XVII

El plan requería meses de cuidadosa preparación.

En primer lugar, espías, vestidos como ciudadanos de Deecee, entraron en Washington. Investigaron todas las fuentes que pudieran proporcionarles información acerca del estado del equipo que había quedado en el Terra. También utilizaron múltiples medios para saber lo que había pasado con el Héroe Solar. Durante sus investigaciones descubrieron que el doctor Calthorp había regresado a Washington.

Pocos días después de que le encontraran, este embarcó en un barco que navegaba por el río Potomac hacia la bahía de Chesapeake y luego se adentraba en el océano. Allí un navío Kareliano le hizo prisionero y fue llevado a Aino. Ahí tuvo lugar su feliz reunión con Churchill y los otros, oscurecida solo por la noticia de la muerte de Sarvant y de Gbwe-hun y las dudas acerca del paradero de Stagg.

Churchill le explicó el trato que habían hecho con los karelianos. Calthorp rió con satisfacción y dijo que había que ponerse manos a la obra. Si no lo lograban, al menos debían intentarlo. El mismo era la fuente más provechosa de información sobre las condiciones en que se hallaba el Terra. Sabía exactamente lo que encontrarían y lo que necesitarían para llevar a cabo su proyecto. Finalmente, estuvieron preparados.

Abandonaron Aino junto con el capitán Kirsti Ainundila y tres karelianos por cada uno de la tripulación del Terra. Al menor movimiento sospechoso tendrían un cuchillo clavado en la espalda.

Navegaban en un bergantín que iba en cabeza de una copiosa flota. Esta estaba compuesta por bajeles gobernados por karelianos procedentes de las colonias del sur de Deecee, y de las colonias de lo que en otro tiempo se había llamado Nueva Escocia y Labrador.

El bergantín se dirigió a la bahía Chesapeake y dejó una pequeña partida de invasores en la desembocadura del Potomac. Se quedaron con un barco camuflado como si fuera un bajel de pesca de Deecee. Por la noche arribó a unos muelles cerca de Washington.

A media noche, la partida se introducía en el edificio donde se hallaban almacenadas las armas que habían sido sacadas del Terra.

Algunos guardias cayeron en silencio con la garganta seccionada. Los astronautas tomaron rifles automáticos y pasaron el resto a los karelianos. Estos jamás habían tenido entre sus manos tales armas, pero en Aino se habían entrenado con unas imitaciones que a tal efecto construyera Churchill.

Este armó también a los astronautas con grandes auto-propulsoras.

Se dirigieron sin vacilar al gran estadio de béisbol, ahora convertido en templo dedicado al Héroe Solar. Dentro, el Terra todavía apuntaba con su morro hacia las estrellas que un día abandonara.

El grupo tuvo que enfrentarse a los centinelas. Treinta arqueros murieron bajo las balas de los rifles automáticos, y cuarenta quedaron malheridos. Los invasores, sin más impedimento, echaron abajo la puerta del estadio.

Los astronautas habían designado a cada uno una misión. Churchill ocupó el asiento del piloto. Tras él se situaron Kirsti y dos karelianos, cuchillo en mano.

—Vas a ver lo que puede hacer esta nave —dijo Churchill—. Puede destruir Washington simplemente pasando con su masa sobre los edificios. Tu flota no tendrá ningún problema para saquear la ciudad. Y podemos navegar igualmente sobre Camden, Baltimore y Nueva York, para que podáis hacer allí lo mismo. Si no hubiéramos sido apresados dentro por los Deeceeanos, jamás nos hubieran capturado. Pero les dejamos entrar cuando hicieron rey a Stagg.

Comenzó a comprobar los controles y observar los indicadores, y vio que todo funcionaba. Cerró la puerta central y después miró al reloj del panel de instrumentos.

—Ha llegado el momento de entrar en acción —dijo.

Todos los astronautas contuvieron el aliento.

Churchill pulsó un botón. Seis segundos más tarde, los karelianos se hallaban por el suelo. Churchill presionó otro botón y el aire exterior expulsó el gas.

Era una estratagema que habían utilizado contra los aviántropos del planeta Vixa, en una situación similar.

—¿Los congelamos? —preguntó Steinborg.

