XV

—¡No! —exclamó ella—. No puedo. Y aunque pudiera, ¿no te das cuenta que nos pondrías en peligro volviendo allí? Esas mujeres se lo dirán a sus hombres cuando vuelvan, y la sacerdotisa de Vassar será informada. Y entonces los tendremos tras nuestra pista. Puedes estar seguro de que nos capturarán si saben que estamos en esta zona.

—Tienes razón —admitió él—. Pero no puedo aguantar. He comido demasiado. Se trata de esas dos mujeres o de ti.

Mary enrojeció de la cabeza a los pies. Parecía como si estuviera a punto de hacer algo que detestaba pero que debía ser hecho.

—Si te das la vuelta un momento —dijo ella— creo que podré resolver tu problema.

Estáticamente, él dijo:

—Mary, ¿realmente…? ¡No sabes lo que esto significa para mí!

El se volvió, y, a pesar de su casi insoportable placer anticipado, tuvo que sonreír.

Cuan propio de ella ser tan pudorosa con respecto a desnudarse, incluso antes de ir a acostarse con él.

La oía moverse tras él. —¿Puedo volverme ya?

—Todavía no —respondió ella—. Aún no estoy lista. El la oyó aproximarse y preguntó impaciente: —¿Ya estás lista? ¿Puedo volverme ya?

—Todavía no —contestó ella justo detrás de él.

—No puedo esperar mucho más…

Algo le golpeó con fuerza en la nuca. Perdió el conocimiento.

Cuando se despertó encontró sus brazos y piernas atados fuertemente. La cabeza le dolía. Evidentemente, ella le había golpeado con una gran piedra.

Al verle abrir los ojos, ella dijo:

—Lo siento muchísimo, Peter. He tenido que hacerlo. Si hubieras puesto a los deeceeanos tras nuestra pista no hubiéramos podido escapar.

—Hay dos botellas de whisky en el saco —dijo él—. Apóyame contra un tronco de árbol y pon una botella en mis labios. Quiero bebérmela entera. En primer lugar, porque necesito algo para mitigar este dolor de cabeza. En segundo lugar, porque si no bebo hasta quedar inconsciente me volveré loco de frustración. Y en tercer lugar, porque quiero olvidar la clase de ser desalmado que eres.

Ella no replicó, pero hizo lo que le pedía, manteniendo la botella junto a su boca, y apartándola de vez en cuando para que no se atragantara.

—Lo siento, Peter.

—¡Al infierno contigo! —exclamó él—. ¿Por qué he tenido que tropezar con alguien como tú? ¿Por qué no podría haber huido con una mujer de verdad? Sigue dándome whisky.

En un par de horas se había bebido dos tercios de su provisión. Permaneció sentado tranquilo durante unos segundos, con los ojos fijos al frente, y luego se quedó dormido.

A la mañana siguiente, al despertarse, vio que estaba desatado. No hizo comentario alguno. Se limitó a mirar como ella ponía su ración delante de él, y después del desayuno, durante el cual bebió mucha agua, empezaron a caminar hacia el este en silencio.

Hacia media mañana Mary habló:

—No hemos visto ninguna granja en las últimas dos horas. Y el bosque se está aclarando y la tierra volviéndose más rocosa. Estamos en los páramos que hay entre Deecee y Caseyland. Hemos de tener más cuidado que nunca, pues podríamos encontrarnos con grupos de guerrilleros de algunas de las dos naciones.

—¿Qué hay de malo en encontrarse con tu gente? —preguntó Stagg—. ¿Acaso no es a ellos a quienes estamos buscando?

—Podrían atacar primero e identificarnos después —dijo Mary con nerviosismo.

—De acuerdo —dijo él—. Pero dime, Mary, ¿estás segura de que no me tratarán como a un cautivo de Deecee? Después de todo, este cuerno los pondrá en mi contra.

—No después de que les cuente que has salvado mi vida y que no eres un Héroe Solar por tu voluntad. Aunque, por supuesto…

—Por supuesto, ¿qué?

—Tendrás que someterte a una operación. No sé si mi pueblo tiene la experiencia médica suficiente para quitarte el cuerno sin matarte, pero tendrás que correr ese riesgo.

