EPÍLOGO

Truenos, relámpagos y lluvia.

Una pequeña taberna en la zona neutral en la frontera de Deecee con Caseyland. Tres mujeres sentadas en torno a una mesa en un reservado situado en la parte de atrás de la taberna. Sus encapuchados abrigos colgaban de clavos colocados en la pared. Las tres llevaban altos sombreros cónicos blancos.

Una de ellas era Virginia, la hermana menor de la que en aquel momento se hallaba a bordo del Terra. Ahora era, al igual que su hermana mayor cuando Stagg llegó a Washington, la sacerdotisa virgen de la ciudad santa. Alta, bella, con el cabello del color de la miel, los ojos de un azul profundo, la nariz suavemente curvada como la de un águila, los labios rojos y los senos desnudos y firmes.

Otra era la abadesa de una gran hermandad femenina de Caseyland. Treinta y cinco años, pelo cano, abundantes senos, estómago abultado y, bajo sus vestidos, venas rotas en las piernas, consecuencia de sus partos, pese a su juramento de castidad.

Públicamente, rezaba a Columbus y al Padre, y al Hijo, y a la Madre. En privado, dedicaba sus oraciones a Columbia, la Diosa, la Gran Madre Blanca.

La tercera era Alba, cabello blanco, sin dientes, una bruja seca, sucesora de la Alba que Stagg había matado.

Bebían vino rojo en largos vasos. ¿Era vino?

Virginia, la doncella, preguntaba si habían perdido. Los hombres de las estrellas se les habían escapado, llevándose con ellos al Héroe Solar y a su querida hermana, embarazada.

La matrona del cabello gris le contestó que ellos nunca perdían. ¿Creía acaso que su hermana iba a permitir que la creencia en la Diosa muriera en la mente de su hijo? ¡Eso nunca!

Pero Stagg, protestaba la doncella, se había llevado también consigo una piadosa doncella de Caseyland, una adoradora del Padre.

Alba, la vieja bruja, soltó una carcajada y dijo que aunque él se convirtiera a la religión de Caseyland, la Diosa ya había vencido en Caseyland. El pueblo rendía sangrientos homenajes al Padre y al Hijo en su Sabbath, pero era a la Madre a quien rogaban con más fervor. Eran sus estatuas las que llenaban el territorio. Ella quien llenaba sus pensamientos. ¿Qué importaba si la Diosa se llamaba Columbia o adoptaba cualquier otro nombre? Si Ella no podía entrar por la puerta principal, entraría por la de atrás.

Pero Stagg se nos ha escapado, protestaba la doncella.

No, replicaba la matrona, no se nos ha escapado a nosotros ni a la Gran Ruta. Nació en el sur y se dirigió hacia el norte, y encontró a Alba y fue muerto. No importaba que hubiera matado a un ser humano a quien llamaban Alba, porque Alba seguía viviendo en la vieja carne de aquella que se sentaba junto a ellas. Y él había sido muerto y enterrado y había resucitado de nuevo, según decían. Y era como un niño recién nacido, porque había oído decir que había perdido el recuerdo de lo que vivió en la Gran Ruta. ¡Presta atención a lo que Alba dice acerca de que la Diosa siempre gana, aún cuando pierda! No importa si repudia a Virginia y prefiere a Mary. Eso es asunto suyo. La Tierra Madre va con él a las estrellas.

Hablaron de otras cosas y establecieron planes. Luego, aunque los rayos y los truenos seguían en su apogeo y la lluvia continuaba cayendo, abandonaron la taberna. Sus rostros estaban ensombrecidos por las capuchas, de forma que nadie reconocería quiénes eran. Se detuvieron un momento antes de que cada una de ellas partiera hacia su destino, la una hacia el sur, la otra hacia el norte y la tercera hacia un lugar a mitad de camino entre las anteriores.

La doncella preguntó: «¿Cuándo volveremos a encontrarnos?»

La matrona contesto: «Cuando el hombre nazca, y muera, y nazca».

La bruja añadió: «Cuando la batalla sea perdida y ganada».

FIN