—Por el momento —respondió Churchill—. Luego podemos dejarlos en tierra. Si los llevamos a Vega II podrían mordernos.

Manipuló los controles y el Terra se elevó del suelo, levantando con facilidad, gracias a los antigravitacionales, sus cincuenta mil toneladas.

—Debido a la resistencia atmosférica —dijo Churchill— tardaremos cinco minutos en llegar a Aino. Recogeremos a vuestras mujeres y a la mía… ¡y luego a Poughkeepsie!

Las mujeres a las que se refería eran las de Yatszhembski y Al-Masyuni, que se habían casado con unas karelianas durante su estancia en Aino.

—No se esperan esto. ¿Qué harán una vez que estén a bordo?

—Les soltaremos el gas y las pondremos en hibernación —dijo Churchill—. Es una sucia maniobra, pero no tenemos tiempo de discutir con ellas.

—Odio pensar Jo que dirán cuando despierten en Vega.

—No creo que puedan hacer ya mucho —dijo Churchill. Pero sintió un escalofrío, recordando lo dura que podía ser la lengua de Robin.

Sin embargo, al menos por el momento, no hubo problemas. Robin y las otras dos mujeres entraron en la nave y ésta despegó. Los karelianos descubrieron la trampa demasiado tarde y les dijeron cosas terribles. No duró aquello mucho tiempo. El gas funcionó de nuevo. Las mujeres fueron colocadas dentro de los tanques.

De camino hacia Poughkeepsie, Churchill le dijo a Calthorp:

—De acuerdo con las informaciones de los espías, Stagg fue visto en una pequeña ciudad de la orilla este del Hudson hace algunos días. Eso significa que escapó de los Pant-Elf. Pero no sé dónde puede encontrarse ahora.

—Debe estar intentando llegar a Caseyland —dijo Calthorp—. Pero me temo que va a escapar de una para caer en otra peor. Lo que no entiendo es cómo va a tener la voluntad suficiente para no regresar a la Gran Ruta. Este hombre está poseído por algo a lo que ningún hombre diría que no.

—Vamos a aterrizar en las afueras de Poughkeepsie —dijo Churchill—. Cerca de Vassar. Allí hay un enorme orfanato mantenido por sacerdotisas. Los huérfanos viven allí hasta que alguna familia los adopta. Nos llevaremos algunos niños y los congelaremos. Y también nos llevaremos a algunas sacerdotisas; mediante hipnotismo las obligaremos a revelarnos todo lo que sepan acerca de Stagg.

Aquella noche se mantuvieron suspendidos sobre el orfanato. Soplaba un ligero viento.

Desde la nave lanzaron un anestésico.

Les llevó una hora colocar a treinta niños dormidos en congelación. Luego despertaron a la directora del orfanato, una sacerdotisa de unos cincuenta años.

No intentaron siquiera ver si hablaba por su propia voluntad. Le inyectaron una droga.

En pocos minutos sabían que Alba había salido la noche anterior con una partida de caza tras las huellas de Stagg.

Se la llevaron de nuevo a la casa y la depositaron en su cama.

—Cuando amanezca —dijo Churchill— volaremos sobre el lugar donde debe de estar.

Podemos utilizar luz negra, pero nuestras posibilidades de encontrar a alguien que se oculte entre los árboles es muy remota.

Poco después, la nave salió del pequeño valle en el que se había ocultado. Iba a una altura de treinta metros sobre el suelo. Cuando llegaron al río Housatonic, Churchill se dirigió hacia el oeste. Calculó que Stagg no podía haber llegado todavía al río, de forma que tenía que estar todavía en las tierras desérticas.

Perdieron mucho tiempo porque, en cuanto veían gente, descendían a investigar. Una de las veces vieron a un hombre y a una mujer que desaparecieron en una cueva. Los astronautas fueron tras ellos. Tuvieron dificultades en encontrarlos, debido a la gran cantidad de túneles de la cueva, que no era otra cosa que una mina abandonada. Cuando finalmente pudieron hablar con ellos, habían perdido varias horas. Y ellos no sabían nada.

Volvieron al Hudson y entonces se dirigieron hacia el este.

—Si Stagg ve el Terra saldrá de su escondrijo —dijo Calthorp.