De lo contrario, no habría más remedio que encerrarte, y eso te volvería loco. No se te puede dejar suelto en estas condiciones. Y, naturalmente, yo no podría casarme contigo mientras tuvieras ese cuerno. Y, además, tendrás que ser bautizado según nuestro ritual.

Yo no me casaría con un infiel. No podría hacerlo aunque quisiera, ya que matamos a los infieles.

Stagg no sabía si rugir de rabia, echarse a reír o llorar de pena. En consecuencia, no expresó emoción alguna. En lugar de ello, habló con suavidad.

—No recuerdo haberte pedido que te cases conmigo.

—Oh, pero eso no es necesario —replicó ella—. Es suficiente que hayamos pasado una noche juntos y solos. En mi país eso significa que un hombre y una mujer deben casarse. De hecho, suele ser una de las formas de anunciar un compromiso.

—Pero no hemos hecho nada que justifique un casamiento forzoso —replicó él—. Tú eres todavía virgen, al menos que yo sepa.

—¡Por supuesto que lo soy! —exclamó ella—. Pero eso no cambia las cosas. Se da por hecho que un hombre y una mujer que pasan la noche juntos han de sucumbir a la debilidad de la carne, por fuerte que sea su voluntad. Es decir, a no ser que sean santos.

Y si fueran santos, no habrían permitido que se produjera una tal situación.

—Entonces, ¿por qué maldita razón has puesto tanto empeño en ser una buena chica? —exclamó él—. Si de todas formas van a pensar que lo hiciste, ¿por qué lo has evitado?

—Porque no me importa lo que piense la gente. Lo que cuenta es lo que la Madre ve.

—A veces eres tan gazmoña que me dan ganas de apretar tu lindo cuellecito. He estado sufriendo agonías de frustración hasta un punto que no puedes ni imaginar, mientras que tú podrías haber aliviado mi sufrimiento sin detrimento moral para ti.

—No tienes por qué enfadarte —dijo ella—. Después de todo, no hubiera sido como en casa, donde nos habríamos casado al poco tiempo. Dadas las circunstancias, no puedo estar segura de que no vayas a morir antes de que podamos casarnos. Y en ese caso, yo habría pecado. Además, no estás en condiciones normales. Tienes ese cuerno. Eso le da al caso un giro especial. Estoy segura de que hará falta un experto sacerdote para aclarar todas las complejidades del caso.

Stagg se agitó con rabia.

—¡Todavía no hemos llegado a Caseyland! —dijo. Llegó la mañana. Stagg comió mucho más de lo normal.

Mary no dijo nada, pero se mantuvo alerta. Cada vez que él se acercaba, ella se apartaba. Recogieron sus bártulos y prosiguieron su camino. Evidentemente, Stagg estaba empezando a sentir el efecto de la comida. La parte carnosa del asta empezó a ponerse erecta. Sus ojos brillaban, a la vez que emitía gruñiditos de placer.

Mary empezó a quedarse atrás. El estaba tan afectado por la oleada de deseo que le iba invadiendo que no se dio cuenta. Cuando estuvo a unos veinte metros tras él, Mary corrió a ocultarse entre la maleza. Stagg caminó otros veinte metros antes de volverse y darse cuenta de que se había ido. Entonces rugió y corrió en pos de ella a través del bosque, perdiendo toda precaución y gritando su nombre.

Encontró su rastro en una capa de hojas aplastadas, la siguió por una pequeña ensenada, cruzó la ensenada y entró en un robledal. Allí perdió el rastro. Al otro lado había un ancho prado.

Ante él aparecieron una docena, o más, de espadas, tras cada una de las cuales: había un caseylandés de hosca cara. Y tras ellos una joven de unos veinte años.

La joven iba vestida con ropas semejantes a las que llevaba Mary cuando estaba en la jaula. Era una mascota. Los hombres vestían el mismo uniforme rojo del campeón caseylandés de béisbol. Había un algo incongruente en sus trajes. En vez de altos gorros, llevaban sombreros de plumas como el de un almirante.

Tras ellos, veinte ciervos, para el grupo, para la mascota y para transportar los víveres y el equipo.

Su jefe, que ostentaba el título de «Poderoso», como todos los capitanes de Caseyland, era un hombre alto de rostro alargado, con una mejilla abultada por un buen bocado de tabaco.

