XIV

—Desearía poder quitarme el cinturón —dijo Mary Casey—. Es incómodo e irritante.

Me roza la piel y apenas puedo andar. Y además no es muy higiénico. Tiene dos pequeños orificios, pero necesito echarme agua para lavarme.

—Ya lo sé —dijo Stagg impaciente—. No es eso lo que me preocupa. Mary le miró y dijo: —¡Oh, no!

Sus astas habían perdido su flacidez y comenzaban su erección.

—Peter —dijo la joven, intentando hablar con voz calmada—. Por favor, no. No debes…

Vas a matarme.

—No, no quiero —le respondió él, casi en un sollozo… pero ella no hubiera podido decir si era a causa del deseo o de la agonía que significaba no poder controlarse—. Seré tan cuidadoso como me sea posible. Te prometo que no será demasiado para ti.

—¡Una vez es demasiado! —dijo ella—. No estamos casados por un sacerdote. Puede ser pecado.

—No hay pecado si tú no lo haces voluntariamente —replicó él ásperamente—. Y no tienes otra elección. ¡Créeme, no la tienes!

—¡No quiero hacerlo! —dijo ella—. ¡No quiero! ¡No quiero!

Siguió protestando, pero él no le hizo caso. Estaba demasiado atareado intentando abrir el cinturón. Presentaba un problema que solo una llave o una ganzúa podía resolver; como no tenía ninguna de las dos cosas, era inevitable fracasar en el intento.

Pero se encontraba bajo la presión de algo irracional.

El cinturón se componía de tres partes. Las dos que rodeaban la cadera estaban hechas de acero, diseñadas con las medidas exactas de la mujer. En la parte de atrás tenía una bisagra, de forma que pudiera abrirse cuando se abría la cerradura situada en la parte delantera. La tercera parte estaba formada por anillos de metal. Nacía en la espalda, pasaba entre las piernas y se unía de nuevo al cinturón mediante otra cerradura.

El hecho de que fuera una especie de malla le proporcionaba una cierta elasticidad. Las tres partes estaban forradas de tela para evitar cortes. Sin embargo, aquella armadura había de estar necesariamente apretada, de lo contrario podía ser arrancada con un poco de fuerza y la pérdida de otro poco de piel. Concretamente aquel cinturón era tan ajustado que Mary se quejaba de dificultades para respirar.

Stagg manipulaba en la parte delantera del cinturón, pese a las protestas de Mary, que se quejaba de que la hacía mucho daño. El no la respondió y comenzó a mover hacia un lado y hacia otro los dos extremos del cinturón con la intención de retorcerlos y sacarlos de la cerradura.

—¡Oh, Dios mío! —grito Mary— ¡No lo hagas! ¡No lo hagas! ¡Me vas a matar! ¡No lo hagas!

Bruscamente, él la dejó. Por un momento pareció que había recuperado el control de sí mismo. Respiraba profundamente.

—¡Lo siento, Mary! —dijo—. No sé lo que hago. Quizá debería echar a correr tan deprisa como pueda… hasta que esto se me pase, y luego volver a buscarte.

—No podríamos encontrarnos de nuevo nunca —dijo la joven. Parecía apenada y hablaba suavemente—. Te echaría de menos, Peter. Te quiero mucho cuando no estás bajo la influencia de las astas. Pero es inútil. Aunque lograras dominarte esta noche, volvería a suceder mañana.

—Quizá sería mejor que me fuera ahora que aún tengo un cierto control sobre mí mismo. ¡Qué dilema! ¡Dejarte aquí, expuesta a morir, porque si me quedo puedes morir!

—No puedes hacer otra cosa —dijo ella.

—Solo hay una solución —dijo él con voz lenta y vacilante— Este cinturón no asegura en absoluto que yo no logre lo que necesito. Hay más de una forma…

Ella palideció y gritó: —¡No! ¡No!

El dio la vuelta y corrió lo más veloz que pudo por el sendero.

Luego pensó que ella seguiría el mismo camino. Dejó el sendero y se internó en el bosque. Aquello no tenía mucho de bosque, porque aquel país era todavía una tierra árida en proceso de recuperación de la Desolación. Su tierra no había sido sembrada y regada como lo había sido la de Deecee. Los árboles eran relativamente escasos; la mayor parte del bosque estaba compuesto por matorrales y yerbas altas. Sin embargo, allí donde había agua en todas las épocas del año el bosque se hacía más espeso. No había corrido mucho cuando se encontró con un arroyo. Se zambulló dentro, esperando que la impresión del agua apagaría su fuego interior, pero el agua estaba templada.