—Ascenderemos unos metros más y pondremos a toda su potencia el amplificador —dijo Churchill—. ¡Tenemos que encontrarle!

Se hallaban a unos cinco kilómetros del río Housatonic cuando vieron a unos hombres montados sobre ciervos que seguían una pista. Descendieron, pero al ver una figura solitaria a pie, llevando a un ciervo de la brida, a un kilómetro aproximadamente detrás de los otros, decidieron interrogarla a ella.

Era Virginia, la ex-jefe de las sacerdotisas vírgenes de Washington. Impedida por su embarazo, incapaz de seguir cabalgando con el grupo, había descendido de su montura.

Intentó escapar por el bosque, pero la nave echó sobre ella una nube de gas invisible y perdió el conocimiento. Despertada poco después mediante una inyección de antídoto, se mostró bastante dispuesta a hablar.

—Sí, sé dónde se encuentra aquel al que llaman Héroe Solar —dijo en un tono maligno—. Yace en el sendero, a unos dos kilómetros y medio de aquí. Pero no es preciso que os apresuréis. El va a esperaros. Está muerto.

—¡Muerto! —exclamó Churchill. Pensó: Hemos estado tan cerca de lograrlo. ¡Media hora antes y hubiéramos podido salvarle!

—¡Si, muerto! —le espetó Virginia—. Yo lo he matado. Le he cortado el asta que le quedaba, y se ha desangrado. ¡Me siento orgullosa de ello! No era un verdadero Héroe Solar. Era un traidor y un blasfemo. Y mató a Alba.

Luego miró suplicante a Churchill y dijo:

—Dame un cuchillo. ¡Quiero matarme! Antes estaba orgullosa, porque llevaba dentro de mí al hijo del Rey Cornudo. ¡Pero no quiero parir un falso dios! No quiero pasar por esa vergüenza.

—¿Quieres decir que si te dejamos partir te darás muerte, dándosela al hijo que llevas dentro?

—¡Juro por el sagrado nombre de Columbia que lo haré!

Churchill hizo una seña a Calthorp, y Calthorp le puso una inyección en el brazo. Ella se desmayó y los dos hombres la llevaron al tanque de congelación.

—No podemos permitir que mate al hijo de Stagg —dijo Calthorp—. Si él ha muerto, su hijo vivirá.

—Si yo fuera tú no me preocuparía por la descendencia de Stagg —dijo Churchill.

Estaba pensando en Robín, congelada en el tanque. Al cabo de unos cincuenta años daría a luz a un hijo de Stagg.

—Está bien, no hay nada que podamos hacer para cambiar las cosas. Lo que ahora debe preocuparnos es Stagg.

La nave se elevó y se dirigió hacia el este. Pasó sobre una montaña, luego sobre una colina, otra y otra. Finalmente dieron con el lugar de la batalla.

Cadáveres de perros, ciervos y cerdos. Unas pocas figuras humanas. ¿Dónde se hallaban los numerosos muertos de los que les habían hablado?

La nave tocó tierra destrozando los árboles que crecían junto al sendero. Los hombres, armados con rifles, salieron de la nave y contemplaron la escena. Steinborg se quedó en el asiento del piloto.

—Creo —dijo Churchill— que los cadáveres de los caseylandeses han debido ser arrastrados entre los árboles. Probablemente han sido enterrados. Fíjate en que todos los cadáveres que hay aquí van vestidos a la manera de Deecee.

—Puede que hayan enterrado a Stagg —dijo Calthorp.

—Espero que no —contestó Churchill. Estaba triste. Su capitán, aquél que le había conducido con éxito en medio de innumerables peligros, se había ido. Sabía que tenía razones para no entristecerse por su muerte. Si Stagg estaba vivo, ¿no surgirían complicaciones cuando llegaran a Vega? Stagg no podría evitar interesarse por el hijo de Robín. Desearía interferir con todo lo que Churchill hiciera por el niño. Y a él, Churchill, le quedaría siempre la duda de si Robin consideraría a Stagg como algo más que un ser humano. ¿Qué sucedería si ella deseaba mantener su religión?