Le gritó salvajemente a Stagg. —¡Así que aquí tenemos al Viejo Cornudo! ¿Esperabas encontrar carne joven? Pues en vez de eso has topado con el amargo filo de una espada. ¿Disgustado, monstruo? No lo estés. Te vamos a proporcionar el abrazo de una mujer… solo que sus brazos son delgados y huesudos y sus pechos nacidos y arrugados, y su aliento huele a tumba abierta.

—No seas tan condenadamente melodramático, Poderoso —gruñó uno de los hombres—. Colguémosle aquí mismo. Hay que llegar a Poughkeepsie para el partido.

Fue entonces cuando Stagg comprendió qué estaban haciendo allí. No era una partida de guerra, sino un club de béisbol que había sido invitado a competir en Deecee. Como tal, poseían un salvoconducto que les salvaría del peligro de caer en una emboscada.

Además, el salvoconducto implicaba la promesa de no agredir a ningún deeceeano con el que pudieran encentrarse.

—Dejaos de linchamientos —dijo Stagg al capitán—. De acuerdo con las normas, no podéis dañar a ningún habitante de Deecee a menos que sea en defensa propia.

—Eso es cierto —dijo el capitán—. Pero sucede que nos hemos enterado de cosas por nuestros espías. Nos hemos enterado de que tú no eres nativo de Deecee; por ello, la promesa que implica nuestro salvoconducto no reza contigo.

—Pero entonces, ¿por qué colgarme? —preguntó Stagg—. Si no soy de Deecee tampoco soy vuestro enemigo. Dime, ¿no has visto a una mujer que corría delante de mí?

Su nombre es Mary Casey. Ella te dirá que debo ser tratado como un amigo.

—Vaya cuento —dijo el hombre que había propuesto colgar a Stagg—. ¡Tú eres uno de esos hombres con cuernos poseídos por el diablo! Eso es suficiente para nosotros.

—¡Cállate, Lonzo! —dijo Poderoso—. Aquí el capitán soy yo.

Luego, dirigiéndose a Stagg, dijo:

—Ahora desearía haber acabado contigo antes de que abrieras la boca. No hubiera habido ningún problema. Pero me gustaría oír algo más acerca de esa Mary Casey. —Súbitamente preguntó—: ¿Cuál es su apellido completo?

—Voy-Con-Destino-Al-Paraíso —respondió Stagg.

—Sí, es el nombre de mi prima. Pero el hecho de que conozcas su nombre no prueba nada. A ella la han llevado contigo a lo largo de la Gran Ruta. Tenemos un buen sistema de espionaje, y sabemos que tú y ella desaparecisteis juntos. Y también que esas brujas te sustituyeron por otro Rey Astado y luego enviaron partidas secretas para buscarte.

—Mary se encuentra por aquí cerca, en estos bosques —dijo Stagg—. Búscala y ella verificará que la ayudé a escapar a su país.

—¿Y qué hacíais los dos separados? —preguntó Poderoso suspicazmente—. ¿Por qué corríais?

Stagg no respondió. Poderoso dijo:

—Lo que pensaba. No hace falta más que mirarte para saber que la estabas persiguiendo. Te diré una cosa, Rey Astado. Voy a hacerte un favor. En otras circunstancias, primero te hubiera asado a fuego lento, luego te hubiera arrancado los ojos y te los hubiera hecho tragar. Pero tenemos un partido pendiente y no hay tiempo que perder, de modo que tendrás una muerte rápida. ¡Atadle las manos, muchachos, y ahorcadle!

Lanzaron una soga sobre la rama de un roble y le pasaron un nudo corredizo por la garganta. Dos hombres le sujetaban por los brazos mientras un tercero le ataba las manos. No opuso resistencia, aunque hubiera podido deshacerse de ambos con facilidad.

—¡Esperad! —dijo—. Os desafío a jugar un juego siguiendo las reglas de Uno contra Cinco, ¡y pongo a Dios por testigo de que os he desafiado!

—¿Qué? —exclamó Poderoso asombrado—. ¡Por amor de Columbus, estamos retrasados! Además, ¿por qué habríamos de aceptar el reto? No sabemos si eres de nuestra alcurnia. Nosotros somos diradah, tu lo sabes, y no aceptaríamos un reto de un shethed. Es impensable.

—No soy un shethed —replicó Stagg, utilizando su mismo terminología—. ¿Has oído alguna vez que un Héroe Solar no sea un aristócrata?

