bella ceremonia en el dorado mediodía y los tres días que precedieron a su marcha. Todo se difuminó, todo menos las grises y torvas montañas de Corea, el húmedo frío de un invierno inacabable y la desolación de después de la guerra. Se dijo una y otra vez que debía alegrarse de seguir estando vivo, pero no estaba alegre. En medio de la terrible pobreza de un pueblo destrozado y de unos niños sin padres, aquellos jóvenes norteamericanos, entre los cuales él era uno más, se sentían afligidos, rodeados de miseria, y no podían huir. El final de la guerra les había privado incluso del alivio que la acción representaba. Al fin, desalentado, siguió el comportamiento de los demás.

—Vente con nosotros, muchacho —le recomendaban insistentemente sus compañeros—. Nos vas a quedarte toda la noche solo en el barracón. ¿Qué esperas? Sólo tratamos de distraernos un poco. Nos vamos a la ciudad.

Al principio, la cosa había sido inocente. La sala de baile era un cobertizo instalado entre los edificios destruidos de Seúl; unas bombillas desnudas que colgaban del techo, unos bancos alineados contra las paredes, un piano desafinado que desgranaba ritmos de rock-and-roll. Todos bailaban. Acompañando a cada soldado, una esbelta muchacha coreana. La mayor parte de ellas llevaban ligeros trajes occidentales, pero unas cuantas lucían las amplias faldas y los breves corpiños tradicionales de su país. Aquella noche, Chris se dejó caer en un banco, diciéndose que únicamente se proponía hacer de mirón. La última vez que había bailado había sido durante su luna de miel. Laura, su pareja, estaba en sus brazos, y los cuerpos de los dos se encontraban más juntos de lo que nunca habían estado.

¡Qué grande era su ingenuidad el día que se despidió de Laura! Inmediatamente fue arrojado al mundo de las escaramuzas y las batallas y trepó por las empinadas montañas de Corea para luchar cuerpo a cuerpo contra un enemigo que disparaba contra él desde las rocas y los arbustos. En seguida se convirtió en un experto en muerte y en peligros mientras que del amor únicamente le quedaba el recuerdo.

Estaba sentado en la sala de baile, solitario y perdido. Tom Sullivan, su camarada, se le acercó. Tom, a cuyo lado había combatido y al que había salvado la vida en una ocasión, al recogerlo herido y bajar con él a cuestas una montaña. La sangre resbalaba sobre los dos amigos hasta el punto de que, cuando llegaron al cobertizo de la base, el médico no pudo distinguir con precisión quién era el herido.

—Levántate, hombre —le dijo—. Te he encontrado una chica. Soonya, te presento a Chris. Chris, te presento a Soonya.

Tom se alejó con su pareja, una muchacha de rostro cuadrado, vestida con un ceñido traje rojo. Christopher se consideró obligado a ponerse de pie, consciente de su torpeza y dominado por la timidez.

—¿Bailas? —murmuró.

Soonya le dirigió una sonrisa. Una sonrisa dulce y asustada. Chris, a disgusto, la cogió entre sus brazos. La muchacha llevaba una falda de brocado, larga y amplia, a la moda coreana, y un reducido corpiño de seda blanca. Al cabo de unos minutos, el hombre se dio cuenta de que ella no sabía bailar. Soonya no era alta y estaba delgada, aunque no demacrada, como era normal en aquellos días. Resultaba bonita. Pocas de sus compañeras lo eran realmente, como ya había notado Chris. Las facciones de Soonya eran delicadas, la piel de un blanco nacarino y los ojos oscuros y grandes bajo unas finas cejas castañas. Las pequeñas manos parecían no tener huesos. Sí, incluso ahora, después de muchos años, Chris recordaba aquellas manos, suaves como las de un niño. La derecha en la izquierda de él, mientras bailaban, y, más adelante, las dos de la muchacha en la suya. Soonya hablaba muy poco inglés. Quizá fuera esto lo que había provocado tan rápidamente las caricias. Era necesario comunicarse y carecían de idioma.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Chris.

Era inútil intentar seguir bailando. Soonya carecía del sentido del ritmo o al menos del sentido del ritmo occidental. Después, le parecía que había sido mucho después, aunque quizá sólo se tratara de unos días, Chris averiguó que Soonya adoraba la música. Cantó para él, suaves y ondulantes melodías mientras sus dedos acariciaban las cuerdas de un laúd.

—¿Años? —había repetido Soonya en la sala de baile—. ¡Ah, sí!

Le mostró diez dedos y después ocho. Tenía, pues, dieciocho años contra los veinticuatro de él.

—¿Y tú? —quiso saber Soonya.

Chris levantó el número apropiado de dedos y por primera vez rieron juntos. Chris la invitó a una botella de «Coca-Cola», y el picor en la nariz la cogió desprevenida. Entonces, ¿ella no había estado nunca en aquel baile? Chris no logró hacerse entender. De improviso, Tom llegó junto a ellos y se dejó caer en el banco para descansar unos momentos. Hacía calor y el ambiente estaba cargado de olor a kimchee.

—Esta es Dolly —anunció Sullivan, señalando con el pulgar a su pareja—. No se llama así, pero, como soy incapaz de pronunciar su nombre le he puesto Dolly.

—¡Verdad, verdad! —asintió la muchacha mostrando todos sus dientes en una amplia sonrisa.

—Baila maravillosamente —prosiguió Tom—. Gracias a mí, claro, porque, al principio, era un verdadero pato. ¿Verdad, preciosa?

—¡Verdad, verdad! —volvió a decir Dolly riendo.

—Es muy alegre, ¿no te parece? A mí esto me gusta. También Soonya se irá animando a medida que aprenda inglés. Es la primera vez. ¿No es así, Dolly?

—Vino ayer de pequeño pueblo —contestó la compañera de Tom.

La pareja volvió a marcharse y Chris se quedó solo otra vez con Soonya. Lo que de ella le interesó entonces es que no fuera como las otras. Tímida, había eludido el primer toque accidental de su mano…

Permanecieron sentados en silencio. Él contemplaba a los que bailaban, consciente en todo momento de la pequeña y silenciosa figura que tenía a su lado, pero decidido a no mirarla mientras no hubiese vencido su propia indecisión. ¿Sería cierto que lo que uno hacía en Asia carecía de importancia en América? ¿No afectaría al menos al individuo mismo? ¿Podía Tom, por ejemplo, que también se había casado poco antes de salir de Centerville, Nebraska, volver al lado de su mujer siendo igual que había sido antes de hacer vida en una cabaña, en un hooch, como se decía allí, con Dolly?

—¿Qué más da, si nadie se entera? —había dicho Tom—. Ya sabes aquello de «el Este es el Este y el Oeste es el Oeste». Dolly está enterada de que entre nosotros no puede haber nada serio porque estoy casado. Ella no lo ignora.

El polvo y el calor se habían hecho insoportables. Chris miró a Soonya. Ella lo estaba esperando y volvió a sonreírle. El hombre se levantó, preguntándose qué hacer con la joven. Tom y Dolly, estrechamente enlazados, pasaron muy cerca de ellos bailando.

—¿Adónde vas? —quiso saber Tom.

—A cualquier sitio —repuso Chris—. Aquí se asfixia uno.

—Vamos al hooch —intervino Dolly—. Haré comida.

Chris vaciló. En realidad no había nada malo en ir un rato al hooch de Tom. Desde luego, no se quedaría.

—Ha llegado Mr. Berman, Mr. Winters.

La voz de Greta le devolvió bruscamente a Filadelfia. Chris escondió más la carta con sello extranjero bajo el montón de sobres.

—Hágale pasar, Greta.

Bebió el café y cuando dejó la taza vacía sobre la mesa una recia figura apareció en el umbral de la puerta.

—¿Cómo se encuentra esta mañana el futuro gobernador de nuestro magnífico Estado? —preguntó Berman.

—Siéntate, Joe —invitó Christopher—. Greta, otra taza de café.

—Gracias.

La voz de Berman, ronca, entusiasta, llenaba la habitación. Sin dejar de hablar sacó de su cartera un montón de papeles.

—¿Sabes lo que es esto? ¡Encuestas! ¡Vas ganando de calle! ¡Tienes a toda la opinión pública contigo, con el honorable Christopher Winters, distinguido abogado de nuestra espléndida ciudad!

—¡Por el amor de Dios, Joe, déjate de fantasías!

—No son fantasías. Es la verdad. Hemos efectuado una encuesta privada en los cines, en los supermercados y en otros sitios por el estilo. Tienes una auténtica masa de seguidores. No cabe duda. Has conquistado la ciudad, y ahora el Estado. Te quieren porque eres un hombre con ideales… ¡Todo lo que ellos desean! ¡Nos llevaremos el gato al agua, gobernador Winters! Suena bien, ¿verdad? La gente está contigo. ¡Pero, anímate! ¿No te gustan estas noticias?

Un acceso de tos impidió a Chris contestar. Berman se apresuró a demostrar su interés.

—¡Menudo catarro tienes! Cuídate, muchacho.

—Ya me cuido. Hace un momento le he prometido a mi mujer que no saldría de casa.

Joe Berman hizo un gesto de disgusto.

—¿Y qué hago yo entonces con las de la delegación de los clubs femeninos? Acudirán a la central a las once de esta mañana.

Christopher Winters exhaló un suspiro.

—Lo había olvidado. Muy bien, iré.

—Pero no me eches la culpa. A tu mujer la temo…

—No digas tonterías.

—Bueno, no quiero decir que no la encuentre encantadora. Es muy guapa y elegante, perfecta para esposa de un gobernador. ¿Te das cuenta de adónde te llevará esto, Chris? ¡De gobernador, a la Casa Blanca!

