Mary Casey salió corriendo de entre los árboles, con las manos levantadas. Al llegar junto a Poderoso le echó los brazos al cuello y comenzó a besarle, llorando.
—¡Oh, primo, creí que nunca volvería a verte!
—¡Gracias a la Madre, estás salva! —dijo él—. De modo que todo lo que nos contó este cornudo era verdad, ¿eh? —La separó, mirándola atentamente—. ¿O te ha hecho algún daño? —¡No, no! No me ha tocado. Se ha comportado como un verdadero diradah todo el tiempo. Y no es un adorador de Columbia. Jura por Dios y por su Hijo. Lo he oído muchas veces. Y tú sabes que ningún deeceeano haría eso.
—Hubiera deseado saber eso antes —dijo Poderoso—. Hubiera podido evitarse que dos hombres murieran por nada.
Se volvió hacia Stagg.
—Si lo que ella dice es cierto, amigo, no hay razón para que continuemos el juego.
Aunque si insistes en ello, lo haremos. Stagg arrojó lo que quedaba de su bate al suelo y dijo:
—Mi intención era ir a Caseyland y pasar allí el resto de mi vida.
—¡No hay tiempo para hablar! —dijo Mary—. ¡Tenemos que irnos de aquí! ¡Rápido! Me subí a un árbol para ver mejor el lugar donde me encontraba y he visto una jauría de perros del diablo y a un grupo de hombres y mujeres montados sobre ciervos tras ellos. Y junto a los jinetes, cerdos de la muerte.
Los Casey palidecieron.
—¡Cerdos de la muerte! —dijo Poderoso—. Alba está entre ellos. Pero, ¿qué es lo que está haciendo aquí? Mary señaló a Stagg.
—Deben saber que él se encuentra en este área y están siguiéndole la pista. Se acercan muy deprisa.
—Nos hemos metido en un buen lío —dijo Poderoso—. En teoría no deberían hacernos daño, puesto que llevamos un salvoconducto. Pero con Alba nunca se sabe. Ella está por encima de cosas tales como tratados.
—Sí —dijo Mary— pero, aun en el caso de que a vosotros no os hagan nada, ¿qué pasará con Peter… y conmigo? Yo no estoy incluida en el salvoconducto.
—Puedo daros un par de ciervos para que os dirijáis hacia el río Housatonic; si lográis cruzarlo, estaréis salvados. Allí hay una fortaleza. Pero Alba os daría alcance.
En su rostro apareció una mueca de intensa concentración. Luego dijo:
—Solo podemos hacer una cosa honrosa. No vamos a dejar que dos creyentes caigan en manos de Alba. ¡Especialmente cuando uno de ellos es mi prima!
»¡Muy bien, muchachos! ¿Qué decís vosotros? ¿Nos olvidamos del salvoconducto y luchamos por estos dos? ¿O nos escondemos como cobardes en el bosque?
—¡Vivimos como Caseys y moriremos como Caseys! —dijo al unísono todo el equipo.
—De acuerdo, lucharemos —dijo Poderoso—. Pero antes daremos una carrera. ¡Les costará conseguir nuestra sangre!
En aquel momento se escucharon los ladridos de la jauría. —¡A vuestras monturas! ¡Vamos!
Mary y Stagg desataron los bultos que sostenían sus ciervos, subieron a los desnudos lomos de las bestias y tomaron las riendas.
—Las mujeres que vayan delante —dijo Stagg—. Nosotros iremos un poco más atrás.
Mary miró con desesperación a Stagg.
—Si él se queda detrás, yo me quedaré con él.
—No hay tiempo para discusiones —dijo Poderoso—. Iremos juntos.
Comenzaron a galopar por el abrupto sendero. Tras ellos, los ladridos sonaban cada vez más cerca. Los fugitivos apenas habían dejado la pradera cuando el primero de los sabuesos salió de entre los árboles. Stagg, al mirar atrás, vio un gran perro que parecía una mezcla de galgo y lobo. Su cuerpo era blanco como la nieve y sus lobunas orejas, rojizas. Tras él venía una jauría de unos veinte perros semejantes.