—Cierto —respondió Poderoso. Luego, dirigiéndose a sus compañeros, dijo—: Está bien, muchachos. Desatadle. Esperemos que el juego no se prolongue demasiado.

Aquel reto le imposibilitó para ahorcar a Stagg. Era un caballero, y, como tal, arrogante, que no vacilaría en arrollar a cuantos shetheds se pusieran en su camino mientras cabalgaba. Pero poseía un código de honor y no pensaría ni remotamente en romperlo.

Especialmente tras haber puesto Stagg a su Dios por testigo.

Los primeros cinco jugadores que intervendrían se quitaron sus emplumados gorros de almirante y los sustituyeron por gorros picudos. Sacaron su equipo de unas bolsas que colgaban de sus cabalgaduras y comenzaron a desplegar un rombo sobre el cercano prado. De una bolsa de cuero extrajeron un polvo blanco que vertieron para marcar los senderos entre plataforma y plataforma, y entre éstas a la plataforma donde estaba el recinto del lanzador. Dibujaron un estrecho cuadrado en torno a cada plataforma para que, según las. muy alteradas normas del Uno i contra Cinco, Stagg pudiera batear desde cualquiera de las bases a lo largo del juego. Dibujaron un cuadrado algo más grande para el lanzador.

—¿Estás de acuerdo en que nuestra mascota sea el árbitro? —preguntó Poderoso—. Puede jurar ante la Madre que no se pondrá de nuestra parte. Si incumple las reglas, será golpeada… o algo peor. La dejaremos estéril.

—No tengo mucho donde elegir —respondió Stagg, levantando el bate de latón que le habían dado—. Por lo que a mí respecta, estoy preparado.

Su deseo salvaje de mujeres había desaparecido, sublimado en el deseo de derramar la sangre de aquellos hombres.

La mascota, con una máscara de hierro y un uniforme acolchado, ocupó su lugar tras el lanzador. —¡Preparado el lanzador!

Stagg aguardó a que Poderoso lanzara la pelota. Poderoso estaba solo a treinta y nueve metros de distancia, sosteniendo la fuerte pelota de cuero con los cuatro clavos de hierro. Echó una ojeada a Stagg, agitó el brazo y lanzó la pelota.

La pelota se enfiló rápida como una bala de cañón hacia la cabeza de Stagg. Iba tan derecha que parecía imposible que un hombre de reflejos normales pudiera eludirla.

Stagg, sin embargo, flexionó las rodillas. La pelota pasó a una pulgada de su cabeza.

—¡Pelota uno! —gritó la mascota en voz alta y clara.

El «catcher» no hizo esfuerzo alguno por coger la pelota. En este juego su labor consistía en devolverle la pelota al lanzador. Por supuesto, también guardaba la casa e intentaría atrapar la pelota con su inmenso guante acolchado si Stagg intentara correr a casa.

Casey agitó de nuevo el brazo, apuntando esta vez al tórax de Stagg.

Stagg blandió el bate y se oyó un ruido metálico que contrastaba de forma extraña con el golpe seco que se hubiera esperado. —¡Golpe uno!

El «catcher» devolvió la pelota. El lanzador hizo una finta y súbitamente lanzó la pelota.

Stagg estuvo a punto de ser alcanzado. Apenas tuvo el tiempo justo de golpear la pelota con su bate. La pelota quedó unos instantes pegada a él, con uno de los clavos incrustado en el latón.

Stagg corrió hacia la primera base, sosteniendo el bate, de acuerdo con las reglas, que lo permitían en el caso de que la pelota quedara clavada en el bate. Casey corrió tras él, esperando que la pelota se desprendiera en algún momento. De lo contrario, en el caso de que Stagg alcanzara la segunda base llevando la pelota consigo, pasaría a ser el lanzador y Casey el bateador.

Cuando estaba a mitad de camino de la primera base, la pelota cayó.

Stagg corrió como el ciervo que parecía, resbalando en la hierba al llegar a la plataforma. El bate que sostenía en la mano hirió al hombre que estaba en la primera base en la espinilla, haciéndole caer a sus pies.

Algo golpeó a Stagg en la espalda. Aulló de dolor al sentir el clavo dentro de su carne.