—Ya veremos. Ahora, ¿quieres dejarme? Acércate a la central y diles que dentro de una hora estaré allí.

—De acuerdo, muchacho.

Después de la salida de Berman, el comedor quedó en silencio. Christopher sacó el sobre grisáceo de entre las otras cartas y se lo guardó en el bolsillo del batín. Un momento después, entró Greta con más café.

—¿Querrá dejar el correo sobre el escritorio de mi estudio, Greta? —le pidió él—. Me llevaré el café al cuarto.

—Supongo que no irá usted a salir, Mr. Winters…

—¡Claro que sí!

—Mrs. Winters me ordenó que no le dejara. ¿Qué dirá cuando vuelva esta noche?

Chris, guiñó un ojo.

—Dígale que se vio obligada a cumplir mis órdenes. ¡Obedezca o la despido!

—Sí, señor —murmuró Greta riendo entre dientes—. Pero no debiera salir. Su esposa tiene toda la razón del mundo.

Una vez arriba, en su cuarto, Chris sacó la carta del bolsillo. ¿Debía leerla ya y atormentarse durante todo el día? Sin embargo, lo importante no era si debía o no leerla, sino cómo decírselo a Laura… si es que debía decírselo. Aquel era el auténtico problema. ¿Tenía ella que enterarse? ¿Tenía él la obligación de contárselo? Volvía a dolerle la cabeza y tuvo otro interminable ataque de tos. La habitación giró en torno a él. Hizo mal diciéndole a Berman que iba a ir a las oficinas de la central, Laura tenía razón, lo mismo que el médico. Tenía que acostarse.

Se echó en la cama y tendió la mano hacia el teléfono de la mesita de noche.

—¿Cómo estás, cariño?

Le despertó Ja clara voz de Laura y el contacto de su fresca mano sobre la frente. Abrió los ojos, ofuscado aún por el sueño.

—Greta me ha dicho que al subir se encontró con que habías vuelto a acostarte. Has pasado todo el día durmiendo. Esta mañana, cuando hemos hablado por teléfono, me ha parecido que estabas tan mal que me he apresurado a dejar a mis farmacólogos y volver a casa.

—Me encuentro fatal.

Chris intentó no parecer que se compadecía, pero se dio cuenta de que no le era posible. Volviéndose de espaldas, se desperezó y se alisó los cabellos.

—Ha sido de repente —prosiguió—. A la hora del desayuno, cuando vino Berman, creí sentirme bien. Luego, cuando subí la escalera, me encontré de pronto con que… bueno, con que no podía dar ni un paso.

—Es lo que sucede con la gripe.

Laura se inclinó para darle un beso. Él se apartó.

—No. Puedo contagiarte.

—¡Bah! No digas tonterías. Yo no me pongo enferma nunca.

Le cogió la cabeza entre las manos y le besó en la boca. Él se echó a reír, reconfortado a pesar suyo.

—La perseverancia es una de tus características más irritantes.

Laura pareció repentinamente preocupada.

—¿En serio, Chris? A veces, me lo he preguntado. Sin embargo, lo cierto es que nunca me constipo. He estado tan irritantemente sana… Cuando éramos niños, mis dos hermanos se ponían enfermos. Yo, nunca. Eso hacía que me detestaran.

Él se sintió mejor.

—Ahora me toca a mí decirlo… ¡Tonterías!

Se incorporó y estrechando a Laura contra su pecho la besó en el cuello. ¡Claro que podía decírselo! Desde luego, se amaban lo suficiente como para que él se lo contase todo. ¿Dónde había guardado la carta? ¡Ah, sí, en el bolsillo del batín! Pero… ¿y el batín? Estaba donde él lo había dejado, sobre el respaldo de una silla. ¿Y si Laura…?

—Alcánzame el batín, cielo —pidió—. Voy a levantarme. Ahora que estás en casa me siento mucho mejor.

—No creo que debas…

—No te preocupes. Dame el batín, ¿quieres?

¿Notó ella la tensión que había en su voz? Laura se levantó obediente y le alcanzó la prenda. Chris se la echó sobre los hombros. Bajo las sábanas, tanteó los bolsillos. Sí, la carta seguía allí. Naturalmente que tendría que enseñársela a Laura. Pero tal vez sería mejor leerla él antes. ¿Por qué se le habría ocurrido acostarse y dormir horas y horas sin haberla leído? ¿Y si Greta hubiera entrado a arreglar el cuarto y al colgar sus cosas se hubiese caído el sobre del bolsillo?

La mano de Laura volvió a posarse sobre su frente.

—Tienes fiebre. Voy a llamar al médico.

El alivio lo había vuelto dócil.

—Te diré lo que haremos. Tú me tomas la temperatura. Si tengo fiebre, decides tú. De lo contrario, decido yo. ¿De acuerdo?

Laura se echó a reír.

—Eres un gran político. Siempre lo he sabido.

Se levantó y fue al botiquín del cuarto de baño. Su voz se hizo casi inaudible. Chris volvió a escucharla cuando entró otra vez en el dormitorio sacudiendo el termómetro para mirarlo en seguida al trasluz.

—Hoy me hubiera venido bien tener un poco de tu espíritu competitivo.

—Cuéntame —murmuró Chris.

Mientras guardaba el forzado silencio a que le condenaba el hecho de tener el termómetro en la boca, ella habló con rapidez

—Ya sabes que no acabo de sentirme satisfecha del último tercio del libro. Wilton está demasiado seguro de sus conclusiones. No puedo admitir que hayamos llegado a ninguna conclusión definitiva acerca de esas drogas sacadas de la llora marina. Antes que escritora, soy científico, y no me es posible creer que alguien pueda afirmar algo sobre el tejido cerebral humano basándose en experiencias realizadas con tejido cerebral de animales.

—¿Acaso no somos todos animales? —masculló él sin quitarse el termómetro.

Laura lo miró con cariñosa severidad.

—¿Ya empiezas? ¿Quieres dejarme hablar? ¡Para una vez que puedo!

Chris abrió mucho los ojos con expresión de burlona sorpresa. Ella, echándose a reír, insistió:

—¡Tengo razón-razón-razón! Eres dos veces más charlatán que yo, y lo sabes. ¡Siempre dices lo justo, bandido! ¡Y este es otro de los motivos de que te quiera tanto! Oh, Chris…

Laura tenía la cabeza sobre el pecho de su marido, que le acarició el cabello, su bonito cabello rojo dorado.

—¡Te quiero tanto! —repitió—. Te quiero tanto que el hablar de ello me hace daño… Oigo latir tu corazón debajo de mi mejilla. ¿Por qué late tan de prisa? Tienes arritmia, Chris… ¿Te encuentras peor? ¿Me ocultas algo?

Laura levantó la cabeza. Bajo las largas pestañas, sus ojos, oscuros y cálidos, escrutaban el rostro del hombre. Chris se alegró de tener el termómetro en la boca. Esto le evitaba contestar. Ella se lo quitó, olvidando su pregunta. Pero… ¿cómo había adivinado que tenía algo que decir? Naturalmente, Laura no…

—¡Pero si tienes fiebre! ¡Casi treinta y ocho! Decididamente, no puedes levantarte… Cenaré aquí, contigo.

Él se incorporó bruscamente.

—Detesto comer en la cama. Treinta y ocho grados no son nada, encanto. Y en este cuarto hace calor. Hagamos un trato, me doy una ducha rápida, me pongo un pijama limpio y mi batín de terciopelo y cenamos abajo. Deseo oírlo todo. Deseo contártelo todo. Berman dice que en la central las cosas van muy bien. Han hecho una especie de encuesta… Quiero explicártelo. Berman no tardará en llamar.

—Según Greta, ha llamado ya una docena de veces. Estaba dispuesto a venir esta noche, pero le he dicho que ya veríamos.

—Perfecto. Sin embargo, me siento mucho mejor y quiero verle. Las cosas se están amontonando. Las próximas semanas van a ser decisivas.

Laura se levantó, dócilmente, como siempre que se daba cuenta de que su marido había tomado una decisión. Aquello era algo que Chris debía reconocer. En su casa mandaba él, y su esposa deseaba que fuera así. Chris sustentaba la teoría de que una mujer fuerte necesitaba un hombre fuerte. Por otra parte, no deseaba a una mujer débil. En todo momento tuvo consciencia de que Berman, por ejemplo…

—Un centavo por tus pensamientos —bromeó Laura.

Chris salió de su abstracción.

—¿Cómo? ¡Oh, nada! Pensaba en Berman. Desconfío de él, aun contra mi voluntad. No sé si debo convertirle en director de mi campaña.

—Berman besaría el suelo que pisas.

—Pero su mujer…

Laura se echó a reír y volvió a sentarse en el borde de la cama, junto a su marido.

—¿Su mujer? ¿Qué tiene que ver ella?

Chris se unió a la risa de su esposa.

—Parece una tontería, ¿verdad? Pero…

—Es una estúpida, si es eso lo que quieres decir.

—Exactamente. El hecho de que Berman se casara con una estúpida, ¿no demuestra que en él existe algún tipo de debilidad? Le da órdenes como a una criada. Hace eso porque necesita hacerlo, ¿no?

—¿Vas a juzgar a un hombre por la mujer que escogió para casarse?

—¡Naturalmente! Yo estoy convencido de que la mayor prueba de mi hombría está en el hecho de mi matrimonio contigo.

—Oh, Chris, realmente…

—Hablo en serio. Tú eres fabulosa, Laura. Pero también… Bueno, hace falta valor para casarse con una mujer como tú.

Sorprendido, vio que a Laura comenzaba a temblarle el labio inferior. Reconoció aquella señal. Ella no lloraba fácilmente, pero podía sentirse herida fácil e inexplicablemente.