Después estuvo bastante ocupado en guiar al ciervo sobre el abrupto sendero como para echar muchas más miradas atrás. Ño le hizo falta obligar al animal a desarrollar el máximo de su velocidad: el ciervo estaba tan aterrorizado que ya lo hacía por su propia voluntad.
Medio kilómetro más adelante volvió a lanzar otra rápida mirada atrás. Entonces vio a una veintena de jinetes. A la cabeza de todos ellos, sobre un ciervo blanco con las astas pintadas de color escarlata, iba una vieja mujer desnuda. Llevaba solamente un alto sombrero cónico de color negro y una serpiente viva en torno a su cuello. Sus blancos y largos cabellos flotaban tras ella, y sus pechos, fláccidos y colgantes, se agitaban a cada movimiento de su montura.
Sólo aquella mujer bastaba asustar a cualquier hombre. Pero, además, junto a los jinetes corría una piara de cerdos. No eran los gruesos animales que se crían para carne.
Eran altos, de patas esbeltas, aptos para correr. Eran negros, con los colmillos pintados de escarlata, y lanzaban agudos chillidos mientras corrían.
Stagg volvió la cabeza al oír un golpe, seguido del grito de dolor de un ciervo frente a él.
Había dos ciervos por el suelo, y junto a ellos estaban sus jinetes. Lo peor había sucedido. El animal que montaba la mascota había caído dentro de un hoyo.
Y Mary, que iba justamente tras ella, no había sido suficientemente rápida para esquivarlo.
Stagg frenó su ciervo y saltó al suelo.
—Mary, ¿estás bien? —gritó.
—Un poco contusionada —le respondió ella—. Pero creo que el ciervo de Katie se ha roto una pata. Y el mío ha escapado.
—Súbete a la grupa del mío —dijo—. Otro puede llevar a Katie. Poderoso, que estaba junto a Katie, se dirigió a Stagg.
—No puede mover las piernas. Creo que se ha roto la espalda. Katie debió oírle, porque comenzó a gritar: —¡Qué alguien me mate! ¡No deseo cometer el pecado de hacerlo yo misma! Pero si alguien me mata, estoy segura de que será perdonado. ¡Incluso la Madre preferiría eso a que cayera en manos de Alba!
—Nadie va a matarte, Katie —dijo Poderoso—. Al menos, mientras alguno de nosotros esté vivo para defenderte. Dio unas órdenes y el resto de los jinetes desmontaron.
—Formad dos filas —les dijo—. Los perros nos atacarán primero. Utilizad las espadas contra ellos. Luego vuestros venablos contra los que vengan después, sean animales o personas.
Sus hombres tuvieron el tiempo justo de situarse frente a las dos mujeres cuando aquellos diablos de perros se les echaron encima. Los perros eran unas bestias entrenadas para matar. Saltaron en el aire para lanzarse sobre las gargantas de los defensores.
Durante un momento se produjo una gran confusión, cuando los perros cayeron sobre los hombres. Pero a los dos minutos, todo había pasado. Cuatro de los perros, heridos de muerte, huyeron a esconderse entre los árboles para morir. El resto había muerto, con las cabezas medio separadas del tronco o las piernas cortadas.
Uno de los Casey, con la garganta destrozada, había muerto. Otros cinco habían sufrido mordeduras, pero podían manejar todavía sus armas.
—¡Allí llegan los otros! —gritó Casey—. Reorganizad las filas y preparaos para lanzar las flechas.
Pero los jinetes estaban conteniendo sus cabalgaduras. La bruja del pelo blanco que iba a la cabeza, gritó con voz fina y clara:
—¡Hombres de Caseyland! ¡No venimos por vosotros! ¡Entregadnos al Rey Astado, y todos los demás, incluida la joven que era nuestra prisionera, podréis volver sanos y salvo a vuestro país! ¡Si no lo hacéis, lanzaré contra vosotros a mis cerdos mortíferos… y todos moriréis!