Se incorporó, atravesó el arroyo y comenzó a correr de nuevo. Al pasar junto a un árbol se topó con un oso.

Desde que Mary y él dejaron High Queen había estado esperando encontrarse un animal así.

Sabía que eran relativamente numerosos en aquel área, porque los Pant-Elf acostumbraban a atar las mujeres que habían hecho prisioneras o a las que se rebelaban, y las llevaban a que se las comieran los osos sagrados. Estos estaban acostumbrados a la carne humana. Y, a aquellas alturas, la familiaridad hacía que les fuera imposible distinguir entre un humano atado y otro suelto.

El oso era un enorme macho negro. Podía estar hambriento, o podía no estarlo. Quizá se había asustado ante la súbita aparición de Stagg tanto como éste lo estaba ante la suya. Si hubiera tenido la oportunidad, posiblemente habría huido. Pero la aparición de Stagg había sido tan súbita que debió parecerle un ataque, y ser atacado significaba que él debía atacar a su vez.

Se incorporó sobre sus patas traseras, como acostumbraba hacer cuando se apoderaba de una presa humana, y lanzó su poderosa zarpa derecha a la cabeza de Stagg. Si hubiera alcanzado su objetivo habría destrozado el cráneo del hombre, lo habría hecho añicos.

Erró el blanco, pero sus enormes uñas desgarraron el cuero cabelludo de Stagg. Este cayó el suelo, en parte por la fuerza del golpe y en parte porque su propio ímpetu le había desequilibrado.

El oso se puso a cuatro patas y se dispuso a atacar de nuevo. Stagg giró y sacó su puñal, gritando al oso. El animal, enloquecido por el ruido, atacó de nuevo. Stagg agitó el cuchillo y su borde se introdujo en la garra.

El oso, aunque aullando de dolor, siguió avanzando. Stagg movió de nuevo el cuchillo.

Esta vez la garra se movió con tal fuerza contra la hoja que el cuchillo saltó por los aires yendo a caer entre las hierbas.

Stagg se lanzó tras él, se agachó para cogerlo… y quedó enterrado bajo el enorme peso del oso. La cabeza se le hundió en la tierra y sintió como si sobre su cuerpo hubiera caído una enorme plancha de hierro.

Hubo un momento en el que incluso el oso estaba confuso. El hombre había quedado bajo sus cuartos traseros. Rápidamente, se dio la vuelta. Pero Stagg saltó e intentó correr.

Antes de que pudiera dar dos pasos, el oso le había rodeado con sus poderosas patas delanteras.

Stagg sabía que no era verdad que el oso abrazara a sus víctimas hasta que morían, pero en aquel momento pensó que podía haber topado con un oso que no conocía su historia natural. El oso estaba intentando sujetar a Stagg mientras arañaba con sus garras su pecho descubierto.

No obstante no lo logró, porque Stagg consiguió librarse de aquel abrazo. No tuvo tiempo de asustarse al darse cuenta de la hercúlea fuerza que tenía que haber desarrollado para lograr separar las patas del animal. Si lo hubiera tenido se habría dado cuenta de que de aquella fuerza sobrehumana eran responsables sus astas.

Dio un salto y rodó con rapidez porque, aunque estaba lejos, del animal, no podría escapar al ataque del oso. En una distancia de cincuenta metros, un oso le podría incluso a un campeón olímpico.

El oso estaba encima de él. Stagg solo pudo hacer una cosa. Golpeó al animal con su puño tan fuerte como pudo en el negro hocico.

El impacto hubiera roto la mandíbula a un hombre. El oso dijo «¡Oof!», y se detuvo.

Sangraba por la nariz y sus ojos bizquearon.

Stagg no se detuvo a admirar su obra. Corrió, pasando junto a la atontada bestia, e intentó recoger el puñal. Pero su mano derecha no podía cerrarse en torno a la empuñadura. Le colgaba sin fuerza, paralizada por el golpe que acababa de propinar.

Logró cogerlo con la izquierda y darse la vuelta. Tuvo el tiempo justo. El oso se había recobrado lo suficiente como para iniciar un nuevo ataque, aunque había perdido parte de su velocidad inicial.

Con cuidado, Stagg levantó el cuchillo y luego, en el preciso instante en que el oso llegaba junto a él, dirigió la hoja hacia el corto pero poderoso cuello del animal.

Lo último que vio fue como se hundía la hoja en la negra y el chorro escarlata que manó a continuación.