—¡Vamos, vamos! —se apresuró a exclamar cogiéndole una mano—. Me he expresado mal. Lo que quería decir es que me siento muy orgulloso de tener una esposa como tú. Para hacer pareja contigo hace falta ser un verdadero hombre, ¿no? ¿No te sientes orgullosa de ti misma? Nunca te hubieras unido a un hombrecillo, ¿verdad? ¡Claro que no! Nos medimos el uno por el otro, ¿no es así? Estamos bien emparejados. No me siento ni un dedo por debajo de ti. Incluso pienso que soy suficiente para ti. ¿Te parece que esto es desprecio?

Ella estaba ya en sus brazos, riendo y llorando al mismo tiempo.

—¡Oh, Chris, me convencerías de lo que quisieras! ¡Contigo, yo tan feliz…! Sin embargo, tengo miedo. No puedo evitarlo, me es imposible. El cerebro no tiene nada que ver con el sexo, ¿verdad? Aceptamos lo que somos porque no tenemos más remedio.

Suave pero repentinamente, Laura se apartó de Chris. Él sabía en qué pensaba su esposa. Durante los tiempos en que aún creían poder tener descendencia, cuando ni siquiera se les había ocurrido imaginar que no iba a ser así, habían hablado de sus futuros hijos, de los espléndidos niños en los que se mezclarían el grave atractivo de Chris y la dorada belleza de Laura, y cuyos cerebros serían una combinación de los dos. Unos hijos que aún no habían nacido y que nunca nacerían. Chris y Laura, como hombre y mujer, formaban una unidad tan perfecta que resultaba increíble que en sus cuerpos físicos hubiera una profunda incompatibilidad. Se habían dicho el uno al otro que no abandonarían la esperanza, pero Chris notaba que en el transcurso de los años la esperanza iba desvaneciéndose cada vez más. Y un día habían dejado de hablar de sus hijos. No obstante, cuando Laura se soltó de su abrazo, Chris comprendió en qué pensaba. En cuanto a él, sus pensamientos se concentraban en la carta que guardaba en el bolsillo. De pronto, pensó que era padre de un niño. Por consiguiente, la causa de la esterilidad de su matrimonio no se encontraba en él.

Rechazó el monstruoso pensamiento. Laura estaba limpia de culpa. Cuando se casaron, su cuerpo era inocente, y continuaba siéndolo. No, nunca sabría… ¿No resultaría cruel decírselo? ¿Herirla hasta aquel extremo?

—Estaré dispuesto en unos minutos —dijo Chris.

—Yo también voy a cambiar de ropa —replicó Laura dirigiéndose a su habitación.

En el cuarto de baño, mientras se duchaba y se afeitaba, Chris recapacitó. ¿Debía, por el bien de Laura, mantener para siempre en secreto la existencia de aquel hijo? La carta seguía allí, en el bolsillo de su batín, que él había dejado en el colgador de la puerta. Tal vez debiera destruirla. No, no podía tomar tan rápidamente la decisión de si decírselo o no a su esposa. Si se lo decía, Laura querría ver la carta. Por otra parte, ¿es que él no debía contestar a su hijo? Chris, después de secarse cuidadosamente, se envolvió en una toalla y sacó la carta.

Soonya había hecho prometer al niño que nunca le diría a su padre que había nacido. Chris evocó aquellos hechos con una profunda ternura. No, no había olvidado a Soonya. La muchacha permaneció siempre en algún lugar de su ser, como una cálida presencia que no podía competir con su amor por Laura, pero que seguía siendo una presencia. Pero… ¿por qué el niño había desobedecido a su madre? Chris desdobló la carta y leyó la siguiente frase.

Ahora, no puedo ir a buena escuela.

¿Escuela? La última vez que Chris vio a su hijo, el chiquillo tenía un mes. Nació en otoño, y, con un estremecimiento de angustia, Chris pensó que había sido el resultado del invierno, gris y frío. En el pequeño hooch, entre las delgadas paredes, el único abrigo estaba bajo las mantas. Aquel gélido viento que, procedente de las blancas extensiones de Siberia, pasaba sobre las ásperas cumbres de las montañas septentrionales, atravesaba la piedra y la tierra, los huesos y la carne. Durante aquellos lejanos días, el único abrigo que él tuvo fue el cuerpo de Soonya junto al suyo. Un abrigo primitivo, que entonces le pareció necesario para no perder la cordura. ¿Podría explicarle aquello a Laura? ¿Podría ella comprenderlo? ¿Podría alguna mujer? Ahora, transcurridos los años, incluso a él le costaba entenderlo. Sin embargo, recordaba. ¡Y el niño! ¡Qué consternación le produjo enterarse de que iba a nacer! No tuvo valor para demostrarle a Soonya su disgusto. La ilusión de la muchacha lo conmovió e hizo que disimulara sus verdaderos sentimientos con una falsa alegría. Esto también lo recordaba.

Cuando Soonya le comunicó la noticia era ya primavera, una primavera que siguió a un invierno atrozmente helado. Un agradable día de abril. Bajo el sol se estaba bien, pero en la sombra hacía aún mucho frío. Se habían llevado la comida en una pequeña caja de madera. Arroz frío y kimchee, Chris, además, se metió dos naranjas en los bolsillos. Subieron a la montaña próxima a la ciudad. El viento persistente que soplaba en la ladera hizo que buscaran entre las rocas un refugio donde el sol les calentase. Chris encontró el lugar adecuado y se instalaron en él. Se sentaron muy juntos, sobre la hierba muerta del invierno. Él sacó unas tabletas de chocolate. A la muchacha le entusiasmaba el chocolate y Chris se había pasado por el PX[1] para comprarle unas cuantas. A Soonya la conciencia le impidió comérselas en seguida.

—No —dijo—. Primero, el arroz. Después, el dulce.

La muchacha tenía un estricto sentido del deber que aplicaba de las formas más insólitas. Así, podía privarse de una golosina hasta que llegara el momento adecuado de comerla. En cambio, se ofrecía en todo instante a Chris. Fuese de día o de noche, si estaban solos, se doblegaba alegremente a los deseos del hombre. Disfrutaba con su amor… No, no era amor, no podía serlo y, sin embargo, ¿quién se siente capaz de definir las múltiples facetas del amor? Chris tuvo que reconocer que había amado a Soonya, no de la misma manera que amaba ahora a Laura, de un modo absoluto, con la mente y el corazón, pero la había amado. Y como su primera experiencia del amor físico franco y sin inhibiciones había sido con Soonya, después tuvo que acostumbrarse a amar a Laura. Porque, cuando regresó, Christopher dio por hecho que, cuando estuviesen solos, también Laura, siendo mujer, respondería fácil e inmediatamente a sus repentinos deseos, fuera la hora que fuese. Al no reaccionar ella así, él se sintió, al principio, irritado y más tarde herido. Al fin, porque se daba cuenta de que no podía vivir sin ella, admitió que lo que Laura le ofrecía cuando se sentía en disposición de dar era infinitamente mejor, más profundo y significativo que la simple accesibilidad de Soonya, por generosa que hubiera resultado. Y es que Soonya lo mimaba, mientras que Laura, amándole con pleno respeto, no podía ni debía hacerlo.

—Así debe ser, por tu bien y por el mío —le había dicho su esposa.

En los días de Corea, cuando no trataba a otra mujer que a Soonya, Chris era demasiado joven para comprender la plenitud del amor entre un hombre y una mujer que forman una auténtica pareja. Todo había sido tabletas de chocolate y dulzura entre las comidas. Aquel día, en la montaña, Soonya había cedido en todo excepto en lo del chocolate. Habían comido el arroz frío y el kimchee, y más tarde, mientras ingerían el chocolate, la muchacha cogió las manos del hombre y se las puso sobre su estómago desnudo. Al mediodía, allí arriba, entre las rocas, el calor era estival y Soonya, a petición de Chris, se había soltado el corpiño y luego la blusa, riéndose de él mientras lo hacía.

—Eres un hombre ardiente —comentó, mientras apoyaba la mano del joven sobre su vientre—. Tu hijo.

Sólo dos palabras, pero que a Chris le causaron un escalofrío de terror. Se le quedó seca la boca. Los oídos le zumbaron. Abrió los labios para protestar y entonces vio el rostro de la muchacha iluminado por la alegría. Él, naturalmente, sabía que Soonya estaba convencida de que aquello significaba matrimonio. Era en lo único que pensaban aquellas chicas, incluso Dolly, si no con Tom, con cualquier otro. Lo que ocurría era que Soonya le había parecido diferente. ¡Vaya con la diferencia! No obstante, no tuvo valor para protestar. Sólo pudo fingir.

—Es… es magnífico —murmuró, presa del pánico.

¿Por qué había tenido tanto miedo? ¿Se sienten todos los hombres asustados por su propia capacidad de reproducción? La idea de tener un hijo ni siquiera le había pasado por la cabeza. Había creído que Soonya tomaba medidas preventivas. En su ingenuidad, no se le ocurrió que ella pudiese permitir que le fuera engendrado un hijo. Sólo consideró el placer que ella le proporcionaba, su habilidad para ayudarle a olvidar donde estaba y también con quién estaba.

—¿Verdad que es magnífico? —dijo la joven acercándosele cariñosamente.

Pero a Chris no le fue posible seguir acariciándola. Cuando ella advirtió aquella asombrosa frialdad lo miró, perpleja.

—¿Tú enfermo? —preguntó con ternura.

—Estoy cogiendo frío —fue la respuesta—. Será mejor que nos vayamos.