—¡Vete al diablo! —rugió Poderoso—. ¡Estoy seguro de que eres la única que podría encontrarlo, vieja cabra seca y maloliente!
Alba aulló de rabia. Se volvió hacia sus sacerdotes y sacerdotisas e hizo una señal con la mano.
Ellos soltaron las correas de los enormes cerdos.
—¡Utilizad las flechas contra ellos! —gritó Poderoso—. ¡Habéis cazado cerdos salvajes desde que tuvisteis edad de sostener un arco! ¡No permitáis que el pánico se apodere de vosotros!
A Stagg le dijo:
—Tú usa la espada. He visto cómo luchaste contra los perros. Eres más fuerte y veloz que nosotros… lo suficientemente fuerte como para utilizar la espada incluso contra un jabalí… ¡Bien, muchachos, preparados! ¡Ahí llegan!
Poderoso clavó su venablo en la garganta de un enorme jabalí. El jabalí cayó por tierra.
Pero una cerda enorme que estaba junto a él cargó contra Poderoso. Stagg saltó sobre el cadáver del cerdo muerto y asestó a la cerda un golpe de espada con tal fuerza que le cortó la espina dorsal justo a la altura del cuello.
Después repitió lo mismo sobre otra cerda que había golpeado a un hombre y estaba destrozando sus piernas con los colmillos.
Oyó a Mary gritar. Le había clavado una jabalina a un cerdo en el costado. El cerdo no estaba mal herido, pero sí encolerizado, y se disponía a cargar contra ella. La joven estaba agarrada al venablo. El cerdo y ella daban vueltas en círculo; el juego iba a acabar cuando ello no pudiera seguir sujetándolo y cayera al suelo.
Stagg gritó y dio un salto en el aire. Cayó con los dos pies en el lomo del animal, cuyas patas se doblaron con el impacto. Luego Stagg rodó hasta el suelo. El cerdo se recobró con extraordinaria rapidez y se lanzó contra Stagg. Este le clavó la espada en la boca hasta la garganta.
Se incorporó y se aseguró de que Mary, aunque aterrorizada, no estaba herida.
Entonces vio que otro cerdo estaba atacando a Katie. El Casey encargado de protegerla estaba por los suelos, gritando a causa de sus piernas destrozadas y sus costillas que le salían por su carne rasgada.
Stagg llegó demasiado tarde para ayudar a Katie. Cuando cortó con su espada la yugular de la bestia, Katie ya estaba muerta.
Hizo un rápido examen de la situación.
Era mala. Los dieciséis caseylandeses que habían sobrevivido al ataque de los perros habían quedado reducidos a diez. Y de los diez, solo cinco se mantenían en pie.
Stagg ayudó a los Caseys a acabar con tres cerdos más. Lo que quedaba de las veinte bestias, cuatro cerdos heridos, corrían tambaleándose hacia los árboles.
Poderoso gritó:
—Ahora cargará Alba. Y estamos perdidos. Pero deseo decir, Stagg, que ésta es una lucha que se recordará por mucho tiempo en Caseyland.
—¡Ellos no van a matar a Mary! —gritó Stagg. Sus ojos tenían una expresión salvaje, de su rostro había desaparecido todo rastro de humanidad. Estaba poseído. Pero no eran mujeres lo que deseaba, sino sangre.
Se volvió hacia el grupo de Alba. Se estaban situando en filas de seis, con sus largos venablos destellando a la luz del sol.
—¡Alba! —aulló, y corrió hacia ella.
Al principio, ella no le vio, pero cuando los que la rodeaban le advirtieron da su presencia, espoleó su ciervo blanco para enfrentársele.