En aquel momento se oyó un silbido. No podía ser escuchado por los caseys porque estaba emitido a una frecuencia demasiado alta. Los astronautas llevaban en un oído un aparato que disminuía la frecuencia a la de un ruido audible, sin interferir en los sonidos normales.

Se acercaron, silenciosa pero rápidamente, a Al-Masyuni, que era quien había echo sonar el silbato. Allí, en medio de los árboles, vieron lo peor: una joven y cuatro hombres, allanando la tierra sobre lo que evidentemente era una fosa común. Churchill salió de entre los árboles y dijo:

—No se asusten. Somos amigos de Stagg.

Los caseylandeses se pusieron tensos, pero cuando Churchill repitió quiénes eran, se relajaron un poco. Sin embargo, mantuvieron sus manos sobre las armas.

Churchill avanzó unos pasos. Luego se detuvo y explicó quien era y el motivo por el que estaban allí.

Los ojos de la joven estaban enrojecidos y tenía el rostro cubierto de lágrimas. Cuando oyó a Churchill preguntar por Stagg, comenzó a llorar de nuevo.

—¡Está muerto! —sollozó—. ¡Si hubierais llegado un poco antes!

—¿Cuánto tiempo hace que ha muerto? —preguntó Churchill. Uno de los caseylandeses miró al sol.

—Hace casi una hora. Estuvo sangrando mucho largo tiempo.

—Está bien, Steinborg —dijo Churchill por su intercomunicador—. Envíanos un par de palas. Vamos a desenterrar a Stagg. Calthorp, ¿crees que existe alguna esperanza? —¿De que podamos resucitarle? Es casi absolutamente seguro. ¿De que podamos hacerlo sin que sufra su cerebro? De eso no hay ninguna posibilidad. Pero podemos reconstruir los tejidos dañados y ver qué pasa.

No les dijeron a los Caseys la verdadera razón de exhumar a Stagg. Sabían algo acerca del amor que Mary sentía por él y no deseaban despertar falsas esperanzas. Les dijeron que deseaban llevar a su capitán a las estrellas, donde él hubiera deseado ser enterrado.

Dejaron en la tumba los demás cadáveres. Se hallaban muy destrozados y hacía ya mucho tiempo que habían muerto.

Ya dentro de la nave, Calthorp, dirigiendo al delicado cirujano-robot, separó la base ósea de las astas del cráneo de Stagg y le levantó la tapa del cráneo.

Le abrieron el tórax y le implantaron electrodos en el corazón y en el cerebro. Le aplicaron una bomba de sangre a su sistema circulatorio. Después el cuerpo fue levantado por la máquina y colocado en un tanque lázaro.

El tanque fue inundado con biogel, una materia semejante a la jalea compuesta de células artificiales vivas. Estas procederían, en primer lugar, eliminando las células dañadas o descompuestas del cadáver, y remplazarían todo lo que hubiera sido deteriorado.

El corazón de Stagg comenzó a bombear bajo los estímulos eléctricos. La temperatura de su cuerpo comenzó a elevarse. Gradualmente, el color grisáceo de su piel se convirtió en su rosáceo saludable.

Habían transcurrido cuatro horas desde que el biogel comenzara a actuar. Calthorp estudió por centésima vez las indicaciones de los medidores y las ondas de los osciloscopios.

Finalmente dijo:

—Ya no es preciso mantenerle aquí por más tiempo.

Hizo girar un disco del panel de los instrumentos del cirujano robot y Stagg fue lentamente sacado del tanque. Se le depositó sobre una mesa, donde fue lavado. Le quitaron los electrodos del cerebro y del corazón, le cerraron el tórax, se le ajustó un casco de metal, sobre el que se en-insertó el cuero cabelludo, y se le cosió la piel.

A partir de entonces fueron los hombres los que se encargaron de él. Le llevaron a la cama y le acostaron. Durmió como un recién nacido.

Churchill salió fuera, donde aguardaban los caseylandeses. Se habían negado a entrar en la nave, poseídos por un temor supersticioso.

Los hombres hablaban en voz baja. Mary Casey se hallaba recostada contra el tronco de un árbol. Su rostro era una auténtica máscara griega de la tragedia.