Pero dio un salto, se llevó las manos a la espalda y se arrancó el clavo, sin hacer caso del cálido borbotón que resbaló por su espalda.

Ahora, de acuerdo con las reglas, si sobrevivía al impacto de la pelota y le quedaba fuerza suficiente, podía arrojarla o contra el lanzador o contra el primer baseman.

El primer baseman intentó huir, pero había quedado tan malherido por el golpe que le diera Stagg en la espinilla que no pudo dar un paso. De modo que recogió su propio bate y se preparó para golpear la pelota en el caso de que Stagg se la lanzara a él.

Stagg lo hizo; y el primer baseman, con la cara contraída por el dolor que le producía la herida de la pierna, intentó golpear la pelota.

Se oyó un sordo impacto. El primer baseman se balanceó y finalmente cayó con la pelota hundida en la garganta.

Stagg podía elegir entre quedarse en la primera base, donde se encontraría seguro, o intentar alcanzar la segunda. Optó por correr. El segundo baseman, al contrario que el primero, se corrió hacia un lado. Tan grande fue el ímpetu de Stagg que se pasó la plataforma. Rápidamente se volvió y tocó la segunda base.

Se oyó un fuerte ruido cuando la pelota fue atrapada por el enorme guante acolchado del segundo baseman.

Stagg estaba —al menos teóricamente— seguro en la segunda base. Pero permaneció alerta al ver la rabia reflejada en el rostro del segundo baseman. Dio un salto y enarboló el bate, dispuesto a golpearle con él en la cabeza si el segundo olvidaba las reglas y trataba de golpearle con la pelota.

El segundo, viendo la actitud de Stagg, depositó la pelota en el suelo. Tenía los dedos manchados de sangre a causa de las heridas producidas con los clavos, de tan apresuradamente que se quitó la pelota del guante… Se detuvo el juego mientras se procedía a llevar a cabo con el primer baseman algunos ritos y se le cubría con una manta.

Stagg pidió más comida y agua, pues comenzaba a sentirse débil por el hambre. Tenía derecho a pedirlo si los contrarios detenían el juego.

Comió. Justo en el momento en que terminó, la mascota gritó: —¡Juego!

Inmediatamente, Stagg, manteniéndose dentro del estrecho cuadrado marcado en torno a la segunda base, tomó el bate entre sus manos. Poderoso agitó el brazo y lanzó la pelota. Stagg golpeó la pelota hacia la izquierda. Comenzó a correr, pero esta vez el tipo que había reemplazado al primer baseman muerto tomó la pelota al vuelo y quedó clavado en el suelo. Stagg detuvo su carrera una décima de segundo, sin saber si volverse a la segunda base o seguir intentando llegar a la tercera.

El primero lanzó la pelota con un movimiento solapado a Poderoso, el cual se hallaba en ese momento agachado cerca del sendero que unía la segunda y la tercera base, prácticamente en el camino de Stagg. Si continuaba, Stagg quedaría desprotegido por la espalda. Se dio la vuelta; sus pies desnudos resbalaron en la hierba y cayó de espaldas.

Por un terrible segundo se creyó perdido. Poderoso estaba muy cerca y se disponía a arrojar la pelota contra su postrado blanco.

Pero Stagg se había pegado a su bate. Desesperadamente, lo levantó ante él. La pelota golpeó el bate oblicuamente, arrancándoselo de las manos, rebotando unos pasos más allá.

Stagg aulló ante su triunfo, se puso en pie de un salto, recogió el bate y se mantuvo allí, agitándolo amenazadoramente. Si hubiera sido golpeado por la pelota mientras se encontraba entre las dos bases, no hubiera podido cogerla y arrojársela a sus oponentes.

Tampoco hubiera podido salirse de Ja marca blanca que señalaba el sendero para defenderse de quien intentara tomarla, ni atacarle. Pero en el caso de que la pelota hubiera caído al suelo lo suficientemente cerca como para golpear al que intentara, entonces sí podía hacerlo.

La femenina voz del arbitro resonaba sobre el terreno mientras comenzaba la cuenta de diez. Los oponentes de Stagg tenían diez segundos para decidir si iban a intentar coger la pelota o le dejarían llegar a la tercera base indemne.

—¡Diez! —gritó la mascota, y Poderoso dio la vuelta, alejándose del bate amenazador.