En realidad, el sol se había ocultado tras unas grandes nubes grises que se alzaban sobre los valles. Soonya se vistió y, asida a la mano de su compañero, le siguió en el descenso de la montaña. Chris no entró en el pequeño hooch de la joven. La besó en la mejilla y la dejó sin decir una palabra. Cuando se volvió para mirarla, ella estaba en el umbral de la cabaña, observándolo. Una expresión de triste perplejidad se extendía por su adorable rostro. Chris no fue a visitarla hasta pasados cinco días. Entonces, incapaz de soportar su aislamiento, aceptó el hecho de su paternidad. Al cabo de unos meses, cuando el niño había ya nacido, Chris se enteró de que debía volver a su país. Enfrentado a la elección de regresar o alistarse de nuevo, se decidió por lo primero.

Se lo anunció a Soonya, que se aferró a él, gimiendo. El niño, dejado repentinamente sobre la esterilla de tatami, lloró con ella.

—Debo marcharme, Soonya —dijo Chris—. He de pensar en mis padres.

No podía decir «mi esposa». No le había confesado a la muchacha que estaba casado.

—Sí, sí, tus padres primero. ¿Volverás?

—Lo intentaré —prometió él, lamentando que sus palabras fuesen mentira.

Porque, desde luego, no volvería nunca.

Ni siquiera ahora, después de tantos años, podía Chris soportar el recuerdo de aquel adiós. Había mirado por última vez al niño, una pequeña y solemne criatura cuyo extraño rostro era oriental y, al mismo tiempo, no acababa de serlo. Le pareció que el pequeño sostenía su mirada y le reconocía, aunque, claro, aquello sólo fue producto de su imaginación. Sin duda, fue la única vez en que Chris experimentó una levísima sensación de parentesco con el chiquillo.

—¿Bonito? —preguntó orgullosamente Soonya, entre lágrimas.

—¡Claro que sí! Siendo tuyo, tiene que serlo.

Por fin, Chris se desprendió de los brazos de la muchacha, que le rodeaban el cuello. Soonya cayó al suelo, llorando. Él no se atrevió a ayudarla a levantarse. Salió corriendo del hooch. El nudo que se le había formado en la garganta le impedía hablar.

¡Y ahora el niño le escribía llamándole «Mi papá americano»!

Llamaron a la puerta.

—¿Estás bien, Chris?

Era Laura. Él guardó la carta y contestó:

—Ahora voy.

Se puso el batín de terciopelo y abrió la puerta. Explicó a su mujer que, mientras ella se bañaba y se cambiaba de ropa, a él se le había ido el santo al cielo, perdido en sus propios pensamientos.

—¡Estás preciosa! —añadió.

—Llevo el vestido de siempre —replicó Laura, turbada.

No había logrado acostumbrarse a las alabanzas de su marido.

—Ya sabes que es uno de los que más me gustan —le recordó Chris.

Era un traje de chiffon negro, de amplias mangas recogidas en los puños y un generoso escote. El cutis de la mujer era perfecto. El único defecto de Laura era su excesiva delgadez. Sus huesos, aunque delicados, se veían demasiado. De pronto, surgió de entre las sombras el recuerdo de Soonya. La muchachea tenía también una constitución muy delicada, un esqueleto muy menudo y, si bien no era tan alta como Laura, sus huesos estaban cubiertos por una carne suave y turgente. Chris rechazó con firmeza la evocación.

—Casi he terminado —comunicó mientras revolvía un cajón en busca de un pañuelo.

—Iré a ver si está la cena —dijo Laura.

Chris oyó sus pisadas en la escalera, y se sentó un momento, presa de una repentina debilidad. En medio de una acalorada campaña política, aquel asunto le había producido el efecto de un mazazo. No quería tomárselo demasiado en serio. Lo mejor sería olvidar la carta. El muchacho pensaría que no la había recibido. No, no podía hacer aquello. Se trataba de su hijo. Si Soonya hubiera sido como las demás, si le hubiera dicho al chico que escribiera, que se convirtiese en un pedigüeño, Chris podría haberse desentendido. No, aun en este caso el hijo era suyo. Debía de haber algún tipo de responsabilidad, moral, claro, no legal. Incluso había oído decir que en los países asiáticos el padre era siempre responsable de los hijos. Sí, sabía aquello desde hacía tiempo y lo había olvidado. ¿Voluntariamente? No. Su olvido había sido inconsciente ya que su propósito nunca fue…

Sonó una nueva llamada a la puerta. Chris volvió la cabeza.

—¿Qué?

—Soy yo, Mr. Winters…, Greta. La cena está servida. La señora le espera. Ha encendido las velas y todo.

—Ahora bajo.

Cinco minutos más tarde se encontraba preparado. La carta…, ¿qué hacer con ella? En su cartera estaría más segura que en el bolsillo de un batín.

Bajó al piso inferior. Laura se hallaba junto a la chimenea en la que ardían unos leños. Con el fuego iluminándole el rostro y el brillante cabello, era una hermosa imagen que Chris captó al pasar frente a las abiertas puertas del comedor.

—Ahora vuelvo —dijo el hombre deteniéndose un momento—. Voy al despacho a echar un vistazo a unas cosas.

Entró en el estudio y allí, a solas, metió el sobre gris entre los otros papeles de su cartera de mano y la cerró. La llave la guardó en el bolsillo interior de su abrigo, que colgaba en el armario. Más aliviado y ya dispuesto para la velada, se reunió con Laura en el comedor.

Desde su extremo de la mesa oval, Chris escuchaba a su esposa observándola con una ternura aumentada por los remordimientos. Laura le encantaba y le daba miedo. Había ocasiones, como aquella noche, en que se preguntaba si algún hombre podría comprender la diversidad de facetas que poseía su mujer. Debido a su insistencia, Laura había abandonado el trabajo especial a que se dedicaba cuando se conocieron; aquella extraordinaria e increíble tarea de descubrir en el Mar de los Sargazos los elementos que podían conducir al hallazgo de nuevos antibióticos en las algas marinas. Laura se sumergía en aguas tan profundas que debía utilizar un equipo scuba.

—¿Qué es eso de scuba? —había preguntado él durante su primer encuentro, cuando la joven le dijo cual era su actividad.

—Aparatos respiratorios autónomos subacuáticos[2] —contestó ella.

Más tarde, Chris, profundamente asombrado por la valentía de Laura, hizo algunas averiguaciones. Cuando supo que si uno descuidaba aspirar y espirar normalmente en aquel monstruoso aparato podía producírsele una bolsa de aire en los pulmones que causaría su muerte, se sintió dominado por la angustia. Por fin logró que la muchacha le prometiera trabajar en la superficie. En la actualidad, Laura se limitaba a investigar en un laboratorio propio, en colaboración con la Central establecida en el Instituto de Oceanografía de Nueva York.

—¿De qué habéis hablado en la reunión de hoy? —preguntó Chris.

—Aparte de discutir con Wilton respecto al libro, nos hemos dedicado a intentar definir cuándo y cómo una planta marina deja de serlo para pasar a la categoría de animal marino. Supongo que, en realidad, la cosa carece de importancia y, sin embargo, me parece maravilloso pensar que la vida es un flujo continuo en el que apenas existen barreras entre las especies.

—Defínemelo más, por favor —exigió él.

—Bueno, algunas plantas marinas son verdes, como corresponde a los vegetales, pero nadan y comen como animales. Milagros protozoológicos.

Se había abstraído como le ocurría siempre que hablaba de los temas científicos que absorbían su vida mental. Los ojos le brillaban y la piel parecía aclarársele. Chris, inclinado hacia delante en la silla, la contemplaba con tanto placer que ella enrojeció.

—¿Qué pasa ahora? —quiso saber, un poco turbada.

Lentamente, sin dejar de mirarla, Chris dijo:

—Mientras hablas de monstruos marinos, me acuerdo de cierto día, en un desfile de modelos. Como periodista interino, durante unas vacaciones de la Universidad, me habían encargado de hacer la reseña. De pronto, vi una muchacha alta y esbelta, tan bella que la respiración se me cortó. Avanzaba por la pasarela luciendo un vestido blanco, de verano, y una gran pamela también blanca. ¿No serías tú esa chica?

Laura se echó a reír.

—Y yo me acuerdo de un joven serio y atractivo, sentado en primera fila, con unas cuartillas y un lápiz en la mano. Y me dije que no parecía un hombre a quien pudiera interesarle la moda, ni las modelos, y mucho menos una que fuese demasiado alta.

—¡No más alta que yo! Me gustan las chicas altas, siempre que no me aventajen. Di por seguro que te sacaba siete centímetros y cuando, al cabo de unas semanas, nos medimos, eran siete centímetros justos. Después de eso, me declaré.

—¡Tenía tanto miedo de que no te decidieras! ¡Menudo par de tontos éramos! ¿Sabes que Milgrant me ha pedido que este año vuelva a hacer de modelo para ella? Como diversión, podría hacerlo. Luciendo trajes de joven ama de casa, supongo.

—Hasta que llevábamos tres semanas de noviazgo no me dijiste que eras una científica.

—Me daba miedo.

—Dejó de dártelo cuando te enteraste de que yo buscaba una chica inteligente.

Ella dejó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor.

—Chris, si alguna vez dejáramos de hablamos así…

—Eso no ocurrirá nunca.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Greta abrió la puerta desobedeciendo la orden que tenía de no aparecer nunca en el comedor más que entre plato y plato. «Quiero comer a solas con mi esposa», había dicho siempre Chris.

—Dispénseme, Mr. Winters. Acaba de llegar Mr. Berman.

Él consultó su reloj.

—¡Vaya, se ha adelantado! Que pase a tomar café con nosotros.

La sirvienta desapareció y unos momentos después introdujo a Joe Berman, que rebosaba buen humor, satisfacción y deseos de hablar.