Al oír a Churchill aproximarse levantó la cabeza y dijo en un tono inexpresivo: —¿Podemos irnos ahora? Desearía volver a estar con mi pueblo.

—Mary —dijo Churchill— puedes ir a donde desees. Pero antes querría decirte por qué te pedí que esperaras todas estas horas.

Mary escuchó sus planes de ir a Marte, aprovisionarse de combustible y luego dirigirse hacia Vega II para establecerse allí. En un principio, su rostro pareció perder algo de aquella expresión trágica, pero luego volvió a caer en la apatía.

—Me alegro de que tengáis algo en perspectiva —dijo—. Sin embargo, hay algo en ello que suena a blasfemo. Pero es algo que no me concierne. ¿Por qué me has contado todo eso?

—Mary, cuando dejamos la Tierra en el 2050, era una práctica común rescatar a los hombres de la muerte. No se trataba de magia negra ni de brujería, sino la aplicación de una serie de conocimientos…

Mary dio un salto y le tomó las manos. Los ojos le brillaban. —¿Significa eso que habéis devuelto a Peter la vida?

—Sí —dijo él—. Ahora duerme. Únicamente… —¿Únicamente qué?

—Cuando un hombre ha estado muerto tanto tiempo como lo ha estado él, su cerebro sufre un cierto e inevitable daño. Normalmente puede ser reparado. Pero, a veces, el hombre se convierte en un retrasado mental.

Ella dejó de sonreír.

—Entonces no lo sabremos hasta mañana. ¿Por qué no habéis esperado hasta entonces para decírmelo?

—Porque si no te lo hubiéramos dicho ahora te hubieras ido a tu casa. Y hay algo más.

Todos los hombres que estamos en la Terra sabemos lo que puede suceder si muere y es resucitado. Todos, excepto Sarvant, estamos de acuerdo en que si alguien sale del lázaro con el cerebro muy dañado habrá de ser muerto de nuevo, para siempre. Ningún hombre desea vivir sin inteligencia.

—¡Matarle puede ser un pecado terrible! —dijo ella—. ¡Sería un asesinato!

—No voy a perder tiempo discutiendo esto contigo —dijo Churchill—. Solo deseo que sepas lo que puede suceder. Sin embargo, si te sirve de consuelo, te diré que cuando estábamos en el planeta Xixa, Al-Masyuni murió. Una planta venenosa que lanzaba pequeños dardos mediante aire comprimido le alcanzó por dos veces. Murió instantáneamente, y entonces la planta se abrió y salieron unos veinte insectos enormes, de medio metro de largo y armados de grandes pinzas. Parece ser que intentaban llevar el cuerpo de Al-Masyuni dentro de la planta, donde todos, incluida la planta, participarían del festín.

»Atacamos a los insectos con rifles de fuego y a la planta con granadas. Después llevamos el cuerpo de Al-Masyuni a la nave y lo resucitamos. No sufrió ningún daño ni físico ni mental. Pero el caso de Stagg es algo diferente.

—¿Podré verle por la mañana? —preguntó ella.

—Para bien o para mal.

La noche transcurrió lentamente. Ni los astronautas ni Robín durmieron; los caseylandeses, en cambio, se distribuyeron entre los árboles y roncaron ruidosamente.

Alguno de la tripulación preguntó a Churchill por qué no seguían adelante con sus planes en vez de esperar a que despertara Stagg. Podían gasear un pueblo o dos, poner más niños y mujeres en hibernación y emprender la ruta hacia Marte.

—Es a causa de esa chica —dijo Churchill—. Stagg puede desear que la llevemos con nosotros.

—Pues pongámosla en el tanque también, pero ahora mismo —dijo Yastzhembski—. No tiene sentido ser delicados con sus sentimientos mientras estamos raptando montones de mujeres y niños.

—No los conocemos. Y a los niños y a las mujeres de los Pant-Elf les estamos haciendo un favor sacándoles de esc mundo salvaje. Pero a ella la conocemos, y sabemos que ella y Stagg iban a casarse. Esperaremos y veremos lo que dice Stagg sobre ello.

Al fin amaneció. Los hombres desayunaron. Calthorp señaló el momento.

—Ahora —dijo. Tomó una jeringuilla hipodérmica, la introdujo en uno de los fuertes bíceps de Stagg, vació su contenido y luego la retiró.