Se despertó algún tiempo después, y se encontró profundamente dolorido; el oso yacía muerto a su lado y Mary se inclinaba sobre él.

Luego el dolor se hizo insoportable y se desmayó.

Cuando recobró el sentido, su cabeza descansaba sobre el regazo de Mary, la cual trataba de hacerle beber agua de una cantimplora. La cabeza le dolía todavía de una forma horrorosa. Se dio cuenta de que la tenía vendada. Su asta derecha había desaparecido. Mary dijo:

—El oso debe de habértela arrancado. Oí el ruido de la lucha desde lejos. Pude oír los gruñidos del oso y tus gritos. Vine lo más pronto que pude, aunque estaba aterrada.

—Si no lo hubieras hecho —dijo él— habría muerto.

—Me temo que sí. Sangrabas terriblemente por el orificio de la base del asta izquierda.

Arranqué tiras de mi falda y logré contener la hemorragia.

Súbitamente, gruesas lágrimas aparecieron en sus ojos.

—Ahora que ya ha pasado —dijo él— puedes gritar todo lo que quieras. Pero agradezco tu valentía. No hubiera podido culparte en el caso de que te hubieras alejado en vez de venir en mi auxilio.

—No hubiera podido hacerlo —sollozó ella—. Yo… creo que te amo. Desde luego, no hubiera podido dejar morir así a nadie. Además tenía miedo de quedarme sola.

—He oído lo que has dicho en primer lugar —contestó él—. No puedo entender cómo puedes querer a un monstruo como yo. Pero si ello puede hacerte sentirte mejor, y no peor, te diré que yo también te quiero… aunque hace un rato no lo pareciera.

Se tocó la parte rota de la base de las astas y preguntó: —¿Crees que esto reducirá mi compulsión… a la mitad?

—No lo sé. Desearía que fuera así. Pero… Creo que si te hubiera quitado las dos astas… habrías muerto del golpe.

—Yo también lo creo. Quizá las sacerdotisas mintieron. O quizá todo haya de ser arrancado antes del golpe final. Después de todo, la base ósea está intacta y una de las astas aún funciona. No sé.

—No pienses más en ello —dijo ella—. ¿No querrías comer algo? He preparado unos filetes de oso.

—¿Es eso lo que huelo? —dijo él, olfateando—. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—Has estado inconsciente todo un día, la noche y parte de la mañana. Y no te preocupes por el humo que pueda hacer el fuego. Sé cómo hacer pequeñas hogueras sin humo.

—Todo está perfecto —dijo él—. Los cuernos poseen grandes poderes de regeneración. No me sorprendería que crecieran de nuevo.

—Rezaré para que no suceda así —respondió ella. Se dirigió hacia la hoguera y sacó, valiéndose de unas maderitas, dos filetes de oso.

—Voy sintiéndome mejor —dijo él—. Me siento con hambre suficiente como para comerme un oso.

A los dos días recordó riéndose lo que había dicho, porque, efectivamente, se había comido el oso. No quedaba más que piel, huesos y entrañas. Incluso los sesos habían sido cocinados y devorados.

Por entonces se sentía mejor y podía caminar de nuevo. Se había quitado el vendaje, quedando al descubierto una limpia cicatriz.

—Al menos no va a crecerme de nuevo —dijo, y luego miró a Mary—. Bien, ya empezamos otra vez. Estoy igual que cuando yo corrí para alejarme de ti. Comienzo a sentir lo mismo.

—¿Significa eso que debemos separarnos de nuevo? —preguntó la mujer. Por el tono de su voz era imposible descifrar si deseaba dejarle o no.

—He estado pensando mucho durante mi convalecencia. Hay un detalle muy importante: cuando los Pant-Elf nos llevaron a High Queen, sentí una disminución definitiva del impulso. Creo que sucedió porque estaba infraalimentado. Te voy a proponer que sigamos juntos, pero siguiendo, por mi parte, una dieta estricta. Voy a comer lo justo para mantenerme, pero no lo suficiente como para estimular este… este deseo. Será duro, pero puedo hacerlo.

—Eso es maravilloso —dijo ella. Vaciló un instante, y luego añadió:

—Tenemos que hacer algo. Ya no aguanto este cinturón. No, no es por lo que crees.

Me está volviendo loca. Me corta y me magulla, y me oprime tan fuerte que apenas puedo respirar.

—Tan pronto como lleguemos al territorio de Deecee y encontremos una granja —dijo él—, te quitaré ese maldito artefacto.

—De acuerdo. Pero no malinterpretes mis motivos.