—¡Vaya, nuestra primera dama ha vuelto de las inmensas estepas de la ciencia! Mirándola a usted, señora, nadie lo diría. Quiero decir que no es usted como esas mujeres sabias, sesudas y redichas, siempre las llamo así. Hola, Chris. ¿Te encuentras mejor?

—Siéntate, Berman —repuso él—. Greta está a punto de traer el café.

—Bueno, pues no podía haber escogido mejor momento. ¿Qué tal sienta ser el favorito del pueblo? ¿Se lo has dicho a tu mujer?

—Es prematuro. Únicamente se trata de una encuesta, Laura.

—Los acontecimientos futuros arrojan su sombra en el presente —dijo Berman.

Se sentó y, más en serio, continuó:

—Espero que mañana te encuentres en condiciones de volver a la oficina. Ahora cada día cuenta. Barrows va a presentar batalla. Es del viejo estilo y la gente está acostumbrada a él. Como alguien me ha dicho hoy: «Al menos, sabemos cuáles son sus defectos.» Los de Barrows, claro. El público se muestra un poco suspicaz acerca de lo de llevar a cabo una limpieza del Estado.

—Sólo de la máquina estatal.

—Esto es lo que quería decir.

De pronto, se volvió hacia Laura:

—Pero seguramente aburrimos a la señora con nuestros asuntos.

Laura cambió una mirada con Chris y se mordió el labio inferior. Su marido se echó a reír.

—Mucho ojo, Berman, estás insultando a mi esposa.

La mirada de Berman fue de uno a otra.

—No pretendía… No ha sido mi intención…

—Chris quiere meterse conmigo —explicó tranquilamente Laura—. No le haga caso.

Hizo una mueca a su marido, y él, volvió a reír.

—Sólo se trataba de una broma. Yo se lo cuento todo a Laura, Joe, y tú lo sabes. Laura me ha dado algunos de los mejores consejos que he recibido. En realidad, es ella quien debería presentarse al cargo de gobernador, pero el caso es que deseo el puesto para mí.

—Yo no lo aceptaría aunque me lo sirvieran en bandeja —repuso Laura con voz pausada—. Me siento muy feliz tal como estoy ahora.

Sonó el teléfono. Ella se levantó.

—Perdón. Espero una llamada del laboratorio.

Laura constituía la viva imagen de la gracia cuando pasó frente a su marido y tendió la mano hacia él. Chris se la besó.

—¿Volverás?

—Quizá no. Tú querrás hablar y yo tengo que revisar mis notas esta noche.

—Entonces, hasta luego.

—Sí.

Al salir la mujer de la habitación, Berman exhaló un suspiro.

—¡Vaya primera dama de la Casa Blanca hará algún día!

—Sí —respondió Chris, abstraído.

De pronto se puso de pie.

—Vamos a tomar el café en mi despacho. Tengo que contarte algo.

—Y así es como ocurrió.

Un ascua reluciente se convirtió en ceniza. Cuando entraron en el estudio, Chris había encendido el fuego porque el aire primaveral aún era frío. En seguida, invitó a Berman a sentarse en el sillón de frente al suyo. Mientras los secos leños comenzaban a arder, empezó a hablar bruscamente:

—Antes de que hablemos de mañana, tengo algo que contarte. Se trata de una cosa que sólo me concierne a mí, pero en la actualidad pienso que no tengo asuntos exclusivamente particulares. En apariencia, no puedo ni coger un catarro sin que eso se convierta en un problema público. No sé cómo empezar, de modo que voy a contártelo todo desde el principio y de un tirón.

Y comenzó con el día en que desembarcó en Corea y continuó hasta llegar a aquella misma mañana con la llegada de la carta. Los leños se convirtieron en ascuas, y las ascuas en cenizas. Berman había guardado silencio, limitándose a removerse en su butaca. Cuando Chris terminó de hablar, dijo:

—Como tú mismo has dicho, esto únicamente te concernía a ti, pero ahora afecta a todo el mundo. Hubo muchos soldados a quienes les ocurrió lo mismo y la cosa no tuvo importancia. Deben de existir infinidad de críos nacidos en esas condiciones. Nunca me he parado a pensar en ello, pero es lógico que así sea. El hecho…

Se interrumpió y, después de frotarse la barbilla, prosiguió:

—No creas que eso tiene nada de particular. Yo estuve en Alemania… ¿Está enterada tu mujer?

—Aún no.

—¿Vas a decírselo?

—Pues… sí, supongo que sí. No sé cuándo ni cómo.

—¿Tienes que decírselo?

Chris dirigió una penetrante mirada a Berman.

—¿Crees que no debo hacerlo?

Los dos hombres se miraron. Al fin, habló Berman:

—No veo la necesidad de que lo hagas. En realidad, sería mejor que no lo hicieses. Las mujeres se toman muy a pecho esas cosas. No comprenden cómo un hombre puede… Bueno, ya conoces sus reacciones. En ese aspecto todas son iguales, y cuanto menos sepan, mejor. Si no contestas esa carta, el muchacho creerá que no ha llegado a tus manos. Ése es mi consejo. Rompe la carta y olvídate de ella. Nunca fue tu intención tener un hijo, ¿no es así?

—¡Claro que no! Cuando lo vi, apenas me dio la sensación de que fuese mío.

—Quizá no lo sea.

—Sí, lo es.

—¿Cómo lo sabes?

—La muchacha era virgen.

—¡Vamos, vamos!

—Mientras yo estuve allí, fui el único.

Se produjo un largo silencio. Los dos tenían la vista fija en el fuego. De pronto, Berman suspiró.

—Bueno, pues lo único que puedo decirte es que no remuevas la cosa, por el amor de Dios. Si fueras un particular no importaría mucho. Y tal vez tampoco importase demasiado si fueras a ser simplemente uno de tantos gobernadores. Pero ya conoces los proyectos del Partido. En ti hay madera presidencial. Naturalmente, aún tienes que recorrer un largo camino; otro año y luego gobernador durante un período, por lo menos. Después de eso… el cielo es el límite, y ya sabes dónde está el cielo. A nuestro pueblo le encanta el barro y el escándalo entre ciudadanos vulgares, pero para presidente quieren un hombre rodeado de dignidad. Aunque intuyan que el hombre no lo merece, quieren ser capaces de concedérselo. Te lo repito, no hagas nada. Si esa historia sale a la luz, tendrás que luchar con ella, pero como es algo que la gente se negará a admitir, lo dará por falso, a no ser que tú lo confirmes. Como es lógico, los del otro bando tampoco deben enterarse.

Berman permaneció callado un minuto y, luego, en tono confidencial, preguntó:

—Oye…, siempre he tenido curiosidad… ¿Son las orientales diferentes a…?

Christopher se puso de pie y le cortó con un furioso ademán. Súbitamente detestó a aquel hombre. En seguida, con una sensación de náusea, comprendió que no podía ponerse a mal ni siquiera con Berman. Lo necesitaba y, de sentirse ofendido, el hombre podía tomar represalias. Chris reprimió su disgusto y volvió a sentarse.

—Hablemos de mañana, ¿te parece? Pensaré en tu consejo. Casi creo que tienes razón.

Durante la noche, solo en su cama, comprendió que Joe Berman estaba equivocado. Los pálidos rayos de la luna de primavera iluminaban difusamente una parte del cuarto. Chris, incapaz de dormir, vio cómo los cálidos tonos naranja y pardo de la habitación se disolvían en una fantasmagórica palidez. Había subido al piso donde se encontraban los dormitorios pasada la medianoche. Laura descansaba ya. Chris abrió la puerta que comunicaba sus habitaciones y la vio en su cama, con el largo cabello extendido sobre la almohada y una mano bajo la mejilla.

—Cariño…

Lo dijo en un susurro y ella continuó durmiendo. Con una mezcla de alivio y pesar, Chris cerró la puerta y se metió en su propia cama. Durmió una hora o así. Súbitamente despertó como si hubiera oído un grito. Quedó a la escucha, preguntándose si había sido Laura. Pero la casa estaba en silencio, excepto por los crujidos de las viejas maderas. De niño, ocupando aquel mismo cuarto, tenía la certidumbre de que un fantasma recorría la casa, por la noche. Ahora sabía que se trataba sólo de la casa misma, envejeciendo, crujiendo en el frescor de la madrugada. Se sentía intolerablemente, inexplicablemente solo. Se había subido al cuarto la cartera de mano, que ahora estaba en el suelo, junto a su cama. Tenía que hacer algo con la carta; acabar de leerla y destruirla. ¡Pero no aquella noche! Ya había pasado por más pruebas de las que podía soportar.

Luego, de la misma forma repentina en que había despertado, se dio cuenta de que él solo no iba a ser capaz de decidir lo que debía hacer. La noche aumentaba monstruosamente la carga que recaía sobre sus espaldas. Podía engañar a la gente, pero no tenía derecho a engañar a su mujer. Además, ¿y si lo intentaba y, pese a ello, Laura lo descubría todo? No debió contárselo a Berman, un político sujeto a montones de cambios. ¿Cómo le sentaría a su esposa que se hubiera confiado a alguien antes que a ella? ¿Cómo podría él responder a su eterno interrogante? «¿Por qué?» Escuchaba ya la pregunta: «¿Por qué no me lo dijiste?» ¿Por qué no se lo dijo? ¿Cómo le había podido revelar su secreto a Joe Berman, que lo emponzoñaría con una serie de sordideces, y mantenérselo oculto a Laura, que al tiempo que su esposa era su mejor amigo?

—No me soporto —murmuró.

¿Era acaso demasiado cobarde para revelarle a su mujer la verdad?

—Quizá lo sea —se dijo.