Poderoso lanzó de nuevo. Stagg movió el bate y falló. Poderoso sonrió y lanzó otra vez apuntando a la cabeza de Stagg. Stagg no alcanzó la pelota, pero la pelota tampoco le alcanzó a él.

En el rostro de Poderoso se dibujó una siniestra sonrisa. Si Stagg volvía a fallar debería arrojar el bate y permanecer inmóvil mientras Poderoso intentaría golpearle entre los ojos con la pelota.

Sin embargo, si Stagg lograba llegar a casa, sería él el lanzador. Bien es verdad que estaría, con todo, en desventaja, porque carecía de un equipo que le ayudara; pero, por otra parte, su mayor velocidad y fortaleza le convertían en un equipo de un solo hombre.

Se produjo un pesado silencio, roto únicamente por las oraciones de los Caseys. Luego Poderoso lanzó la pelota con gran violencia.

La pelota salió directamente contra el pecho de Stagg; podía elegir entre golpearla o retirarse a un lado, teniendo cuidado de no dar un paso fuera del estrecho cuadrado. Si lo hacía, o caía fuera, sería un punto contra él.

Stagg prefirió retirarse a un lado.

La pelota alcanzó su contraída piel. La sangre brotó de su estómago. —¡Pelota uno!

Poderoso lanzó de nuevo contra el estómago. A Stagg le pareció que la pelota se inflaba enormemente, cargada de malos presagios, acercándosele como un planeta sobre el que estuviera cayendo.

La pelota chocó con el bate de forma tal que le hizo vibrar. El bate se rompió en dos y la pelota volvió de nuevo a Poderoso.

Le cogió desprevenido. Nunca hubiera podido creer que aquella pesada pelota pudiera llegar tan lejos. Luego, mientras Stagg corría hacia la meta, Poderoso corrió tras él y cogió la pelota con el guante. Al mismo tiempo, los otros jugadores, saliendo de su paralizador atontamiento, fueron a su encuentro.

Había dos hombres entre Stagg y la casa, uno a cada lado de las líneas blancas del sendero. Ambos rogaban por que Poderoso les arrojara la pelota. Pero éste prefirió tener el honor de ser él quien golpeara a Stagg.

Desesperadamente, Stagg golpeó la pelota con la punta de su bate, la parte de madera que se había separado del borde de metal. La pelota no rebotó, sino que cayó al suelo, a sus pies.

Un Casey se lanzó hacia ella.

Stagg le hundió el bate en el gorro… y en el cráneo que había debajo.

Los demás detuvieron su carrera.

La mascota se llevó las manos a la máscara para apartar la visión del hombre muerto de sus ojos. Pero un momento después las apartaba para mirar suplicante a Poderoso.

Poderoso dudó por un momento, como si fuera a dar la señal de acometer a Stagg y deshacerse de él, mandando al diablo las normas.

Luego, respiró profundamente y gritó:

—Está bien, Katie. Comienza la cuenta. Somos diradah. No unos tramposos.

—¡Uno! —dijo con voz temblorosa la mascota.

Los otros jugadores miraron a Poderoso. El sonrió y dijo:

—Está bien. Todo el mundo en línea detrás de mí. Yo lo intentaré el primero. No voy a pediros que hagáis lo que yo debo hacer.

Uno de los hombres dijo:

—Podríamos dejarle ir a casa.

—¿Qué? —gritó Poderoso—. ¿Y dejar que todos esos calzonazos, faldero y adoradores de ídolos de Deecee se rían de nosotros? ¡No! ¡Si tenemos que morir —y es algo que tendremos que hacer algún día— moriremos como hombres!

—¡No tenemos otra salida! —aulló un Casey—. Es dos veces más fuerte que cualquiera de nosotros. Intentarlo sería ser el cordero que va al matadero.

—¡Yo no soy un cordero! —aulló Poderoso—. ¡Soy un Casey! ¡No tengo miedo a la muerte! ¡Yo iré al cielo, mientras que ese tipo irá al infierno!

—¡Siete!

—¡Vamos! —animó Stagg, balanceando su bate roto—. ¡Animo, caballeros, probad vuestra suerte!

—¡Ocho!

Poderoso se preparó para saltar, mientras sus labios se movían en una silenciosa oración.

—¡Nueve!

—¡DETENEOS!