—Está claro que eres una santa —dijo él.

Ella no replicó. El tomó el saco y echaron a andar.

Caminaron lo más rápido que pudieron, teniendo en cuenta el engorro que para Mary suponía el cinturón. Fueron muy cautelosos, poniéndose alerta a cada ruido extraño. No solo existía el peligro de caer en manos de la inevitable expedición de High Queen que los andaría buscando, sino también de encontrarse con deeceeanos hostiles. Cruzaron los montes Shawangunk. Fue entonces cuando vieron a los hombres que habían salido de High Queen para vengar la muerte de sus compañeros. Debían de haber estado tan absortos en su persecución de los dos fugitivos que se habían dejado sorprender por los de Deecee. Ahora colgaban de los troncos de los árboles donde habían sido atados antes de que les cortaran la garganta, o bien sus huesos yacían al pie de los árboles. Lo que los osos no habían devorado, se lo habían comido los zorros; y lo que habían dejado los zorros, ahora se lo estaban comiendo los cuervos.

—Debemos ser más cautelosos que nunca —dijo Stagg—. Probablemente los de Deecee nos estén buscando.

Stagg no hablaba con su acostumbrado vigor. Había perdido peso y sus ojos estaban ojerosos. Su cuerno se balanceaba con cada movimiento de su cabeza. Cuando se sentó a comer, terminó su escueta ración y luego contempló fijamente la de Mary. A veces se apartaba y se tumbaba donde no pudiera verla mientras estaba comiendo.

Lo peor de todo era que no podía olvidar la comida ni siquiera mientras dormía, Soñaba con mesas llenas de cientos de sabrosos platos y grandes jarras rebosantes de oscura y fría cerveza. Y cuando no era acuciado por estas visiones, soñaba de nuevo con las doncellas que había encontrado durante la Gran Ruta. Pues, aunque su empuje estaba considerablemente mermado por la falta de comida, era todavía más vigoroso que la mayoría de los hombres. Había veces en que, cuando Mary se dormía, tenía que adentrarse en el bosque para relajar la terrible tensión. Se sentía sumamente avergonzado, pero era preferible que tomar a Mary por la fuerza.

No se atrevía a besar a Mary. Ella parecía comprenderlo, pues tampoco hacía el menor amago de besarle. Ni siquiera volvió a mencionar que le amaba. Tal vez, pensó él, en realidad ella no le amaba. Había sido desbordada por la emoción al ver que él no había muerto, y aquellas palabras habían sido una manifestación de alivio.

Tras pasar sobre los huesos de los Pant-Elf dejaron el camino y cortaron recto a través del bosque. Su marcha se hizo más lenta, pero se sentían más seguros.

Y, por fin, alcanzaron las riberas del Hudson.

Aquella noche, Stagg entró en una granja y encontró una lima. Tuvo que matar al perro guardián, pero los granjeros no le molestaron. No estaban en casa.

Le llevó cuatro horas cortar el cinturón con la lima, pues el acero era resistente y tenía que ir con mucho cuidado para no hacer daño a Mary. Luego le dio un ungüento que había encontrado en la granja, y ella se adentró en el bosque para aplicárselo en las zonas lastimadas e infectadas. Stagg se alzó de hombros ante este incongruente pudor.

Se habían visto el uno al otro desnudos muchas veces. Pero, por supuesto, habían sido situaciones que ella no había podido evitar.

Cuando ella volvió, caminaron a lo largo de la ribera hasta que encontraron una barca atada a un embarcadero de madera. Desataron la embarcación y cruzaron el río. Stagg dejó que la corriente arrastrara la embarcación, y luego empezaron a caminar hacia el este.

Durante dos noches caminaron, escondiéndose y durmiendo durante el día. Stagg tomó comida de una granja de las afueras de la ciudad de Poughkeepsie. Cuando volvió junto a Mary en el bosque se sentó y devoró el triple de lo que se suponía que tenía que comer. Mary estaba alarmada, pero él le dijo que tenía que hacerlo, pues sentía que sus células empezaban a autodevorarse. Tras comer la mitad de la comida que había robado, y bebido una botella entera de vino, se sentó tranquilamente por un momento. Luego dijo:

—Lo siento, pero ya no puedo aguantar más. Tengo que volver a esa granja.

—¿Por qué? —preguntó ella, alarmada.

—Porque los hombres de la granja no están, probablemente han ido a la ciudad. Y hay allí tres mujeres, dos de ellas atractivas. Mary, ¿puedes comprenderlo?