Seguía vacilando. Estaba seguro del amor de Laura, seguro de su comprensión… No, no acababa de estar seguro de la comprensión de ninguna mujer, ni siquiera cuando la mujer era Laura. No podía soportar la compasión, y en aquellos momentos lo que deseaba no era ni siquiera amor. Quería encontrar algún modo de convencerla de que lo que había hecho no era lo que pretendía hacer… No, de veras, él sólo había necesitado sentirse unido a otro ser humano. Durante aquellos días, en la insoportable soledad de la guerra, separado de cuanto era normal y bueno, había necesitado calor humano, algo más profundo que la recia camaradería masculina. Deseaba salvarse de ser lo que sus compañeros eran. Y en cierto modo Soonya lo había salvado. ¿Podría conseguir que Laura lo entendiera? No, no, ¿acaso no sería aquello buscar compasión? Resultaba mejor decirlo escuetamente: «Era como los demás. Me busqué una mujer.» ¡Pero él no creía haber sido como los demás!

En la breve oscuridad que se produjo entre la desaparición de la luna y el comienzo del amanecer, Chris se dio cuenta de cual era su obligación. Al aparecer en el horizonte los primeros rayos del sol, se levantó de la cama. Entró en el cuarto de baño, se lavó los dientes, se afeitó, tomó una ducha y se peinó. Después de ponerse el batín, abrió la puerta del dormitorio de su esposa. Laura dormía y su rostro quedaba en sombras. ¡Qué quieta estaba! Su respiración era tranquila como la de un niño. Su aliento tenía la fragancia de la salud. Sus párpados, de largas pestañas, estaban cerrados. Tenía el brazo derecho extendido sobre el embozo de la cama. Chris se inclinó sobre ella y la besó en los labios. Laura se removió y abrió los ojos. Sonrió y, sin decir una palabra, alzó las sábanas. Chris se metió en la cama, junto a ella.

—Anoche intenté no dormirme hasta que llegaras —murmuró la mujer con voz infantil.

—Me alegro de que no lo hicieras. Me acosté muy tarde.

Laura se volvió pegando su cuerpo al de su marido en una invitación que él captó en seguida. Aquél era siempre el primer impulso de Laura después de una desavenencia, una invitación que era como afirmar la renovación de su amor básico. Sin palabras, ella le decía: «Esto, primero y después lo demás.» Ahora, Chris debía resistirse porque hasta que le hubiera dicho a su mujer lo que tenía que decirle, hacer el amor sería un sacrilegio. Pero… ¿sería aquella muda invitación exclusivamente en favor de él? Si era Laura la que le deseaba y Chris se negaba a complacerla, ¿no resultaría luego más fuerte el impacto de la noticia que iba a darle?

Chris notó sobre la boca la punta de los dedos de su esposa.

—Estás muy callado.

Él le cogió la mano y se la puso sobre su pecho.

—Cariño, debo decirte algo.

Y le habló, con sencillas palabras, de lo ocurrido el día anterior.

—Mientras yo desayunaba, Greta me entró el correo. Había una carta para mí procedente de Corea. Una carta que nunca esperé recibir.

Siguió hablando, con voz clara y pausada, con la vista fija en el techo. La luz del día se adueñó del dormitorio. Chris notó que el cuerpo de su mujer cambiaba, aunque no se retiró, al menos al principio, pero su inmovilidad estaba cargada de tensión. Chris acabó su relato cuando el sol atravesaba las hojas de los plátanos de la calle. Escuchó el suspiro de Laura, que se incorporó, a la vez que echaba para atrás su largo cabello.

—Al menos, te lo he dicho —concluyó Chris.

—Tenías que decírmelo.

Ella permanecía inmóvil, pensativa, con la vista fija en la ventana, iluminada ahora por la luz del sol. Su marido esperó contemplando su perfil, grave y reflexivo.

—Preferiría que no se lo hubieras dicho a Berman.

—Tarde o temprano era preciso que se lo dijese. Quizá debí esperar a que lo supieras tú. Pero si a él anoche le hubiera parecido que era inútil continuar la campaña, yo te lo habría contado de todas maneras.

Laura no pareció haber oído las últimas palabras de Chris. En un susurro, con voz distante, murmuró:

—No quiero que le digas que estoy enterada.

—No lo haré.

—No podría soportar hablar de esto con él, ni oírle referirse a este asunto. Ni quiero que entre nosotros exista un silencio forzado.

—De acuerdo. En realidad, ahora la cosa queda entre tu y yo.

Laura se volvió vivamente.

—¿Qué quieres decir? ¿Ahora la cosa queda entre nosotros? Siempre lo ha estado, ¿no es así? Sólo por que yo no supiera…

—Debí habértelo contado hace mucho tiempo. Me refiero a lo de la chica. Pero me parecía algo tan muerto y olvidado…

—Olvidado, tal vez; muerto, no. Hay un hijo.

—¿Quieres ver la carta?

Laura recapacitó un momento.

—No —dijo al fin—. Al menos, aún no. En estos momentos, el niño no me parece importante. Es… la mujer.

—¡Oh, Laura! No… Ella no tiene importancia.

Chris atrajo hacia sí a su esposa, pero ella se soltó.

—No, por favor. Necesito pensar.

Chris echó las sábanas a un lado.

—Te dejaré sola —dijo con voz suave.

Deseó que le retuviese, pero Laura no lo hizo. Le siguió con la mirada y, cuando él se detuvo frente a la puerta, incapaz de marcharse en aquel estado de preocupación, Laura intentó sonreír. Chris volvió rápidamente a su lado.

—Cariño…, todos estos años de matrimonio… tienen importancia, ¿verdad?

—Claro que sí —asintió ella—. Desde luego. Nada puede hacérmelos olvidar. Es sólo que… La duda, naturalmente, es…

Chris se sentó en el borde de la cama, dominándose para no estrechar a la mujer entre sus brazos.

—¿Cuál es la duda?

—No lo sé del todo. Quizá no pueda saberlo hasta que tenga la respuesta. Esto lo dijo alguien, no recuerdo quien.

—Gertrude Stein cuando agonizaba.

—¡Ah, sí! ¿Cómo he podido olvidarme? ¡Unas últimas palabras tan hermosas! «¿Cuál es la respuesta?»

Y como nadie supo contestarle, añadió: «Entonces, ¿cuál es la pregunta?»

—No hables más, Laura. Es una pérdida de tiempo.

—Lo sé, y lo necesito.

—Lo necesitamos los dos. Dediquemos el día a nuestras ocupaciones. Los dos pensaremos. Cuando volvamos a reunimos, cambiaremos impresiones.

Ella lo miró con ojos brillantes e inexpresivos y asintió como si no le hubiese oído. Chris habló con más energía:

—Laura, no debes olvidar que te amo a ti, únicamente a ti. No permitiré que nada nos separe. Si me dejas, te seguiré. Vayas a donde vayas, te encontraré y me quedaré a tu lado, caso de que no logre hacerte regresar. Mientras viva, no podrán alejarte de mí porque yo estaré contigo. ¿Me oyes?

Laura asintió con la cabeza, pero Chris rechazó el ademán.

—Contesta —insistió—. ¿Me oyes?

—Sí —replicó ella—. Te oigo, Chris.

—Espero que su esposa haga la campaña con usted —dijo Henry Allen.

—No puedo asegurárselo —replicó Christopher.

Al cabo de unos minutos de llegar a su oficina, después de su solitario desayuno, ya que Laura por medio de Greta le había dicho que no la esperase, vio entrar en ella a Berman revolviéndose excitado el erizado cabello y anunciando que el hombre más rico de la ciudad, Henry Allen, un banquero descendiente de una familia cuáquera, se encontraba en el antedespacho y quería vea a Mr. Winters.

—¿Le digo que estás? —preguntó Berman.

—Claro que sí.

Ahora el viejo se hallaba frente a él, sentado en una butaca. Todo el mundo conocía aquella figura alta y cargada de hombros, el cabeza de una familia que vivía con ostentosa sencillez en una de las mansiones mayores y más antiguas del país. Llevaban hablando una hora, durante la cual Chris se limitó casi exclusivamente a escuchar, interviniendo sólo para contestar las preguntas de Henry Allen.

—Me gusta su programa —concluyó Henry Allen—. Me agrada particularmente la audacia de las reformas fiscales y presupuestarias que se propone llevar a cabo. Son muy necesarias.

Se expresaba lentamente y con precisión, con el tono exacto de voz que cuadraba a su figura.

—Pero al declararse usted en esos términos, sería de gran ayuda que su excelente esposa se encontrase a su lado. Según me han dicho, se interesa en la oceanografía.

—Es cierto —replicó Christopher—. Es la segunda autoridad del Instituto de Nueva York.

—Entonces, ¿suele ausentarse de la ciudad?

—Nada de eso. Está escribiendo un libro sobre sus investigaciones, de modo que sólo viaja ocasionalmente, como ocurrió ayer, por ejemplo, para asistir a alguna conferencia o para comprobar algún dato.

—En este caso, ¿contará usted con ella?

—Estoy seguro de que hará cuanto pueda por ayudarme.

—¿Tienen ustedes hijos?

La pregunta, que en tiempos hubiera sido negativamente contestada por Chris sin que éste le concediese importancia alguna, le pareció de pronto imposible de responder. Tras unos segundos de vacilación declaró, en forma demasiado brusca:

—No tenemos hijos.

—Lamentable —fue el comentario de Henry Allen—. Creo que para una personalidad pública tener familia siempre es una ayuda. Yo mismo tengo seis hijos, todos varones. Y no es que haya pensado en dedicarme a la vida pública, pero como banquero me ha resultado muy útil disponer de una familia que me rodease. Constituye un elemento de estabilidad.

—Es una pena que no tengamos hijos —convino Chris.

Henry Allen se puso de pie.