—¡Te voy a matar, vieja bruja! —gritó. Agitaba su espada en grandes círculos sobre su cabeza—. ¡Voy a mataros a todos!
Y a continuación sucedió algo extraño. Los sacerdotes y las sacerdotisas habían sido imbuidos desde la infancia a considerar al Héroe Solar como a un semidiós. Ahora se encontraban en una situación anormal. Estaban siendo conducidos por la Diosa-Muerte, que era invencible. Pero también se les pedía que atacaran a un hombre acerca del cual su religión les decía que era invencible. Todos los mitos relativos al Héroe Solar subrayaban su seguro triunfo sobre sus enemigos. Uno de los mitos relataba incluso su victoria sobre la muerte.
Además, habían presenciado cómo había dado muerte a los perros del diablo y a los cerdos de la muerte, animales sagrados para Alba, y habían comprobado su habilidad sobrehumana y su terrible ataque con la espada. Así pues, cuando la encarnación de la Diosa-Muerte ordenó que tomaran la espada y cargaran contra el Rey Astado, dudaron.
Su duda no les inmovilizó más que unos segundos; pero fue el tiempo suficiente para que Stagg alcanzara a Alba.
Lanzó un tajo contra el venablo de Alba y lo cortó por la mitad, de forma que la parte metálica cayó al suelo. Al mismo tiempo, el ciervo que ella montaba dio un respingo.
Alba cayó de espaldas.
Cayó de pie, como un gato. Por un momento tuvo la oportunidad de correr a refugiarse entre sus compañeros, porque su ciervo se interponía entre ella y Stagg. Luego, él agitó la espada y el ciervo huyó. Durante un segundo, Stagg se quedó mirando sus pálidos ojos azules. Vio una mujer alta, vieja, vieja, vieja. Parecía como si tuviera doscientos años, de lo arrugado y seco que era su rostro. Tenía largos cabellos blancos, y en su barbilla y en su labio superior el vello blanco parecía leche. Sus ojos parecían haber visto pasar generaciones de hombres y su aspecto pétreo decía que vería aún más. ¡Era la Propia Muerte!
Stagg sintió frío, como si se estuviera enfrentando al inevitable destructor.
El reptil, retorciéndose en torno al cuello de la vieja, añadía una nota adicional de fatalidad.
Luego se sobrepuso, pensando que, al fin y al cabo, no era más que un ser humano.
Cargó contra ella. No llegó a alcanzarla.
La cara de ella se contrajo de dolor. Se llevó las manos al pecho y cayó fulminada por un ataque al corazón.
Corrió el pánico entre sus seguidores, un pánico del cual Stagg sacó ventaja. Corrió a situarse entre ellos y comenzó a golpear a diestro y siniestro. Iba ciego, sin inmutarse por los tajos que le daban con las puntas de sus lanzas. Se lanzó contra jinetes y animales.
Los ciervos se encabritaban y echaban por tierra a sus jinetes, y entonces Stagg acababa con ellos antes de que pudieran ponerse en pie.
Por un momento pareció como si fuera a acabar con todo el grupo. Había matado o herido por lo menos a diez. Luego, uno de los jinetes dirigió su cabalgadura directamente hacia Stagg. La vio en el momento en que se encontró junto a él.
Vio el adorable rostro de Virginia, la que en otro tiempo fuera la virgen mayor de Washington, la mujer del cabello color de miel, la nariz delicadamente curvada, los labios rojos como la sangre y los senos firmes. Ahora estaban cubiertos, porque llevaba en su seno a su hijo; solo faltaban cuatro meses para que naciera y todavía montaba en ciervo.
Stagg había levantado su espada para golpearla.
Luego, al reconocerla, y ver que llevaba en su seno a su hijo, quedó paralizado.
Ella tuvo el tiempo suficiente. Manteniendo su bello rostro frío y sin expresión extrajo su espada. El filo cortó el aire y luego seccionó el asta de Stagg. Ese fue el fin para Peter Stagg.