Entretanto, Churchill había ido a buscar a Mary Casey para decirle que Stagg despertaría enseguida. Su amor por Stagg quedó demostrado por el hecho de que tuviera el valor de entrar en la nave. No levantó la vista mientras recorría los corredores, llenos de lo que para ella debían de ser instrumentos diabólicos. Mantuvo su mirada fija en la espalda de Churchill.

Cuando se halló junto a Stagg parpadeó.

Stagg musitaba algo. Sus párpados se agitaron, para volverse a cerrar de nuevo.

Respiraba profundamente.

Calthorp dijo con voz profunda: —¡Despierta, Pete!

Golpeó ligeramente la mejilla de su capitán.

Stagg abrió los ojos. Los fue mirando a todos, a Calthorp, a Churchill, a Steinborg, a AlMasyuni, a Lin, a Yastzhembski, a Chandra; su mirada reflejaba perplejidad. Cuando vio a Mary Casey quedó desconcertado.

—¿Qué diablos ha sucedido? —dijo, intentando imprimir al tono de su voz un aspecto apero, sin lograr más que graznar—. ¿He estado inconsciente? ¿Estamos en la Tierra? ¡Tenemos que estar en la Tierra! De otra forma, esa mujer no estaría a bordo. A menos que vosotros, donjuanes, la hayáis tenido escondida todo este tiempo.

Fue Churchill el primero en darse cuenta de qué le pasaba al capitán.

—Capitán —dijo—, ¿qué es lo último que recuerdas? —¿Lo último que recuerdo? ¿Por qué me lo preguntas? Sabes perfectamente lo que había ordenado antes de caer inconsciente. ¡Descender sobre la Tierra, por supuesto!

Mary Casey se puso histérica. Entre Churchill y Calthorp la sacaron de la habitación y este último le dio un sedante. Ella quedó adormecida a los cinco minutos. Calthorp y el primer oficial se dirigieron a la sala de control.

—Es demasiado pronto para estar seguros —dijo Calthorp—, pero no creo que haya sufrido pérdida de inteligencia. No es idiota; pero la parte de su cerebro que contenía el recuerdo de los últimos cinco meses ha quedado destruida. Ha quedado arreglado y está tan bien como siempre. Pero el contenido memorístico ha desaparecido. Para él acabamos de regresar de Vixa y nos disponemos a descender a la Tierra.

—Yo también lo creo así —dijo Churchill—. Ahora bien, ¿qué vamos a hacer con Mary Casey?

—Explicarle la situación y dejarle que decida por sí misma. Puede desear intentar que se enamore de ella.

—Tendremos que contarle lo de Robin, y lo de Virginia. Puede que no le guste.

—Ahora no es el mejor momento —dijo Calthorp—. La despertaremos y después hablaremos con ella. Ahora no tenemos tiempo de andar convenciéndola.

Partieron.

Churchill ocupó pensativo la silla del piloto. Se preguntaba qué les depararía el futuro.

Lo que era seguro es que los acontecimientos no les aburrirían. El tendría bastantes problemas privados, pero por nada del mundo querría estar en el pellejo de Stagg. ¡Ser padre de cientos de niños en la orgía más salvaje que un hombre pudiera soñar, por muy inocente que se fuera de ello, resultaba abrumador! ¡Ir a Vega II y allí encontrarse con dos hijos de diferentes mujeres… y quizá de una tercera, si Mary Casey se decidía a ir con ellos! ¡Enterarse de lo que le había pasado… y sin embargo, ser incapaz de imaginárselo, quizás incluso no creérselo aunque una docena de testigos le jurasen que era cierto!

Tendría problemas que serian consecuencia de cosas que no recordaba, problemas que harían que todos le echaran la culpa a él en las inevitables disputas matrimoniales.

No, pensó Churchill, no desearía ser Stagg. Estaba contento de ser Churchill, pese a que iba a pasarlo bastante mal cuando Robin diera a luz.

Levantó la vista. Calthorp había regresado.

—¿Cuál ha sido la decisión? —preguntó Churchill.

—No sé si reír o llorar —dijo Calthorp—. Mary viene con nosotros.