—Bueno, llevo más de una hora aquí. No quiero robarle más tiempo. Me gustaría declararme en su favor y ofrecerle mis recursos.

Christopher también se levantó tendiendo la mano a su visitante.

—No sé cómo agradecérselo, Mr. Allen. Me encantaría que se uniera a mi grupo de consejeros.

En los labios de Henry Allen apareció una pálida sonrisa.

—A mi edad poco puede hacer uno, aparte de dar consejos. Sin embargo, me alegrará contribuir.

—Joe Berman, mi director de campaña, le llamará y le expresará nuestras más cálidas gracias.

Chris estrechó la delgada y reseca mano del viejo y cerró la puerta tras él. Al cabo de un momento, la hoja de madera volvió a abrirse para dar paso a Berman.

—¿Qué ha dicho? ¿Nos ayudará?

—Nos ayudará. Tendrás que ir a verle.

—¿Ahora mismo?

—Ni hoy ni mañana —replicó Chris con firmeza—. Debemos suspenderlo todo por unos días. Déjame solo unos minutos, ¿quieres, Joe?

Berman lo miró con inquietud. Entornó los párpados.

—No se lo habrás dicho a Laura, ¿verdad? No, no me contestes. No quiero saberlo. Me aseguraré de que nadie entre.

Al salir del despacho, cerró la puerta y su voz se disolvió en un susurro.

En la silenciosa oficina, solo al fin, Chris permaneció inmóvil, con la cabeza baja, las mandíbulas encajadas y las manos crispadas sobre la carpeta de piel. Tenía que arreglar aquello. Hasta que supiera lo que debía hacer respecto al muchacho, no lo que quería hacer, sino lo que debía, ¿cómo iba a seguir adelante con la campaña? No era justo supeditarlo todo a la voluntad o a los deseos de Laura. Era él quien debía decidir, y que ella lo aceptara o se negase a aceptarlo. Laura podía tomar sus propias decisiones, pero no las de él. Abrió su cartera de negocios, buscó entre los papeles y encontró el sobre gris. Ahora, al palparlo para sacar la fina hoja de papel del interior, advirtió algo en lo que antes no había reparado: una pequeña fotografía. La cara de un muchacho lo contemplaba. Una enjuta cara juvenil con el cuello excesivamente fino y las orejas demasiado grandes. Sin embargo, Chris reconoció en él una especie de imagen de sí mismo en todo menos en los ojos. Los ojos eran asiáticos.

De pronto notó un súbito ardor en sus propios ojos y comprendió que los tenía llenos de lágrimas. ¿Aquel niño era hijo suyo? Como todos los hombres, él había soñado con tener un hijo, pero no como aquél, ¡no con un rostro como el que le miraba desde la foto! Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y el corazón gritó contra aquel hijo suyo, nacido de una extranjera.

—¡Laura! —murmuró extendiendo la mano hacia el teléfono.

Chris había hecho instalar una línea directa entre su despacho y el de su esposa en la biblioteca de su hogar, donde ella trabajaba. Cuando cogió el auricular, el corazón le latía más de prisa de lo normal.

—¿Eres tú, Chris?

—Sí, Laura, quiero decirte…

Quería decirle… ¿qué? Se encontró con que no podía hablar. La voz se le estranguló. Se sentía débil, sin aliento.

—¡Chris! —llamó ella.

Al no recibir respuesta, Laura insistió:

—¿Estás bien, Chris? ¿Quieres que vaya?

El hombre se repuso. No, no deseaba la piedad de Laura.

—Un momento, por favor —rogó con tono descompuesto—. No sé qué me ha ocurrido. De pronto, no he podido… Tenía que llamarte, cariño; esto es todo. He encontrado una foto.

—¿Una foto?

—Anoche no la vi. En este momento estoy solo. He querido leer la carta. Al disponerme a sacarla, noté que había una foto muy pequeña…, supongo que se había trabado en el fondo del sobre…

—¿Una foto de… de la mujer?

—¡No, no, del muchacho! Me ha…, no sé…, trastornado.

Ahora, fue Laura quien guardó silencio. Una larguísima pausa que a Chris le pareció inacabable. Pudo preguntarle también a su mujer si le ocurría algo, pero se abstuvo de hacerlo. Esperó hasta que volvió a escuchar su voz.

—Voy para ahí, Chris. ¿Me esperas abajo, en el vestíbulo? Iremos a dar un paseo. ¿Te parece a la costa? Llevaré el coche. ¿Puedes suspender las citas que tengas pendientes?

—Lo haré —dijo él.

Cumplió su palabra. Le dijo tajantemente a Berman que pensaba ausentarse todo el día y explicó a la gente de la oficina que había surgido una novedad de la que no le era posible darles detalles… Sí, una crisis, si querían llamarla así.

—Pero, Mr. Winters… —suplicó su secretaria siguiéndole hasta el ascensor.

—Mañana, mañana —replicó él penetrando en la cabina.

Metió la mano en uno de sus bolsillos. Sí, la carta y la foto estaban allí. Deseaba que fuera así, porque había llegado el momento de verlas con Laura. En el fondo iba tomando lentamente su decisión, o quizá la decisión se estuviera dando forma a sí misma. Debía ir a Corea y ver al muchacho, averiguar cómo vivía y por qué estaba tan delgado. ¡Soonya carecía de importancia! Laura tendría que admitir que él únicamente era responsable del muchacho. «Sí, Laura, soy responsable de él. Debí de haberlo comprendido antes. Nunca debí correr el riesgo. Lo acepto ahora, tarde, pero no demasiado.» Mentalmente, mientras esperaba a Laura en el vestíbulo, se repitió una y otra vez aquellas palabras.

Luego, impacientándose al fin, volvió a repetírselas en la calle, expuesto al frío viento primaveral. El día era magnífico, aunque hasta aquel momento él no se había dado cuenta. El cielo estaba azul, con blancas nubes, y el aire era puro.

De pronto, la vio. Laura iba en el pequeño coche que Chris le ofreciera como regalo de cumpleaños, color verde oscuro, para que contrastase con el cabello rojo dorado de la mujer. Laura vestía un traje gris, llevaba guantes, pero no sombrero y la ondulada melena le caía hacia la cara. Estaba pálida y su marido adivinó que había llorado, pero no podía tener la seguridad porque ella se había retocado el maquillaje y su mirada sostenía decididamente la de Chris.

Él subió al coche.

—¿Quieres que conduzca?

—Sí, por favor.

Aquello sorprendió en cierto modo a Chris porque a ella le gustaba conducir. Cambiaron de asiento y así, uno junto al otro, avanzaron por las calles de la ciudad hasta el bulevar. Más tarde siguieron por la carretera que conducía a la costa. Ninguno de los dos hablaba. En dos o tres ocasiones, él se volvió para dirigir una sonrisa a Laura. Ella le devolvió la sonrisa, tranquilizándole. Seguramente también habría estado pensando, y tal vez en sus solitarias meditaciones los dos se hubieran aproximado más a la comprensión y al acuerdo de lo que habría sido posible de permanecer juntos.

Cuando se encontraban ya en campo abierto, Chris dijo de pronto:

—Quiero que sepas que, decida yo lo que decida, tú eres libre de adoptar la resolución que te parezca mejor.

—No me corresponde a mí resolver —replicó Laura—. He llegado hasta el extremo de pensar que la decisión la hemos de tomar los cuatro, el muchacho, su madre, tú y yo. Ha de ser justa para todos.

—En primer lugar para ti.

—No hay primeros lugares.

Volvió a reinar el silencio hasta que, después de muchos kilómetros, habló Laura:

—¿Has traído la foto? ¿Puedo verla?

Él asintió con la cabeza.

—La tengo en el bolsillo. Sácala, si quieres.

Notó su mano moviéndose a su costado. Laura encontró la fotografía y Chris se dio cuenta de que la estaba estudiando, pero no pudo adivinar qué pensaba.

—Se parece muchísimo a ti —dijo al fin la mujer—. Le hubiera reconocido en cualquier lugar. Si le hubiese visto por las calles de Corea, habría comprendido, aunque no tuviese ni la más leve sospecha. La única diferencia está en los ojos. ¿Son como los de… ella?

«No recuerdo», estuvo a punto de responder; pero se contuvo. Sin falsedades de ningún tipo, se dijo. ¡Ni la más leve mentira!

—Soonya tenía unos ojos muy bonitos, oscuros desde luego. Todos los coreanos tienen los ojos oscuros.

Intentando adoptar un aire indiferente, Laura comentó:

—Me pregunto por qué todos los tendrán del mismo color, y no como nosotros.

—Supongo que porque han vivido mucho tiempo juntos en un mismo territorio, sin mezclas. Si nosotros pasáramos, como ellos, cuatro mil años en este país que llamamos nuestro, también acabaríamos siendo todos muy semejantes.

—¡Claro! No se me había ocurrido.

—¿Quieres devolverme la foto? —sugirió Chris al cabo de un rato.

—La miraré un poco más.

Silencio de nuevo. Por el rabillo del ojo, Christopher pudo observar a Laura mientras estudiaba el retrato. Después de unos minutos, sin decir nada, volvió a meterla en el bolsillo de la chaqueta del hombre, que no pudo soportar más el silencio, aquel silencio que se había prolongado tanto que ahora, en el horizonte, podía advertirse ya la línea del océano. En el aire se notaba el olor a sal y a mar.

—¿Vamos a nuestra caleta? —preguntó él.

La caleta era una playa que rodeaba una pequeña ensenada y estaba oculta por las dunas. En aquella época del año no habría nadie. Podrían tumbarse en la arena, a descansar, y más tarde remojarse al sol del mediodía.

—¿Has traído algo de comer? —inquirió Chris.

—Pensé que nos pararíamos a almorzar en la «Oyster House» y que después hablaríamos —repuso ella.

—De acuerdo —accedió el hombre.

Se metió en la aldea de pescadores y detuvo el auto frente al restaurante mencionado por su esposa. Se apearon del coche y anduvieron el uno junto al otro hasta la posada. No iban cogidos de la mano, como de costumbre, sino que Laura se había colgado del brazo de Chris, no totalmente como si se tratara de un extraño, aunque, en cierto modo, se consideraban unos desconocidos, no hostiles, sino unos desconocidos que debían encontrar el modo de unirse de nuevo. Y como aquello era lo que deseaban y además era necesario y, por tanto inevitable, podían ser pacientes.

—Chris, entre nosotros existe una diferencia.

Estaban ya en la caleta. El mar negro púrpura batía la orilla con sus olas mientras las blancas gaviotas describían círculos en el aire. Desde que salieron del restaurante, Chris había sido casi el único en hablar. Al principio, con dificultades, ahora ya más fácilmente, o al menos así le parecía. Laura empezaba a comprender. Estaba tumbada en la arena y apoyaba la cabeza en la doblada chaqueta de su marido. Se volvió, recostándose sobre el codo. El sol iluminaba sus oscuros ojos y daba brillo a sus largas y rizadas pestañas. Bajo la blancura del cutis de su mujer, Chris advirtió las leves sombras de unas pecas de la infancia en las que antes no había reparado.

—¿Qué diferencia? —preguntó.

—Tú no haces más que hablar del muchacho. Y yo en quien pienso es en la mujer.

—Ella no importa.

—A mí sí me importa. Me importa muchísimo. Quiero conocerla.

—Pero, ¿por qué? Ya no significa nada para mí.

—Te conozco demasiado para admitir eso. Si hubieras sido un muchacho vulgar y estúpido, no dudaría de tus palabras. Pero eres Chris, el hombre a quien amo y respeto.

Se tendió boca arriba y fijó la vista en el cielo.

—¡Me costó mucho trabajo encontrarte! Estaba decidida a no cometer el mismo error que mi madre. Heredé el talento de ella, no el de mi padre. Y la vi difuminarse en una solitaria vejez, sin compañía alguna. Yo leía cosas acerca de Madame Curie y lamentaba que mi madre no hubiera tenido la suerte que ella tuvo al casarse con un hombre que compartía sus ilusiones y la entendía. Me prometí que nunca me casaría con un hombre con quien no pudiera hablar de lo que me apasionaba. Por eso cuando regresaste de Corea te agobié con detalles de mi propio trabajo. Y nunca mostraste aburrimiento. De ser así, lo hubiera advertido.

—¡Claro que no me aburría! ¿Cómo iba a aburrirme? Me contabas cosas que yo desconocía, en las que nunca había pensado. Y durante aquellas charlas tu aspecto era el de… de una pintura de Romney, sólo que en moderno.

—Mi madre decía que a los hombres no les gustan las mujeres inteligentes. Disculpaba a mi padre, y yo, en cambio, lo odiaba. Chris…

—¿Qué?

—¿Te hubieras casado conmigo si sólo hubiese sido bonita?

—No.

—¿O si hubiera sido fea?

Él vaciló y al fin dijo:

—Eso ni siquiera puedo imaginármelo.

—Pero… ¿si no hubiera sido inteligente?

—Te habría olvidado. ¡En el mundo hay muchísimas mujeres bonitas! No, no, cariño. Por si te interesa aún, a pesar del tiempo que ha pasado desde entonces, lo que me atrajo de ti fue el hecho fascinante de que fueras modelo los martes y los jueves y durante el resto de la semana te dedicases a tus trabajos de oceanografía…

—Un tema que hasta entonces nunca te había interesado.

—Eso no hace al caso. Tú tampoco sentías interés por la política. Mutuamente nos abrimos puertas. Esto es fantástico. Se hace más excitante cada día que pasa. No deseo una esposa que sólo sepa vestir. En realidad, y ya que tratamos de ser totalmente sinceros, me gusta una mujer que sepa cómo no llevar nada …y cuándo. Y que en el momento de hacer el amor pueda utilizar su magnífico cerebro para darse cuenta, sin palabras, de lo necesarias que son la comprensión y la ternura, y compartirlo todo.

Se inclinó sobre Laura y, poniéndole las manos sobre el cabello, la miró con fijeza.

—¿Es posible que no sepas hasta qué punto te amo?

Ella le observó con ojos francos y directos.

—Entonces, ¿cómo pudiste amar a Soonya?

El hombre retiró las manos. Ella se las cogió y las sostuvo sobre su pecho.

—Debes explicármelo. Quiero saber, y no porque me importe…, aunque me importa mucho, tanto que no sé si tengo el corazón roto…, pero necesito averiguar qué es lo que nunca me has dado. No, no es eso lo que pretendo decir. No lo es en absoluto. Intentaré explicarme de una manera más clara.

Laura soltó las manos de su marido, se incorporó y apoyó la frente sobre las dobladas rodillas. Permaneció pensativa durante un rato y luego alzó la cabeza.

—En Soonya hubo algo que te atrajo, algo que yo no tengo. ¿Qué fue? Tal vez yo lo tenga y no me dé cuenta. ¿Qué te ofreció ella que yo no te haya ofrecido? No, no me interpretes mal… No son celos. Es humildad. Si pudiera, se lo preguntaría a Soonya. Y se lo preguntaría humildemente.

Hizo una pausa y lo contempló con naciente sorpresa en la mirada.

—¿Si pudiera? ¡Pues claro que puedo! No hay ninguna razón que me impida ir a preguntárselo.

—¡Por Dios, Laura, no digas tonterías!

El exabrupto de impaciencia se le había escapado involuntariamente. En seguida se dominó:

—Escucha, cariño… Soonya no sabría de qué le hablabas. En realidad, yo tampoco lo sé. Además, soy yo quien debe ir a Corea. ¡El responsable soy yo, no tú! Quiero enterarme de cuál es la situación del muchacho. Si no recibe la educación adecuada, le buscaré un buen internado.

—¿Sin contar con la opinión de ella? El niño es hijo suyo. ¡Soonya es la madre!

—La estás defendiendo, ¿no es cierto? ¡Es chocante!

—Quizá para ti resulte chocante, pero para mí no lo es. No has visto al niño desde que tenía unas semanas y ahora hablas de meterlo en un internado. ¡Soonya sólo tiene a su hijo!

—De eso no estoy seguro.

—¿Qué quieres decir?

—Probablemente, en su vida habrá habido otros hombres.

—¿Y eres capaz de decir eso… de una muchacha a quien tú…?

—¡Santo cielo, Laura, la marea está subiendo! ¡Vamos a quedar atrapados!

Efectivamente: el nivel del agua había comenzado a subir y las olas avanzaban por la estrecha playa. Se pusieron las chaquetas y cogidos de la mano rodearon corriendo el promontorio rocoso que en unos minutos hubiera sido una pared que les habría cerrado el paso. Con la respiración entrecortada y todavía con las manos unidas, se dejaron caer en la parte superior de la playa. A lo lejos se veían algunas personas. Abajo, las gaviotas se lanzaban en picado hacia el mar y volvían a subir.

—¿Dónde estábamos? —jadeó Chris.

—En ninguna parte —replicó Laura—. Discutiendo acerca de la conveniencia de ir a Corea… Tú para ver al muchacho. Yo, naturalmente, también lo vería, pero…

Chris soltó la mano de su esposa y encendió la pipa.

—Laura, ¿estás decidida a venir conmigo?

Ella lo miró con implorante expresión.

—No, si me dices que no debo hacerlo. Pero me gustaría ir yo sola.

—¿Por qué?

—Porque no has contestado la pregunta que te hice antes.

—No sé cómo responderla. Si no te parece suficiente, para justificar lo que sucedió, saber que yo era entonces muy joven y estaba muy solo… Corea era un infierno y me aferré al único remedio que tenía a mi alcance. Sí, ya sé que estábamos casados; pero en aquella época ni siquiera sabía si iba a vivir lo suficiente para volver a verte. Además, ignoraba lo que era, podía ser, el auténtico amor. Un muchacho no puede saberlo, y los sentidos no dejan de exigir sus derechos en ningún momento.

—No creo que hayas sido nunca un muchacho como los otros. Durante el tiempo que pasaste en Corea no dejé de pensar en ti preguntándome si eras realmente como yo te soñaba.

—Nunca me contaste tus sueños.

—Claro que no. No estaba segura de que fuesen algo más que sueños. ¿Y si te mataban? Pero no hice… lo que tú.

Chris exhaló un suspiro.

—Bueno, cariño, no quiero caer en la tentación de utilizar el viejo tópico que asegura que los hombres y las mujeres no son iguales en lo que se refiere al sexo porque tengo un montón de pruebas que demuestran lo contrario. Eres mi amante perfecta.

—¿Distinta de ella?

—Sí.

—¿En qué sentido?

—Infinitamente distinta, infinitamente mejor, infinitamente más satisfactoria.

—Pero… ¿por qué?

Él separó las manos en un gesto de impotencia.

—Esto no es propio de ti, Laura. Nunca, hasta hoy, me habías presionado así.

Sorprendentemente, Laura asintió sin vacilar.

—No es propio de mí y, además, no es justo. Por eso me iré a Corea sola. Me ocuparé de que el muchacho entre en un internado. Es hijo tuyo y debe tener cuanto necesite. Y respecto a la madre, ya veré. Tal vez no haga nada.

—Laura, ¿es esto una desavenencia?

Chris hizo la pregunta en tono imperativo. La mujer lo miró sin ira, pero con firme determinación.

—Quiero ir a Corea —repitió—. Irme pronto… y sola.